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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia ficción

Vinieron del espacio exterior (12 page)

BOOK: Vinieron del espacio exterior
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Llegó a otra esquina hacia otra calle, y todo era igual a la anterior. Ningún coche… ninguna persona… ni siquiera gatos.

El pánico lo inundó. Se detuvo y giró en redondo para mirar tras él. No había nadie allí. Caminó en un circulo cerrado, observando en todas direcciones. Las ventanas le devolvieron su mirada. Ojos a los que no les importaba que todo el mundo se hubiera ido o cuándo iban a volver. Las ventanas podían esperar. Las ventanas no tenían hambre. A ellas no les dolía la cabeza. No estaban asustadas.

Empezó a caminar, y sus pasos se alejaron de la acera hasta que se encontró en el centro de la silenciosa calle. Caminó siguiendo la desgastada línea blanca. Cuando llegó a la siguiente esquina se dio cuenta que las señales de tráfico no funcionaban. Eran otros tantos ojos negros vacíos.

Apresuró el paso. Caminó más aprisa…, más aprisa aún, hasta que estuvo trotando por el cuarteado pavimento, el eco de sus pasos resonando contra los edificios. Más aprisa. Otra esquina. Y estaba corriendo, lleno de pánico, bajando por la vacía calle.

La muchacha abrió los ojos y miró al techo. El techo era apenas un borrón, pero empezó a aclararse a medida que su mente se aclaraba. El techo se convirtió en una superficie de yeso sucio y cuarteado, y había una sensación de inmundicia y suciedad también en su mente.

Siempre era igual en esos despertares, pero ahora era doblemente amargo, puesto que no había esperado volver a despertarse nunca. Se inclinó hacia abajo y tiró de la acolchada sábana de debajo de sus piernas y la extendió por encima. Miró el frasco encima de la destartalada mesilla de noche. Había tres píldoras para dormir. Los ojos de la muchacha se nublaron resentidamente. Una creía que siete píldoras tenían que haber sido suficientes. Se inclinó hacia abajo y tomó la sábana con ambas manos y tiró de ella hasta cubrir su estómago. Era un gesto de frustración. Siete no habían sido suficientes, y allí estaba ella de nuevo…, despierta en el mundo que había deseado abandonar. Despierta, con la dosis necesaria de determinación desaparecida.

Arrojó la sábana contra la pared. Se puso en pie, caminó hacia la ventana y miro afuera. Un espléndido día. Se preguntó cuánto había dormido. Mucho tiempo, no había la menor duda.

Sus desnudos muslos se apretaron contra el reborde de la ventana y su desnudo estómago se apoyó contra el sucio cristal. Desnuda en la ventana, pero no importaba, porque daba a un patio de luces y las otras ventanas estaban también tan llenas de mugre que ni siquiera servían como ventanas.

Y aunque hubieran servido, tampoco importaba. No importaba en absoluto.

Se dirigió al lavabo, sus desnudos pies sin hacer ningún ruido sobre la gastada moqueta. Abrió los grifos, pero no salió agua. No había agua, y ella tenía una sed terrible. Se dirigió a la puerta y ya había dado la vuelta al picaporte antes de recordar de nuevo que estaba desnuda. Se volvió y vio la semivacía botella de Pepsi-Cola en el suelo al lado de la mesilla de noche. Alguien la había dejado allí —¿hacía cuántas noches?—, pero bebió de todos modos, y aunque estaba pasada y caliente ablandó un poco su garganta.

Se inclinó para tomar sus ropas del suelo y el mareo la invadió, obligándola a apoyarse en el borde de la cama. Tras un momento la sensación pasó, y metió sus piernas por sus bragas y tiro hacia arriba.

Tomando los cosméticos de su bolso, se dirigió de nuevo al lavabo y probó los grifos. Seguía sin haber agua. Se peinó, metiendo el peine entre los nudos de su enredado pelo con sádica satisfacción. Cuando el pelo cayó en sus naturales rizos rubios, se aplicó colorete y lápiz labial. Regresó junto a la cama tomó su sujetador y empezó a ponérselo mientras se dirigía hacia el deteriorado espejo de cuerpo entero de la puerta del armario. Se quedo mirando su esbelta imagen. Se gustó, de una forma completamente impersonal.

No debería tener tan buen aspecto como tenía…, no después de la paliza que había recibido. No después de las largas noches y los días y los años, aunque los años tampoco habían sido tantos.

Podría pasar por la esposa de alguien, pensó con ácido humor. Podría estar llevando los niños a la escuela y discutiendo con el tendero acerca de que los tomates estaban demasiado blandos. «No tengo tan mal aspecto como todo eso.»

Alzó los ojos hasta que estuvieron mirando a su propia imagen en el espejo, y se habló a sí misma con una voz baja e interrogante. Dijo:

—¿Quién infiernos soy, después de todo? ¿Quién soy yo? Un cuerpo llamado Nora…, eso es quien soy. No…, eso es
lo
que soy. Un cuerpo no es
quien
…, es
qué
. Cuarenta y seis kilos de bien formado cuerpo llamado Nora, modelo 1931, sin dientes postizos, un buen trabajo. Ven y tómame. Estoy de rebajas…

Se mordió el labio inferior que acababa de pintarse y se volvió rápidamente para dirigirse a la cama y ponerse el vestido de algodón gris y verde…, el único que tenía. Tomó su bolso y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo para dirigir una mueca a las tres píldoras para dormir. Cerró la puerta tras ella y salió.

El conserje no estaba en la garita desde donde presidía el vestíbulo del edificio, y no había mirones para desnudarla mientras caminaba hacia la puerta.

Tampoco había nadie afuera en la calle. La muchacha miró al norte y al sur. Tampoco se veía ningún coche. Ningún autobús acercándose a la acera para que los pasajeros se apearan.

La muchacha se dirigió cinco puertas más al norte e intentó entrar en un lugar llamado La Hamburguesería de Tim. Cuando la manija no giró y la puerta se negó a abrirse, vio que no había luces dentro…, nadie tras el mostrador. El lugar estaba cerrado.

Caminó calle abajo, seguida únicamente por el solitario sonido de sus propios tacones. Todas las tiendas estaban cerradas. Todas las luces estaban apagadas.

Todos se habían ido
.

Era un hombre enorme y el lugar donde se había escondido en la comisaría de policía de la avenida Chicago era muy pequeño…, apenas una hendidura en la pared de cemento entre dos tuberías de ventilación. El hombre llevaba cuarenta y ocho horas en aquel lugar. Había golpeado a un hombre más de la cuenta por un asunto de trampas en una partida de cartas, y había sido arrestado y puesto a la espera de juicio.

Lamentaba haber golpeado demasiado fuerte a aquel hombre. No sentía ninguna animosidad particular hacia él. Todo había sido el resultado de una exteriorización de la irritación del momento. Aunque no consideraba que fuese asunto de demasiada importancia, no estaba dispuesto sin embargo a aceptar los seis meses que indudablemente iban a caerle.

Su oportunidad de ocultarse en aquel escondrijo había llegado tan accidental y repentinamente como su oportunidad de golpear a su compañero de juego. Había ocurrido después de que los prisioneros hubieran sido avisados de la crisis y fueran conducidos a coches celulares para ser trasladados a otro lugar. Había tomado la oportunidad al vuelo sin pensar siquiera en lo que podía ser la crisis en sí. Probablemente a causa de que no poseía la suficiente imaginación como para temer nada —por terrible que fuera— de lo que pudiera ocurrirle en el futuro. Y porque apreciaba su libertad por encima de todo lo demás. La libertad para hoy; del mañana ya se ocuparía a su debido tiempo.

Ahora, tras cuarenta y ocho horas, encogió y retorció su enorme cuerpo fuera de su alojamiento y apoyó los pies en el suelo de la habitación de calderas. Sus piernas estaban entumecidas y descubrió que no le sostenían. Consiguió sentarse y fue capaz de doblar lo suficientemente el espinazo como para que sus grandes manos pudieran alcanzar sus piernas y empezar a masajearlas para devolverles la vida.

Tan elementalmente brutal era aquel hombre, que puñeó sus piernas hasta que se pusieron negras y azules antes de notar que podía usarlas de nuevo. Al cabo de algunos minutos estaba saliendo de la habitación de calderas y cruzando un centro de detención que ahora tenía que estar desierto. ¿Pero lo estaba? Avanzó lentamente, deslizándose pegado a las paredes hasta alcanzar la puerta delantera sin ser visto.

Salió a la calle. Era de día y la calle estaba totalmente vacía. El hombre inspiró profundamente y sonrió.

—Que me condene —murmuró—. Que me condene dos y tres veces. Se han ido. Todos. Han echado a correr como ratas y me han dejado a mí solo detrás. ¡Que me condene!

Una tremenda sensación de exultación se apoderó de él. Apretó los puños y rió fuertemente, y su risa resonó en toda la calle. Se sentía más feliz de lo que se había sentido nunca en su rápida y violenta vida. Y su alegría era la de un niño encerrado en una despensa con un enorme pastel de chocolate.

Se pasó una mano por la boca, miró calle arriba y echó a andar.

—Me pregunto si se habrán llevado todo el whisky con ellos —dijo. Luego sonrió; estaba seguro de que no.

Echó a andar a largas zancadas hacia la calle Clark. Directamente hacia el corazón de la vacía ciudad.

Era un hombrecillo delgado y de piel pálida. Era muy peligroso y también era muy listo. Finalmente tendrían que haberlo descubierto, pero había sido lo suficientemente listo como para engañarles y ahora nunca llegarían a saberlo. Había muchas riquezas en su familia, y con todos los demás ocupados en abandonar la ciudad y llevarse consigo todo lo valioso que pudieran reunir en tan poco tiempo, él había sido puesto a cargo de uno de los choferes.

El chofer había recibido la responsabilidad de llevar al pálido joven fuera de la ciudad. Pero el joven consiguió retrasar la partida hasta que todos los demás se hubieron ido.

Entonces, mansamente, había acompañado al chofer al garaje. El chofer se había sentado al volante del último coche que quedaba —un Cadillac Seden—, y el joven había ocupado el asiento de atrás.

Pero antes de que el chófer pudiera poner en marcha el motor, el joven lo había golpeado en la cabeza con una palanca para los neumáticos que había tomado de un estante cuando entraron en el garaje.

La palanca se hundió profundamente en el cráneo del chófer con un sonido sólido, y de este modo el chófer encontró la muerte que se hallaba implícita en el acto mismo de huir.

El joven extrajo del coche al chófer muerto y lo dejó en el suelo de cemento. Lo deposito muy cuidadosamente, de modo que estuviera en el centro de un amplio cuadrado de cemento con los pies apuntando directamente al norte y sus brazos abiertos apuntando al sur.

El joven colocó muy cuidadosamente la gorra del chófer sobre su pecho, porque le gustaban las cosas bien hechas. Luego subió al coche, lo puso en marcha, y condujo en dirección este, hacia el lago Michigan y la parte baja de la ciudad.

Tras viajar durante cinco o seis kilómetros, desvió el coche de la carretera y lo empotró contra un poste de teléfonos. Luego caminó hasta llegar a un lugar de hierba alta. Se tendió en la hierba y aguardo.

Sabía que probablemente habría una última vanguardia del ejército buscando rezagados. Si veían un coche en movimiento investigarían. Lo tomarían bajo su custodia y le obligarían a abandonar la ciudad.

Y

no tenían derecho a hacerlo. Durante toda su vida no había hecho más que recibir órdenes. Órdenes estúpidas de gente estúpida. Idiotas que habían llegado tan lejos como para proclamar que toda la ciudad iba a ser destruida, únicamente para conseguir que la gente hiciera lo que ellos decían. ¡Dios! ¡A los extremos a los que podía llegar la gente estúpida para afirmar su voluntad sobre la gente lista!

Y

El joven permaneció tendido entre la hierba y se adormeció, su mente ocupada con el agradable recuerdo de la palanca de acero hundiéndose en el cráneo del chófer.

Tras un rato se despertó y oyó los coches de la última vanguardia pasando carretera abajo. Se detuvieron, inspeccionaron el Cadillac y lo consideraron utilizable. Se lo llevaron con ellos, pero no registraron las inmediaciones.

El joven sonrió.

La muchacha tenía miedo. Llevaba cuatro horas andando por las calles de la vacía ciudad, y el temor añadido al cansancio le provocaba terror.

—Un rostro —susurró—. Únicamente una persona saliendo de una casa o cruzando la calle. Eso es todo lo que pido. Alguien que me diga qué significa todo esto. Si puedo descubrir a alguna persona, ya no sentiré más miedo.

Y

la ironía de todo aquello la golpeó. Hacía algunas horas había intentado suicidarse. Asqueada de sí misma y de toda la gente, había intentado terminar con su propia vida. En consecuencia, aceptando la muerte como respuesta a todo, ahora no debería sentir miedo de nada ni de nadie. Tras aceptar cruzar el puente hacia la muerte, ninguna faceta de la vida debería traerle ningún terror.

Y

Pero la vacía ciudad le traía el terror. Un rostro…, alguna forma moviéndose era todo lo que pedía.

Luego, una segunda ironía. Cuando vio al hambre en la esquina de Washington y Wells, el terror se incremento. Se vieron el uno al otro casi en el mismo momento. Ambos se detuvieron y se miraron. Los dedos del pánico recorrieron la espina dorsal de la muchacha. El hombre alzó una mano, y el conjuro quedó roto. La muchacha se dio la vuelta y echó a correr. Indudablemente, había más terror en ella del que había habido un momento antes.

Sabía lo absurdo que era aquello, pero siguió corriendo ciegamente. ¿De qué debería tener miedo? Lo sabía todo sobre los hombres; todas las cosas que los hombres podían hacerle ya se lo habían hecho. El asesinato era lo último, pero acababa de salir de un intento de suicidio. La muerte no debería traerle ningún terror.

Pensó en todas esas cosas mientras los pasos del hombre sonaban tras los pasos de ella. Giró hacia un estrecho callejón en busca de algún lugar donde ocultarse. No encontró ninguno, y el hombre siguió tras ella.

Encontró un pasadizo, entró en él tan ciegamente como lo había hecho en el callejón. Había una puerta de acero al final y un ladrillo en el suelo, junto al umbral. La puerta estaba cerrada. Tomó el ladrillo y se volvió.

El hombre resbaló en la sucia superficie del callejón cuando giró hacia el pasadizo.

La muchacha alzó el ladrillo por encima de su cabeza.

—¡Quédese ahí! ¡Manténgase lejos de mí!

—¡Espere un momento! Tranquilícese. ¡No voy a hacerle ningún daño!

—¡Aléjese!

Bajó un poco su brazo. El hombre se lanzó contra ella y aferró su muñeca. El ladrillo golpeó contra su hombro, las uñas de ella arañaban su cara. Él la agarró sin contemplaciones, y ambos rodaron por el suelo. Ella luchó con todo lo que tenía y él neutralizó metódicamente todas sus armas…, sus manos, sus piernas, sus dientes…, hasta que no pudo moverse.

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