Viaje al centro de la Tierra (30 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Viaje al centro de la Tierra
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Preciso era confesar que aquél no era el aspecto de las regiones árticas.

Cuando rebasaba la vista aquel cinturón de verdura, iba rápidamente a perderse en las aguas de un mar admirable o de un lago, que hacían de aquella tierra encantada una isla que apenas medía de extensión unas leguas. Por la parte de Levante, se veía un pequeño puerto, precedido de algunas casas, en el que a impulso de las alas azules, se mecían varios buques de una forma especial. Más lejos, emergían de la líquida llanura tan gran número de islotes, que semejaban un inmenso hormiguero.

Hacia poniente, lejanas costas se divisaban en el horizonte, perfilándose sobre algunas de aquellas montañas azules de armoniosa conformación, y sobre otras, más remotas aún, se elevaba un cono de prodigiosa altura, en cuya cima se agitaba un penacho de humo.

Por el Norte, se divisaba una inmensa extensión de mar, que relumbraba al influjo de los rayos solares, sobre la cual se veía de trecho en trecho la extremidad de un mástil o la convexidad de una vela hinchada por el viento.

Lo imprevisto de semejante espectáculo centuplicaba aún sus maravillosas bellezas.

—¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos? —repetía yo.

Hans cerraba, con indiferencia, los ojos, y mi tío lo escudriñaba todo, sin darse apenas cuenta de nada.

—Sea cual fuere esta montaña —dijo al fin— hace bastante calor; las explosiones no cesan, y no valdría la pena de haber escapado de las peligros de una erupción para recibir la caricia de un pedazo de roca en la cabeza. Descendamos, y sabremos a qué nos atenernos. Por otra parte, me muero de hambre y de sed.

Decididamente, el profesor no era un espíritu contemplativo. Por lo que a mí respecta, olvidando las fatigas y las necesidades, habría permanecido en aquel sitio durante muchas horas aún; pero me fue preciso seguir a mis compañeros.

El talud del volcán presentaba muy rápidas pendientes; nos deslizábamos a lo largo de verdaderos barrancos de ceniza, evitando las corrientes de lava que descendían como serpientes de fuego; y yo, mientras, conversaba con volubilidad, porque mi imaginación se hallaba demasiado repleta de ideas, y era preciso darle algún desahogo.

—¿Nos encontramos en Asia —exclamé—, en las costas de la India, en las islas de la Malasia, en plena Oceanía? ¿Hemos atravesado la mitad del globo terráqueo para salir de él por las antípodas de Europa?

—Pero, ¿y la brújula? —respondió mi tío.

—¡Sí, sí! ¡Fiémonos de la brújula! A dar crédito a sus indicaciones, habríamos marchado siempre hacia el Norte.

—¡Según eso, ha mentido!

—¡Oh! ¡Mentido! ¡mentido!

—¡A menos que este sea el Polo Norte!

—¡El Polo! No; pero…

Era un hecho inexplicable; yo no sabía qué pensar.

Entretanto, nos aproximábamos a aquella verdura que tanto recreaba la vista. Me atormentaba el hambre, como asimismo la sed. Por fortuna, después de dos horas de marcha, se presentó ante nuestros ojos una hermosa campiña, enteramente cubierta de olivos, de granados y de vides que parecían pertenecer a todo el mundo. Por otra parte, en el estado de desnudez y abandono en que nos encontrábamos, no era ocasión de andarse con muchos escrúpulos. ¡Con qué placer oprimimos entre nuestros labios aquellas sabrosas frutas, aquellas dulces y jugosísimas uvas! No lejos, entre la hierba, a la sombra deliciosa de los árboles, descubrí un manantial de agua fresca, en la que sumergimos nuestras caras y manos con indecible placer.

Mientras nos entregábamos a todas las delicias del reposo, apareció un chiquillo entre dos grupos de olivos.

—¡Ah! —exclamé—, un habitante de este bienaventurado país.

Era una especie de pordioserillo miserablemente vestido, de aspecto bastante enfermizo, a quien nuestra presencia pareció intimidar extraordinariamente; cosa que a la verdad, no tenía nada de extraña, pues medio desnudos y con nuestras barbas incultas, teníamos muy mal cariz; y al menos que no nos hallásemos en un país de ladrones, nuestras extrañas figuras tenían necesariamente que amedrentar a sus habitantes.

En el momento en que el rapazuelo emprendió, asustado, la huida, corrió Hans detrás de él y lo trajo nuevamente, a pesar de sus puntapiés y sus gritos.

Mi tío comenzó por tranquilizarlo como Dios le dio a entender, y, en correcto alemán, le preguntó:

—¿Cómo se llama esta montaña, amiguito?

El niño no respondió.

—Bueno —dijo mi tío—; no estamos en Alemania.

Formuló la misma pregunta en inglés, y tampoco contestó el chiquillo. A mí me devoraba, la impaciencia.

—¿Será mudo? —exclamó el profesor, quien, orgulloso de su poliglotismo, repitió en francés la pregunta.

El mismo silencio del niño.

—Ensayemos el italiano —dijo entonces mi tío. Y le pregunto en esta lengua:


Dove siamo?

—Sí, ¿dónde estamos? —repetí con impaciencia. Pero el niño no respondió tampoco.

—¡Demontre! —exclamó mi tío, que empezaba a encolerizarse, dándole un tirón de orejas—, ¿acabarás de reventar de una vez?
Come si noma qaesta isola?

—Strombolí —repitió el pastorcillo, escapándose de las manos de Hans y emprendiendo veloz carrera a través de los olivos hasta llegar a la llanura, sin que nos volviéramos a ocupar más de él.

¡El Estrómboli! ¡Oh, qué efecto produjo en mi imaginación aquel nombre inesperado! Nos hallábamos en pleno Mediterráneo, en medio del archipiélago eolio, de mitológica memoria, en la antigua Strongyle, donde Eolo tenía encadenados los vientos y tempestades. Y aquellas montañas azules que se veían por el Este eran las montañas de Calabria. Y aquel volcán que se erguía en el horizonte del Sur era nada menos que el implacable Etna.

—¡El Estrómboli! —repetía yo—, ¡el Estrómboli!

Mi tío me acompañaba con sus gestos y palabras. Parecía que estábamos cantando un dúo.

—¡Oh, qué viaje! ¡Qué maravilloso viaje! ¡Entrar por un volcán y salir por otro, situado a más de 1.200 leguas del Sneffels, de aquel árido país de Islandia, enclavado en los confines del mundo! Los azares de la expedición nos habían transportado al seno de las más armoniosas comarcas de la tierra. Habíamos trocado la región de las nieves eternas por la de la verdura infinita, y abandonado las nieblas cenicientas de las zonas heladas para venir a cobijarnos bajo el cielo azul de Sicilia.

Después de una deliciosa comida compuesta de frutas y agua fresca, volvimos a ponernos en marcha con dirección al puerto de Estrómboli.

No nos pareció prudente divulgar la manera cómo habíamos llegado a la isla: el espíritu supersticioso de los italianos no hubiera visto en nosotros otra cosa que demonios vomitados por las entrañas del infierno: así que nos resignamos a posar por pobres náufragos. Era menos gloriosa, pero mucho más seguro.

Por el camino, oí murmurar a mi tío:

—¡Pero esa brújula! ¡Esa brújula que señalaba el Norte! ¿Cómo explicarse este hecho?

—A fe mía —dije yo con el mayor desdén—, que no vale la pena que nos devanemos los sesos tratando de buscarle una explicación.

—¡Qué dices, insensato! ¡Un catedrático del Johannaeum que no supiera dar una explicación de un fenómeno cósmico sería un bochorno inaudito!

Y al expresarse de este modo; mi tío, medio desnudo, con la bolsa de cuero alrededor de la cintura, y afianzándose las gafas sobre la nariz, volvió o ser otra vez el terrible profesor de mineralogía.

Una hora después de haber abandonado el bosque de los olivos, llegamos al puerto de San Vicenzo, donde Hans reclamó el importe de su decimotercia semana de servicio, que le fue religiosamente pagado, cruzándose entre todos los más calurosos apretones de manos.

En el momento aquel, si no participó de nuestra natural y legítima emoción, se dejó arrastrar por lo menos por un impulso de extraordinaria expansión.

Estrechó ligeramente nuestras manos con las puntas de sus dedos y se dibujó en sus labios una ligera sonrisa.

Capítulo XLV

He aquí la conclusión de un relato que no querrán creer ni aun las personas más acostumbradas a no asustarse de nada. Pero me he puesto en guardia de antemano contra la credulidad de los hombres.

Fuimos recibidos por los pescadores de Estrómboli con las consideraciones debidas a unos náufragos. Nos proporcionaron vestidos y víveres: y, después de cuarenta y ocho horas de espera, el 31 de agosto, una embarcación pequeña nos condujo a Mesina, donde algunos días de reposo bastarán para reponer nuestras fuerzas.

El viernes 4 de septiembre, nos embarcamos a bordo del Volturne, uno de los vapores de las mensajerías imperiales de Francia, y, tres días más tarde tomamos tierra en Marsella, sin más preocupación en nuestro espíritu que nuestra maldita brújula. Aquel hecho inexplicable no cesaba de inquietarnos seriamente. El 9 de septiembre, por la noche, llegamos, por fin, a Hamburgo.

Imposible describir la estupefacción de Marta y la alegría de Graüben al vernos entrar por las puertas.

—¡Ahora que eres un héroe —me dijo mi adorada prometida—, no tendrás necesidad de separarte más de mí, Axel!

La miré, y ella me sonrió entre sus lágrimas.

Puede calcular el lector la sensación que produciría en Hamburgo la vuelta del profesor Lidenbrock. Gracias a las indiscreciones de Marta, la noticia de su partida para el centro de la tierra se había esparcido por el mundo entero. Pero nadie la creyó, y, al verle de regreso, tampoco se le dio crédito.

Sin embargo, la presencia de Hans y las informaciones de Islandia modificaron la pública opinión.

Entonces mi tío llegó a ser un personaje importante, y yo, el sobrino de un ilustre sabio, lo que ya es alguna cosa. La ciudad de Hamburgo dio una fiesta en nuestro honor. Se celebró una sesión pública en el Jahannaeum, en la que el profesor hizo un detallado relato de su expedición, omitiendo, naturalmente, los hechos extraordinarios relativos a la brújula. Aquel mismo día depositó en los archivos de la ciudad el documento de Saknussemm, expresando el vivo sentimiento que le causaba el hecho de que las circunstancias, más poderosas que su voluntad, no le hubiesen permitido seguir hasta el centro de la tierra las huellas del explorador islandés. Fue modesto en su gloria, la cual hizo aumentar su reputación.

Tantos honores tenían necesariamente que suscitarle envidiosos. Así sucedió, en efecto, y, como sus teorías, basadas en hechos ciertos, contradecían los sistemas establecidos por la ciencia sobre la cuestión del fuego central, sostuvo verbalmente y por escrito muy notables polémicas con los sabios de todos los países.

Por lo que a mí respecta, no puedo aceptar su teoría relativa al enfriamiento; a pesar de cuanto he visto, creo y seguiré creyendo siempre en el calor central; pero confieso que ciertas circunstancias, aún no muy bien definidas, pueden modificar esta ley bajo la acción de ciertos fenómenos naturales.

En el momento en que más enconadas eran las discusiones, experimentó mi tío un verdadero disgusto. Hans, a pesar de sus ruegos, se marchó de improviso de Hamburgo. El hombre a quien todo se lo debíamos no quiso permitir que le pagásemos nuestra deuda, minado por la nostalgia que le producía el recuerdo de su querida Islandia.


Färval!
—nos dijo un día; y, sin más despedida, partió para Reykiavik adonde llegó felizmente.

Profesábamos un verdadero afecto a aquel hombre singular que nos había salvado la vida en varias ocasiones; su ausencia no nos hará olvidar la deuda de gratitud que tenemos con él contraída, y abrigo la esperanza de no abandonar este mundo sin volver a verle otra vez.

Para concluir, añadiré que este viaje al centro de la Tierra produjo una unánime sensación en el mundo. Fue traducido e impreso en todas las lenguas; los más importantes periódicos publicaron sus principales episodios, que fueron comentados, discutidos, atacados y defendidos con igual entusiasmo por los creyentes a incrédulos. Y, cosa rara, mi tío disfrutó todo el resto de su vida de la gloria que había conquistado, y no faltó un señor Barnuim que le propusiese exhibirle, a muy elevado precio, en los Estados Unidos.

Pero un profundo disgusto, un verdadero tormento amargaba esta gloria. El hecho de la brújula seguía sin explicación, y el que semejante fenómeno no hubiese sido explicado constituía verdaderamente un suplicio para la inteligencia de un sabio. El Cielo, sin embargo, reservaba a mi tío una felicidad completa.

Un día, arreglando en su despacho una colección de minerales, descubrí la famosa brújula y me puse a examinarla.

Hacía seis meses que estaba allí, en un rincón, sin poder sospechar los quebraderos de cabeza que estaba proporcionando.

¡Qué estupefacción la mía! Lancé un grito que hizo acudir al profesor.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—¡Esta brújula!

—¿Qué? ¡Acaba!

—¡Que su aguja señala hacia el Sur, en vez de señalar hacia el Norte!

—¿Qué dices?

—¡Mire usted! ¡Sus polos están invertidos!

—¡Invertidos!

Mi tío miró, comparó y pegó un salto que hizo retemblar la cosa.

¡Qué luz tan viva iluminó de repente su inteligencia y la mía!

—¿De suerte —exclamó cuando pudo recuperar el use de la palabra, que desde nuestra llegada al cabo Saknussemm, la aguja de esta condenada brújula señalaba hacia el Sur, en vez de señalar hacia el Norte?

—No cabe duda alguna.

—Nuestro error se explica entonces de un modo satisfactorio. Pero, ¿qué fenómeno ha podido producir esta inversión de sus polos?

—La cosa no puede ser más sencilla.

—Explícate, hijo mío.

—Durante la tempestad que hubo de desarrollarse en el mar de Lidenbrock, aquel globo de fuego que imanó el hierro de la balsa, desorientó nuestra brújula, invirtiendo sus polos.

—¡Ah! —exclamó el profesor, soltando la carcajada—, ¡buena nos lo ha jugado la electricidad!

A partir de aquel día, fue mi tío el más feliz de los sabios, y yo el más dichoso de los hombres; porque mi bella curlandesa, renunciando a su calidad de pupila, ocupó en la modesta casa de König-strasse el doble puesto de sobrina y de esposa. No creo necesario añadir que su tío fue el ilustre profesor Otto Lidenbrock, miembro correspondiente de todas las sociedades científicas, geográficas y mineralógicas de las cinco partes del mundo.

FIN

* * *

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