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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia ficción

Vinieron del espacio exterior (16 page)

BOOK: Vinieron del espacio exterior
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Por supuesto que estoy asustado… ahora. Estamos en medio de una enorme tierra de nadie.

—No le capto.

En aquel momento la puerta del baño se abrió y apareció Nora. Jim Wilson olvidó la pregunta que acababa de hacer. Dejó escapar un largo silbido de admiración. Luego volvió su mirada hacia Frank, y sus pensamientos eran tan diáfanos como el cristal. Estaba envidiando a Frank la noche que acababa de pasar.

Una repentina irritación se apoderó de Frank Brooks, una clara sensación de disgusto.

—Empecemos a preocuparnos de cosas importantes…, de nuestras vidas. ¿O acaso considera que su vida no es lo más importante?

Jim Wilson pareció desconcertado.

—¿Qué demonios le ocurre? ¿No ha dormido bien?

—He ido al periódico esta mañana y he encontrado algunos teletipos. Acabo de leer los informes.

—¿Qué hay acerca de ese tipo que intentó meterse en su habitación la pasada noche?

—No lo he visto. No he visto a nadie. Pero sé por qué la ciudad ha sido evacuada. — Frank regresó junto a la ventana y tomó el fajo de copias que había estado leyendo. Jim Wilson se sentó en el borde de la cama, frunciendo el ceño. Nora siguió a Frank y se acomodó en el brazo del sillón donde él se había sentado.

—¿Van a volar la ciudad? —preguntó Wilson.

—No. Estamos siendo invadidos por alguna forma de vida alienígena.

—¿Es eso lo que dicen esos papeles?

—Fue la más grande y la más rápida de las evacuaciones en masa jamás intentadas. He reunido todos los datos a partir de los informes. Fue un infierno durante esos dos días que nosotros estuvimos… fuera de circulación.

—¿Dónde han ido todos? —preguntó Nora.

—Al sur. Han evacuado una fronda de sesenta kilómetros a partir del lago en el oeste. La primera línea defensiva terrestre ha sido instalada al norte de Indiana. Los invasores proceden de algún otro planeta…, o al menos no son originarios de ningún lugar de la Tierra.

—Eso es la cosa más estúpida que he oído en mi vida —dijo Wilson.

—Probablemente mucha gente pensará lo mismo —respondió Frank—. Los platillos volantes eran algo muy corriente. Nadie creía que fueran nada importante y nadie les prestaba mucha atención. Pero de pronto atacaron, hace tres días…, y barrieron toda alma viviente en tres pequeñas ciudades al sur de Michigan. Desde ahí empezaron a desparramarse. Ellos…

Los cuatro oyeron el sonido al mismo tiempo. Un débil rumor que fue creciendo rápidamente hasta convertirse en un rugido atronador. Se dirigieron como una sola persona hacia la ventana y vieron los cuatro aviones a reacción, en formación, cruzando el cielo hacia el sur.

—Aquí están —dijo Frank—. La lucha ha empezado. A partir de ahora el ejército intentará pararles los pies, supongo.

—¿Hay alguna forma de que podamos ponernos en contacto con ellos? —dijo Nora—. ¿De hacerles saber… ?

Sus palabras se cortaron en seco ante el horror de lo que ocurrió.

Mientras observaban, los aviones cayeron en picado hacia la ciudad. En un punto determinado, aproximadamente sobre la calle Lake, calculó Frank, los aviones fueron aniquilados. Hubo un destello de fuego azul que se alzó hacia el cielo como un retorcido rayo para formar cuatro bolas de fuego en torno a los aparatos. Las bolas de fuego se convirtieron, casi instantáneamente, en globos de humo blanco que derivaron mansamente hasta desaparecer.

Y eso fue todo. Pero los aviones se esfumaron completamente.

—¿Qué ha ocurrido?—murmuró Wilson—. ¿Dónde han ido?

—Ha sido como si golpearan contra una pared —dijo Nora la voz ronca por el asombro.

—Creo que eso
ha sido
lo que ha ocurrido —dijo Frank—. Los invasores poseen algún tipo de arma que nos hace indefensos. De otro modo el ejército no hubiera establecido esta tierra de nadie ni la habría abandonado. Los informes decían que los tenemos rodeados por todos lados, con la ayuda del lago. Estamos intentando mantenerlos aislados.

Jim Wilson resopló.

—Parece como si los tengamos exactamente como ellos quieren que los tengamos.

—Sea como sea, seremos unos estúpidos si nos quedamos por aquí. Será mejor que nos dirijamos hacia el sur.

Wilson miró atentamente a su alrededor, a toda la habitación.

—Supongo que si, pero es una lástima… abandonar todo esto.

Nora estaba mirando por la ventana, el ceño ligeramente fruncido.

—Me pregunto quiénes son y de dónde vienen.

—Las noticias del teletipo son más bien vagas al respecto.

Ella se volvió rápidamente.

—Hay algo peculiar acerca de ellos. Algo realmente extraño. Anoche, cuando estábamos andando por la calle, debió de ser a esos invasores a quienes oímos. Debían de estar al otro lado de la calle. Tengo la impresión de que huyeron de nosotros presas del pánico. Y no han vuelto.

—Puede que no hayan estado aquí en absoluto —dijo Wilson—. Probablemente fue nuestra imaginación.

—Yo no lo creo así —interrumpió Frank—. Estaban aquí, y luego se fueron. Estoy seguro de ello.

—Esos sonidos, como lamentos. Seguramente se estaban lanzando señales unos a otros. ¿Supone que es el único lenguaje que poseen?

Nora se dirigió hacia la silenciosa Minna y le ofreció un cigarrillo. Minna lo rechazó con un movimiento de su cabeza.

—Me gustaría saber cuál es su aspecto —dijo Frank—. Pero no nos quedemos aquí sentados hablando. Actuemos.

Jim Wilson permanecía con el ceño fruncido. Había un evidente mal humor en sus modales.

—No Minna y yo. He cambiado de idea Me quedo aquí.

Frank parpadeó, sorprendido.

—¿Está usted loco? Hemos apurado demasiado ya nuestra suerte. ¿No ha visto lo que les ha ocurrido a esos aviones?

—Al diablo con los aviones. Hemos estado bien aquí. Esto es lo que me gusta. Y me gusta mucho. Nos quedaremos.

—De acuerdo —respondió Frank vehementemente—, pero hable sólo por usted. ¡No puede hacer que Minna se quede!

Wilson entrecerró los ojos.

—¿No? Mire, muchacho…, ¿por qué no se ocupa de sus propios asuntos?

La vaga sensación de disgusto que había sentido Frank cristalizó ahora en palabras.

—¡No voy a dejar que siga adelante con esto! ¿Cree que estoy ciego? ¡Arrastrándola a la habitación de atrás cada diez minutos! ¿Cree que no sé por qué? ¡Usted no es más que un maldito maníaco sexual! ¡La ha aterrorizado hasta tal punto que tiene miedo de abrir la boca! ¡Ella se viene con nosotros!

Jim Wilson saltó en pie. Su rostro ardía de rabia. El ansia de matar estaba escrita en su crispado cuerpo y en su retorcida boca.

—Maldito y asqueroso entrometido. Voy a…

Wilson cargó a lo largo de la escasa distancia que separaba a los dos hombres. Sus brazos se tendieron con ansias de aferrar.

Pero Frank Brooks no estaba lleno de gotas atontadoras esta vez, y con la cabeza clara no era un mal adversario. Cegado por la rabia, Jim Wilson era un mal adversario. Frank aguardó a que el otro estuviera sobre él, con los brazos abiertos, y entonces le golpeó fuertemente la cabeza con el teléfono. Wilson se derrumbó como un novillo apuntillado.

El grito brotó de Minna cuando saltó cruzando la habitación. Se había convertido de una incolora muñeca de trapo en una tigresa. Golpeó a Frank directamente en el vientre con sus pequeños puños. Toda la fuerza de su carga estaba detrás de los puños, y Frank cayó de espaldas sobre la cama.

Minna no prosiguió su ataque. Se dejó caer al suelo junto a Jim Wilson y apoyó su enorme cabeza en su regazo.

—Lo ha matado —sollozó—. ¡Usted, usted…, asesino! ¡Lo ha matado! ¡No tenía derecho!

Frank se sentó, los ojos muy abiertos.

—¡Minna! ¡Por el amor de Dios! Estaba ayudándola. ¡Lo hice por usted!

—¿Por qué no se preocupa de sus asuntos? ¿Le pedí acaso que me protegiera? No necesito ninguna protección…, no contra Jim.

—¿Quiere decir que no le importa la forma en que la trata…?

—Usted lo ha matado…, lo ha matado… —Minna alzó lentamente la cabeza. Miró a Frank como si lo viera por primera vez—. Estúpido —dijo lentamente—. Es usted un gran estúpido. ¿Qué derecho tiene a mezclarse en los asuntos de los demás? ¿Es usted Dios o algo así, para gobernar la vida de los otros?

—Minna…, yo…

Era como si no hubiera hablado.

—¿Sabe usted lo que es no tener a nadie? ¿Ir por la vida y crecer y hacerse vieja sin tener a nadie? Yo nunca he tenido a nadie, hasta que de pronto llegó Jim y me deseó.

Frank se acercó a ella y se agachó a su lado. Ella reaccionó como una tigresa.

—¡Déjelo solo! ¡Déjelo solo! ¿No le basta con lo que ha hecho? —Perplejo, Frank retrocedió—. Gente con grandes narices…, siempre metiéndolas donde no les importa. ¿Acaso le importa lo que él pueda desear de mí? ¿Acaso me he quejado?

—Lo siento, Minna. No lo sabía.

—Prefiero las habitaciones de atrás con él a quedarme en las habitaciones de delante sin nadie.

Entonces se echó a llorar. Silenciosamente…, balanceándose adelante y atrás con la enorme y sangrante cabeza del hombre en su regazo.

—Todas las veces —canturreó—. Todas las veces que él quiera…

El cuerpo entre sus brazos se agitó. Ella bajó la mirada en medio de sus lágrimas y vio los pequeños ojos negros abrirse. Estaban ligeramente estrábicos, turbios por la fuerza del golpe. Se afirmaron, y Jim murmuró:

—¿Qué demonios… qué demonios…?

Minna sonrió… una sonrisa apenas perceptible, como si fuera sólo para ella.

—Estás bien —dijo—. Todo va bien. Estás bien.

Jim la apartó torpemente y se puso en pie, tambaleándose. Vaciló por unos instantes, la cabeza dándole vueltas, un toro ciego y atormentado a los ojos de todos. Luego sus ojos enfocaron a Frank.

—Me golpeó con el maldito teléfono.

—Sí… le golpeé.

—Voy a matarle.

—Mire… cometí un error. —Frank tomó el teléfono y retrocedió contra la pared—. Le golpeé, pero usted iba a atacarme. Cometí un error, y lo siento.

—Voy a aplastarle esa maldita cabeza.

—Quizá pueda hacerlo —dijo Frank tétricamente—. Pero va a costarle. No crea que le voy a dejar hacerlo.

Una nueva voz resonó en la habitación.

—Dejen ya de decir estupideces. Yo soy quien va a matar. Eso es lo que más me gusta. Todo el mundo quieto.

Se volvieron y vieron a un hombre joven, delgado y de piel pálida en la abierta puerta. La puerta se había abierto tan suavemente que nadie se había dado cuenta de ello. Ahora el pálido joven estaba de pie en la habitación, con una pequeña y plateada pistola en su mano derecha.

Su mano izquierda colgaba cerca de su cuerpo. Estaba abundantemente envuelta en un vendaje blanco.

El joven dejó escapar una risita.

—Las últimas cuatro personas en el mundo estaban en una habitación —dijo—, y de pronto llamaron a la puerta.

Su risita se convirtió en un gorjeo de pura alegría.

—Sólo que no fue una llamada. Simplemente, un hombre entró con una pistola que lo convertía en el jefe.

Nadie se movió. Nadie habló. El hombre aguardó, luego prosiguió:

—Mi nombre es Leroy Davis. Vivía en la parte oeste, y siempre tenía un cuidador porque decían que no estaba bien del todo. Deseaban llevárseme con todos los demás, pero le chafé la cabeza a mi cuidador y ahora estoy aquí.

—Baje esa arma y hablaremos —dijo Frank—. Todos estamos metidos en esto.

—No, no lo estamos. Yo tengo una pistola, de modo que eso me hace el más importante. Ustedes están metidos en esto, pero yo no. Soy el jefe, junto con el que intentó partirme la mano ayer por la noche.

—Intentó meterse aquí dentro gritando y chillando como un loco. Yo cerré la puerta. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Correcto. No estoy loco. Los tipos como yo… puede que seamos un poco excéntricos, pero no guardamos rencor. No puedo recordar gran cosa de lo que pasó ayer por la noche. Encontré algo de whisky en un lugar calle abajo, y el whisky me hacer ver cosas raras. No sé lo que hago cuando bebo whisky. Dicen que en una ocasión, hará unos cinco años, me emborraché y maté a un chiquillo, pero no lo recuerdo.

Nadie habló.

—Salí de aquello. Lo arreglaron de alguna manera. Unos abogados muy caros me sacaron. A mi papi le costó un montón de pasta.

La histeria estaba creciendo dentro de Nora. Había conseguido mantenerla en su interior, pero en aquel momento algo de ella surgió entre sus apretados dientes.

—Que alguien haga algo. ¿Es que nadie va a hacer nada?

Leroy Davis la miró parpadeando.

—Nadie va a hacer nada, ricura —dijo con una voz muy amable—. Tengo la pistola. Serían unos locos si intentaran algo.

La risa de Nora fue como el agitar de una caja de guisantes secos. Se sentó en la cama y miró hacia el techo y rió.

—Es una locura. ¡Todo esto es una locura! —farfulló—. Aquí estamos, sentados en una ciudad condenada, con algún tipo de invasores alienígenas a nuestro alrededor de los que no sabemos ni siquiera su aspecto. No nos han hecho ningún daño. Ni siquiera sabemos cuál es su aspecto. Ni siquiera nos preocupamos de ellos porque estamos demasiado atareados matándonos entre nosotros.

Frank Brooks sujetó a Nora del brazo.

—¡Cállese! ¡Deje de reírse así!

Nora se aparto de un tirón.

—Quizá necesitemos a alguien que nos saque de esto. ¡Es una locura!

—Cállese —repitió Frank.

Los ojos de Nora se enturbiaron cuando miró a Frank. Dejó caer la cabeza y pareció algo avergonzada de sí misma.

—Lo siento. Estaré callada.

Jim Wilson había permanecido de pie junto a la pared, mirando primero al recién llegado, luego de nuevo a Frank Brooks. Wilson parecía confuso acerca de quien era el auténtico enemigo. Finalmente dio un paso hacia Leroy Davis.

Frank Brooks lo detuvo con un gesto, pero mantuvo su mirada fija en Davis.

—¿Ha visto usted a alguien más?

Davis estudió a Frank larga y cuidadosamente. Sus ojos eran brillantes como los de un pájaro. Le recordaron a Frank los ojos de una ardilla.

—Me tropecé con un anciano en la calle Halstead —dijo Davis—. Quería saber dónde se había ido todo el mundo. Me lo preguntó, pero yo no lo sabía.

—¿Qué le ocurrió al anciano? —inquirió Nora.

Hizo la pregunta como si temiera hacerla, pero como si una profunda compulsión la obligara a hablar.

—Le disparé —dijo Davis alegremente—. Le hice un favor, realmente. Ahí estaba aquel anciano, tambaleándose en la calle sin nada más que un montón de años malgastados. No quería seguir viviendo pero tampoco tenía el valor de morir. —Davis se interrumpió e inclinó vivamente su cabeza—. Ya saben…, creo que eso es lo que va mal en este mundo. Hay demasiada gente sin el valor necesario para morir, y una ley que prohibe matarlos.

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