A mediodía, el terreno comenzó a cambiar. Las familiares colinas onduladas cubiertas de hierba fueron siendo sustituidas, gradualmente, por espacios desérticos, llenos de rocas oscuras, y los suaves valles en cuyo fondo circulaba algún manso arroyo, por gargantas cada vez más agrestes, con las laderas cubiertas de pinos y encinas, con alguna eventual cascada, saltando y espumeando en la parte más profunda. Las montañas estaban mucho más cerca, pero se dio cuenta de que difícilmente las alcanzaría antes del día siguiente. Eran bastante más altas de lo que parecieran, al verlas desde lejos, y comenzó a temer sobre su capacidad para escalarlas.
Descendía una de las gargantas rocosas, atravesando la fresca sombra de un bosquecillo de copudas encinas, cuando oyó un ligero rumor a uno de los lados. Se detuvo, inmediatamente, con el rifle preparado. Había unos espesos macizos de delgadas hojas lanceoladas, cubiertos de pequeñas flores rojas con motas negras de las que surgía un olor a podrido… y dentro de este macizo, algo se movía lentamente, agitando las hojas.
Un momento después dejó escapar el aire de los pulmones, tranquilizado. No era más que uno de aquellos abundantes animalillos de pelo gris, con vivos ojos negros, como el primero que viera, y que, según había comprobado sobradamente, se limitaban a alimentarse de bayas y de alguna pequeña fruta. Había comenzado a bajar la guardia, desviando el cañón del rifle, cuando algo cilíndrico, de color verdoso, cruzó fulmíneamente el aire, desde el lado opuesto, y se empotró literalmente en el pequeño animalillo gris. Asustado, Sergio retrocedió un poco, sin dejar de observar al nuevo visitante.
Era como medio pepino verde amarillento, de unos cuarenta centímetros de largo, por veinte de grueso, totalmente cilíndrico, si bien con unas estrías longitudinales que parecían dividirlo en sectores. No mostraba patas ni mecanismo locomotriz de ninguna clase, y al parecer, no emitía ningún ruido, salvo algo semejante al chasquido de una madera rota, que Sergio había creído oír un instante antes de su aparición.
El que chillaba aterradamente, y se revolcaba por el suelo, intentando librarse de su enemigo, era el pequeño animalillo gris, cuyos ojos negros, casi vítreos, demostraban que estaba agonizando. Un ruido como de succión llegó hasta Sergio, procedente del lugar donde el pepino amarillo verdoso se había hundido en la carne de su víctima. Esta, después de una sacudida tetánica, quedó examine. En un impulso, Sergio disparó sobre la extraña bestia y pudo ver, con satisfacción, que el disparo la había atravesado de parte a parte.
Sin embargo, aún le costó un par de minutos morir. Se curvó sobre sí misma, chorreando una sangre roja y espesa; se estremeció cambiando de color a un tono claramente azulado, y por fin, se soltó del bichejo gris, y permaneció en el suelo, agitada por últimas e irregulares convulsiones. Cuando Sergio se aproximó, pudo ver que la parte, plana de aquel cuerpo, una gran boca, con tres colmillos blancos dispuestos como las aspas de un ventilador, chorreaba todavía, a bocanadas, la sangre de la bestezuela gris. Aquel aparato bucal tenía todo el aspecto de un potente órgano de succión, y prueba de ello era que en el costado del animalejo peludo quedaba una gran herida circular, manando aún sangre, con tres profundas incisiones.
Sintiendo una profunda repugnancia, Sergio continuó su descenso a través de los árboles. Casi al final, encontró un nuevo macizo con flores rojas y negras… oyó un chasquido de madera; dio un brusco salto, y un nuevo pepino verdoso cruzó zumbando el lugar donde se hallaba un instante antes. Cayó a unos metros de allí, y antes de que pudiera moverse de nuevo, Sergio descargó sobre él tres disparos, en rápida sucesión.
Mientras el hediondo bicho se retorcía en los espasmos de la muerte, Sergio se aproximó a la cascada, cuidando muy bien de evitar los espacios cubiertos y caminando solamente por los claros. Había visto que aquellas bestias alcanzaban solamente unos diez metros de distancia, si bien se lanzaban con fulminante rapidez, como balas. De no ser por el chasquido precursor del ataque, quién sabe si ahora estaría gravemente herido, o quizá muerto.
A media tarde, las montañas se hallaban ya cerca. Eran enormes y estremecedoras. Sergio, falto de medios, no pudo calcular su altura, si bien pensaba que podían elevarse cinco o seis mil metros sobre el nivel de la llanura. Parecían pesar sobre él ocupando todo el horizonte, llenas de escarpaduras, contrafuertes y murallas extensísimas… Se alzaban hacia el firmamento, una cima tras otra, una garganta salvaje tras otra, ocres y verdes, cada hilera más alta que la anterior, hasta ser coronadas por un monstruoso y gigantesco titán cuya cima era apenas visible, como rodeada de una ligera bruma grisácea…
A pesar de todo, Sergio tuvo que reconocer que aquellas montañas tenían un aspecto amenazador. Y no era sólo su enorme mole y las ingentes dificultades de su escalada… no… era algo más. Lo mismo que en algunos bosquecillos, en las colinas herbosas, había sentido claramente una sensación de bienestar, de paz, como si la naturaleza le acogiese gozosa y estuviera satisfecha de que él se encontrase allí… («Extraña forma de pensar» se dijo),… aquí sucedía lo contrario. Las montañas le rechazaban. Las montañas no querían que se les acercase… y caso de que se atreviera a hacerlo…
De un manotazo, Sergio borró estos absurdos pensamientos de su mente y continuó su marcha. Aún quedaba un buen espacio de llanura hasta las primeras estribaciones, y confiaba en acampar aquella noche al pie de la primera cima.
El sol rozaba el horizonte con su parte inferior cuando descubrió algo nuevo. Las primeras rocas de la ciclópea cordillera se alzaban sólo a un kilómetro de él, y la hierba había desaparecido totalmente, siendo sustituida, como única manifestación vegetal, por grupos sueltos de carrascas y pinos, entreverados con abundantes avellanos. Ya se hallaba cansado, pensando en acampar al amparo de la primera peña que le ofreciera refugio (no, desde luego, en un bosquecillo, y menos al lado de cualquier macizo herboso) cuando su vista se fijó en un par de profundos surcos trazados en el terreno.
Durante unos segundos permaneció inmóvil, contemplando fijamente su descubrimiento. Apenas eran visibles, y quizás hubieran podido pasarle inadvertidos, de no ser por la atención que ahora iba poniendo por si aparecía algún nuevo pepino. Pero eran dos huellas paralelas, de unos cuatro dedos de profundidad y unos veinte centímetros de anchura… que continuaban hacia ambos lados, perdiéndose en la lejanía.
—Un carro —se dijo—. O algo parecido.
¿En qué dirección iba? Un atento examen le reveló que algunos guijarros, más o menos gruesos, habían sido apartados o hundidos en el terreno, debido a la marcha y pesadez del vehículo. Y viendo el tamaño de los guijarros dedujo que era bastante pesado, ciertamente, y además, que se movía con lentitud…
Alguna de las piedras había sido arrastrada, trazando un surco; otras habían sido hundidas en el suelo, con una inclinación ligeramente oblicua. En una de éstas, la tierra se apelmazaba un poco en uno de sus lados, formando como un pequeño reborde, mientras que en el contrario quedaba una estrecha hendedura entre la superficie de la piedra y el terreno. No era difícil deducir que el carromato, fuese lo que fuese, marchaba hacia el oeste… hacia el sol que se ponía.
De todas formas estas deducciones no le iban a hacer falta. En aquel momento, un estampido bronco resonó no lejos de allí, en la misma dirección en que el carro había marchado… y repercutió sordamente en las monstruosas masas de la cordillera. A éste siguieron otros tres, casi juntos… y otro más…
La luz se hizo en la mente de Sergio, como un relámpago. Eran armas de fuego… fusiles que disparaban con pólvora. Recordaba haber usado algunos años antes un arma de éstas, por curiosidad.
Sacando el cargador del rifle, y guardándolo, pues aún quedaban en él doce balas, introdujo uno nuevo, completo… y comenzó a caminar apresuradamente en dirección al tiroteo. Un par de nuevos estampidos se escucharon.
Caminó durante quince minutos, escudándose detrás de las peñas sueltas, semihundidas en el terreno, que en tiempos pasados cayeron rodando desde las altas cimas montuosas. Casi había olvidado el peligro real de los pepinos voladores.
Las huellas del carromato eran apenas visibles en la semioscuridad del crepúsculo, pero algún disparo suelto, y en ocasiones una cascada de tiros agrupados, continuaban llegando hasta él. El terreno ascendía muy ligeramente, formando una especie de suave loma en cuya cima se recortaban, contra el sol, irregulares agrupaciones de rocas, caídas y amontonadas de cualquier forma. La loma le ocultaba el sol poniente, extendiendo sobre él una ancha y profunda sombra, pero las huellas de la carreta continuaban estando allí; pudo percibirlo al tocar el suelo con los dedos. Estaba claro que tenían que pasar por el único sitio en que los peñascales dejaban un lugar libre en la cresta de la loma, y hacia allí se dirigió…
Subió inclinado la leve cuesta, y al final, ocultándose tras una áspera peña, asomó la cabeza. En aquel momento escuchó un chillido vibrante, procedente de un animal que no conocía… Pudo ver una extensión llana, similar en todo a la que acababa de dejar a su espalda, con peñas sueltas, bosquecillos, y grandes contrafuertes rocosos… A unos trescientos metros de él, detenido en mitad de la planicie, silueteado en negro contra el rojo sol y las violáceas barras de nubes, había un largo vehículo rectangular, provisto de anchas ruedas con llanta de hierro, que relumbraban débilmente bajo la luz escarlata… Un par de robustos animales con cuernos («¿Bueyes?», pensó) yacían en el suelo en la parte delantera, uno de ellos inmóvil; el otro pataleando espasmódicamente…
En aquel instante dos fogonazos surgieron de la negra masa del vehículo, y el chillido anterior volvió a escucharse. A su derecha se escuchó un nuevo estampido, más profundo que los anteriores, y una lengua de fuego brotó de entre las rocas… Una figura disforme, con cuatro patas, una cabeza alargada, y algo con dos brazos, como una protuberancia más, uno de los cuales agitaba un largo palo… «Un hombre montado a caballo, ignorante» se dijo Sergio, recordando las láminas que había estudiado en la Ciudad. «Un hombre montado a caballo, y armado con un fusil…»
Durante unos segundos se recrudeció el tiroteo. Del inmóvil vehículo surgían llamaradas de varios lugares, y por lo que pudo deducir, los asaltantes formaban un arco situado a su derecha, entre el vehículo y las agrestes estribaciones de la cordillera. Fue contando uno a uno los lengüetazos de fuego, y pudo darse cuenta de que los asaltantes eran seis, y además, el hombre del caballo, que, como si fuera inmune a las balas, saltaba de un lado a otro, lanzando broncos gritos que no logró comprender…
Era mucho menos denso el fuego de la carreta. Quizá no hubiera dentro de ella más de dos o tres hombres, a juzgar por el ritmo de sus disparos.
Un aullido procedente de un nido de rocas le sobresaltó. Vio una figura negra saltar en el aire, llevándose las manos a la cabeza, y aventar a lo lejos un fusil humeante, para caer después como una masa, sobre un bancal de tierra, con la cabeza hacia abajo y los brazos colgando… De algún lado, entre las rocas, surgió una antorcha encendida trazando molinetes en el aire, para caer después a unos metros del carromato.
Mientras el acre olor a pólvora quemada llegaba a su nariz, Sergio, a la luz aceitosa de la antorcha, a la que pronto siguieron otras dos, pudo ver que el vehículo estaba constituido por una gran caja alargada, de quizá doce metros de largo por tres de ancho, con estrechas ventanas aspilleradas, de donde surgían las llamaradas de los disparos. Una nueva antorcha se estrelló cerca del carricoche, y soltó una brazada de chispas al chocar con el suelo… A su luz, Sergio pudo distinguir, durante un segundo, fragmentos de letras pintadas con colorines en las paredes del carromato.
…APIO… …DICINA PARA…
…NAZO MATINAL… …NOTICIAS…
…BAZAR Y… …STORE MERCAN…
En un momento tomó su decisión. Fuesen lo que fuesen los de fuera, era evidente que los del vehículo eran gente civilizada, bastante más que los salvajes… Para otro instante el recomponer todos sus equivocados conocimientos sobre la Tierra…
Un grito del jefe a caballo, claramente percibido en virtud de una ráfaga de viento, acabó de decidirle.
—¡Al asalto, animales! ¡No dejemos ahí ese botín!
Ajustó fríamente la mira de infrarrojos de su rifle, y después, despacio, se arrastró hasta el borde de la loma, cuidando de que su cuerpo y su cabeza no sobresalieran mucho. Luego, serenamente, usando tan sólo los movimientos precisos, enfocó con el visor nocturno y la mira telescópica al hombre a caballo.
La bala, impulsada por el pequeño pero potente campo magnético del rifle, salió silenciosamente. El hombre a caballo cayó al suelo, como un fardo, mientras el animal se encabritaba, y con las fauces espumeantes y las riendas arrastrando, emprendía un loco galope hacia las montañas… sus cascos se oyeron aún repicar en el duro suelo durante un rato…
El visor mostraba claramente las cabezas de los hombres escondidos en las rocas, como manchas de un vivido rojo sobre un fondo gris-rosa… Un nuevo disparo, y otro hombre saltó al aire, como impulsado por un muelle… El tiroteo, a pesar de todo, continuaba por ambas partes, y una bala perdida chocó en un peñasco, a su derecha, rebotando con un aullar de sirena…
El segundo hombre fue alcanzado en un hombro, y sus maldiciones y gritos llegaron claramente hasta Sergio. El tercero fue herido en una mano, después de tres disparos en falso, y un torrente de palabrotas y juramentos retumbó en la montaña, mientras el pesado fusil caía al suelo, con ruido metálico.
—¡¡Hay alguien ahí arriba!!
Dos o tres disparos hicieron mella en las rocas, a su alrededor, y algo se enterró con un sordo «plof» en el suelo, un metro delante de su cara, salpicándole de tierra… Los tres siguientes disparos del rifle magnético pusieron fuera de combate a otro asaltante, que se llevó la mano al pecho, y cayó hacia atrás…
Los estampidos habían cesado… Era casi completamente de noche… las primeras estrellas relumbraban en el cielo; pero a la luz de las antorchas, a las que el viento nocturno, que acababa de levantarse, daba más viveza, pudo ver Sergio cómo los supervivientes se retiraban… Uno de los heridos (el de la mano) les acompañaba, jurando y asiéndose la mano herida con la otra… No surgían nuevos disparos de la carreta, ahora totalmente silenciosa… El herido en el hombro gritaba atrozmente, insultando a sus compañeros.