—Tu madre fue una buena madre. Hizo lo que tenía que hacer.
—Vaya, siempre pensé que no te gustaba.
—Una cosa no quita la otra. Ella no encajó desde el principio y, para colmo, en lugar de adaptarse a nuestra familia, fue convirtiéndose más y más en ella misma, es decir, en una carga, una vergüenza... —La tía Clara hizo un esfuerzo para contenerse—. Aunque en realidad si había alguien no apto para ser padre ese era mi hermano, y, por supuesto, nuestra querida y elegante madre.
1971, San Gabriel
—Mamá, no bebas más —le pide Rodrigo a su madre.
—Es solo la tercera —responde Olivia divertida levantando ligeramente una copa de champán.
Se encuentran en una fiesta de Navidad, en casa de un pariente lejano, rodeados de la gente más elegante y rica de la región. Prácticamente todos los terratenientes de la zona son familia en algún grado más o menos cercano. Olivia se ha esmerado. Esa noche quiere dar la nota. Se ha puesto un traje de noche plateado, que deja gran parte de su espalda al descubierto. Su pelo rubio en un recogido alto, su piel que, al margen de modas, mantiene blanca, reluciente y perfecta, sus ojos azules, su esbelta figura... Es un ser de otro mundo. Desde luego, no parece la madre de Rodrigo. Su hijo ha envejecido en los últimos meses. A Olivia le da pena verlo así. Por eso ha aceptado llevarlo consigo. Quiere que lo pase bien, que encuentre a alguien con quien acostarse. Con su mujer no parece hacerlo. Olivia ya se ha dado cuenta de que Inmaculada no está enamorada de él y de que su hijo la eligió precisamente por eso, por la maldición que persigue también a los hombres de la familia, que se empeñan en ser amados por quien no les ama. Pero Rodrigo no es un espíritu libre como lo es ella. No es capaz de resignarse y hacer su vida fuera de la casa. Al final, está resultando digno hijo de su padre. La lástima por él la embarga.
—¿Qué te parece Roseta?
—¿La tetona?
—Mejor, ¿no? De eso en casa no tienes mucho.
—¡Mamá!
—Anda, no seas puritano. Me recuerdas a tu padre, que en el infierno descanse.
A Rodrigo le sienta muy mal que su admirada madre le compare con el aburrido de su padre. Apura su copa. Se niega a ser como él.
—¿Pero Roseta no está comprometida?
—Con su primo, el notario. Estoy segura de que agradecería un revolcón. Tranquilo, perdió la virginidad hace tiempo.
Olivia tiene una habilidad impresionante para intuir los detalles más íntimos de la vida sexual de cualquiera, como ya ha demostrado en varias ocasiones. Sabe que su hijo está acumulando una rabia y un rencor que necesitan alivio y que su problema no puede arreglarse pagando, pero quizá sí conquistando. De repente, su corazón se enciende bajo la piel helada. Acaba de ver entrar a Manuel. Llega solo y enseguida se da cuenta de que la está buscando. Olivia apura su copa de champán. No quiere que su hijo perciba su ansiedad y, para ello, no pueden acercarse el uno al otro. Le cuesta la misma vida rechazarlo, pero, al tiempo, le odia. Le odia tanto por haberla amado mal, por ser el causante de que su vida haya sido un desastre.
—Tú verás, pero yo esta noche no vuelvo a casa contigo. Me voy a ir con... aquel —amenaza Olivia señalando a don Mariano Cerezo, un rico ganadero, cincuentón de buen ver aunque pronunciada barriga y vicios por todos conocidos, cuya pía esposa hace tres meses que no se quita el luto por la muerte de su madre. Olivia es capaz de escrutar con acierto los vericuetos sexuales, pero no los emocionales. Así, una vez más, creyendo que anima a su hijo a atacar una presa fácil, en realidad le hace sentir impotente.
Olivia por supuesto no va a irse con nadie. Es una pose. Prefiere seguir honrando su fama de mujer fatal. De alguna manera es una forma de condecorar la memoria de su marido, que tanto se esforzó por convertirla en una mujer promiscua y sinvergüenza. Curiosamente, desde que murió Néstor los hombres ya no le interesan tanto. El francés fue su último capricho. En realidad, siendo sincera, solo tiene una obsesión que no piensa perseguir, que lucha por aplastar con la planta del pie, una debilidad de su carácter que ni siquiera el paso del tiempo consigue hacer desaparecer. Rodrigo mira para otro lado. Maldice haber acudido a aquella fiesta estúpida. Debería haberse quedado con los perros. Un paseo en solitario por los alcornocales y luego una botella de whisky en la biblioteca hasta perder el sentido. Eso es lo que debería haber hecho. Ha perdido interés por las fiestas. Más desde que vio a su mujer desnuda. No se quita de la cabeza la imagen de Inmaculada, tendida desnuda sobre la cama. Olivia le mira por el rabillo del ojo. Algo le ha pasado.
—¿Qué piensas? —le pregunta Olivia.
Rodrigo la mira sorprendido.
—¿Te importa lo que yo piense?
—Me importa todo lo tuyo.
—Vete con ese viejo si te apetece —responde Rodrigo despreocupadamente—. Yo puedo regresar a casa solo.
A Olivia le duele la orden. Como siempre que hace una aproximación honesta a alguien que le importa, recibe una coz. No quiere pensar en que se la merece porque la autocompasión no va con ella. A lo hecho, pecho, piensa. Rodrigo es mayorcito. Ya no es su responsabilidad. Al instante se desdice. ¿Cuándo deja un hijo de ser responsabilidad de una madre?
—Vete —insiste Rodrigo—. Al menos que uno de los dos lo pase bien.
—Venga ya, Rodrigo. ¿Y Roseta? ¿Quieres que hable con ella yo primero?
—Roseta no me gusta.
—Ya, a ti te gusta tu mujer —sentencia Olivia intentando que abra los ojos—. Pero, hijo, hay muchos peces en el mar.
Olivia quisiera decirle que también ella desea estar con alguien imposible, que le entiende mejor de lo que se imagina. Pero es mejor que su hijo se enfrente a la verdad. Que no se engañe. El engaño solo nos lleva a convertirnos en seres patéticos, deshonestos, amargados. Y es una amargura peor que la producida por la impotencia de no poder amar, porque la bilis que se produce entonces corroe hasta la extinción nuestra arma secreta: la capacidad que todos guardamos en el fondo de nuestro corazón de recuperarnos un día y volver a ser dueños de nuestra felicidad. Antes Olivia soñaba con que ese día llegaría. El tiempo también jugaba a su favor. Manuel había regresado de América con la idea de recuperarla. Pero Olivia sabe ahora que su pecado había sido grande, enorme, y asumirá lo que venga con un único objetivo: proteger a los suyos de sus errores. Protegerlos incluso con su vida.
—Por favor, no te metas —le pide su hijo dolido.
—A tu mujer no le gustas, Rodrigo. No hay nada peor que un hombre que no acepta la negativa de una mujer.
—Ella se ha casado conmigo porque me quiere.
—Recuerda a tu padre. A él también le gustaba repetir esa cantinela y no era verdad.
—Padre y tú fuisteis otra historia, así que no compares.
—Hijo, por favor, tú no. No seas tonto —le suplica Olivia poniendo la mano sobre su brazo en señal de apoyo, o de consuelo. O en un intento de que detenga su rabia y recapacite. A Rodrigo su mano le quema. Sale corriendo, dando un empujón a un camarero y a las esposas de unos terratenientes que se interponen en su camino. Ciego. Dolido. Amargado. Capaz de cometer una estupidez, piensa Olivia, incapaz, por otra parte, de correr tras él y enfrentar una angustia de hombre que ella ya ha conocido.
Rodrigo sale con el pecho ardiendo. Siente que es por culpa de Inmaculada. Por su piel, por su rechazo. Conduce su descapotable a más de ciento veinte como un loco durante casi una hora, perseguido por un deseo incontenible, por una necesidad de encontrar reparación a la afrenta en su hombría. En esa hora su rabia no solo no disminuye sino que se transforma en un monstruo ciego capaz de matar y morir. Piensa en ello mientras conduce. Morir. Acabar. Dejar esta existencia que no le aporta nada interesante, donde él no es más que un estorbo en el camino de otros. Preocupa a Olivia, molesta a sus hermanas, amarga a su mujer... Inmaculada desnuda. Tumbada sobre la cama. Con el deseo entre sus propios dedos, satisfaciendo un vacío que él no ha podido llenar. ¿Morir o vivir? Hace meses que ni siquiera caza. Quiere morir y, sin embargo, con el aire fresco de la madrugada golpeándole el rostro, se siente más vivo que nunca.
Así llega Rodrigo a la casa palacio que duerme en el abrazo de la noche, esperando como público en el teatro a que se levante el telón. En el programa, un crimen escrito hace muchos años con el que concluirá el segundo acto de su historia. Rodrigo atraviesa el zaguán y la cancela, sin preocuparse por despertar a alguien. Sus pasos resuenan por el suelo de mármol. El es el señor de la casa, el único hombre. A él se le debe respeto. Movido por esos hilos invisibles que el Creador maneja, o poseído por el mal, como hubiera asegurado Clara de haberlo visto, transformado en un ejecutor del Maligno en la tierra, sube por las escaleras directo a la alcoba donde descansa Inmaculada.
Abre la puerta de golpe. La luz del pasillo golpea la cama y el cuerpo dormido de Inmaculada, que apenas reacciona. Rodrigo no se compadece de su indefensión. Solo quiere que ella cumpla con él y de paso pague por la tortura a la que le lleva meses sometiendo. Las cosas van a cambiar. Rodrigo se baja el pantalón. Se acerca a ella y le arranca la sábana que la cubre. Antes de que pueda reaccionar, ya le ha subido el camisón y se ha colocado encima de ella. Inmaculada se despierta asustada. Forcejean. Él le pone la mano sobre la boca para que no grite y la inmoviliza mientras empuja dentro de ella. No quiere escucharla. No ve sus lágrimas. Ni siquiera las siente correr por sus manos. Solo tiene un objetivo: que su esposa no vuelva a humillarlo. El va a arrancar su deseo de masturbarse de cuajo. ¿Dónde se ha visto que una mujer honrada disfrute? Solo una golfa. Como su madre, sí. Pero Inmaculada no va a ser como su madre. El sexo de Inmaculada es solo suyo.
Madelaine se sentó exhausta. De repente un terror la invadió. Un presentimiento del pasado. ¿Fue ella producto de una violación? La tía Clara observó la palidez de Madelaine.
—¿Te encuentras mal?
—No, no. ¿Mis padres se querían? ¿Se deseaban?
—No creo —respondió la anciana con frialdad.
—Pero yo nací.
La tía Clara se volvió hacia la caja fuerte para cerrarla.
—Tía, por favor, a estas alturas puedes decirme la verdad. No me vas a traumatizar. Mi madre siempre habló con respeto de mi padre.
—Era su deber.
—¿Su deber?
—Su deber para contigo, por la familia.
—Sé que mi madre murió en un accidente, pero hubo una época en que imaginaba que mi madre había muerto de pena tras la muerte de mi padre. Que yo no fui suficiente para agarrarla a la vida. Pero quizá me equivocaba. ¿Me equivocaba? Tía, por favor, dime.
—No creo que a tu madre le afectara mucho la muerte de tu padre, no en el sentido que se podría esperar, al menos —dijo la tía Clara midiendo sus palabras. Inmaculada la había engañado durante mucho tiempo con la ayuda de la tía Rosario, convirtiendo su vida en un infierno de soledad y permitiendo que la culpa corroyera aquella casa. Decía haberla perdonado, pero en el fondo solo había decidido que, entre las posibles opciones, era más conveniente perdonar y pasar página.
José Luis llamó a la puerta.
—¿Puedo pasar?
La tía Clara hizo un gesto con la cabeza y José Luis entró.
—Necesito el DNI de Madelaine para rellenar unos formularios.
Madelaine se levantó.
En realidad era una excusa. José Luis no necesitaba el DNI de Madelaine pero quería estar con ella a solas para contarle. Algo raro pasaba en esa familia y su instinto le decía que la tía Clara mentía. Mentía para ocultar. Al salir de la habitación, José Luis cogió a Madelaine suavemente por el brazo.
—Tenemos que hablar. En privado —le susurró.
Madelaine se fijó en la seriedad de su rostro y asintió. Se dirigió hacia sus aposentos. Pero José Luis la detuvo.
—Mejor salgamos con alguna excusa.
Madelaine le dijo a su tía que iba a enseñar al fiscalista la zona de servicio y los corrales. Salieron del cuerpo principal de la casa palacio por la parte de atrás, que daba a un hermoso patio interior, donde había dos naranjos, un magnolio y un jazmín trepador que cubría toda la pared del edificio de tres plantas, al otro lado del palacio, que antiguamente había ocupado el servicio. A Madelaine le costó un poco abrir la cerradura con la enorme llave de hierro. Hacía mucho tiempo que allí no irrumpía ser humano. Entraron por la cocina. Antiguamente allí se preparaban los elaborados platos y se llevaba al comedor de la casa, atravesando el patio, evitando que los olores, las molestias de los fogones o la mera contemplación del trabajo de los sirvientes ofendieran a los señores. Abrió las contraventanas y la luz inundó la enorme cocina, digna de un rey, que ocupaba prácticamente toda la planta baja. Sobre ella, subiendo por una estrecha escalera lateral, se encontraban los dormitorios. Madelaine recordó inmediatamente a las chicas del servicio pelando pollos en la larga mesa de madera de roble que ocupaba el centro de la estancia, todo envuelto en los aromas de ajo y cominos. Se fijó en la vajilla perfectamente alineada sobre las estanterías, los majos, las ensaladeras y fuentes. Un poco más allá, varias planchas de hierro. La cocina original del siglo XVIII con su salida de humo. Otra de carbón más moderna, de principios del siglo XX, con sus placas desmontables... Todo tal y como recordaba, apenas cubierto por una finísima capa de polvo. Al entrar la luz de la mañana pareció como si de repente todo aquello cobrara vida de nuevo. Incluso tuvo la sensación de que el polvo se levantaba como un velo, revelando el colorido andaluz de la loza blanca y azul y el latón cobrizo. Se volvió hacia José Luis sintiéndose sumamente insatisfecha. Un agujero la devoraba por dentro, amenazaba con reducirla a cenizas.
1949, San Gabriel
El deseo se ha transformado en desprecio. Eso siente ahora su esposo por ella. Por eso, la mirada que el hijo de la cocinera lanza disimuladamente sobre sus piernas, lejos de molestarla, enciende fuego dentro de ella. Olivia. Olivia. ¡Olivia! ¿Te estás volviendo loca?
—Por favor, dígale al carnicero que le ponga el mejor solomillo de ibérico. Esta noche don Néstor tiene invitados. Lo pondremos con puré de manzana.
—¿Quiere que vaya ahora? —pregunta la cocinera extrañada.
—Ahora mismo. Y llévese a Mari Pili para que la ayude.
La cocinera asiente. No entiende la urgencia. Pero entonces se fija en su hijo, que limpia unos herrajes, y entiende. La señora va a ir directa al infierno. Y su hijo..., bueno, él sabrá. Su hijo ha nacido con muchos arrojos. Si la señora queda contenta, quizá le ayude a establecerse como taxista, que es lo que quiere. Mientras el señor no se entere... Porque si el señor se entera podría ser su ruina. Ay, madre mía, qué lío, piensa la cocinera.