Viaje al centro de la Tierra (23 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Viaje al centro de la Tierra
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En cuanto al ictiosauro, ¿ha regresado de nuevo a su caverna submarina o va a reaparecer otra vez?

Capítulo XXXIV

Miércoles 19 de Agosto.

El viento, por fortuna, que sopla con bastante fuerza, nos ha permitido huir rápidamente del teatro del combate. Hans sigue siempre empuñando la caña del timón. Mi tío, a quien los incidentes del combate han hecho olvidar de momento sus absorbentes ideas, vuelve a examinar el mar con la misma impaciencia que antes.

El viaje recobra de nuevo su uniformidad monótona que no deseo ver interrumpido por peligros tan inminentes como el que corrimos ayer.

Jueves 20 de agosto.

Brisa NNE bastante desigual. Temperatura elevada. Marchamos a razón de tres leguas y media por hora.

A eso de mediodía, óyese un ruido lejano.

Consigno el hecho sin saber cuál pueda ser su explicación. Es un mugido continuo.

—Hay —dice el profesor—, a alguna distancia de aquí, alguna roca o islote contra el cual se estrellan las olas.

Hans sube al extremo del palo, pero no descubre ningún escollo. La superficie del mar aparece toda lisa hasta el mismo horizonte.

Así transcurren tres horas. Los mugidos parecen provenir de una catarata lejana.

Manifiesto mi opinión a mi tío, que sacude la cabeza. Esto no obstante tengo la convicción de que no me equivoco. ¿Correremos tal vez hacia una catarata que nos precipitará en el abismo? Es posible que este género de descenso sea del agrado del profesor, porque se acerca a la vertical; pero lo que es a mí…

En todo caso, se produce no lejos de aquí un fenómeno ruidoso, porque ahora los rugidos se oyen con gran violencia. ¿Proceden del Océano o del cielo?

Dirijo mis miradas hacia los vapores suspendidos en la atmósfera, y trato de sondar su profundidad. El cielo está tranquilo; las nubes, transportadas a la parte superior de la bóveda, parecen inmóviles y se pierden en la intensa irradiación de la luz. Es preciso, por tanto, buscar por otro lado la explicación de este extraño fenómeno.

Examino entonces el horizonte que está limpio y sin brumas. Su aspecto no ha cambiado. Pero si este ruido proviene de una catarata o de un salto de agua; si todo este Océano se precipita en un estuario inferior; si estos mugidos son producidos por la caída de una gran masa de agua, debe la corriente activarse, y su creciente velocidad puede darme la medida del peligro que nos amenaza. Observo la corriente, y veo que es nula. Una botella vacía que arrojo al mar, se queda a sotavento.

A eso de los cuatro, levántase Hans, aproximase al palo y trepa por él hasta el tope. Recorre desde allí con la mirada el arco de círculo que el Océano describe delante de la balsa y se detiene en un punto. Su semblante no expresa la más leve sorpresa; pero sus ojos permanecen fijos.

—Algo ha visto —exclama mi tío.

—Así lo creo también.

Hans desciende, y señala hacia el Sur con la mano, diciendo:


Der nere!

—¿Allá abajo? —responde mi tío.

Y cogiendo el anteojo, mira con la mayor atención durante un minuto, que a mí me parece un siglo.

—¡Sí, sí! —exclama después.

—¿Qué ve usted?

—Una inmensa columna de agua que se eleva por encima del Océano.

—¿Otro animal marino?

—Puede ser.

—Entonces, arrumbemos más hacia el Oeste, porque ya sabemos a qué atenernos por lo que respecta al peligro de tropezar con estos monstruos antediluvianos.

—No enmendemos el rumbo —responde mi tío.

Vuelvo la vista hacia Hans, y veo que sigue impertérrito con la caña del timón en la mano.

Sin embargo, si a la distancia que nos separa de este animal, que puede calcularse en doce leguas lo menos, puede verse la columna de agua que arroja por las narices, debe tener un tamaño sobrenatural. La más elemental prudencia aconsejaría alejarse; pero no hemos venido hasta aquí para ser prudentes.

Seguimos, pues, el mismo rumbo. Cuanto más nos aproximamos, más crece el surtidor. ¿Qué monstruo puede tragar tan gran cantidad de agua y arrojarla de este modo sin interrupción alguna?

A los ocho de la noche nos hallamos a menos de dos leguas de él. Su cuerpo enorme, negruzco, monstruoso, se extiende sobre el mar como un islote. ¿Es ilusión? ¿Es miedo? Su longitud me parece que pasa de mil toesas. ¿Qué cetáceo es, pues, éste que ni los Cuvier ni los Blumenbach han descrito? Se halla inmóvil y como dormido. El mar parece que no puede levantarlo, rompiendo contra sus costados las olas. La columna de agua, proyectada a quinientos pies de altura, desciende con ensordecedor estrépito. Corremos como insensatos hacia esta imponente mole que necesitaría diariamente para su alimentación cien ballenas.

El terror se apodera de mí. No quiero avanzar más. Cortaré, si es preciso, la driza de la vela. Me rebelo contra el profesor, que no me responde.

De repente, levántase Hans, y, señalando con el dedo el punto amenazador, dice:


Holme!

—Una isla —exclama mi tío.

—¡Una isla! —repito a mi vez, encogiéndome de hombros.

—Evidentemente —responde el profesor, lanzando una sonora carcajada.

—Pero, ¿y esta columna de agua?


Géiser
[14]
—exclama Hans.

—Un géiser, sin duda alguna —responde mi tío—; un géiser semejante a los de Islandia.

Al principio, no quiero confesar que me he engañado una manera tan burda. Haber tomado un islote por un monstruo marino. Pero la cosa está clara y tengo que concluir por dar mi brazo a torcer. Se trata de un fenómeno natural, simplemente.

A medida que nos aproximamos, aquella columna líquida adquiere dimensiones grandiosas. El islote presenta, en efecto, un exacto parecido con un inmenso cetáceo cuya cabeza domina las olas elevándose sobre ellas a una altura de diez toesas. El géiser, palabra que los islandeses pronuncian cheisir y que significa
furor
, se eleva majestuosamente en su extremo. Resuenan a cada instante sordas detonaciones, y el enorme chorro, acometido de más violentos furores, sacude su penacho de vapor saltando hasta las primeras capas de nubes. Se halla solo, sin que le rodeen humaredas ni manantiales calientes, y toda la potencia volcánica está resumida en él. Los rayos de la luz eléctrica vienen a mezclarse con esta deslumbrante columna de agua, cuyas gotas adquieren, al recibir su caricia, todos los matices del iris.

—Atraquemos —dice el profesor.

Pero es preciso evitar con cuidado esta tromba de agua que, en un instante, haría zozobrar la balsa. Hans, maniobrando con pericia, nos lleva a la extremidad del islote.

Salto sobre las rocas; mi tío me sigue enseguida, en tanto que el cazador permanece en su puesto, a fuer de hombre curado ya de espanto.

Caminamos sobre un granito mezclado con toba silícea; el suelo quema y trepida bajo nuestros pies, como los costados de una caldera en cuyo interior trabaja el vapor recalentado. Llegamos ante un pequeño estanque central de donde se eleva el géiser. Sumerjo un termómetro en el agua que corre borbotando, y marca una temperatura de 163°.

Este agua sale, pues, de un foco ardiente, lo que está en contradicción con las teorías del profesor Lidenbrock, no puedo resistir la tentación de hacérselo notar.

—Está bien —me replica—, ¿y qué prueba eso contra las doctrinas?

—Nada, nada —contesto con tono seco, viendo que me estrellaba contra una obstinación sin ejemplo.

Debo confesar, sin embargo, que hasta ahora hemos tenido mucha suerte y que, por razones que no se me alcanzan, se efectúa este viaje en condiciones especiales de temperatura; pero para mí es evidente que algún día habremos de llegar a esas regiones en que el calor central alcanza sus más altos límites y supera todas las graduaciones de los termómetros.

Allá veremos, que es la frase sacramental del profesor; quien, después de haber bautizado este islote volcánico con el nombre de su sobrino, da la señal de embarcar.

Permanezco algunos minutos todavía contemplando el géiser. Observo que su chorro es irregular, disminuyendo a veces de intensidad, para recobrar después mucho vigor; lo que atribuyo a las variaciones de presión de los vapores acumulados en su interior.

Al fin, partimos bordeando las rocas escarpadas del Sur. Hans ha aprovechado esta detención para reparar algunas averías de la balsa.

Pero antes de pasar adelante, hago algunas observaciones para calcular la distancia recorrida y las anoto en mi diario. Hemos recorrido 270 leguas
[15]
sobre la superficie del mar, a partir de Puerto-Graüben, y nos hallamos debajo de Inglaterra, a 620 leguas
[16]
de Islandia.

Capítulo XXXV

Viernes 21 de agosto.

Al día siguiente, perdimos de vista el magnífico géiser. El viento ha refrescado, alejándonos rápidamente del Islote de Axel, cuyos mugidos se han ido extinguiendo poco a poco.

El tiempo amenaza cambiar. La atmósfera se carga de vapores que arrastran consigo la electricidad engendrada por la evaporación de las aguas salinas; descienden sensiblemente las nubes y tornan un marcado color de aceituna; los rayos de luz eléctrica apenas pueden atravesar este opaco telón corrido sobre la escena donde va a representarse el drama de las tempestades.

Me siento impresionado, como ocurre sobre la superficie de la tierra cada vez que se aproxima un cataclismo.

Los
cúmulus
[17]
amontonados hacia el Sur presentan un aspecto siniestro; esa horripilante apariencia que he observado a menudo al principio de las tempestades. El aire está pesado y el mar se encuentra tranquilo.

A lo lejos, se ven nubes que parecen enormes balas de algodón, amontonadas en un pintoresco desorden, las cuales se van hinchando lentamente y ganan en volumen lo que pierden en número. Son tan pesadas, que no pueden desprenderse del horizonte; pero, al impulso de las corrientes superiores, fúndense poco a poco, se ensombrecen y no tardan en formar una sola capa de aspecto en extremo imponente. De vez en cuando, un globo de vapores, bastante claro aún, rebota sobre esta alfombra parda, y no tarda en perderse en la masa opaca.

Evidentemente la atmósfera se halla saturada de fluido, del cual también yo me encuentro impregnado, pues se me eriza el cabello como si me hallase en contacto con una máquina eléctrica. Me parece que si, en este momento, me tocasen mis compañeros, recibirían una violenta conmoción.

A las diez de la mañana se acentúan los signos precursores de la tempestad; se diría que el viento descansa para tomar nuevo aliento; la nube parece un odre inmenso en el cual se acumulasen los huracanes.

No quiero creer en las amenazas del cielo; mas no puedo contenerme y exclamo:

—Mal tiempo se prepara.

El profesor no responde. Tiene un humor endiablado al ver que aquel océano se prolonga de un modo indefinido delante de sus ojos. Contesta a mis palabras encogiéndose de hombros.

—Tendremos tempestad —digo yo, señalando con la mano el horizonte—. Esas nubes descienden sobre el mar como para aplastarlo.

Silencio general. El viento calla. La Naturaleza parece un cadáver que ha dejado de respirar. La vela cae pesadamente o lo largo del mástil, en cuyo tope empiezo a ver brillar un ligero fuego de San Telmo. La balsa permanece inmóvil en medio de un mar espeso y sin ondulaciones. Pero, si no caminamos, ¿a qué conservar izada esta vela que puede hacernos zozobrar al primer choque de la tempestad?

—Arriemos la vela —digo—, y abatamos el palo; la prudencia más elemental lo aconseja.

—¡No, por vida del diablo! —ruge iracundo mi tío—. ¡No, y mil veces no! ¡Que nos sacuda el viento! ¡que la tempestad nos arrebate! ¡Pero que vea yo, por fin, las rocas de una costa, aunque deba nuestra balsa estrellarse contra ellas!

No ha acabado aún mi tío de pronunciar estas palabras, cuando cambia de improviso el aspecto del horizonte del Sur; los vapores acumulados se resuelven en lluvia, y el aire, violentamente solicitado para llenar los vacíos producidos por la condensación conviértese en huracán. Procede de los más remotos confines de la caverna. La obscuridad se hace tan intensa, que apenas si puedo tomar algunas notas incompletas.

La balsa se levanta dando saltos, que hacen caer a mi tío. Yo me arrastro hasta él. Le hallo asido fuertemente a la extremidad de un cabo y parece contemplar con placer el espectáculo de los desencadenados elementos.

Hans no se mueve siquiera. Sus largos cabellos, desordenados por el huracán y acumulados sobre su inmóvil semblante, le dan un extraño aspecto, porque en cada una de sus puntas brilla un penachillo luminoso. Su espantosa fisonomía recuerda la de los hombres antediluvianos, contemporáneos de los ictiosaurios, de los megiterois.

El palo, sin embargo, resiste. La vela se distiende, como una burbuja próxima a reventar. La balsa camina con una velocidad que no puedo calcular, aunque no tan grande como la de las gotas de agua que despide en sus movimientos, las cuáles describen líneas perfectamente rectas.

—¡La vela! ¡La vela! —grito, indicando por señas que la arríen.

—¡No! —responde mi tío.


Nej
—dice Hans, moviendo lentamente la cabeza.

La lluvia forma, entretanto, una mugidora catarata delante del horizonte hacia el cual como insensatos corremos; pero antes de que llegue hasta nosotros, se desgarró el velo formado por las nubes, entra el mar en ebullición, y entra en juego la electricidad producida por una vasta acción química que se opera en las capas superiores de la atmósfera. A las centelleantes vibraciones del rayo, se mezclan los mugidos espantosos del trueno: un sinnúmero de relámpagos se entrecruzan en medio de las detonaciones; la masa de vapores se pone incandescente; el pedrisco que choca contra el metal de nuestras armas y herramientas, adquiere luminosidad; y las hinchadas olas parecen cerros ignívomos en cuyas entrañas se incuba un fuego en extremo violento y cuyas crestas ostentan un vivo penacho de llamas.

La intensidad de la luz me deslumbra los ojos, y el estrépito del trueno me destroza los oídos; no tengo más remedio que asirme fuertemente al mástil de la balsa, que se dobla como una débil caña bajo la violencia del huracán.

(Aquí se hacen en extremo incompletas las notas de mi viaje. No he encontrado ya más que algunas observaciones fugaces y tomadas, por decirlo así, maquinalmente. Pero por su brevedad, y hasta por su falta de claridad, constituyen una prueba de la emoción que me dominaba y me dan una idea más cabal que la memoria, de la situación en que nos encontrábamos).

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