Jamás se habían encontrado los mineralogistas en tan maravillosas circunstancias para poder estudiar la Naturaleza en su propio seno. La parte de la contextura del globo que la sonda, instrumento ininteligente y brutal, no podía trasladar a su superficie, íbamos a estudiarlo con nuestros propios ojos, a palparlo con nuestras propias manos.
A través de la capa de los esquistos, coloreados de bellos matices verdes, serpenteaban filones metálicos de cobre y de manganeso con algunos vestigios de oro y de platino. Esto me hacía pensar en las inmensas riquezas sepultadas en las entrañas del globo, que la codicia humana no disfrutará jamás. Los cataclismos de los primeros días hubieron de enterrarlas en tales profundidades, que ni el azadón ni el pico lograrán arrancarlas de sus tumbas.
A los esquistos sucedieron los gneis, de estructura estratiforme, notables por la regularidad y paralelismo de sus hojas; y después los micaesquistos, dispuestos en grandes láminas, cuya visibilidad realzaban los centelleos de la mica blanca.
La luz de los aparatos, reflejada por las pequeñas facetas de la masa rocosa, cruzaba bajo todos los ángulos sus efluvios de fuego, y me parecía que viajábamos a través de un diamante hueco, en cuyo interior se quebraban los rayos luminosos en mil caprichosos destellos.
Hacia las seis de la tarde, este derroche de luz disminuyó sensiblemente y casi cesó después. Las paredes adquirieron un aspecto cristalino, pero sombrío; la mica se mezcló más íntimamente con el feldespato y el cuarzo para formar la roca por excelencia, la piedra más dura de todas, la que soporta sin quebrarse el peso enorme de los cuatro órdenes del globo. Nos hallábamos encerrados en una inmensa prisión de granito.
Eran las ocho de la noche y el agua no había parecido. Yo padecía horriblemente; mi tío seguía marchando sin quererse detener. Aguzaba el oído tratando de sorprender el murmullo de algún manantial; mas en vano.
Mis piernas se negaban ya a sostenerme, a pesar de lo cual me sobreponía a mis torturas para no obligar a mi tío a hacer alto. Esto hubiera sido para él el golpe de gracia, porque tocaba a su fin la jornada que él mismo señalara como plazo.
Por fin me abandonaron las fuerzas; lancé un grito, y caí.
—¡Socorro, que me muero! —exclamé.
Mi tío volvió sobre sus pasos. Me contempló con los brazos cruzados, y salieron después de sus labios estas palabras fatídicas.
—¡Todo se ha acabado!
Un gesto espantoso de cólera hirió por postrera vez mis miradas, y cerré resignado los ojos.
Cuando los volví a abrir, vi a mis dos compañeros inmóviles y envueltos en sus mantas. ¿Dormían? Por lo que a mí respecta, no pude conciliar el sueño un momento. Padecía demasiado, y me atormentaba, sobre todo, la idea de que mi mal no debía tener remedio. Las últimas palabras de mi tío resonaban aún en mis oídos. Todo se había acabado, en efecto; porque, en semejante estado de debilidad, no había que pensar siquiera en volver a la superficie de la tierra.
¡Había que atravesar legua y media nada menos de corteza terrestre! Me parecía que esta enorme masa gravitaba con todo su peso sobre mis espaldas y me aplastaba, agotando las escasas energías que me quedaban los violentos esfuerzos que hacía para librarme de aquella inmensa mole de granito.
Transcurrieron varias horas. Un silencio profundo reinaba en torno nuestro: ¡el silencio de las tumbas! Ningún rumor podía llegar a través de aquellas paredes, la más delgada de las cuales me diría, por lo menos, cinco millas de espesor.
Sin embargo, en medio de mi sopor, creí percibir un ruido; el túnel se quedaba a obscuras. Miré con mayor atención y me pareció ver que desaparecía el islandés con su lámpara en la mano.
¿A dónde encaminaba sus pasos? ¿Trataría de abandonarnos? Mi tío dormía a pierna suelta. Quise gritar, pero mi voz se ahogó entre mis secos labios. La obscuridad se había hecho profunda, y se extinguieron los últimos ruidos.
—¡Hans nos abandona! —exclamé—. ¡Hans! ¡Hans!
Estas palabras sólo pude gritarlas con la mente, así que no pudieron salir de mi pecho. Sin embargo, después del primer instante de terror, me avergoncé de mis sospechas contra un hombre cuya conducta hasta entonces no se había hecho sospechosa. Su partida no podía ser una fuga. En lugar de dirigirse hacia la boca de la galería, se internaba más en ella. De abrigar criminales designios, habría marchado en opuesta dirección. Este razonamiento me tranquilizó un poco y entré en otro orden de ideas.
Sólo un grave motivo hubiera podido arrancar de su reposo al pacifico Hans. ¿Iba a hacer una descubierta? ¿Habría oído en el silencio de la noche algún murmullo que no había llegado hasta mí?
Durante una hora entera cruzaron por mi delirante cerebro todas las razones que habrían podido impulsar el flemático cazador. Bullían en mi mente las ideas más absurdas. ¡Creí volverme loco!
Por fin, escuché ruido de pasos en las profundidades del abismo. Hans regresaba sin duda. Su luz incierta comenzó a reflejarse sobre las paredes, y brilló luego en la abertura del corredor, tras ella, apareció el guía.
Se aproximó a mi tío, le puso la mano en el hombro y le despertó con cuidado. Mi tío se levantó, preguntando:
—¿Qué ocurre? ¿Qué sucede?
—
Watten
—respondió el cazador.
Sin duda, bajo la impresión de los violentos dolores todos nos hacemos políglotas. Yo ignoraba en absoluto el danés, y, sin embargo, entendí instintivamente la palabra pronunciada por nuestro guía.
—¡Agua! ¡Agua! —exclamé palmoteando, gesticulando como un insensato.
—¡Agua! —repitió mi tío—.
Hvar?
—preguntó al islandés.
—
Neat!
—respondió éste.
¿Dónde? ¡Allá abajo! Todo lo comprendí. Me había apoderado de las manos del cazador y se las oprimía con cariño, mientras él me miraba con calma.
Breves fueron los preparativos de marcha, internándonos en seguida por un corredor que tenía una pendiente de dos pies por toesa.
Una hora más tarde, habíamos avanzado unas mil toesas, aproximadamente, y descendido dos mil pies.
En aquel preciso momento, oímos distintamente un insólito ruido que se transmitía a lo largo de las paredes de granito de la galería, una especie de mugido sordo, como un trueno lejano.
Durante esta primera media hora de marcha, al ver que no tropezábamos con el manantial anunciado, se reprodujeron mis angustias; pero entonces me explicó mi tío el origen de los ruidos que escuchábamos.
—Hans no se ha engañado —me dijo—; ese rumor que oyes es el mugido de un torrente.
—¿Un torrente? —exclamé.
—Sin duda de ningún género. Un río subterráneo circula en torno a nosotros.
Apresuramos el paso, hostigados por la esperanza. El solo ruido del agua ejerció sobre mi organismo un efecto temperante, y dejé de sentir toda fatiga. El torrente, después de haber corrido mucho tiempo por encima de nuestras cabezas, se cambió a la pared de la derecha, mugiendo y dando saltos. Yo pasaba a cada instante la mano por la roca, esperando hallar en ella señales de filtración o humedad; pero en vano.
Transcurrió todavía media hora, durante la cual avanzamos otra media legua.
Entonces quedó evidenciado que el cazador, durante su ausencia, no había tenido tiempo de llevar más adelante sus investigaciones. Guiado por un instinto peculiar a los montañeses y a los hidroscopios, sintió, por decirlo así, este torrente a través de las rocas, pero no vio, en realidad, el líquido precioso; así que no había bebido.
Pronto se echó de ver que, si proseguíamos la marcha, nos alejaríamos del torrente toda vez que su murmullo tendía a disminuir.
Retrocedimos un poco y Hans se detuvo en el preciso lugar donde el torrente parecía estar más próximo.
Tomé asiento al lado de la pared, en tanto que las aguas corrían a dos pies de distancia de mí con una violencia extrema. Pero un muro de granito nos separaba aún de ellas.
Sin reflexionar, sin preguntarme siquiera si no habría algún medio de procurarse aquel agua me abandoné otra vez, momentáneamente, a la desesperación.
Me miró Hans, y creí descubrir en sus labios una ligera sonrisa.
Se levantó, tomó la lámpara y se dirigió a la pared. Yo le seguí sin quitarle la vista de encima. Aplicó el oído a la piedra seca y lo paseó por ella lentamente, escuchando con suma atención. Comprendí que buscaba el punto preciso en que se oyera con más claridad el ruido del torrente.
Por fin, encontró este punto en la pared lateral de le izquierda, a tres pies de elevación.
¡Qué emoción tan grande la mía! ¡No osaba adivinar lo que quería hacer el cazador! Pero no tuve más remedio que comprenderlo y aplaudirle, y hasta animarle con mis caricias, cuando le vi coger en sus manos el pico para horadar la roca.
—¡Salvados! —grité—, ¡salvados!
—Sí —repitió mi tío con júbilo frenético—. ¡Hans tiene mucha razón! ¡Bien por el cazador! ¡A nosotros no se nos hubiese ocurrido!
—¡Ya lo creo que no! Por sencillo que fuese el expediente, no habríamos caído en ello. Nada más peligroso que atacar con el pico el armazón del globo. ¡Y si sobrevenía un hundimiento que nos aplastase! ¡Y si el torrente, al encontrar salida a través de la roca, nos ahogaba! Estos peligros nada tenían de quiméricos; pero, en aquellas circunstancias, los temores de provocar una inundación o un hundimiento no podían detenernos, y era nuestra sed tan intensa que, con tal de aplacarla, hubiéramos sido capaces de abrir un orificio en el fondo del mismo Océano.
Hans acometió esta empresa, a la que ni mi tío ni yo hubiésemos sido capaces de dar cima. Nuestras manos, impulsadas por la impaciencia, hubieran imprudentemente acelerado nuestros golpes y hecho volar la roca en mil pedazos. El guía, por el contrario, tranquilo y moderado, desgastó poco a poco la roca mediante una serie de pequeños golpes repetidos, hasta abrir un orificio de medio pie de diámetro.
El ruido del torrente aumentaba por momentos, y ya creía sentir que el agua bienhechora humedecía mis ardorosos labios.
No tardó la piqueta en penetrar dos pies en la pared de granito. Una hora duraba ya la difícil operación y yo me retorcía de impaciencia. Mi tío quería recurrir a las medidas extremas, costándome no poco el detenerle; pero al ir a empuñar su piqueta, oyose de repente un silbido, y surgió del orificio, con violencia, un gran chorro de agua que fue a estrellarse contra la pared opuesta.
Hans, medio derribado por el choque, no pudo reprimir un grito de dolor. Cuando sumergí mis manos en el líquido, lancé a mi vez una exclamación violenta y me expliqué el lamento del guía: el agua estaba hirviendo.
—¡Agua a 100° de temperatura! —exclamé.
—¡Ya se enfriará! —me respondió mi tío.
La galería se llenaba de vapores, en tanto que se formaba un arroyo que iba a perderse en las sinuosidades subterráneas. No tardamos en gustar nuestros primeros sorbos.
—¡Oh, qué placer tan grande! ¡Qué incomparable voluptuosidad! ¿Qué agua era aquélla? ¿De dónde venía? Poco nos importaba. Era agua, y, aunque caliente aún, devolvía al corazón la vida que casi se le escapaba. Yo bebía sin descanso y sin saborearla siquiera.
Hasta después de un minuto de goce, no exclamé:
—Es agua ferruginosa.
—Excelente para el estómago —replicó mi tío—, y de una mineralización muy intensa. He aquí un viaje que nos reportará los mismos frutos que si hubiésemos ido a Spa o a Toeplitz.
—¡Oh, qué buena es!
—¡Ya lo creo! como extraída a dos leguas debajo de tierra; tiene un sabor a tinta que no es desagradable, por cierto. ¡Qué problema nos ha resuelto este Hans! Propongo que le demos su nombre a este saludable arroyuelo.
—Me parece muy bien —exclamé yo.
Y quedó bautizado el arroyo con el nombre de Hans-Bach.
Hans no se envaneció demasiado. Después de apagar su sed, se recostó en un rincón con su calma acostumbrada.
—Ahora —dije yo—, convendría no dejar perder esta agua.
—¿Para qué la queremos? —respondió el profesor—. Creo que este manantial debe ser inagotable.
—No importa. Llenemos las calabazas y el odre, y tratemos en seguida de taponar la abertura.
Se siguió mi consejo. Hans, con trozos de granito y estopa, trató de obstruir el orificio abierto en la pared. Mas no era cosa fácil: el agua abrasaba las manos, la presión era extraordinaria y nuestros reiterados esfuerzos resultaron infructuosos.
—Es evidente —observé— que las capas superiores de este caudal de agua se hallan a gran altura, a juzgar por la fuerza con que sale.
—La cosa no es dudosa —replicó mi tío—; si esta columna de agua tiene 32.000 pies de altura, su presión en este orificio es de 1.000 atmósferas. Pero tengo una idea.
—¿Cuál?
—¿Por qué obstinamos en taponar esta apertura?
—Pues, porque…
La verdad es que no pude encontrar ninguna razón convincente.
—Cuando hayamos llenado nuestras vasijas, ¿estamos seguros de volver a encontrar donde llenarlas de nuevo?
—Evidentemente, no.
—Pues entonces, dejemos correr esta agua, que, al descender siguiendo su curso natural, nos servirá de guía, al par que atemperará nuestra sed.
—¡Muy bien pensado! —exclamé—; y teniendo por compañero a este arroyo, no hay ninguna razón para que nuestros proyectos no obtengan un éxito lisonjero.
—¡Ah, hijo mío! Veo que te vas convenciendo —dijo el profesor, sonriente.
—No me ves convenciendo; estoy convencido ya, tío.
—¡Un instante! Empecemos por tomarnos algunas horas de reposo.
Me había olvidado por completo de que era de noche. El cronómetro se encargó de advertírmelo. Satisfecha la sed y el apetito, no tardamos en sumirnos los tres en un profundo sueño.
Al día siguiente no nos acordábamos ya de nuestros dolores pasados. Me maravillaba el hecho de no sentir sed, y no se me alcanzaba la causa de este fenómeno. El arroyo que corría a mis pies murmurando, se encargó de explicármelo.
Almorzamos, y bebimos de aquella excelente agua ferruginosa. Me sentí regocijado y decidido a ir muy lejos. ¿Por qué un hombre convencido como mi tío no había de salir airoso de su empresa, con un guía ingenioso, como Hans, y un sobrino decidido, como yo? ¡Ved que bellas ideas brotaren de mi cerebro! Si me hubiesen propuesto regresar a la cima del Sneffels, habría renunciado con indignación.