—Mirad eso —dijo Marta.
Había una islilla seca más adelante. Y era verdaderamente seca, no un montón de barro esponjoso, como la que ocupaba en este momento el resto de la pandilla.
Se acercaron… No sería más grande que una habitación de no mucho tamaño, pero estaba seca. Seca de verdad, y con algo de hierba débil y amarillenta creciendo en ella…
—Sergio —dijo Marta—. Tú te quedas aquí… Marcus, vete por ese lado; yo iré por el otro… Mucho cuidado los dos.
—Y tú. Marta.
—Y yo. Volveremos aquí… no vayas a asustarte y disparar… Y no te duermas.
Entre chapoteos. Marta y Marcus desaparecieron, cada uno en una dirección. Sergio se sentó en mitad de la isla, con el rifle cargado y montado. A su alrededor continuaban los gañidos de los pájaros, algún rugido lejano, el cacareo de aves a las que no logró ver, un chillido agudo y penetrante de cuando en cuando, que tampoco se sabía de dónde salía… Mirando a los lados, vio que una débil corriente circulaba rozando la islita por uno de sus costados; se acercó y se arrodilló en la orilla. Era un canal de agua casi transparente, que discurría entre el légamo, trazándose dentro de él un camino separado… Nunca supo el momento en que se quedó dormido. Le pareció oir voces, de un bajo profundo, no muy lejanas.
—Ahi t'nes uno. M'talo.
—No q'uero. Q' vaya el p'qño.
—Yo no voy. M' mata.
—No tiene r'fle. Cog'lo.
—Tu p'dre que v'a a ir. Yo no voy.
—Te corto los h'vos.
—Si qu' tiene r'fle. V'monos.
Hubo un gruñido oscuro, bajo de tono, distinto a los que antes emitiera la selva. Poco a poco, y cada vez más velozmente, Sergio recuperó la conciencia. No se movió. Entreabrió los ojos, y vio, a quince metros de distancia, semisumergidos en el légamo, tres bultos oscuros, muy desiguales de tamaño. No se les distinguía muy bien entre las entrelazadas ramas, pero pudo ver que eran peludos, oscuros, y con grandes cabezas provistas de un hocico azul colmilludo que se proyectaba hacia adelante.
—'e un hombr'.
—No. 's un' muj'r.
—Pero 's bu'no para com'r. Cog'lo.
—No qui'ro. V's tú.
Tenían largos brazos cubiertos de una atroz pelambrera negra. Durante unos instantes, siguieron las discusiones en voz baja y bestial, cortando torpemente las palabras.
—M' coge y m' mata.
—P's no com'm's.
Sergio hizo un movimiento involuntario. Hubo un rebullir entre las ramas. Cuando se levantó, con el rifle a punto, las figuras negras habían desaparecido. Se sentó de nuevo, aterrado por la impresión de fuerza y brutalidad que se desprendía de las figuras peludas.
Algo ágil y suave se deslizaba por la transparente corriente de agua, surcándola lentamente, apenas sin movimiento, y sin remover el légamo del fondo. A pocos pasos de Sergio, surgió del riachuelo una cabeza redonda, cubierta de suave pelaje gris oscuro. Era un animal, del tamaño de un perro grande. Tenía dos grandes ojos pardos, protegidos por largas y sedosas pestañas, y un cuerpo esbelto y movedizo, como si no tuviera huesos. Colocó dos zarpas acolchadas sobre la orilla y permaneció mirando a Sergio.
—¿Qué eres tú? —preguntó Sergio.
—Soy una cellisa —dijo el animal, con agradable voz de tenor.
Y antes de que Sergio pudiera sorprenderse, el animal, de un salto, retrocedió y se metió en el agua. Durante unos segundos Sergio pudo ver una sombra gris-parda que se desplazaba velozmente por el fondo de la corriente; después, nada.
—¿Qué era eso? —dijo Marta, dejándose caer a su lado—. Parece que se ha asustado al verme…
—¡Hablaba! —dijo Sergio—. Dijo: «Soy una cellisa…»
—No me digas que te ha hablado… Esas sólo hablan con los Profes… No sabía que hubiera aquí también… ¿Ha pasado algo?
Sergio explicó lo de los bichos negros de hocico azul, callándose lo de que se había dormido.
—Pues si el Capitán Grotton no se equivoca, encanto, eso son los mandriles. De manera que estamos encima de ellos… Anda, deja que me apoye en ti…
Permanecieron los dos en silencio, escuchando la cacareante, crujiente y sonora selva. No se oían voces sobre el chapoteo del agua y los gritos de los animales. De vez en cuando, el taladrante chillido agudo helaba el corazón.
—¿Y Marcus?
—Aún no ha vuelto.
—Ayúdame a subir a ése árbol.
Patalearon en el barro hasta un tronco sin ramas, más grueso que los otros. Sergio se inclinó un poco para que Marta pudiera apoyarse en él, y mientras la ayudaba a subir, un poco en broma, le pasó las manos por los muslos que el destrozado pantalón dejaba al descubierto. La mujer emitió un sonido oscuro, pero no dijo nada.
—No lo veo —dijo Marta, desde la primera rama—. Bájame.
Al ayudarla, Sergio volvió a repetir la maniobra, esta vez un tanto en serio, y sintiéndose, ligeramente excitado. Tampoco Marta se opuso ni soltó ninguna de las procacidades que acostumbraba. Por el contrario, cuando estuvo en el suelo se adosó a él.
—Me salvaste la vida en el río —dijo—. Y ni siquiera te lo he agradecido…
—Ni hace falta, mujer.
—Eres un buen muchacho, Sergio. Dame un beso. Sergio la besó formulariamente, y ella le contestó de la misma manera. Tenía una boca ancha, jugosa, que se acoplaba fácilmente. Caminaron juntos hacia la isla, sin tocarse más.
—Ese Marcus…
—No creo que tarde en venir.
Iba cayendo la noche. En dirección al resto de la patrulla se distinguía un punto rojizo, como un rescoldo. Seguramente los demás, tras mucho trabajo, habían conseguido reunir el número de ramas suficiente para encender una hoguera.
—El Capitán Grotton va a mandar un par de vuelta a Halfaya Pass —dijo Marta—. Aunque lleguemos al templo, no podremos volver sin provisiones. Creo que la idea es que diez hombres de los que hay en el paso con Trekopoulos lleguen hasta el río Negro con suficientes vituallas… Sino, no llegaremos vivos al Paso.
La oscuridad era casi total. Entre los árboles, en el agua, comenzaron a relucir pequeños puntos fosforescentes. Una nube de mosquitos se levantó del légamo y comenzó a zumbar junto a ellos. Trataron inútilmente de espantarlos, hasta que Marta extrajo un bote de su zurrón y se lo tendió a Sergio.
—Úntatelo —dijo—. Es grasa de ciervo… quizá sirva… Sirvió. Los mosquitos dieron vueltas y vueltas alrededor de ellos, zumbando agudamente, pero no les picaron más. Duramente unos minutos los dos permanecieron acurrucados, uno junto a otro, frotándose intensamente con la deslizante grasa de ciervo.
—Sergio —dijo ella, mirándole con intensidad.
—¿Qué pasa?
—Te voy a decir algo que no confesaría a nadie…
—¿Qué es?
—Tengo un miedo terrible…
—Yo también —respondió él, después de un momento de silencio. La rodeó con el brazo, y esta vez no hubo repulsa ninguna por parte de ella. Muy despacio, Sergio dejó que su mano se deslizase por la axila de Marta, pasase entre el torso y el brazo, y rodease suavemente, casi sin sensualidad, el pecho izquierdo de la mujer. Ella no dijo nada, ni cambió de posición…
—¿Te molesto?
—No. Así me gusta… sólo así… pero no que quieran tocarme la flor…
La opulenta curva del seno de Marta tenía unas rugosidades y estrías, como…
—¿Qué es eso?
—Cicatrices; mira…
Marta abrió los restos de la destrozada camisa, mostrando, a la casi oscuridad del crepúsculo dos pechos enhiestos, cubiertos, como el resto del tórax, de una complicada trama de cicatrices, de pequeñas cicatrices, como si los dedos de un niño hubieran dejado sus huellas por doquier.
—¿Cómo te hiciste eso?
—Prefiero no acordarme… Una aventura de hace años… que estuvo a punto de costarme la vida… ¿Te ha hecho olvidar el miedo? ¿Te he gustado?
—Sí.
—Tú a mí también. ¿No piensas ahora en Edy?
—Más que nunca… La veo en todas partes… No sabes cómo la echo de menos.
—Volverás; estoy segura. Volveremos. Era prácticamente de noche; las luciérnagas daban vueltas entre los árboles; negras masas se desplazaban chapoteando.
—¿Y Marcus?
—No sé…
Permanecieron allí hasta que tuvieron la seguridad de que Marcus no regresaría jamás.
Amílcar Stone, delgado hasta parecer esquelético, con los ojos inyectados en sangre, la boca cubierta de espuma, las descarnadas costillas casi atravesando la apergaminada piel, yacía al pie de un retorcido baobad, respirando anhelosamente…
—Me duele… —dijo en un suspiro—. Me duele espantosamente… Matadme, hermanos, por favor…
Quedaban trece, después de que dos partieran para Halfaya Pass, y otros desaparecieron sin dejar rastro. Salvo el desgraciado Amílcar Stone, los demás habían soportado relativamente bien la travesía del pantano, y la caminata por las gargantas rocosas que había a continuación. Según el Capitán Grotton, estaban ya casi en su objetivo. Habían conseguido cazar dos animales mezcla de venado y bisonte, cuya carne había sido devorada ansiosamente, restaurando casi por completo las decaídas fuerzas. Igualmente habían encontrado unos cuantos frutos que el Capitán identificó como comestibles…
Cerca de la cabeza del yacente Amílcar Stone surgía de una roca un hilo de agua cristalina, con un fuerte sabor ferruginoso, y ligeramente tibia. Pero había calmado la sed de un líquido limpio, que los expedicionarios sentían hacía días, y les había permitido lavarse con cierta mesura.
Sentada junto a su hermano. Juana Stone trataba de refrescar la ardorosa frente con un trozo de blusa empapada en el agua del manantial.
—No puedo soportarlo —gimió Amílcar—. No puedo… También Sergio estaba arrodillado junto al moribundo, sintiendo dentro de sí una profunda compasión y un dolor intenso ante el pensamiento de que este hombre, como ya había sucedido a otros, iba a morir por su causa. Había hablado de esto con Marta, y de poco le sirvió que ella dijera que de no haber sucedido aquí, y de esta forma, habría sucedido en otro lugar, y de forma parecida, pues todos ellos no servían más que para eso, para correr aventuras…
Sergio rebuscó una vez más, inútilmente, en su mochila, como si el revolver en ella pudiera sacar a la luz un tranquilizante o un anestésico que sobradamente sabía no estaban allí. Hubiera hecho cualquier cosa por aliviar el dolor de Amílcar… Y además, el no llevar médico con ellos, ni tener idea de lo que le sucedía al pobre hombre, contribuía más a intensificar su pena… Sólo sabía lo que los demás; que el pobre Amílcar había ido decayendo a ojos vistas, y que el dolor leve que al principio sintiera en el pecho era ahora, por lo visto, totalmente insoportable.
El macilento rostro del moribundo hizo un visaje y de los cárdenos labios se escapó un ronco aullido de dolor, acompañado de una oleada de espuma sanguinolenta…
Juana empapó el espeso sudor frío que cubría la frente de su hermano. Sus ojos se fijaron en Sergio, no con reproche, ni con rencor por haberle traído a morir allí, sino con un profundo dolor por la impotencia de todos. Aquello era mucho peor que morir violentamente a manos de los mandriles.
El grupo, acuclillado, mascando aún trozos de carne, permanecía inmóvil, contemplando la lenta agonía de Amílcar.
Sergio, de pronto, tomó las manos del moribundo. Las sintió viscosas y frías en las suyas; contempló el delgado torso alzarse en lentas y espaciadas respiraciones y se dio cuenta de que la muerte estaba próxima… Notó también claramente el intenso dolor de Amílcar, localizado en el hígado y en la parte superior del estómago… Sintió un ligero vahído, que dominó prontamente. Las cosas, en torno a él, parecían haberse hecho más luminosas. Pensó intensamente en el dolor de Amílcar, en su muerte próxima, y en el dolor de tantos hombres y mujeres, a lo largo de la historia de la humanidad… Percibió, como naciendo en el fondo de su ser, un grande, penetrante, avasallador deseo de tomar para sí los dolores de Amílcar, con tal de que el desgraciado muriera en paz… Y poco a poco,
fue así
. Algo como un fuego vital, como una profunda y atroz corriente de lástima, tan fuerte que casi no era soportable, pasaba a través de sus manos al enflaquecido cuerpo del agonizante. El retorcido rostro de Amílcar recobró poco a poco la paz, mientras Sergio, con lágrimas en los ojos, se sentía desgarrar por el horrendo dolor que poco antes carcomía las entrañas del enfermo. «Lo tomo para mí, con alegría —pensó, dominando su impulso de gemir, de sollozar a gritos—. Por él, por todos, por mí mismo…»
Durante un segundo le pareció que algo nuevo se abría en torno a él, algo más allá de Amílcar, del macilento grupo del Capitán Grotton, de Marta y de él mismo. Algo que daba sentido a todo, y explicaba todo…
El dolor desapareció, de pronto, como cortado con un cuchillo. Bajo sus ojos, con las manos laxas en las suyas, con el rostro en paz, Amílcar Stone reposaba para siempre. Pero Sergio continuó sintiendo en el cuerpo muerto que yacía a sus pies, cómo la lenta acción del veneno vegetal que había matado a Amílcar Stone continuaba espasmódicamente su obra, acabando poco a poco con las vísceras que aún continuaban con un reflejo de vida. Sintió cómo los ganglios aún seguían sus funciones, y cómo la sangre se solidificaba en las arterias… La percepción fue haciéndose lentamente más débil, y el instante glorioso en que creyó haber comprendido muchas cosas, aquel instante que debía casi exclusivamente al contacto con un ser que acababa de morir, perdió vividez, se hizo pálido y desapareció.
Quizá por eso, cuando se puso en pie, sintiendo que las lágrimas resbalaban por su rostro, no se fijó siquiera en el movimiento de respeto de los demás.
Entre aullidos y parloteos, los últimos sobrevivientes del ataque se retiraban. Atrincherados tras unos gruesos troncos caídos, mal apilados a toda prisa, y tras montones de piedras cubiertas de plantas enraizadas en cualquier grieta, los expedicionarios contemplaban los cadáveres peludos de los mandriles, extendidos por el suelo a su alrededor.
Los rifles humeaban aún, con el cañón al rojo, y los machetes chorreaban sangre. Les habían sorprendido en el borde de la selva, poco después de que Juana Stone, desde lo más alto de un árbol, anunciase a gritos que veía el templo a lo lejos. Surgieron rezongando y parloteando, peleándose entre sí, gruñendo con su profunda voz de bajo, mezclados machos, hembras y jóvenes crías, pero todos armados con porras o con toscas lanzas. Los fusiles, y sobre todo el rifle de Sergio, hicieron una verdadera carnicería entre los mandriles. A veces, uno de ellos, como si no le importase morir, se lanzaba locamente dentro del grupo, para ser muertos a machetazos, derramando sobre la tierra una sangre de un brillante color rojo…