—Creo que Traynor tiene a su sargento en el bolsillo. Por eso he pedido a Crean que avise a la comisaría de policía de Slane y les informe de que el escenario del crimen ha sido violado. Eso puede complicarles las cosas de momento.
Bajo un destartalado cobertizo para bicicletas, pegado a la antigua morgue, mis dos empleados estaban cavando en el caparazón de turba del que habíamos sacado a Mona. Gayle Fowler y Keelan O’Rourke eran veinteañeros, con la carrera de arqueología recién acabada.
El primitivo bloque de tierra había disminuido de tamaño, mientras, a su lado, había un montón de sacos de plástico numerados secuencialmente para indicar la posición de cada trozo de turba con respecto a los demás. Al lado de éstos había una colección de pequeñas bolsas con cremallera que contenían los diversos objetos que habían ido recolectando.
—Hola, chicos. ¿Qué tal va todo?
—Aquí hace un frío de muerte —declaró Gayle.
Estaba sujetando una pala con un mugriento guante de algodón, mientras usaba el dorso del otro para quitarse una gota pegada a la nariz. Gayle llevaba puesto un gorro de lana con orejeras, recuerdo de su expedición a Perú del año anterior; un chaleco reflectante amarillo con rayas plateadas y unos sobre-pantalones impermeables forrados de lana aumentaban su ya de por sí rellenita constitución. Keelan, que de rodillas apoyaba una regla contra una sección de la tierra, pareció ignorarme.
—¿Habéis desayunado ya?
Gayle se sorbió la nariz.
—Compramos un par de dónuts y café cuando veníamos de camino.
—Pues entonces sugiero que vayáis a comer algo. Os he conseguido vales para comer en la cafetería del hospital. Sirven para todo el día. ¿Habéis encontrado algo interesante?
Gayle señaló la pila de sacos con la pala.
—Un paraíso para los palinólogos, a mi parecer. Hay polen suficiente para volver loco a cualquier asmático. Su análisis nos revelará no sólo información sobre las plantas que fueron absorbidas por el pantano —cañas, juncos, musgos, o hierbas—, sino que también nos permitirá cotejarlo con cualquier otro tipo de polen arrastrado por el viento que haya sido asimilado y que, junto a toda la documentación existente sobre el polen irlandés desde el último periodo glaciar, nos dará una idea precisa del periodo de formación de esta capa en Monashee.
—¿Algún signo de presencia humana, viejos cortes de la turba o algo por el estilo?
—Qué va —comentó Keelan en tono despectivo, poniéndose finalmente de pie.
Delgaducho y pálido, con una esmirriada barba negra, estaba embutido en un largo chaquetón gris del ejército ruso, completamente reñido con el brillante y multicolor gorro andino —regalo de Gayle— que llevaba.
—La mayor parte del sarcófago está desintegrado o destruido, lo que unido a la excavadora y a la extracción del cuerpo… —dijo, mientras apuntaba con la Polaroid al punto donde había colocado la regla—. También había unas bolitas redondas negras, todas muy juntas, cerca de donde estaba su cabeza.
—¿Animal, vegetal o mineral?
Cuando terminó con la Polaroid, Keelan cogió una de las bolsas de cremallera marcadas y me la pasó para que la viera.
—Yo diría que son orgánicas, pero duras como guijarros, ¿lo ves? Siete en total.
Amontonadas en una esquina de la bolsa semejaban bolitas de pimienta. Él giró la bolsa para que pudiera verla desde varios ángulos.
—Hum… ¿Semillas, quizá? —sugerí.
Mi móvil sonó. Era Malcolm Sherry. Había terminado la autopsia de los dos cuerpos y me estaba esperando.
Recogí una carpeta con notas, fotos y dibujos relativos al estudio de Gayle sobre la autopista y me dirigí a la antigua morgue.
Las dos mesas de autopsia estaban colocadas en paralelo, con sus oxidadas patas clavadas en un suelo de azulejos blancos en el que faltaban muchas baldosas, dando la apariencia de un tablero de ajedrez. Cada uno de los restos estaba cubierto por una sábana verde; por encima había un par de pantallas descascarilladas y polvorientas, una de ellas sin bombilla. La vieja morgue con sus desconchadas paredes blancas y sus ventanas rotas, conservaba muy poco de la atmósfera de hospital; parecía que ésta se hubiera desvanecido junto con el olor a desinfectante, para ser reemplazada por el del moho mezclado con leche agria.
La bata verde, el delantal de plástico y la gorra de
tweed
de Malcolm Sherry estaban colgados de la única percha de la puerta. Él estaba de pie entre las dos mesas, abrigado con su trenca. Al verme dudar dijo:
—Me alegra poder decir que ésta es una de esas ocasiones en las que es inevitable sudar. Lo que no quita para que haga un frío que pela.
Su aliento se condensaba al hablar. No necesité que me persuadiera para dejarme puesta mi cálida parka.
Sherry se dirigió a los pies de la mesa mejor iluminada, donde reposaba el cuerpo más abultado. Entonces, con su dedo enguantado en látex, me llamó para que me enfrentara por primera vez a Mona.
Cuando Sherry levantó la sábana, mi primera reacción fue una mezcla entre sobrecogimiento y un molesto sentimiento de vergüenza. Mona yacía sobre la espalda, su maltrecho brazo señalaba hacia un desconchado en la pared. Su antes invisible brazo izquierdo estaba flexionado sobre ella y su puño, fuertemente apretado, descansaba sobre el pecho izquierdo. Sin embargo, el derecho podía apreciarse en toda su plenitud, relleno aunque algo aplastado, conservando todavía una aureola de puntos alrededor del marcado, aunque oprimido, pezón. Algunos trozos de piel del pecho, del tamaño de una moneda, estaban erosionados, revelando una sustancia que parecía ser del color y consistencia del yeso de la pared.
Pero, a medida que mis ojos buscaron primero su cara y luego el resto de ella, sentí que aumentaba mi decepción: la mayor parte de su cuerpo se había perdido. Los restos eran más parecidos a un molde, un caparazón abandonado por alguna criatura que hubiera cambiado de piel. La coronilla de Mona —que todavía conservaba algunas hebras secas de pelo rojo a causa de las sustancias químicas del pantano— había conservado su forma; pero desde la frente hacia abajo la cara era como una putrefacta máscara de goma con agujeros para los ojos, la boca y, extrañamente, también para las orejas. Apenas quedaba carne en la parte baja del esqueleto. Un tramo de la espina dorsal, de aspecto carbonizado, asomaba por debajo de la hundida caja torácica hasta la pelvis. Pegado al hueso sacro estaba lo que parecía una gruesa masa de alquitrán, que deduje serían restos de sus órganos internos. Usando el vocabulario arqueológico, Mona sería calificada como una alargada inhumación, ya que sus extremidades inferiores estaban totalmente estiradas. Sin embargo, los huesos de una pierna terminaban en la rodilla y los de la otra en el tobillo.
Sherry me miraba sin decir nada, mientras yo echaba una mirada al conjunto. Sonreí envalentonada. Al menos no era sólo un esqueleto o una colección de harapos de cuero. Pero Mona no ganaría ningún concurso de belleza de cuerpos enterrados en turba, y ni siquiera podría participar en uno de ellos.
—Bueno, tiene pinta de haber pasado lo suyo.
—Más de lo que crees —comentó Sherry—. Pero lo primero es lo primero…
Como si presentara una conferencia, hizo un barrido con la mano abarcando todo el cuerpo.
—Aquí tenemos los restos de una mujer de edad comprendida entre los quince y los treinta y cinco, de aproximadamente 1,47 de estatura. Inmersa durante mucho tiempo en un terreno ácido en condiciones anaeróbicas, podemos destacar dos importantes rasgos del estado del cuerpo: primero, la conservación de una considerable zona de piel y tejido graso en el torso, cara y miembros superiores; y segundo, el completo curtido de la piel. Sin embargo…
—¿Completo? —interrumpí.
Mis esperanzas de una temprana datación de Mona crecían de nuevo. Cuanto más tejido de cuero tuviera, más lenta sería la velocidad de descomposición.
Sherry adoptó un tono más informal:
—Su epidermis ha desaparecido, pero estoy casi seguro de que la dermis se ha transformado totalmente en cuero. He mandado una muestra para análisis microscópicos esta mañana. Los resultados no tardarán en llegar.
La pérdida de la piel exterior es frecuente en los cuerpos enterrados en pantanos, y los nítidos surcos de las huellas dactilares de la dermis de debajo han desorientado a los investigadores del pasado, haciéndoles creer que estos individuos no realizaban tareas manuales y provenían de noble cuna.
—Genial, Malcolm. Perdona por haberte interrumpido.
Se encogió de hombros como para indicar que no importaba.
—Al margen de interrupciones. Estaba a punto de decir que los restos deben de haber permanecido cerca de alguna corriente de agua, lo que ha acelerado la desmineralización de algunas partes del esqueleto.
—Probablemente por donde se colaba el pantano a la zanja —sugerí.
—Eso lo explicaría. De todas formas, los huesos del cráneo, tanto delanteros como traseros, están completamente erosionados. La caja torácica, las vértebras y lo que queda de los huesos de las extremidades inferiores están intactos, aunque descalcificados y flexibles, casi como cartílagos. La conservación exterior del torso es bastante aceptable, pero los miembros superiores están asombrosamente momificados: piel, huesos, músculos, ligamentos, uñas de los dedos, e incluso el vello de los brazos.
Estaba haciendo parecer a Mona un ejemplar excelente a pesar de sus deficiencias.
—¿No hay restos de ropa o telas que nos puedan ayudar a establecer su edad?
—Ni un mísero hilo. Habrá que esperar a que los expertos la sometan a las pruebas de carbono.
—Lo que puede ser todo un reto cuando se trata de cuerpos enterrados en turberas —puntualicé, y añadí—, como por supuesto sabes.
—Sí, sé cómo el cuerpo absorbe la edad del pantano en que se halla inmerso.
Sherry conocía su trabajo. Se habían producido grandes discrepancias a la hora de datar al británico Hombre de Lindow, que fueron descartadas en su momento a causa de ese fenómeno. Por supuesto, si Mona tenía la misma edad que la franja de ciénaga en donde había sido encontrada, no habría ningún problema; pero si fue enterrada por gente que cavó una tumba para ella en las viejas capas de turba, entonces eso podría confundir la lectura. Y pasaría al menos un mes o más antes de que obtuviéramos los resultados preliminares de la prueba del carbono 14.
—Sin embargo —añadió reflexionando—, con el cuerpo de una víctima recién asesinada es posible encontrar fragmentos de tela. La ausencia total de restos en este caso —ni una pequeña hebra— puede ser indicativa de una antigüedad considerable.
—¿Es porque la materia ha sido destruida por los ácidos del pantano durante todo este tiempo?
—Por eso o porque fue enterrada desnuda.
Claro.
—Y eso sólo podría ser si se tratara de algún tipo de ritual. Lo que definitivamente nos llevaría muy atrás en el tiempo —mis esperanzas volvían a aumentar—. Esperemos a ver qué pasa. Una cosa es segura: no vamos a perseguir a su asesino. Al menos mientras no sea posible viajar en el tiempo.
Era la segunda vez que se refería al asesinato. Me pregunté qué más había.
—Una cosa, Malcolm: ¿has informado a la policía de que has descartado ya un homicidio reciente?
—Sí.
—¿Cuándo exactamente?
—Hace aproximadamente una hora.
—Hum… es extraño. Traynor parecía no tener ninguna duda sobre ello cuando habló esta mañana en la radio.
Sherry suspiró.
—Se lo comenté al sargento O’Hagan ayer, para su propia información.
Ya no me quedaba ninguna duda de que O’Hagan trabajaba para el empresario.
—Traynor ha empezado a limpiar el pantano —le anuncié—. Parece haber conseguido el permiso del Museo Nacional. Difícil de creer, pero verdad.
—Es un pez gordo en esta comarca.
—¿Lo conoces?
—No, pero anoche me quedé en Drogheda para cenar con un médico —un antiguo compañero de universidad— y me contó que Traynor ha comprado otra propiedad en el valle del Boyne. Aparentemente, a una orden religiosa.
—Y pretende construir un hotel en Monashee, ¿verdad?
—Eso parece.
—Pero es imposible que se le haya concedido licencia para edificar un hotel allí. Ese lugar es Patrimonio de la Humanidad.
—Cosas más raras se ven —dijo Sherry amargamente—. Dijiste que lo habías oído esta mañana en la radio. En una cadena local, supongo.
—Sí, Valle FM.
—Él es el propietario.
—¿Qué? —ese hombre estaba consiguiendo dejarme sin palabras.
—Bueno, como si lo fuera. Es el accionista mayoritario.
Ahora empezaba a entender la arrogancia de Traynor, y me molestaba que se siguiera saliendo con la suya. Pero, por el momento, sólo me interesaba saber más cosas sobre Mona y su destino.
Señalé la zona de la pelvis que contenía la masa viscosa.
—Son restos de sus órganos internos, ¿no?
—Ah, sí, es muy interesante —declaró Sherry, contento de volver a su tema—. Aunque la cavidad torácica está intacta, no se conserva ningún órgano dentro, ni tampoco ninguna masa en el cráneo, o debería decir calvario —bromeó pasando los dedos por el cuero cabelludo para mostrármelo.
Asentí. Al menos estábamos empatados, cada uno culpable de subestimar los conocimientos del otro. El calvario es un término técnico utilizado para denominar la cúpula del cráneo, la única parte normal de la arrugada cara de Mona, que había estado evitando mirar durante algunos minutos.
Sherry caminó hasta la mitad de la mesa.
—Por algún giro del destino, las partes del cuerpo que tienen relación con el parto se han conservado —dirigió una mano hacia el pecho y la otra hacia la pelvis—. Las glándulas mamarias y los mismos genitales.
—¿Es eso el útero? —me incliné fascinada para examinarlo mejor. Pude ver dónde había hecho la incisión en la masa de materia orgánica—. Es más grande de lo que pensaba.
—Pues claro. Porque no ha vuelto a su tamaño. Debió de dar a luz poco antes de morir.
—No se trata de una casualidad del destino, ¿verdad?
—¿El qué?
—Que esas partes hayan sobrevivido.
—No, existen varias explicaciones. En las mujeres, el útero es, normalmente, el último órgano en descomponerse. Y algunas veces, en condiciones de humedad, el tejido graso se vuelve jabonoso, que es lo que ha pasado con su pecho.