Viaje al centro de la Tierra (24 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Viaje al centro de la Tierra
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Domingo 23 de agosto.

¿Dónde estamos? Somos arrastrados con una velocidad prodigiosa.

La noche ha sido terrible. La tempestad no amaina. Vivimos en medio de una detonación incesante. Nuestros oídos sangran y no podemos entendernos.

Los relámpagos no cesan. Veo deslumbrantes zigzags que, tras una fulminación instantánea, van a herir la bóveda de granito. ¡Oh si se desplomase! Otros relámpagos se bifurcan, o toman la forma de globos de fuego, que estallan como bombas. No por eso aumenta el ruido, porque ha rebasado ya el límite de intensidad que puede percibir el oído humano, y aunque todos los polvorines del mundo hiciesen explosión a la vez, no lo oiríamos.

Existe una emisión constante de luz en la superficie de las nubes, la materia eléctrica se desprende, incesante, de sus moléculas: se han alterado los principios gaseosas del aire; innumerables columnas de agua se lanzan a la atmósfera y caen luego cubiertas de espuma.

¿A dónde vamos…? Mi tío se halla tendido, largo es, en la extremidad de la balsa.

El calor aumenta. Miro el termómetro y veo que señala… (La cifra está borrada).

Lunes 24 de agosto.

Por lo visto, esto no acabará nunca. ¿Por qué el estado de esta atmósfera tan densa, una vez modificada, no será definitivo?

Estamos rendidos de fatiga. Hans sigue imperturbable. La balsa corre imperturbablemente hacia el Sudeste. Hemos recorrido más de doscientas leguas desde que abandonamos el islote de Axel.

El huracán arreció o mediodía, y es preciso trincar sólidamente todos las objetos que componen el cargamento. Nosotros nos amarramos también. Las olas pasan par encima de nuestras cabezas.

Hace tres días que no podemos cambiar ni siquiera una sola palabra. Abrimos la boca, movemos los labios pero no producimos ningún sonido apreciable. Ni aun hablando al oído es posible entendernos.

Mi tío se ha aproximado a mí, y ha articulado algunas palabras. Creo que me ha dicho: «Estamos perdidos» pero no estoy seguro.

Tomo el partido de escribirle estas palabras: «Arriemos la vela». Me dice por señas que bueno.

Pero, apenas he tenido tiempo de inclinar la cabeza para decirme que sí, cuando a bordo de la balsa aparece un disco de fuego. La vela es arrancada, juntamente con el palo, y parten ambas cosas, formando un solo cuerpo, elevándose a una altura prodigiosa cual nuevo pterodáctilo, esa ave fantástica de los primeros siglos.

Nos quedamos helados de espanto. La esfera, mitad blanca y mitad azulada, del tamaño de una bomba de diez pulgadas, se pasea lentamente, girando con velocidad sorprendente bajo el impulso del huracán. Va de un lado para otro, sube una de los bordes de la balsa, salta sobre el saco de las provisiones, desciende ligeramente, bota, roza la caja de pólvora. ¡Horror! ¡Vamos a volar! Pero no: el disco deslumbrador se separa; se aproximo o Hans, que la mira fijamente; a mi tío, que se pone de rodillas para evitar su choque; a mí, que palidezco y tiemblo bajo la impresión de su luz y su color; di vueltas alrededor de mi pie, que trato de retirar sin poderlo conseguir.

La atmósfera está llena de un olor de gas nitroso que penetra en la garganta y los pulmones. Nos asfixiamos. ¿Por qué no puedo retirar el pie? ¿Estará por ventura clavado a la balsa? ¡Ah! La caída del globo eléctrico ha imanado todo el hierro de a bordo; los instrumentos, las herramientas, las armas se giran, entrechocándose con un tintineo agudo: los clavos de mis zapatos se hallan fuertemente adheridos a una placa de hierra incrustada en la madera. ¡No puedo retirar el pie! Haciendo un violento esfuerzo, consigo, por fin, arrancarla en el momento mismo en que el globo iba a cogerlo en su movimiento giratorio y arrastrarme, si…

¡Ah! ¡Qué luz tan intensa! ¡El globo estalla! Nos cubre un mar de llamas.

Después se apaga todo. ¡He tenido tiempo de ver a mi tío tendido sobre la balsa, y a Hans con la caña del timón en la mano, escupiendo fuego bajo la influencia de la electricidad que le invade!

¿A dónde vamos? ¿A dónde vamos?

Martes 25 de agosto.

Salgo de un desvanecimiento prolongado. La tempestad continúa; los relámpagos se desencadenan como una nidada de serpientes que alguien hubiera soltado en la atmósfera.

¿Estamos aún en el mar? Sí, y arrastrados con una velocidad incalculable. ¡Hemos pasado por debajo de Inglaterra, del canal de la Mancha, de Francia, de Europa entera, tal vez! ¡Se escucha un nuevo ruido! ¡Evidentemente, el mar se estrella contra las rocas…! Pero entonces…

Capítulo XXXVI

Aquí termina lo que le he llamado mi
Diario de Navegación
, tan felizmente salvado del naufragio, y vuelvo o recordar mi relato como antes.

Lo que ocurrió al chocar la balsa contra los escollos de la costa, no sería capaz de explicarlo. Me sentí precipitado en el agua, y, si me libré de la muerte, si mi cuerpo no se destrozó contra los agudos peñascos, fue porque el brazo vigoroso de Hans me sacó del abismo.

El valeroso islandés me transportó fuera del alcance de las olas sobre una arena ardorosa donde me encontré, al lado de mi tío.

Después salió a las rocas, sobre las cuáles se estrellaba el oleaje furioso, con objeto de salvar algunos restos del naufragio. Yo no podía hablar: me hallaba rendido de emoción y de fatiga, y tardé más de una hora en reponerme.

Seguía cayendo un verdadero diluvio, con esa redoblada violencia que anuncia el fin de las tempestades. Algunas rocas superpuestas nos brindaron un abrigo contra las cataratas del cielo.

Hans preparó alimentos, que yo no pude tocar, y todos, extenuados por tres noches de insomnio, nos entregamos a un dudoso sueño. Al día siguiente, el tiempo era magnífico. El cielo y el mar se habían tranquilizado de común acuerdo. Toda huella de tempestad había desaparecido. Al despertar, mi tío, que estaba radiante de júbilo, me saludó satisfecho.

—¿Qué tal —me dijo—, hijo mío? ¿Has descansado bien?

¿No hubiera dicho cualquiera que nos hallábamos en nuestra casita de la König-strasse, que bajaba a almorzar tranquilamente y que mi matrimonio con la pobre Graüben se iba a verificar aquel día mismo?

¡Ay! ¡Por poco que la tempestad hubiese desviado la balsa hacia el Este, habríamos pasado por debajo de Alemania, por debajo de mi querida ciudad de Hamburgo, por debajo de aquella calle donde habitaba la elegida de mi corazón! ¡En este caso, me habrían separado de ella cuarenta leguas apenas! ¡Pero cuarenta leguas verticalmente contadas a través de una mole de granito, que para franquearlas tendría que recorrer más de mil!

Todas estas dolorosas reflexiones atravesaron rápidamente mi espíritu, antes que respondiese a la pregunta de mi tío.

—¡Cómo es eso! —repitió—. ¿No me quieres decir cómo has pasado la noche?

—Muy bien —le respondí—; todavía me encuentro molido, pero eso no será nada.

—Absolutamente nada; un poco de cansancio, y nada más.

—Pero le encuentro a usted muy alegre esta mañana, tío.

—¡Encantado, hijo mío, encantado de la vida! ¡Por fin hemos llegado!

—¿Al término de nuestra expedición?

—No tan lejos, pero sí al término de este mar que nunca se acababa. Ahora vamos a viajar de nuevo por tierra y a hundirnos verdaderamente en las entrañas del globo.

—Permítame usted una pregunta, tío.

—Pregunta cuento quieras, Axel.

—¿Y el regreso?

—¡El regreso! Pero, ¿piensas en volver cuando aún no hemos llegado?

—No; mi idea no es otra que preguntarle a usted cómo se efectuará.

—Del modo más sencillo del mundo. Una vez llegados al centro del esferoide o hallaremos otra nueva vía para volver a la superficie de la tierra, o efectuaremos el viaje de regreso por el mismo camino que ahora vamos recorriendo. Supongo que no se cerrará detrás de nosotros.

—Entonces será preciso poner en buen estado la balsa.

—¡Por supuesto!

—Pero, ¿nos alcanzarán los víveres para ver esos grandes proyectos realizados?

—Ciertamente. Hans es un muchacho muy hábil, y tengo la seguridad de que ha salvado la mayor parte de la carga. Vamos a cerciorarnos de ello.

Salimos de aquella gruta abierta a todos los vientos. Abrigaba yo una esperanza, que era al mismo tiempo un temor: me parecía imposible que en el terrible choque de la balsa no se hubiese destrozado todo lo que conducía. No le engañaba, en efecto. Al llegar a la playa, vi a Hans en medio de una multitud de objetos perfectamente ordenados. Mi tío le estrechó la mano impulsado por un vivo sentimiento de gratitud. Aquel hombre, cuya abnegación era en realidad sobrehumana, había estado trabajando mientras descansábamos nosotros, y había logrado salvar los objetos más preciosos con grave riesgo de su vida.

No quiere decir esto que no hubiésemos sufrido pérdidas bastante sensibles: nuestras armas, por ejemplo; pero, en resumidas cuentas, bien podríamos pasarnos sin ellas. En cambio, la provisión de pólvora se encontraba intacta, después de haber estado a punto de explotar durante la tempestad.

—¡Bueno! —exclamó el profesor—; como nos hemos quedado sin fusiles, tendremos que abstenernos de cazar.

—Sí; pero, ¿y los instrumentos?

—He aquí el manómetro, el más útil de todos, a cambio del cual habría dado los otros. Con él puedo calcular la profundidad a que nos encontramos y conocer el instante en que lleguemos al centro. Sin él, nos expondríamos a rebasarlo, y a salir por los antípodas.

La jovialidad de mi tío me resultaba feroz.

—Pero, ¿y la brújula? —pregunté.

—Hela aquí, sobre esta roca, en estado perfecto, lo mismo que los termómetros y el cronómetro. ¡Ah! ¡Nuestro guía no tiene precio!

Fuerza era reconocerlo, porque, gracias a él, no faltaba ningún instrumento. En cuanto a las herramientas y utensilios, vi, esparcidos por la playa, picos, azadones, escalas, cuerdas, etc.

Quedaba por dilucidar, sin embargo, la cuestión relativa a los víveres.

—¿Y las provisiones? —dije.

—Veamos las provisiones —respondió mi tío.

Las cajas que las contenían se hallaban alineadas sobre la arena, en perfecto estado de conservación; el mar las había respetado casi en su totalidad; y, entre galleta, carne salada, ginebra y pescado seco, se podía calcular que teníamos aún víveres para unos cuatro meses.

—¡Cuatro meses! —exclamó el profesor—. Tenemos tiempo para ir y volver, y con lo que nos sobre pienso dar un espléndido banquete a todos mis colegas de Johannaeum.

Desde mucho tiempo atrás debía estar acostumbrado al carácter de mi tío, y, sin embargo, aquel hombre siempre me causaba asombro.

—Ahora —dijo—, vamos a reponer nuestras provisiones de agua con la lluvia que la tempestad ha vertido en todos estos recipientes de granito; por consiguiente, tampoco tenemos que temer que la sed nos atormente. Por lo que respecta a la balsa, voy a recomendar a Hans que la repare lo mejor que le sea posible, aunque tengo para mí que no ha de servimos más.

—¿Cómo es eso? —exclamé.

—¡Es una idea que tengo, hijo mío! Se me antoja que no hemos de salir por donde entramos.

Miré con cierto recelo a mi tío, pensando si se habría vuelto loco; aun cuando, bien pensado, ¡quién sabe si decía una gran verdad sin saberlo!

—Vamos a almorzar —añadió.

—Seguí hasta mi pequeño promontorio, después que comunicó sus instrucciones al guía, y allí, con carne seca, galleta y té, confeccionamos un almuerzo excelente, uno de los mejores, he de decir la verdad, que he hecho en toda mi vida. La necesidad, el aire libre y la tranquilidad, después de las agitaciones pasadas, despertaron en mí un devorador apetito.

Durante el almuerzo, propuso mi tío que calculásemos el lugar en donde a la sazón nos hallábamos.

—Creo que nos será fácil calcularlo —le dije.

—Con toda exactitud, no, no es fácil —respondió—; resulta hasta materialmente imposible, porque durante los tres días que había durado la tempestad, no he podido tomar nota de la velocidad ni del rumbo de la balsa; pero, no obstante, podemos calcular nuestra situación de un modo aproximado.

—En efecto, la última observación la hicimos en el islote del géiser.

—En el islote de Axel, hijo mío; no renuncies al honor de haber dado tu nombre a la primera isla descubierta dentro del macizo terrestre.

—¡Bien! Pues, en el islote de Axel, habíamos recorrido 270 leguas sobre la superficie del mar, y nos encontrábamos a más de seiscientas leguas de Islandia.

—Partamos, pues, de este punto y contemos cuatro días de borrasca durante los cuales nuestra velocidad no ha debido ser menor de ochenta leguas cada veinticuatro horas.

—Así lo creo. Tendríamos, pues, que añadir 300 leguas.

—De donde deducimos en seguida que el mar de Lidenbrock mide aproximadamente seiscientas leguas de una orilla a otra. Ya ves, Axel, que puede competir en extensión con el Mediterráneo.

—¡Ya lo creo! Sobre todo si lo hemos atravesado en sentido transversal.

—Lo cual es muy posible.

—Y lo más curioso es —añadí—, que si nuestros cálculos son exactos, estamos en este momento debajo del Mediterráneo.

—¿De veras?

—Sin duda alguna; porque nos encontramos a 900 leguas de Reykiavik.

—He aquí un bonito viaje, hijo mío; pero no podemos afirmar que nos hallemos debajo del Mediterráneo, y no de Turquía o del Atlántico, más que en el caso de que nuestro rumbo no haya sufrido alteración.

—No lo creo; el viento parecía constante, y opino, por lo tanto, que esta costa debe hallarse situada al Sudeste de Puerto Graüben.

—De eso es fácil cerciorarse consultando la brújula. Vamos a verla en seguida.

El profesor se dirigió hacia la roca sobre la cual había Hans depositado todos los instrumentos. Estaba alegre y contento, se frotaba las manos y adoptaba posturas estudiadas. ¡Parecía un mozalbete! Le seguí con gran curiosidad de saber si me había equivocado en mis cálculos.

Cuando llegó a la roca, mi tío tomó el compás, lo colocó horizontalmente y observó la aguja, que, después de haber oscilado, se detuvo en una posición fija bajo la influencia del magnetismo.

Mi tío miró atentamente, después se frotó los ojos, volvió a mirar de nuevo, y acabó por volverse hacia mí, estupefacto.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

Entonces me dijo por señas que examinase yo el instrumento. Una exclamación de sorpresa se escapó de mis labios. ¡La aguja marcaba el Norte donde nosotros suponíamos que se encontraba el Sur! ¡La flor de lis miraba hacia la playa en lugar de dirigirse hacia el mar!

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