Con los rasgos del rostro alterados hasta parecer una máscara de dolor. Marta consiguió ponerse en pie. Sergio se colocó a un lado; el Capitán Grotton a otro, y precedidos por Zacarías y el abuelo Jones, que miraban a todas partes con ojos cada vez más aterrorizados, consiguieron pasar, mordiéndose los labios, el rápido arroyo.
Al tomar la rama izquierda del desfiladero, Sergio se dio cuenta de que de la boca de la mujer se deslizaba un hilo de sangre. Los blancos dientes estaban clavados con fuerza en el labio inferior, y los ojos, virados, demostraban que apenas le era posible soportar el dolor…
—Toma. Introdujo un trozo de tela entre los dientes de Marta, y la boca de ésta se cerró con un ruido seco sobre la improvisada almohadilla, apretando, apretando…
¡Gong!
Al principio, la rama izquierda del cañón era exactamente igual que la otra, trazada entre verticales muros de piedra amarillenta a trechos, rojiza en otros, hojosa, rezumante de humedad en algunos sitios. Más tarde, cuando llevaban un par de horas caminando, escuchando siempre, estremecidos, el broncíneo retumbar del tambor lejano, el fondo de la garganta comenzó a subir. Había alguna peña suelta, que era preciso evitar, y el suelo comenzaba a cambiar su estructura de arcilla casi lisa por un conglomerado de cascotes redondeados, donde era difícil encontrar apoyo, sobre todo para Marta. Hacía rato que la mujer caminaba mecánicamente, con los ojos cerrados, exhalando de vez en cuando una especie de ronquido… pero sin quejarse, sin decir una palabra…
—Levanta la pierna. Marta, por favor —dijo Sergio—. Un esfuerzo más. No intentes apoyar el pie herido, mujer. Apóyate en nosotros, y apoya sólo la pierna buena… Anda; así, así… Piensa en cuando lleguemos al río Rojo; estarán esperándonos el Zurdo Ribas y sus hombres, con comida, medicinas y un buen trago de ginebra… Podremos lavarnos y ponernos ropa limpia… te pondrás bien en seguida, ya verás…
Marta abrió los ojos un instante para dirigirle una mirada que, sin decir nada, expresaba muchas cosas. «Lo entiendo —decía—; hablas para que continúe, para que no pierda el ánimo… De acuerdo; pero sigue, no te calles…».
Zacarías y el abuelo se volvían, de cuando en cuando, para contemplar curiosamente a Sergio, que no cesaba de hablar. La mirada del Capitán Grotton, por el contrario, encerraba un respeto y una admiración muy claros.
—Volveremos a la Alquería de Muller, y estaremos juntos allí… Edy y yo te ayudaremos, ya verás… Yo no te voy a dejar nunca, después de lo que hemos pasado juntos… Eres una mujer extraordinaria; cualquier hombre estaría encantado de vivir contigo una aventura como ésta, y de seguir viviendo después todo lo que viniera… Camina, Marta, por favor… No apoyes ese pie… ¿Te duelen los brazos?
Haz un poco más de fuerza…
Las paredes rocosas, a su lado, no tenían ya más que unos dos metros. Disminuían rápidamente de altura, mientras su estructura mineral cambiaba de las masas hojosas amarillo-rojizas a unas pudingas donde cantos rodados se incrustaban en una ganga de arcilla roja… Sin decir nada, el Capitán Grotton resopló al contemplar aquella arcilla…
—Vamos, Marta, un poco más…
Las pudingas desaparecieron rápidamente, dejando paso a un conjunto de bloques quebrados, alternados con pequeñas manchas de color rojo intenso. Estaban saliendo en este momento sobre el nivel de la meseta, dejando abajo los desfiladeros y los arroyuelos. Una brisa caliente corría de lado a lado, sobre un terreno de color pardo blanquecino, donde algunos escasos árboles alzaban al cielo cruel sus anchas copas verdes…
—Allí… —dijo el Capitán Grotton, con un hilo de voz—. La muralla… el río Rojo… el desfiladero…
En lontananza se divisaba el ingente muro de roca que atravesasen muchos días antes, a través de Halfaya Pass… Una corriente ancha, rojiza, circulaba perezosamente a través de las mesetas, trazando amplios meandros donde el agua lamía lentamente la ribera, para desaparecer después en una estrecha rendija en el murallón, como cortada de un gigantesco hachazo.
—Marta, ya llegamos… —dijo Sergio, sintiéndose con nuevas fuerzas…
El terreno pardo abundaba en charcos limosos de arcilla roja, engañosos y traicioneros, pues parecían casi sólidos a primera vista, sin serlo. Zacarías Gómez puso el pie descuidadamente en uno de ellos, y se hundió hasta la cintura, resultando casi imposible sacarlo de allí. Surgió con las piernas y el bajo vientre cubiertos de una espesa capa de grumos rojizos, que no pudo desprender, pues aquella pasta tenía una consistencia semejante a la del engrudo. Sólo cuando el aire y el ya moribundo sol secaron el barro este comenzó a caer en anchas costras.
Incluso Marta, ante el anuncio de la proximidad del desfiladero y del río Rojo parecía haber recobrado alguna fuerza. Los colores habían vuelto un poco a sus pálidas mejillas, y se apoyaba con más energía en los magullados hombros de Sergio y del Capitán Grotton. Durante un rato, el enteco abuelo Jones sustituyó al Capitán; en cuanto a Zacarías Gómez, cada vez que le miraban, comenzaba a sacudirse el barro rojo de los pantalones y a dirigir la vista, soñadoramente, hacia el murallón de roca.
—El tambor se ha callado —dijo, de pronto, el abuelo Jones.
Era cierto. El siniestro gong había dejado de oírse, y el silencio que flotaba ahora sobre la desolada planicie parecía, por contraste, más ominoso todavía. Estaban ya solamente a un par de kilómetros del desfiladero, junto a las turbulentas aguas del río Rojo, que allí comenzaban a encresparse y a saltar espumeantes entre disformes amontonamientos de peñas. El color rojizo de las aguas relumbraba como sangre bajo la luz del sol poniente…
—Mirad allí… —dijo el abuelo Jones, susurrando—, Ahí está la salida de la otra rama del desfiladero… la que cogimos al principio…
Y de pronto, mientras miraban, varias cabezas negras comenzaron a asomar, pausadamente, como muñecos lejanos sobre el borde del cañón. Una de ellas sobrepasaba a las demás… se oyó claramente, en el aire tranquilo del atardecer, un poderoso relincho.
—Es Aneberg… —dijo Sergio—. Esos brutos lo han traído consigo…
—¡Los ha traído hasta aquí! —gruñó Zacarías mirando amenazadoramente a Sergio—. Tu maldito caballo los ha guiado hasta nosotros…
—No me extraña —contestó el Capitán Grotton—. Ese caballo me parece bastante más listo que tú… lo que no es decir mucho. A ver si calláis… no nos han visto aún… No queda más remedio que seguir… y en silencio; ocultaos como podáis tras los troncos y las matas…
Todos ellos sabían que era inútil; que su única esperanza se hallaba en que el Zurdo Ribas y su gente estuvieran esperándoles en el desfiladero. No habían caminado ni un kilómetro, medio inclinados, casi intentando incrustarse en el terreno, lo que aumentaba los sufrimientos de Marta hasta un límite inconmesurable en virtud de la retorcida postura que todos se veían obligados a adoptar, cuando un griterío salvaje surgió de las hordas de mandriles que cubrían ahora las riberas del río Rojo. No eran muchos; quizá solamente un centenar; pero suficientes para aplastar a cuatro hombres debilitados y una mujer gravemente enferma…
Faltaban solamente quinientos metros para la entrada del desfiladero, pero el agotamiento de todos era tal, que el Capitán Grotton se dio cuenta de que no podían dar un paso más.
—Quedémonos aquí —dijo, señalando un grupo de rocas y troncos caídos a la orilla de las encrespadas aguas—. Aguantaremos lo que podamos, y si el Zurdo Ribas está ahí… Y ahora, disparad todos…
—No podemos alcanzarles, están muy lejos…
—Siempre tan inteligente, Zacarías. No quiero alcanzarles; quiero que el Zurdo Ribas oiga los disparos, y tener tiempo de nuevo para cargar… Vamos allá; tú Sergio, deja ese aparato silencioso, y tira con el rifle de Marta… ¡Ahora!
Los cuatro estampidos resonaron broncamente contra el muro de rocas… Entre los mandriles hubo un general parloteo estridente y los aullidos aumentaron de volumen; no porque les hubiera alcanzado ninguna bala, sino porque Aneberg, locamente excitado, saltaba como un loco arrastrando a media docena de las negras bestias. Los cascos del caballo caían como martillos pilones sobre la cabeza de los mandriles, que pronto se apartaron, dejando a dos o tres compañeros caídos sobre el suelo, revolcándose en su propia sangre. El caballo, con los ojos llameantes, extendiendo ante sí el largo cuello, emprendió un veloz galope hacia el lugar donde los expedicionarios se habían detenido…
Un sonido sordo retumbó en el cañón, como si rebotase sobre las tempestuosas aguas del río Rojo.
—¡Es un disparo! —aulló el Capitán Grotton, poniéndose en pie—. ¡El Zurdo Ribas! ¡Nos han oído!
Aneberg corría, lanzando espumarajos blancos por la boca, corcoveando y saltando él solo, aún cuando no llevase ningún jinete encima. De vez en cuando se detenía, caracoleaba, permanecía un momento inmóvil volviendo su largo cuello para mirar a los aullantes mandriles, que corrían sobre sus arqueadas piernas en dirección a ellos… Después, juntaba las cuatro patas como una pina, salía disparado hacia las alturas, encorvando el lomo y casi metiendo la cabeza entre los remos delanteros, y caía de nuevo al suelo, iniciando sin transición el mismo violento y loco galope.
—Sergio… puedes tirar cuando quieras —dijo el Capitán Grotton, fríamente—. Los demás, hacedlo cuando lo haga yo… Marta… ¿puedes ir cargando armas?
No hubo respuesta. Marta, con los ojos cerrados, apoyada en uno de los carcomidos troncos, parecía completamente insensible. En el desfiladero resonó otro disparo, con un tono mucho más agudo y próximo…
Dirigiendo una última mirada a Marta, Sergio se tumbó tras un montón de tierra rojiza y apoyó el rifle cuidadosamente en su hombro. Después, pausadamente, tomando puntería cada vez, comenzó a disparar… Uno tras otro, los cuerpos de los mandriles alcanzados daban un salto en el aire, caían hacia atrás, se llevaban las manos al pecho… Los alaridos de cólera aumentaron… En aquella horda aullante era casi imposible desperdiciar una bala…
Una flecha se estrelló con un sonido vibrante contra una piedra, a su derecha… El rifle hizo un click cuando la recámara quedó vacía, y expulsó limpiamente la caja de metal gris. Rápidamente, Sergio introdujo el otro cargador; sólo le restaban éste, y el cargador dorado que había tenido tanta precaución de reservar intacto. De todas maneras —pensó—, con un par de balas que me reserve…
Se volvió. Un grupo de hombres a caballo, agitando los fusiles sobre sus cabezas, corría hacia ellos, lanzando gritos de ánimo debilitados por la distancia…
—¡Fuego! —gritó el Capitán.
El simultáneo retumbar de los rifles casi le ensordeció, y durante unos momentos, la nube acre de la pólvora ocultó la negra masa multiforme de los mandriles, ya casi encima de ellos… Mientras el abuelo Jones cargaba apresuradamente, con gran movimiento de baquetas, llevando dos o tres pistones cogidos suavemente con los labios… un nuevo par de disparos, el del rifle y la pistola sobrantes derribaron un mandril más… Las flechas silbaban ahora a su alrededor, hincándose con vibrante sonido en los troncos, rebotando en las peñas, clavándose en el barro rojizo… Casi era perceptible el olor de los brutos peludos… Aneberg, como un rayo, pasó junto a ellos, dejando escapar copos de espuma…
El abuelo Jones lanzó un grito y cayó al suelo, con una flecha en un hombro… Sergio comenzó a disparar de nuevo, esta vez sin molestarse en apuntar… Vio ante él el hocico azul de un mandril los dientes amarillos babeantes, una garra que se tendía hacia su cuello.
—C'mer… c'mer… q'mados…
Algo redondo y negro cruzó el espacio, sobre sus cabezas, desprendiendo un trazo de humo blanquecino. Relinchos de caballos detrás, ruido apresurado de cascos, algún disparo suelto. Una explosión disforme, desaforada, levantó un haz de llamas en la retaguardia de los mandriles… Otro objeto negro, humeante, volvió a cruzar el aire… otro más… Una nube de humo espeso, que hacía llorar los ojos, ocultó todo a la vista de Sergio; sólo sentía en este momento el maloliente mandril que trataba de cogerle por el cuello… Entre la humareda, hombres, caballos y mandriles, saltaban y caían entre aullidos insanos… Dos nuevas explosiones retumbaron en el enrarecido aire, y una de ellas debió ser muy próxima, pues a Sergio le pareció que el chorro de llamas le cegaba, que algo pasaba silbando junto a su cabeza, como un enjambre de avispas que cortase velozmente la atmósfera… Un manotazo le quitó el rifle de las manos… El hocico azul estaba casi en su garganta; sintió un golpe en el pecho y cayó al suelo… Dio una vuelta sobre sí mismo, sacando al mismo tiempo el cuchillo de caza, y alzándolo hacia arriba, hacia la espesa nube de humo… Una cosa pesada y negra cayó sobre él, empalándose limpiamente en la ancha hoja, con un aullido espantoso… Vio los ojos vidriados de la bestia, a los que la muerte no había hecho perder su expresión maligna, y gritó… los amarillos dientes, en un último espasmo, se habían cerrado sobre su hombro… El cuerpo del mandril pesaba sobre el suyo como una masa inamovible, y la espesa sangre roja chorreaba sobre su vientre. Intentó desplazar el cadáver, pero los dientes hundidos en su hombro parecían empotrados allí como una trampa de acero. Se sentía extraordinariamente débil, después de la excitación momentánea de la lucha… «¿Marta?» —pensó—. «¿Marta?» Debió decirlo en voz alta, porque una voz le contestó:
—Está bien… no te preocupes… ¡Eh, muchachos, echad una mano!
La humareda de la pólvora iba aclarándose. Unas manos grandes como palas echaron a un lado el cadáver del mandril y le ayudaron a levantarse.
—Ya se acabó todo, Sergio —decía el Capitán Grotton—. Ya se acabó todo… y hemos salido de ésta.
Sergio no le hizo caso. Corrió hacia el lugar donde Marta se hallaba unos minutos antes. A su alrededor, hombres barbudos, malencarados y sucios, mujeres vestidas con burdos trajes de piel, caballos espantados dando saltos… y cadáveres de mandriles por el suelo, derramando la vivida sangre roja… Marta continuaba en el mismo sitio, sin conocimiento, con el rostro muy pálido…
—¡Está muerta!
—No; no está muerta —dijo el Zurdo Ribas, arrodillándose a su lado—. Pero está muy grave, o yo no entiendo de esto… ¡Vázquez…! ¡Las medicinas…! Hay que inyectarle Estelatrina inmediatamente…
—Y volver a Europa…
—Y volver a Europa —repitió, como un oráculo, el Capitán Grotton.
La desembocadura del río Rojo no debía estar lejana, pues bastaba husmear el aire para percibir como un lejano efluvio a mar, a salinas y a algas. La gran almadía se deslizaba lentamente por el centro de la caudalosa avenida bermeja, mientras dos hombres, apoyados en los varales de los toscos timones, mantenían fácilmente la dirección.