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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (23 page)

BOOK: Viaje alucinante
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—Es una onda sonora —dijo Michaels—. Al menos, puede expresarse así. Una onda de compresión que hemos podido captar de algún modo con nuestra luz miniaturizada.

—¿Significa esto que alguien está hablando? —preguntó Cora.

—¡Oh, no! Si alguien estuviese hablando o hiciese algún ruido, sufriríamos el más espantoso de los terremotos. Sin embargo, incluso en el silencio más absoluto, el caracol del oído capta algunos sonidos: el latido distante del corazón, el roce de la sangre al pasar por las diminutas venas y arterias del oído, etcétera. ¿No han aplicado alguna vez el oído a un caracol marino y escuchado el rumor del océano? Lo que en realidad han escuchado ha sido el sonido ampliado de su propio océano, de su torrente sanguíneo.

—¿Puede ser esto peligroso? —preguntó Grant.

Michaels se encogió de hombros.

—No será peor que ahora..., con tal de que nadie hable.

Duval, que había vuelto a su cuarto de trabajo y estaba de nuevo inclinado sobre el láser, levantó la cabeza y dijo:

—¿Por qué avanzamos más despacio? ¡Owens!

—Algo funciona mal —dijo Owens—. El motor está fallando, y no sé por qué.

Todos tuvieron la creciente sensación de que bajaban en un ascensor, y, efectivamente, el
Proteus
se hundía en el conducto.

Tocaron fondo, con una pequeña sacudida, y Duval dejó su escalpelo.

—¿Qué ocurre ahora? —dijo.

Owens respondió, muy inquieto:

—El motor se estaba calentando con exceso y tuve que pararlo. Creo...

—¿Qué?

—Deben de ser aquellas fibras reticulares. Las malditas algas. Habrán obstruido los tubos de refrigeración. No se me ocurre otra causa.

—¿No puede expulsarlas? —preguntó Grant, con ansiedad.

Owens movió la cabeza.

—Imposible. Son tubos aspirantes. Absorben hacia dentro.

—En tal caso, sólo podemos hacer una cosa —dijo Grant—. Limpiarlos desde el exterior, para lo cual tendremos que nadar un poco más.

Y, con ceño fruncido, empezó a ponerse el traje de inmersión.

Cora miraba ansiosamente por la ventanilla.

—Hay anticuerpos ahí fuera —dijo.

—No muchos —respondió Grant, brevemente.

—Pero, ¿y si atacan?

—No es probable —dijo Michaels, confiadamente—. No son sensibles a la estructura humana, y, mientras no sean lesionados los tejidos, lo más probable es que los anticuerpos mantengan una actitud pasiva.

—Ya lo ve —dijo Grant.

Pero Cora sacudió la cabeza.

Duval, que había escuchado durante un momento, volvió a inclinarse sobre el hilo que estaba limando, comparándolo atentamente con el original y haciéndolo girar después entre sus dedos, para comprobar la uniformidad de su diámetro.

Grant salió por la escotilla inferior de la nave y cayó sobre el fondo liso y elástico del caracol. Contempló tristemente la embarcación. Ya no era la limpia y lisa estructura metálica que había sido, sino que aparecía áspera y sucia.

Agitó los pies en la linfa y se dirigió hacia la popa del barco. Owens tenía razón. Las válvulas aspirantes estaban obstruidas por una gran cantidad de fibras.

Grant agarró dos puñados y tiró con fuerza. Se desprendían a duras penas y muchas se rompían en la superficie de los filtros de la válvula.

La voz de Michaels vibró en el pequeño receptor.

—¿Cómo está eso?

—Muy mal —respondió Grant.

—¿Cuánto tiempo va a necesitar? El cronómetro indica veintiséis.

—Necesitaré un buen rato.

Grant empezó a tirar desesperadamente; pero la viscosidad de la linfa entorpecía sus movimientos y la resistencia de las fibras era enorme.

Dentro de la nave, Cora dijo, excitada:

—¿No convendría que alguno de nosotros fuera en su ayuda?

—Tal vez... —vaciló Michaels.

—Iré «yo» —dijo ella, cogiendo su traje de inmersión.

—De acuerdo —exclamó Michaels—. Iré yo también. Es mejor que Owens permanezca en la cabina de los mandos.

—Y creo que también yo debo quedarme —dijo Duval—. Estoy a punto de terminar mi trabajo.

—Naturalmente, doctor Duval —dijo Cora, ajustándose la mascarilla.

La tarea siguió siendo bastante lenta, a pesar de que ahora eran tres los que se hallaban a popa de la nave, tirando desesperadamente de las fibras, arrancándolas y soltándolas en la débil corriente. Pero empezaron a verse los filtros metálicos, y Grant empujó algunas de las fibras más recalcitrantes hacia el interior del tubo.

—Confío en que esto no será muy perjudicial para la nave; pero es que «no puedo» extraerlas. ¡Owens! ¿Qué pasará si algunas de estas fibras van a parar al interior del tubo?

La voz de Owens respondió:

—Se carbonizarán en el motor y lo ensuciarán. Significará un pesado trabajo de limpieza cuando salgamos de aquí.

—Una vez fuera, me importa un bledo que tenga que rascar toda esta puerca embarcación.

Grant empujó las fibras que estaban a ras del filtro y siguió arrancando las otras. Cora y Michaels hicieron lo propio.

—Lo estamos logrando —dijo Cora.

—Pero llevamos en el caracol mucho más tiempo de lo que habíamos calculado —objetó Michaels—. Cualquier ruido, en el momento menos pensado...

—Cállese —dijo Grant, irritado— y termine su trabajo.

Carter hizo ademán de arrancarse los cabellos, pero se contuvo a tiempo.

—¡No, no, no, NO! —gritó—. Se han parado otra vez. Y señaló una de las pantallas de televisión, en la que aparecía un mensaje escrito en un papel.

—Al menos han recordado que no debían hablar —dijo Reid—. ¿Por qué cree que se habrán detenido?

—¿Y cómo diablos quiere que lo sepa? Tal vez se han parado para tomar café. O para darse un baño de sol. Talla vez la chica... —No terminó la frase—. No lo sé. Lo único que sé es que sólo nos quedan veinticuatro minutos.

—Cuanto más tiempo permanezcan en el oído interno —dijo Reid—, más fácil es que cualquier estúpido haga ruido..., estornude..., ¡qué sé yo!

—Es verdad —dijo Carter, pensativo. Después exclamó, en voz baja—: ¡Dios mío! Siempre es la solución más fácil la que dejamos de ver. Llame a ese ordenanza.

Volvió a entrar el soldado de guardia. Esta vez no saludó.

—¿No se ha puesto usted los zapatos? —dijo Carter—. Magnífico. Lleve esto abajo y muéstrelo a una de las enfermeras. ¿Recuerda lo que le dije sobre arrancarle las tripas?

—Sí, señor.

El mensaje decía: ALGODÓN EN LOS OÍDOS DE BENES.

Carter encendió un cigarro y observó a través de la ventanilla del cuarto de control mientras el hombre penetraba en el quirófano, vacilaba un momento y se dirigía después, con paso rápido, a una de las enfermeras.

Ésta sonrió, miró hacia arriba en dirección a Carter y formó un círculo con el índice y el pulgar.

—Tengo que pensar en todo —dijo Carter.

—Con esto —dijo Reid—, sólo logrará amortiguar el ruido. Pero no impedirá que éste se produzca.

—Ya sabe lo que dicen: cuando no hay pan, buenas son tortas—replicó Carter.

La enfermera se descalzó y se plantó en dos zancadas junto a una de las mesas. Abrió cuidadosamente un bote de algodón hidrófilo y desenrolló unos dos palmos de éste.

Asió un puñado de algodón con una mano, y tiró de él. El algodón se resistió. Tiró más fuerte. Su mano saltó hacia atrás, chocando con un par de tijeras que había sobre la mesa.

Éstas resbalaron sobre la mesa y cayeron al duro suelo. La enfermera alargó desesperadamente un pie, poniéndolo encima de aquéllas; pero no antes de que resonara un agudo ruido metálico, como el hipo de un ángel caído.

La enfermera enrojeció, llena de pánico mortal; todos los que se hallaban en el quirófano se volvieron a mirarla, y Carter dejó caer el cigarrillo y se derrumbó en su silla.

—¡Esto es el fin!—dijo.

Owens puso en marcha el motor y comprobó los mandos. La aguja de control de temperatura, que había permanecido en la zona de peligro casi desde que habían entrado en el caracol del oído, empezó a bajar rápidamente.

—Parece que está bien —dijo—. ¿Han terminado ustedes?

La voz de Grant sonó junto a su oído:

—Creo que sí. Prepárese para arrancar. Vamos a entrar en seguida.

Y en aquel instante pareció que el universo se hundía. Fue como si un enorme puño hubiese golpeado al
Proteus
por debajo, lanzándolo hacia arriba. Owens se agarró desesperadamente a uno de los tableros, mientras oía un trueno lejano.

Abajo, Duval apretó el láser con igual desesperación, tratando de protegerlo contra un mundo que se había vuelto loco.

En el exterior, Grant se sintió lanzado hacia arriba, como arrastrado por una enorme oleada Siguió subiendo, subiendo, hasta chocar con la pared del caracol. Y rebotó en ésta, que parecía hincharse hacia dentro.

Una porción de su cerebro, que había conservado milagrosamente la calma, le dijo que lo que estaba presenciando era, a la escala ordinaria, la rápida y microscópica vibración de la pared estimulada por un súbito ruido; pero esta compresión quedó pronto diluida en su inmenso pánico.

Grant trató desesperadamente de localizar el
Proteus
, pero sólo pudo distinguir un fugaz reflejo de sus faros de proa sobre un distante sector de la pared.

Cora estaba agarrada a un saliente del
Proteus
en el momento en que se produjo la vibración. Instintivamente, se aferró con todas sus fuerzas y, por un instante, cabalgó en el
Proteus
como en el más indomable y rabioso de los caballos. Quedóse sin resuello y, al aflojar su presa, resbaló sobre el suelo de la membrana donde había descansado la embarcación.

Los faros de proa de la nave iluminaron el espacio ante ella; Cora, horrorizada, intentó frenar su carrera; pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles Era como si intentase detener un alud clavando los tacones en la nieve.

Sabía que avanzaba en dirección a una parte del órgano de Corti, en el centro básico del oído Entre los componentes del órgano estaban las células ciliares; quince mil, en total. Ahora podía ver unas cuantas; cada una de ellas con su delicado y microscópico apéndice en posición erguida. Cierto número de ellas vibraban delicadamente, según el tono y la intensidad de las ondas sonoras que llegaban al oído interno y eran allí amplificadas.

Esto, empero, es como lo habría visto en un curso de fisiología; frases válidas en un Universo a escala normal. Lo que veía aquí era un abrupto precipicio y, más allá, una serie de altas y graciosas columnas, que oscilaban de una manera regular, pero no al unísono, sino más bien sucesivamente, como si pasara una ola sobre toda su estructura.

Cora siguió deslizándose y girando sobre el precipicio, en un mundo de paredes y columnas vibrátiles. El faro que llevaba sujeto al casco despedía erráticos destellos, mientras ella descendía dando tumbos. Sintió que algo tiraba de su traje y sintió que chocaba con un objeto firme y elástico. Se quedó colgando cabeza abajo, temerosa de moverse y de que cediese aquella cosa a la que se había enganchado, provocando la continuación de su caída.

Giró primero hacia un lado y después hacia otro, al oscilar majestuosamente la columna de la que pendía y que no era más que un pelo microscópico de una de las células ciliares del órgano de Corti.

Al cabo de un momento recobró el resuello y oyó pronunciar su propio nombre. Alguien la estaba llamando. Temerosamente, emitió un gemido. Después, animada por el sonido de su propia voz, chilló con todas sus fuerzas:

—¡Auxilio! ¡Ayúdenme! ¡Auxilio!

Había pasado el primer embate devastador, y Owens pugnaba por dominar la embarcación en aquel mar todavía turbulento. El sonido, fuese lo que fuese, había sido indudablemente intenso, pero también agudo, y había cesado rápidamente. A esto debieron su salvación. Si hubiese continuado un poquitín más...

Duval, que protegía el láser sujetándolo bajo un brazo y estaba sentado de espaldas a la pared y con los pies desesperadamente apretados a una de las patas del banco, gritó:

—¿Pasó ya?

—Creo que hemos podido salir de ésta —le respondió Owens—. Los mandos responden.

—Será mejor que nos larguemos cuanto antes.

—Tenemos que recoger a los otros.

—¡Oh, sí! —dijo Duval—. Lo había olvidado. —Se encogió cuidadosamente, apoyó una mano en la pared para mantener el equilibrio y se puso lentamente en pie, sin soltar el láser—. Hágales entrar.

Owens llamó:

—¡Michaels! ¡Grant! ¡Miss Peterson!

—Ya voy —dijo Michaels—. «Creo» que no me he roto nada.

—¡Espere! —gritó Grant—. ¡No veo a Cora!

El
Proteus
se había inmovilizado. Grant, respirando fatigosamente y sintiéndose bastante trastornado, echó a nadar en dirección a las luces de proa.

—¡Cora! —gritó.

Y llegó hasta él la desgarrada respuesta:

—¡Auxilio! ¡Ayúdenme! ¡Auxilio!

Grant miró a su alrededor, en todas direcciones. Gritó desesperadamente:

—¡Cora! ¿Dónde está?

—No puedo decirlo con exactitud —respondió la voz de ella—. Estoy entre las células ciliares.

—¿Dónde están? ¿Dónde están las células ciliares, Michaels?

Grant había visto a Michaels, que se acercaba a la nave desde otra dirección; su cuerpo formaba una sombra opaca en la linfa, mientras el pequeño faro de su casco trazaba una fina raya frente a él.

—Espere a que me oriente un poco —dijo Michaels. Agitó velozmente los pies y, luego, gritó—: Ponga al máximo las luces de proa, Owens.

Inmediatamente aumentó la intensidad de la luz. Michaels dijo:

—¡Por aquí! ¡Sígame, Owens! Necesitaremos la luz. Grant siguió detrás de Michaels, que se alejaba velozmente, y vio el precipicio y las columnas delante de él.

—¿Ahí? —preguntó, indeciso.

—Debe de ser ahí —respondió Michaels.

Habían llegado al borde de la sima; el barco estaba detrás de ellos, derramando su luz entre la cavernosa hilera de columnas que todavía seguían oscilando suavemente.

—No la veo —dijo Michaels.

—Yo, sí —dijo Grant, señalando con la mano—. ¿No está allí? ¡La veo, Cora! Mueva el brazo para que pueda estar seguro.

Ella agitó el brazo.

—Está bien. Voy en su busca. La sacaremos de aquí en menos que canta un gallo.

Cora se dispuso a esperar, y sintió un leve contacto en la rodilla, un contacto debilísimo

como el roce de una mosca. Miró a su alrededor y no vio nada.

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