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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Viaje al centro de la Tierra (4 page)

BOOK: Viaje al centro de la Tierra
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Me pareció que nos íbamos a quedar sin almuerzo, como la noche anterior nos habíamos quedado sin cena. Sin embargo, me armé de valor y resolví no ceder ante las exigencias del hambre. Marta, en cambio, se lo tomó muy en serio y se desesperaba la pobre. Por lo que a mí respecta, la imposibilidad de salir de casa me preocupaba mucho más que la falta de comida, por razones que el lector adivinará fácilmente.

Mi tío trabajaba sin cesar; su imaginación se perdía en un dédalo de combinaciones. Vivía fuera del mundo y verdaderamente apartado de las necesidades terrenas.

A eso del mediodía, el hambre me aguijoneó seriamente. Marta, como quien no quiere la cosa, había devorado la víspera las provisiones encerradas en la despensa; no quedaba, pues, nada en casa. Sin embargo, el pundonor me hizo aceptar la situación sin protestas.

Por fin sonaron las dos. Aquello se iba haciendo ridículamente intolerable, y empecé a abrir los ojos a la realidad. Pensé que yo exageraba la importancia del documento; que mi tío no le daría crédito: que sólo vería en él una farsa; que, en el caso más desfavorable, lograríamos detenerle a su pesar; y, en fin, que era posible diese él mismo con la clave del enigma, resultando en este caso infructuosos los sacrificios que suponía mi abstinencia.

Estas razones, que con indignación hubiera rechazado la víspera, me parecieron entonces excelentes; llegué hasta juzgar un absurdo el haber aguardado tanto tiempo, y resolví decir cuanto sabía.

Andaba, pues, buscando la manera de entablar conversación, cuando se levantó el catedrático, se caló su sombrero y se dispuso a salir.

¡Horror! ¡Marcharse de casa y dejarnos encerrados en ella…! ¡Eso nunca!

—Tío —le dije de pronto.

Pero él pareció no haberme oído.

—Tío Lidenbrock —repetí, levantando la voz.

—¿Eh? —respondió él como el que se despierta de súbito.

—¿Qué tenemos de la llave?

—¿Qué llave? ¿La de la puerta?

—No, no; la del documento.

El profesor me miró por encima de las gafas y debió observar sin duda algo extraño en mi fisonomía, pues me asió enérgicamente del brazo, y, sin poder hablar, me interrogó con la mirada.

Sin embargo, jamás pregunta alguna fue formulada en el mundo de un modo tan expresivo.

Yo movía la cabeza de arriba abajo.

Él sacudía la suya con una especie de conmiseración, cual si estuviese hablando con un desequilibrado.

Yo entonces hice un gesto más afirmativo aún.

Sus ojos brillaron con extraordinario fulgor y adoptó una actitud agresiva.

Este mudo diálogo, en aquellas circunstancias, hubiera interesado al más indiferente espectador.

Si he de ser franco, no me atrevía a hablar, temeroso de que mi tío me ahogase entre sus brazos en los primeros transportes de júbilo. Pero me apremió de tal modo, que tuve que responderle.

—Sí —le dije—, esa clave… la casualidad ha querido…

—¿Qué dices? —exclamó con indescriptible emoción.

—Tome —le dije, alargándole la hoja de papel por mí escrita—; lea usted.

—Pero esto no quiere decir nada —respondió él, estrujando con rabia el papel entre sus dedos.

—Nada, en efecto, si se empieza a leer por el principio; pero si se comienza por el fin…

No había terminado la frase, cuando el profesor lanzó un grito… ¿Qué digo un grito? ¡Un rugido! Una revelación acababa de hacerse en su cerebro. Estaba transfigurado.

—¡Ah, ingenioso Saknussemm! —exclamó—; ¿conque habías escrito tu frase al revés?

Y cogiendo la hoja de papel, leyó todo el documento, con la vista turbada y la voz enronquecida de emoción, subiendo desde la última letra hasta la primera.

Se hallaba concebido en estos términos:

In Sneffels Yoculis craterem kem delibat

umbra Scartaris Julii intra calendas descende,

audax viator, el terrestre centrum attinges.

Kod feci. Arne Saknussemm.

Lo cual, se podía traducir así:

Desciende al cráter del Yocul de Sneffels que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de Julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la tierra, como he llegado yo.

Arne Saknussemm.

Al leer esto, pegó mi tío un salto, cual si hubiese recibido de improviso la descarga de una botella de Leyden. La audacia, la alegría y la convicción le daban un aspecto magnífico. Iba y venía precipitadamente; se oprimía la cabeza entre las manos; echaba a rodar las sillas; amontonaba los libros: tiraba por alto, aunque en él parezca increíble, sus inestimables geodas: repartía a diestro y siniestro patadas y puñetazos. Por fin, se calmaron sus nervios, y, agotadas sus energías, se desplomó en la butaca.

—¿Qué hora es? —me preguntó, después de unos instantes de silencio.

—Las tres —le respondí.

—¡Las tres! ¡Qué atrocidad! Estoy desfallecido de hambre. Vamos a comer ahora mismo. Después…

—¿Después qué…?

—Después me prepararás mi equipaje.

—¿Su equipaje? —exclamé.

—Sí; y el tuyo también —respondió el despiadado catedrático, entrando en el comedor.

Capítulo VI

Al escuchar estas palabras, un terrible escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Me contuve, sin embargo, y resolví ponerle buena cara. Sólo argumentos científicos podrían detener al profesor Lidenbrock, y había muchos y muy poderosos que oponer a semejante viaje. ¡Ir al centro de la tierra! ¡Qué locura! Pero me reservé mi dialéctica para el momento oportuno, y eso me ocupó toda la comida.

No hay para qué decir las imprecaciones de mi tío al encontrarse la mesa completamente vacía. Pero, una vez explicada la causa, devolvió la libertad a Marta, la cual corrió presurosa al mercado y desplegó tal actividad y diligencia que, una hora más tarde, mi apetito se hallaba satisfecho y me di exacta cuenta de la situación.

Durante la comida, dio muestras el profesor de cierta jovialidad, permitiéndose esos chistes de sabio, que no encierran peligro jamás; y, terminados los postres, me hizo señas para que le siguiese a su despacho.

Yo obedecí sin chistar.

Se sentó él a un extremo de su mesa de escritorio y yo al otro.

—Axel —me dijo, con una amabilidad muy poco frecuente en él— eres un muchacho ingenioso: me has prestado un servicio excelente cuando, cansado ya de luchar contra lo imposible, iba a darme por vencido. No lo olvidaré jamás y participarás de la gloria que vamos a conquistar.

«Bien» pensé; «se halla de buen humor: éste es el momento oportuno para discutir esta gloria».

—Ante todo —prosiguió mi tío—, te recomiendo el más absoluto secreto, ¿me entiendes? No faltan envidiosos en el mundo de los sabios, y hay muchos que quisieran emprender este viaje, del cual, hasta nuestro regreso no tendrán noticia alguna.

—¿Cree usted —le dije— que es tan grande el número de los audaces?

—¡Ya lo creo! ¿Quién vacilaría en conquistar una fama semejante? Si este documento llegara a conocerse, un ejército entero de geólogos se precipitaría en pos de las huellas de Arne Saknussemm.

—No opino yo lo mismo, tío, pues nada prueba la autenticidad de ese documento.

—¡Qué dices! Pues, ¿y el libro en que lo hemos encontrado?

—¡Bien! no niego que el mismo Saknussemm pueda haber escrito esas líneas; pero, ¿hemos de creer por eso que él en persona haya realizado el viaje? ¿No puede ser ese viejo pergamino una superchería?

Me arrepentí, ya tarde, de haber aventurado esta última palabra; frunció el profesor su poblado entrecejo, y creí que había malogrado el éxito que esperaba obtener de aquella conversación. No fue así, por fortuna. Se esbozó una especie de sonrisa en sus delgados labios, y me respondió:

—Eso ya lo veremos.

—Bien —dije algo molesto—; pero permítame formular una serie de objeciones relativas a ese documento.

—Habla, hijo mío, no me opongo. Te permito que expongas tu opinión con entera libertad. Ya no eres mi sobrino, sino un colega. Habla, pues.

—Ante todo, le agradeceré que me diga qué quieren decir ese Yocul, ese Sneffels y ese Scartars, de los que nunca oí hablar en los días de mi vida.

—Pues, nada más sencillo. Precisamente recibí, no hace mucho, una carta de mi amigo Paterman, de Leipzig, que no ha podido llegar en fecha más oportuna. Ve, y coge el tercer atlas del segundo estante de la librería grande, serie Z, tabla 4.

Me levanté, y, gracias a la gran precisión de sus indicaciones, di con el atlas enseguida. Lo abrió mi tío y dijo:

—He aquí el mapa de Handerson, uno de los mejores de Islandia, el cual creo que nos va a resolver todas las dificultades.

Yo me incliné sobre el mapa.

—Fíjate en esta isla llena toda de volcanes —me dijo el profesor—, y observa que todos llevan el nombre de Yocul, palabra que significa en islandés
ventisquero
. Debido a la elevada latitud que ocupa Islandia, la mayoría de las erupciones se verifican a través de las capas de hielo, siendo ésta la causa de que se aplique el nombre de Yocul a todos los montes ignívomos de la isla.

—Conforme —respondí yo—, mas, ¿qué significa Sneffels?

Creí que a esta pregunta no sabría qué responderme mi tío; pero me equivoqué de medio a medio, pues me dijo:

—Sígueme por la costa occidental de la isla. ¿Ves su capital, Reykiavik? Bien; pues remonta los innumerables fiordos de estas costas escarpadas por el mar, y detente un momento debajo del grado 75 de latitud. ¿Qué ves?

—Una especie de península que semeja un hueso pelado y termina en una rótula enorme.

—La comparación es exacta, hijo mío; y ahora, dime, ¿no ves nada sobre era rótula?

—Veo un monte que parece surgir del mar.

—Pues ese es el Sneffels.

—¿El Sneffels?

—Sí, una montaña de 5.000 pies
[2]
de elevación. Una de las más notables de la isla, y, a buen seguro, la más célebre del mundo entero, si su cráter conduce al centro del globo.

—Pero eso es imposible —exclamé, encogiéndome de hombros y rebelándome contra semejante hipótesis.

—¡Imposible! ¿Y por qué? —replicó con tono severo el profesor Lidenbrock.

—Porque ese cráter debe estar evidentemente obstruido por las lavas y las rocas candentes, y, por tanto…

—¿Y si se trata de un cráter apagado?

—¿Apagado?

—Sí. El número de los volcanes en actividad que hay en la superficie del globo no pasa en la actualidad de trescientos: pero existe una cantidad mucho mayor de volcanes apagados. El Sneffels figura entre estos últimos, y no hay noticia en los fastos de la historia de que haya experimentado más que una sola erupción: la de 1219. A partir de esta fecha, sus rumores se han ido extinguiendo gradualmente, y ha dejado de figurar entre los volcanes activos.

Ante estas afirmaciones no supe qué objetar, y traté de basar mis argumentos en las otras obscuridades que contenía el escrito.

—¿Qué significa era palabra Seartaris —le pregunté—, y, qué tiene que ver todo eso con las calendas de julio?

Tras algunos momentos de reflexión, que fueron para mí un rayo de esperanza, me respondió en estos términos:

—Lo que tú llamas obscuridad resulta para mí luz, pues me demuestra el ingenio desplegado por Saknussemm para precisar su descubrimiento. El Sneffels está formado por varios cráteres, y era preciso indicar cuál de ellos era el que conducía al centro de la tierra. Y, ¿qué hizo el sabio islandés? Advirtió que en las proximidades de las calendas de julio, es decir, en los últimos días del mes de junio, uno de los picos de la montaña, el Scartaris, proyectaba su sombra hasta la abertura del cráter en cuestión, y consignó en el documento este hecho. ¿Es posible imaginar una indicación más exacta? Una vez que lleguemos a la cumbre del Sneffels, ¿podemos titubear acerca del camino a seguir teniendo esta advertencia presente?

Decididamente mi tío había respondido a todo. Me convencí de que no había posibilidad de atacarle en lo referente a las palabras del antiguo pergamino. Cesé, pues de seguirle por este lado: mas, como era preciso convencerle a toda costa, pasé a hacerle otras objeciones de carácter científico, en mi concepto, más graves.

—Bien —dije— tengo que convenir en que la frase de Saknussemm es perfectamente clara y no puede dejar duda alguna al espíritu. Estoy conforme también en que el documento tiene todos los caracteres de una autenticidad perfecta. Ese sabio bajó al fondo del Sneffels, vio la sombra del Scartaris acariciar los bordes del cráter antes de las calendas de julio y le enseñaron las leyendas de su tiempo que aquel cráter conducía al centro del globo: hasta aquí, estamos conformes; pero admitir que él en persona fue al centro de la tierra y que volvió de allá sano y salvo, eso no; ¡mil veces no!

—¿Y en qué fundas tu negativa? —dijo mi tío, con un tono singularmente burlón.

—En que todas las teorías de la ciencia demuestran que la empresa es impracticable del todo.

—¿Todas las teorías dicen eso? —replicó el profesor, haciéndose el inocente—. ¡Ah, pícaras teorías! ¡Cuánto van a darnos que hacer!

Aun comprendiendo que se burlaba de mí, proseguí:

—Es un hecho por todos admitido que la temperatura aumenta un grado por cada setenta pies que se desciende en la corteza terrestre; y admitiendo que este aumento sea constante, y siendo de 1.500 leguas
[3]
la longitud del radio de la tierra, claro es que se disfruta en su centro de una temperatura de dos millones de grados. Así, pues, las materias que existen en el interior de nuestro planeta se encuentran en estado gaseoso incandescente, porque los metales, el oro, el platino, las rocas más duras, no resisten semejante calor. ¿No tengo, pues, derecho a afirmar que es imposible penetrar en un medio semejante?

—¿De modo, Axel, que es el calor lo que a ti te infunde respeto?

—Sin ningún género de duda. Con sólo descender a una profundidad de diez leguas, habríamos llegado al límite de la corteza terrestre, porque ya la temperatura sería allí superior a 300°.

—¿Es que temes liquidarte?

—Mi terror no es infundado —le contesté algo mohíno.

—Te digo —replicó el profesor, adoptando su aire magistral de costumbre—, que ni tú ni nadie sabe de manera cierta lo que ocurre dentro de nuestro globo, ya que apenas se conoce la docemilésima parte de su radio. La ciencia es eminentemente susceptible de perfeccionamiento y cada teoría es a cada momento obstruida por otra teoría nueva. ¿No se creyó, hasta que demostró Fourier lo contrario, que la temperatura de los espacios interplanetarios decrecía sin cesar, y no se sabe hoy que las temperaturas inferiores de las regiones etéreas nunca descienden de cuarenta o cincuenta grados bajo cero? ¿Y por qué no ha de suceder otro tanto con el calor interior? ¿Por qué, a partir de cierta profundidad, no ha de alcanzar un límite insuperable, en lugar de elevarse hasta el grado de fusión de los más refractarios minerales?

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