Villancico por los muertos (6 page)

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Authors: Patrick Dunne

Tags: #Intriga

BOOK: Villancico por los muertos
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—¿Tienes coche, Seamus?

—Tengo la bicicleta.

—Está bien, entonces escucha atentamente. Pedalea hasta Monashee y echa un vistazo. Si ves que hay movimiento, no te metas en líos ni te quedes ahí. Vuelve a casa y llámame.

—Entendido, señora. Así lo haré.

Me dirigí al cuarto de baño, abrí el grifo de la ducha hasta que empezó a salir caliente, me quité el pijama y me metí bajo el chorro.

Traynor tramaba algo, de acuerdo. «Ya se han hecho cargo del cuerpo», me había dicho. ¿Qué había querido decir?

Tras lavarme el pelo, dejé que el agua corriera por la cara llevándose los restos de champú. ¿Habría sido Traynor oportunamente notificado de nuestro requerimiento? ¿A partir de qué momento se haría éste efectivo? Salí de la ducha, tomé una toalla caliente del radiador y me sequé. Seguramente el juez habría comprendido la gravedad de la amenaza, haciéndolo efectivo de inmediato.

Con la piel todavía enrojecida, me anudé una toalla pequeña a la cabeza en forma de turbante y, poniéndome un grueso albornoz, me fui a la cocina donde llené un cuenco de leche y cereales con sabor a fresa. Mientras encendía la
kettle,
noté la cola de
Boo
contra mi pierna desnuda. Quería salir.

Me dirigí hacia la entrada y le abrí la puerta del gélido trastero. En lugar de salir por su gatera al patio, me maulló para que le abriera la puerta de atrás. Siempre que había gente alrededor prefería dar la lata.

—Está bien,
Boo,
echemos un vistazo a la mañana.

Una ráfaga de viento helador nos saludó al abrir la puerta, y una brillante luna de cuarto creciente bañaba la tierra nevada, tiñéndola de un intenso azul y arrojando profundas sombras bajo los arbustos y los árboles del jardín, más allá del patio.
Boo
se deslizó entre mis piernas, la brisa le separaba el grueso pelaje del cuello en dos. Entonces oyó algo, se agazapó por un segundo contra el suelo y, acto seguido, se diluyó entre las sombras para perseguirlo. Podía cambiar de forma a voluntad. A pesar de sus costumbres decadentes, la sangre de sus antepasados de los bosques de Maine le hacía indiferente al frío.

Un súbito escalofrío me hizo cerrar la puerta. Y entonces recordé que no me había presentado a Traynor. Le había dado mi tarjeta de empresa a O’Hagan, que debió de ser quien le dio mi número. Los dos estaban más unidos de lo que creía.

Había vuelto al dormitorio para terminar de vestirme cuando Crean llamó de nuevo. Tuve que ponerme de rodillas para buscar el teléfono bajo la cama. Podía oír su voz mientras lo recuperaba, al tiempo que cogía una nota tirada en el suelo y, estrujándola, la dejé en el armario.

—¿Qué decías, Seamus? —le pregunté sujetando firmemente el teléfono en mi oído.

—Están trabajando alrededor de la zona acordonada. La tienda ya no está, pero las vallas continúan.

Era una mínima consolación. Aunque me dio una pista de lo que Traynor podría estar haciendo. Parecía como si, en efecto, tuviera conocimiento de la orden del juez. Y estaba segura de que Terence Ivers, a su vez, habría informado a la policía de la necesidad de cumplirla.

—Los policías que estaban ayer en el lugar, ¿a qué comisaría pertenecen?

—A la de Donore.

—Hum, tengo una idea. Pero eso significa que tienes que hacerme otro favor.

—No importa, señora. Y tenga cuidado con la carretera si va a conducir por allí.

Le di las gracias y le expliqué lo que quería que hiciera, quedando en vernos más tarde en Drogheda.

Terminé de vestirme con unos vaqueros y una cazadora, adecuados para un día en el que me esperaban un frío edificio abandonado y una comida informal. No quise maquillarme, salvo un poco de rímel y un toque de color de la barra de labios, que me daría en el coche más tarde. Volví a la cocina, hice té y llené un termo para poder beberlo en el coche. En el trastero cogí un par de botas de montaña impermeables que sabía se adaptarían a cualquier circunstancia en que me viese envuelta. Por si acaso, metí también en el maletero del Jazz las botas de goma. Y por último, agarré mi parka, comprobé que llevaba gorro y guantes en los bolsillos, y me la colgué de un brazo.

Cuando abrí la puerta principal,
Boo,
con el rabo tieso y simétrico como un falso árbol de Navidad, pasó como un rayo entre mis piernas y desapareció hacia el cálido descansillo de la casa. Durante un momento dudé si seguirle yo también.

A pesar de que la nieve apenas había cubierto la superficie de la carretera, la helada de la noche la hacía traicionera. Y como la mayor parte era a través de carreteras secundarias llenas de curvas, en un trayecto que normalmente hacía en treinta minutos, hoy iba a tardar el doble. Por lo menos Mona estaba a salvo del frío. Esperaba que Sherry hubiera empezado a trabajar a primera hora, de modo que, para cuando yo llegara a mediodía, pudiera pasar a verla.

Encendí la radio para oír las noticias de las siete. Como ninguno de los titulares llamó mi atención, bajé el volumen y esperé hasta la predicción del tiempo para volver a subirlo. Parecía que el deshielo se avecinaba y no había amenaza de nieve excepto en cotas altas. Mantuve la radio encendida mientras una mujer hacía un recorrido por los periódicos de la mañana, resumiendo los titulares y las noticias curiosas. Estaba a punto de cambiar de emisora para poner un poco de música cuando la oí comentar:

—Y finalmente, un cuerpo momificado encontrado en el río Boyne puede aplazar los planes para construir un nuevo hotel. ¿Estaremos ante un nuevo caso de
La venganza de la momia
?

Mona parecía estar teniendo una extraña difusión en las noticias. Pero, para mi sorpresa, la locutora anunció que se daría más información sobre el hallazgo de Newgrange en la próxima hora.

Rápidamente cambié a Valle FM, una emisora de radio local. Una información pregrabada sobre el hallazgo de Newgrange acababa de terminar, y el presentador estaba dando paso a una entrevista telefónica en directo.

—Y tengo en la línea al empresario local Frank Traynor, en cuya propiedad ha sido encontrado el cuerpo…

No podía creer lo que estaba oyendo. «¡Qué!», grité a la radio. Subí el volumen, en un intento de no perderme nada de lo que Traynor dijera. Parecía encontrarse a sus anchas durante la entrevista, sin que aparentemente se notara ningún rastro de la borrachera de la noche anterior.

—Sí, desde luego es un hallazgo fascinante. La policía ha descartado que se trate de un caso de asesinato. El cuerpo ya ha sido trasladado. Probablemente terminará exhibiéndose en el Centro de Visitantes del valle del Boyne.

—O puede que en su nuevo hotel, Frank —bromeaba el entrevistador.

Traynor se rió entre dientes.

—Pues mire, no es mala idea.

—Tengo entendido que piensan abrir a finales del año que viene.

—Suponiendo que no nos paralicen esta fase de las obras. Como sabe, hace mucha falta en la comarca.

—Desde luego, pero siempre habrá quien se oponga al estar junto a un lugar declarado Patrimonio de la Humanidad y todo eso.

—Ah, sí, esos bienintencionados que no pierden la oportunidad de obstaculizar cualquier iniciativa de desarrollo. Bueno, puedo garantizar a cualquier oyente preocupado que este hotel no va a perjudicar el paisaje. No más de lo que lo hace el Centro de Visitantes de la carretera.

—Bueno, eso es tranquilizador. Frank Traynor, muchas gracias y buenos días.

La nauseabunda entrevista se había terminado. Me di cuenta de que tenía los nudillos blancos de apretar el volante, a pesar de estar acaloradísima.

Esperando encontrar comentarios más ecuánimes, volví a sintonizar la radio nacional para oír su reportaje. Pero ni siquiera mi famosa imaginación hubiera podido prepararme para lo que oí a continuación.

—Muriel Blunden, del Museo Nacional, está con nosotros en el estudio para hablar del último descubrimiento…

Me había perdido el principio de la entrevista, por lo que oír de pronto el nombre de Muriel era como un puñetazo en el estómago. Sentí que enrojecía. ¿Cómo habría podido prestarse a la entrevista? Siempre que se trataban temas controvertidos ella solía mantenerse en un segundo plano —algo que la había hecho poco popular entre los funcionarios de museos—. ¿Estaba tratando de redimirse?

—Antes de que nos explique la trascendencia del hallazgo —continuó el entrevistador, articulando cada palabra con su modulada voz—, quizá podría contarnos alguna cosa sobre los llamados «cuerpos de turbera», con qué frecuencia se descubren y de dónde vienen.

Blunden recurrió a la información tópica, mencionando de pasada algunos de los ejemplares exhibidos en el museo, desde el Hombre de Gallagh, encontrado en 1821, hasta el decapitado torso masculino extraído del pantano de Croghan Hill en 2003.

—¿Van a conservar ustedes este último?

—Eso depende de en qué condiciones esté el cuerpo y de cuál sea su importancia histórica, que estará condicionada por su antigüedad.

Era una respuesta extraña viniendo de una arqueóloga profesional. Los «cuerpos de turbera» son tan infrecuentes que incluso aquellos de los cuales sólo se han encontrado algunas partes se conservan.

—¿Y qué antigüedad cree que puede tener?

—Todavía es muy pronto para saberlo. Pero no parece que sea muy antiguo dado lo cerca de la superficie que fue descubierto.

¿A qué estaba jugando? ¿Qué se traía entre manos?

—¿Van ustedes a solicitar que se suspendan los trabajos ante la posibilidad de que haya más cuerpos enterrados ahí?

—No. Éste parece ser un caso aislado, una única exhumación. El cuerpo ya ha sido trasladado; completaremos el examen del lugar en un par de días, y el promotor podrá seguir adelante con sus planes.

Y eso es todo. La directora de Excavaciones del Museo Nacional había hablado. Era increíble. ¿Sólo un par de días? Si ya sería difícil acabar un dibujo detallado del sitio, no digamos una excavación en tan corto espacio de tiempo. Me imaginaba a los arqueólogos de todo el país atragantándose con sus desayunos. Se había decantado claramente por el promotor.

Todavía impresionada, aparqué a un lado de la carretera, apagué la radio y traté de reflexionar. Parecía como si durante la noche hubiera tenido lugar un golpe de Estado y un nuevo régimen hubiera ocupado el lugar de las autoridades legítimas.

El motor continuaba en marcha. Dentro del coche el calor se hizo insoportable, por lo que bajé la ventanilla. Cuando el aire frío entró, el vaho de mi respiración se diluyó hacia la oscuridad del amanecer. ¿Por qué estaba Muriel Blunden en contra de realizar una inspección y excavación en condiciones de la zona?

Ivers. Seguro que él habría sido informado de la decisión del museo y de las razones ocultas, ¿o tal vez acababa de enterarse igual que yo, al oír cómo Blunden le noqueaba en las ondas, sin ninguna posibilidad de rebatirla? Ya no sabía qué pensar.

A través de los listones de la cerca frente a la que había aparcado, podía ver el cielo azul índigo volverse naranja por el este. Subí la ventanilla, miré por el retrovisor, metí primera y puse el intermitente para indicar que me incorporaba a la carretera. Con la mente ocupada en tantas cosas a la vez, tardé en reaccionar al inesperado sonido del móvil, que no estaba en su sitio. Lo había dejado tirado en el asiento del pasajero, una costumbre que no terminaba de quitarme. Afianzando un pie en el embrague y el otro en el freno, conseguí alcanzar el teléfono antes de que saltara el contestador.

—Illaun, soy yo, Terence. ¿Has escuchado a…?

—Muriel Blunden en la radio —me anticipé—. Sí, la he oído. ¡Vaya forma de enterarme, Terence!

—Lo siento, Illaun. Me lo dijeron ayer a última hora de la noche y no quise molestarte. Te dejé un mensaje en el móvil esta mañana sobre las 6.30. ¿No lo has oído?

Debió de ser cuando estaba hablando con Crean. Recordé que se me había caído el teléfono debajo de la cama y desde entonces no había mirado la pantalla.

—No he revisado los mensajes de voz, Terence, pero gracias por intentarlo —supuse que no sabía usar los mensajes de texto—. ¿Cómo es que Muriel te ha pasado por encima?

—Cosas de política.

—¿Política con P mayúscula o minúscula?

—¿Qué quieres decir?

—¿Luchas de jerarquía interna o interferencias gubernamentales?

—Un poco de las dos.

—¿Quién está detrás de esto?

—En último término, ese hombre, Traynor.

—¿Para poder abrir el hotel? Dudo que tuviera la licencia para construirlo, y menos para un edificio enfrente de Newgrange. Nunca lo permitirían.

Ivers soltó una risa cínica.

—¿De verdad crees eso? Con este gobierno cualquier cosa es posible.

—Pero, ¿por qué tanta prisa? ¿Y por qué tanta presión? Incluso yo recibí ayer por la noche una llamada de teléfono de Traynor exigiéndome que me retirara.

—No tengo ni idea de por qué es tan urgente. Sólo sé que ese hombre tiene contactos y los está usando.

—Entonces, ¿quién es el político?

—Mira, los dos estamos usando nuestros móviles. No pienso arriesgarme a decir nada por ahora.

Incluso viniendo de Ivers, su conducta parecía un poco paranoica.

—Anda, dímelo, Terence.

—Basta con decirte que viene del ministerio.

—¿Te lo ha dicho Muriel?

—De ninguna manera. Sólo… lo sé.

—¿De qué ministro?

—No voy a decir nada más.

Sabía que de ahí no se movería. No me extrañaría que estuviera sudando la gota gorda.

—¿Y qué papel juego yo en todo esto? No puedo dejarlo así como así. Sobre todo cuando alguien está tratando de intimidarme.

—Le conté a Blunden que tú te habías hecho cargo. No hizo ningún comentario. Mientras tanto continúa como si nada hubiera pasado. Tampoco yo pienso retirarme.

—Su definición del lugar del hallazgo no sonaba muy precisa. ¿Acaso el requerimiento no especificaba que se trataba de todo el terreno?

—No. Estaba abierta a la interpretación de los expertos, lo que ha permitido a Blunden optar por limitarlo al máximo posible —sólo la zona inmediata al hallazgo—. Vamos a volver al juzgado a insistir en que queremos que sea toda la parcela.

—Bien, pero más vale que os mováis rápido, o no quedará ningún terreno —y le conté lo que Seamus Crean había descubierto.

—Maldita sea. Se supone que la policía de Donore estaba encargada de vigilarlo.

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