Vinieron de la Tierra (21 page)

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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Vinieron de la Tierra
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El taxi pasó a velocidad de paseo ante el café. Frelaine apuntó cuidadosamente. Su dedo se crispó en el gatillo. Lanzó una maldición.

Un camarero acababa de interponerse entre la joven y el cañón del arma, y Frelaine no sentía el menor deseo de herir a nadie.

—Dé otra vuelta a la manzana —ordenó.

El conductor sonrió de nuevo y se retrepó en su asiento. ¿Se sentiría tan alegre si supiera que me dispongo a matar a una mujer?, se dijo Frelaine. Esta vez no había ningún camarero en su campo de tiro. La chica estaba encendiendo un cigarrillo, con sus apagados ojos clavados en el encendedor. Frelaine apuntó a la frente de su víctima, exactamente entre los dos ojos, y retuvo el aliento.

Pero agitó la cabeza, bajó el arma y la metió de nuevo en su bolsillo para revólver.

¡Aquella idiota estaba impidiendo que extrajera todo el provecho de su catarsis! Pagó al conductor, bajó del taxi y echó a andar.

Es demasiado fácil, se dijo a sí mismo. Estaba acostumbrado a cazas auténticas. Sus seis homicidios anteriores habían sido complicados. Las Víctimas habían intentado todos los trucos posibles. Una de ellas había contratado al menos una docena de rastreadores. Pero Frelaine había ido modificando su táctica de acuerdo con las circunstancias, y los había descubierto a todos. Una vez se había disfrazado de lechero, otra de cobrador. Se había visto obligado a seguir a su sexta Víctima hasta Sierra Nevada. Había sudado con ella, pero al fin la había conseguido.

¿Qué satisfacción podía extraer de una Víctima que se le ofrecía? ¿Qué pensaría de ello el Club de los Diez?

Encajó los dientes ante la idea del Club de los Diez. Quería formar parte de él. Incluso si renunciaba a matar a aquella chica, debería enfrentarse obligatoriamente a un cazador.

Y, si sobrevivía, necesitaría añadir aún cuatro Víctimas más a su palmarés. ¡A aquel ritmo, jamás podría presentar su candidatura al Club!

Se dio cuenta de que estaba pasando ante el café. Obedeciendo a un súbito impulso, se detuvo.

—Buenos días —dijo.

Janet Patzig lo miró con unos ojos desbordantes de tristeza, pero no respondió. Frelaine se sentó.

—Escuche —dijo—. Si la molesto, no tiene más que decirlo, y me iré. No soy de aquí. He venido a Nueva York para asistir a un Congreso. Y siento la necesidad de una presencia femenina junto a mí. Ahora bien, si la aburro, yo…

—No importa —dijo Janet Patzig con voz neutra.

Frelaine pidió un coñac. El vaso de su compañera estaba aún medio lleno.

La observó con el rabillo del ojo, y su corazón empezó a latir fuertemente. Tomar unas copas con su propia Víctima… ¡eso al menos era algo emocionante!

—Me llamo Stanton Frelaine —dijo, sabiendo que revelar su identidad no significaba nada.

—Yo, Janet.

—¿Janet qué?

—Janet Patzig.

—Encantado de conocerla —dijo él, con un tono perfectamente natural—. ¿Tiene algo especial que hacer esta noche?

—Seguramente esta noche estaré muerta —dijo ella con voz suave.

Frelaine la contempló atentamente. ¿Acaso no comprendía quién era él? Como menos, debería estarle apuntando con un revólver por debajo de la mesa. Apoyó un dedo en el botón que accionaba la extracción de su arma.

—¿Es usted una Víctima?

—Esa es la palabra exacta —dijo ella irónicamente—. En su lugar, yo no me quedaría aquí ni un segundo más. ¿De qué sirve recibir una bala perdida?

Frelaine no podía comprender cómo estaba tan tranquila. ¿Acaso pretendía suicidarse? Quizá se estaba burlando de todo. Quizás estaba deseando morir.

—¿No tiene usted rastreadores? —preguntó, con el tono justo de sorpresa en su voz.

—No —ella le miró directamente a los ojos, y Frelaine se dio cuenta de algo en lo que hasta entonces no se había fijado: era muy hermosa. Hubo una pausa.

—Soy una estúpida —dijo finalmente ella, en tono intrascendente—. Un día me dije que me gustaría cometer un homicidio, y me inscribí en la O.C.P. Y luego… luego no pude hacerlo.

Frelaine asintió con simpatía.

—Sin embargo, el contrato es inflexible —continuó ella—. No he matado a nadie, pero pese a todo debo jugar mi papel de Víctima.

—¿Por qué no ha contratado usted a ningún rastreador?

—Soy incapaz de matar a nadie. Absolutamente incapaz. Ni siquiera tengo revólver.

—¡Y sin embargo, para salir así, como lo hace usted, se necesita una condenada dosis de valor! —en su fuero interno, Frelaine se sentía asombrado ante tanta estupidez.

—¿Y qué quiere usted que haga? —dijo ella con indiferencia—. Una no puede ocultarse cuando es perseguida por un Cazador… un auténtico Cazador. Y no soy lo suficientemente rica como para desaparecer.

—Yo, en su lugar… —comenzó Frelaine.

—No —le interrumpió ella—. He reflexionado mucho sobre ello. Todo esto es absurdo.

El sistema entero es absurdo. Cuando tuve a mi Víctima ante mi punto de mira, cuando vi que podía tan fácilmente… que podía… —se interrumpió y sonrió—. ¡Bah! No hablemos más de ello.

Frelaine se sintió impresionado por su deslumbrante sonrisa.

Hablaron de muchas cosas. Él le habló de su trabajo, y ella le habló de Nueva York. Tenía veintidós años. Era actriz. Una actriz que nunca se había visto favorecida por la suerte.

Cenaron juntos, y cuando ella aceptó su invitación a un combate de gladiadores, Frelaine se sintió inundado de absurda alegría.

Llamó a un taxi —tenía la impresión de que pasaba todo su tiempo en taxi desde que había llegado a aquella ciudad—, y le abrió la puerta. Tuvo un instante de vacilación mientras ella se sentaba. Le hubiera podido disparar una bala en el corazón. Hubiera sido tan fácil.

Pero no lo hizo. Esperemos, pensó.

Los combates eran los mismos que podían verse en cualquier parte, y los gladiadores o exhibían un mayor talento que en cualquier otro lugar. Las reconstrucciones históricas eran las habituales: el tridente contra la red, el sable contra la espada. Por supuesto, la mayor parte de los duelos eran a última sangre. Hubo combates de hombres contra toros, de hombres contra leones, de hombres contra rinocerontes, seguidos de escenas más modernas: barricadas defendidas por arqueros, encuentros de esgrima sobre la cuerda floja.

Fue una agradable velada. Frelaine llevó a la joven a su casa. Las palmas de sus manos estaban húmedas por el sudor. Nunca había experimentado una tal atracción hacia una mujer. ¡Y debía matarla!

No sabía qué actitud tomar.

Ella le propuso que subiera a tomar una copa. Se sentaron en el diván. Ella encendió un cigarrillo con un enorme encendedor y se recostó en el mullido respaldo.

—¿Se quedará aún mucho tiempo en Nueva York? —preguntó ella.

—No lo creo —dijo él—. Mi Congreso termina mañana. Hubo un largo silencio. Finalmente, Janet dijo:

—Lamento que tenga que irse.

Callaron de nuevo. Luego, la joven se levantó para preparar las bebidas. Frelaine la siguió con la mirada mientras se alejaba hacia la cocina. Este era el momento. Se irguió, apoyó la mano en el botón… Pero no, el momento había pasado… irrevocablemente. Sabía que no iba a matarla. Uno no puede matar a quien ama. Y él la amaba.

Fue una revelación tan brusca como conmovedora. Había venido a Nueva York para matar, y en cambio… Ella regresó con la bandeja y se sentó, con ojos ausentes.

—Te quiero, Janet —dijo él.

Ella se volvió a mirarle. Había lágrimas en las comisuras de sus ojos.

—No es posible —musitó—. Soy una Víctima. No voy a vivir mucho.

—Vivirás. Yo soy tu Cazador.

Ella le estudió unos instantes en silencio, luego se echó a reír nerviosamente.

—¿Vas a matarme?

—No digas tonterías. Quiero casarme contigo. Repentinamente, ella se refugió en sus brazos.

—¡Oh, Dios mío! —Sollozó—. Esta espera… Tenía tanto miedo…

—Todo ha terminado. Date cuenta de lo irónico de la situación: ¡Vengo para asesinarle, regreso casado contigo! Es algo que habremos de contar a nuestros hijos.

Ella le besó. Luego se echó hacia atrás en el diván y encendió otro cigarrillo.

—Apresúrate a hacer tus maletas —dijo Frelaine—. Quiero…

—Un momento —interrumpió ella—. No me has preguntado si yo te amo a ti.

—¿Qué?

Ella seguía sonriendo, con el encendedor apuntando hacia él. Un encendedor en cuya base había un negro orificio… un orificio cuyo diámetro correspondía exactamente al calibre 38.

—No te burles de mí —dijo él—, levantándose.

—Estoy hablando en serio, querido.

Por una fracción de segundo, Frelaine se sorprendió de haberle calculado veinte años Janet. Ahora que la veía bien —ahora que podía verla realmente—, se daba cuenta de que estaba rozando la treintena. Su rostro reflejaba una existencia febril, tensa.

—Yo no te amo, Stanton —dijo ella en voz muy baja, con el encendedor apuntando todavía hacia él.

Frelaine tragó saliva. Una parte de sí mismo permanecía aún fríamente objetiva y se maravillaba de las extraordinarias dotes de actriz de Janet Patzig. Ella lo había sabido desde un principio.

Apretó compulsivamente el botón, y el revólver saltó en su mano, listo para disparar.

El impacto le alcanzó en pleno pecho. Con aire de intenso asombro, se derrumbó sobre la mesa. El arma escapó de sus manos. Jadeando espasmódicamente, semiinconsciente, la vio apuntar cuidadosamente para el golpe de gracia.

—¡Por fin voy a poder entrar en el Club de los Diez! —dijo ella. Su voz reflejaba todo el éxtasis del mundo.

R
OBERT
S
HECKLEY

Ficha técnica: La Séptima Víctima

THE TENTH VICTIM
(
LA DÉCIMA VÍCTIMA
). Avco Embassy, 1965.

Duración: 92 minutos. Productor ejecutivo y presentador, Joseph E. Levine; producida por Carlo Ponti; dirigida por Ejio Petri; guión, Elio Petri, Ennio Flaiano y Tonino Guerra; director de fotografía, Gianni di Venanzo; música compuesta y dirigida por Piero Piccioni; montaje, Ruggiero Mastroianni; sonido, Ennio Sensi; vestuario, Giulio Coltejlacci.

Intérpretes: Marcello Mastroianni (Marcello Polletti), Ursula Andress (Caroline Meredith), Elsa Martinelli (Olga), Massimo Serato (abogado), Salvo Randone (el profesor), Mickey Knox (Chet), Richard Armstrong (Cole), Walter Williams (Martin), Evi Rigano (víctima), Milo Quesada (Rudi), Luce Bonifassy (Lidia), Anita Sanders (chica del relajatorio), George Wang (asistente chino).

Imágenes

La décima víctima

Con un mortal rayo láser, el frío cazador Marcello Mastroianni pone el toque final a otra víctima.

El mañana se funde con el ayer cuando el futurista ejército femenino de Ursula Andress rodea a su presa en el exterior del Coliseo Romano.

Un relajante duelo a muerte aplaca los nervios antes de empezar la Gran Caza.

La acción puede transcurrir en el siglo XXI, pero la ambientación «pop-art» de mediados de los años sesenta es a todas luces evidente.

El cazador no ofrece resistencia cuando se encuentra frente a frente con su víctima. ¿Un deseo de morir? ¿O alguna clase de truco? Sólo Robert Sheckley lo sabe seguro.

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