Violetas para Olivia (8 page)

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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

BOOK: Violetas para Olivia
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Durante el viaje, los temores hicieron presa de ella. ¿Y si se había equivocado? ¿Qué sería de su vida? ¿Tendría que casarse entonces con el bodeguero como le había prometido con unos besos? Sin embargo, en cuanto llegaron a Sevilla, sus miedos quedaron de inmediato, si no borrados, al menos aturdidos por el brillo de la feria campera. La veintena de casetas situadas en el Prado de San Sebastián bullían en jarana exultante. Gente de campo, curiosos urbanos y miembros del ejército disfrutaban del ambiente eufórico que dejaban tras de sí los vinos de Valdepeñas, el aguardiente de Cazalla, la buñolería del Salvador, la chacina fresca y la música de los gitanos de la Cava. La reina Isabel II había autorizado una corrida de toros en la que actuaron el sevillano Juan Lucas Blanco y el gaditano Manuel Díaz, Lavi, con reses de los hierros de Taviel de Andrade y Francisco Arjona. Llegaron rebaños de borregas y cabras, piaras de cochinos y recuas de burros de Écija y Carmona. Los aristócratas tampoco quisieron perderse el acontecimiento y se pasearon en ostentosas carretelas. Rosa María, viéndolas pasar, se prometió que un día no muy lejano sería ella una de aquellas mujeres hermosas y llenas de gracia que, con sus trajes de alegres volantes, se exhibían por entre el pueblo llano. En tres días, la tatarabuela de Madelaine aprendió a bailar sevillanas, convenció al bodeguero para que, con sus primeras ganancias, le comprara un vestido elegante, y a un torero para que le presentara al conde de Los Altos Nublados. El conde, su hermano menor y otros dos amigos aristócratas con poco seso y muchas ganas de juerga, pronto cayeron rendidos a sus pies. La invitaron a comer pescaíto frito en la caseta de La Fonda y caldereta en Los Arados, y ella jugó sus cartas con habilidad. A pesar de no tener cultura ni modales finos, había en ella un aire de frescura y extravagancia que restaba importancia a sus carencias. Supo ocultar su procedencia, crear una historia rocambolesca que incluía orígenes aristocráticos venidos a menos, y la ilusión de que, a pesar de ser virgen y virtuosa, ninguna mujer podría hacer a un hombre tan feliz como ella. Sacó incluso provecho a su acento castellano.

El conde cayó rendido a sus pies. Desafortunadamente, no fue el único. El crápula de su hermano menor también se encaprichó de la forastera y se apresuró a hacerle una oferta matrimonial. La discusión entre los dos, aderezada por buenas dosis de vino y aguardiente, terminó en trágico duelo a la madrugada. Conclusión: el menor conquistó a la dama, y, por herencia directa, el título del condado. Y aunque Rosa María logró sus objetivos y se convirtió en una gran dama, la maldición futura de los Durango se dice comenzó allí, ya que el nuevo conde murió dos años más tarde, torturado por el fantasma de su difunto hermano.

Pero, volviendo a la línea de sangre, el hecho de que Rosa María fue la primera con una repulsión visceral por la mediocridad y lo vulgar queda ejemplificado en la forma en la que vivió una vez que se vio con posibles. De viuda no le faltaron pretendientes de fuste, pues aún no había cumplido los veinticinco y poseía una belleza comentada incluso en Madrid; pero Rosa María decidió no volver a casarse. Había ya parido un niño, Aureliano César, y aquel heredero era todo lo que necesitaba para reforzar su posición ante su familia política. Tenía más que suficiente para hacer realidad su sueño y, buena conocedora del refranero popular y un poco supersticiosa, sabía que la avaricia puede romper el saco. Por eso, se instaló en un lujoso palacio en el centro de Sevilla y allí vivió bajo sus propias reglas, en guerra permanente con todo aquello que oliera a mediocridad, penuria o a pequeña burguesía. Sus extravagancias se hicieron pronto famosas y, aunque para la rancia aristocracia sevillana no era más que una arribista y una rica nueva, pocos se resistían a una velada en el patio de su palacio, donde el lujo y los entretenimientos más exóticos estaban garantizados. Loros americanos, gastronomía de la India, té moruno con hierbabuena y deliciosos pastelillos árabes, esencias misteriosas que se quemaban en recipientes de barro, flores desconocidas, artistas extranjeros, negros en el personal de servicio, muebles y objetos de decoración traídos de todas partes del mundo..., y una gran relación con los mejores cantaores, guitarristas y bailaores gitanos de la época.

—Bien, ¿por dónde quiere empezar? —preguntó Madelaine tomando asiento en su despacho. Hizo un gesto al fiscalista para que se sentase frente a ella.

—Por el principio, si le parece —respondió José Luis.

Madelaine le miró con curiosidad. Aquel hombre hacía alarde de una tranquilidad pasmosa. Supuso que estaría acostumbrado a que la gente se cohibiera en su presencia, impresionada ante su salvador, la única persona que podría protegerla de las garras de la temida Hacienda. Si hubiera sabido que, a él, su nuevo papel le hacía sentirse un cochino mercenario...

La ventana estaba abierta y una corriente de aire hizo que unos papeles sobre la mesa estuvieran a punto de terminar en el suelo. José Luis los cazó al vuelo y puso sobre ellos un pisapapeles de cristal, recuerdo de un viaje por Escocia del padre de Madelaine.

—No sé cuál es el principio —comenzó Madelaine con cierto sarcasmo—. Una historia como la de mi familia nunca tuvo principio. ¿Dónde están los principios? ¿En el cielo, en la tierra? ¿Dónde comienzan las cosas? Quizá debiera rebuscar en los libros de Platón que mi madre tiene en su librería. Será mucho más sencillo empezar por el final. Usted mismo, Dios todopoderoso en un mundo ordenado por Hacienda, podrá ponérselo.

José Luis suspiró. Había dos tipos de reacciones frecuentes: la del pelota que busca congraciarse con el fiscalista, y la del que saca las uñas para defender su territorio ante lo que considera un ataque a su privacidad, por mucho que hayan sido ellos los que le hayan contratado. He aquí un buen ejemplo de lo segundo, en reluciente armadura. Parte de su trabajo consistía en doblegar la resistencia y que saliera a flote la verdad. Al final, si no se hacían las cosas bien, si él no sabía exactamente los pufos y chanchullos de los libros, las cosas podían incluso empeorar. Era importante que aquella mujer le sintiera su aliado si quería hacer un buen trabajo. Y como su minuta dependería del dinero que consiguiera ahorrar a aquella familia, estaba dispuesto a esforzarse.

—Yo estoy aquí para ordenar su documentación fiscal. No tengo intención de poner ningún punto final a nada, así que quédese tranquila. De hecho, para eso me han contratado, ¿verdad? Para que Hacienda no arrase con todo.

—Perdone. Es que todo este asunto me fastidia. Mi tía me ha dicho que nos reclaman millones. Millones que no tenemos. Y si no podemos pagar, ¿qué pasará? ¿Me mandarán a la cárcel?

—No la voy a engañar, a veces ocurre, pero si hay buena voluntad y no ha habido mala fe, el problema suele resolverse con una multa. En general, todo tiene arreglo —concluyó con una sonrisa—. Especialmente si usted y yo trabajamos en la misma dirección.

Madelaine pestañeó atónita: ¿cómo debía interpretar aquello? ¿Estaba el ex inspector de Hacienda intentando ligar con ella? Pero José Luis ya no la miraba. Abría su cartera, concentrado en lo que había venido a hacer, y Madelaine se sintió muy estúpida por haber sido tan mal pensada. Aquel hombre no tenía aspecto de seductor ni de pervertido, aunque intuía un alma interesante escondida tras las lentes ya bifocales.

—Sus declaraciones de la renta son confusas y han estado ignorando los procedimientos administrativos durante años. Hay propiedades que aparecen y desaparecen, ingresos que no se justifican y pérdidas incomprensibles. Por no hablar de los negocios de ganado y corcho. En fin, necesito justificantes, papeles, libros de cuentas, títulos de propiedad, lo que tengan. Lo raro es que las alarmas no hayan saltado antes en Hacienda.

—Veo que mi tía le ha puesto al día de nuestros problemas. Ahí encontrará lo que necesite —respondió Madelaine, señalando detrás de sí. Varias estanterías cubiertas de libros de cuentas de todo tipo, pequeños y grandes, de colores oscuros y estampados, unos antiguos, otros antiquísimos; y cajas con papeles acumulados durante, no ya décadas, sino casi dos siglos, aguardaban las manos expertas del fiscalista—. En casa de los Martínez Durango nunca se tira nada —continuó Madelaine—. Todo se recoge y se guarda según las instrucciones de mi tía Clara. Ella es la que se ha encargado de la administración de las fincas desde que tengo uso de razón.

—Pero la propietaria es usted.

—Yo soy médica. No vivo aquí desde hace años. Pero si hay líos en nuestras cuentas, me considero la única responsable. La tía Clara está mayor y yo no quise volver. Le pido que no la agobie. Estoy segura de que nunca ha tenido interés en engañar a nadie.

—A veces no es cuestión de interés en engañar, sino de creer que lo suyo es suyo y que las farolas, los colegios o las carreteras surgen espontáneamente.

—Ya. Bueno, resulta que los Martínez Durango hemos construido este pueblo. Seguramente sin nosotros ni siquiera existiría. Incluso el colegio y la iglesia nos pertenecen, se hicieron con nuestro dinero. Creo que eso compensa por unas cuantas farolas, ¿no le parece?

Madelaine sabía que no hablaba ella sino su tía Clara por su boca. ¿Por qué? ¿Por qué se había puesto tan a la defensiva con aquel hombre que venía a ayudarlas? Por su parte, José Luis esperaba una salida de este tipo: una vez más topaba con una cacique acostumbrada a hacer y a deshacer en su pequeño mundo. Pero el mundo era más grande, mucho más grande, y ya no se podía vivir según sus reglas. ¡Pobres soberbios! La llegada de la democracia les había hecho polvo.

—Necesitaré revisar toda esta documentación —dijo José Luis, que no pensaba meterse en una discusión sobre lo que los Martínez Durango merecían o no pagar al Estado.

—Bien.

—Me alojo en la pensión de Pepita, ¿la conoce?

—Todo el mundo la conoce. Pero no puede sacar nada de aquí. No quiero que se pierda ningún papel. Prefiero que usted venga y revise cuanto guste.

Aquellas habían sido las instrucciones de la tía Clara. No solo para que no se traspapelara la documentación, sino porque conocían a la gente del pueblo, y más a los de la pensión de doña Pepita. Solo les faltaba que hubiera gente curioseando entre sus cosas.

José Luis se volvió hacia los cientos de documentos apilados sobre las estanterías. Le esperaba un arduo trabajo, quizá de varias semanas.

—Pero a veces trabajo de noche. Estoy aquí para hacer esto, entiéndalo. Me convendría llevarme algo de trabajo a la pensión.

Madelaine, inflexible, negó con la cabeza.

—Puede permanecer en este despacho todo el tiempo que necesite. A nosotras también nos interesa que termine lo antes posible.

Especialmente a mí, estuvo a punto de añadir Madelaine, que estoy gastando mis vacaciones con este problema en vez de pasearme por los fiordos con el bello Mikel, o con Nacho, un urólogo estupendo que había conocido recientemente. A estas alturas seguro que ha encontrado reemplazo, pensó para sí, sorprendida de no haberse acordado de él hasta entonces. Pero no se quejó. No quería que pensara que era una irresponsable y una caprichosa. Sentía en su mirada que eso era exactamente lo que se le pasaba por la cabeza y no quería darle la razón. De nuevo volvió a molestarse consigo misma: ¿qué más le daba a ella lo que pensase ese tipo?

Madelaine dejó al fiscalista en el despacho y salió de la casa enfadada con el mundo. Bajó por la calle de García Lorca, antes del General Mola, en la que se encontraba el palacete de los Martínez Durango, y cogió la de la Buganvilla. Los pocos viandantes que se cruzaba en el camino, mujeres haciendo recados y algún chiquillo, se volvían discretamente a su paso. Empezaba a apretar el calor. Madelaine se acercó a los edificios buscando sombra. Una anciana regordeta, vestida de negro, que quitaba los hilos a las habichuelas a la entrada de su casa, se quedó mirándola muy fija. Tanto que Madelaine no pudo contenerse.

—Buenos días —saludó Madelaine con frialdad.

—¿Se le ha estropeado el coche? —preguntó la anciana entornando la mirada.

—No —respondió Madelaine sorprendida. ¿Estaría confundiéndola con otra persona?—. ¿Nos conocemos?

—Claro, señorita. Yo le preparaba el desayuno todas las mañanas, ¿no se acuerda? Soy la Bernarda, con menos dientes porque la vida es injusta y nos quita lo poco que tenemos cuando más lo necesitamos —dijo muy seria, enseñando su boca mellada.

No, Madelaine no se acordaba. La anciana suspiró al darse cuenta.

—¿Ve? Hasta la memoria de mi persona me la ha arrebatado el dichoso tiempo. Usted me llamaba Berni.

Berni. Berni, la que olía a ajo, a naranjas y a lejía, y le pasaba la mano por el pelo todas las mañanas. ¡Claro que se acordaba! Los olores del pasado la envolvieron al instante y todo su enfado desapareció, arrastrado por la melancolía y por una sombra de pena de sí misma, de un paraíso que nunca fue tal pero que, al fin y al cabo, ya era un paraíso perdido.

—Claro, Berni. Disculpe. Hace tanto tiempo que no la veía. No sabía que viviera aquí, tan cerca de la casa.

—¿Y
adónde
iba a vivir? —preguntó la anciana extrañada.

—No sé, pensé que se habría mudado del pueblo o algo así.

—A punto estuvo de pasar eso. Desde luego, su tía lo hubiera preferido. Salimos de su casa como si fuéramos apestados —se quejó con amargura—. Yo no volví a trabajar. Mi marido consiguió trabajo en las caballerizas de don Manuel y a mi hijo Felipe su tía tuvo la decencia de contratarlo para cuidar la finca de La Lola.

—No sabía nada —dijo Madelaine, no muy segura de qué actitud tomar. Su tía le había dicho que el servicio les había robado y que eran unos vagos en los que no se podía confiar; pero, recapacitando sobre lo sucedido ahora, no tenía mucho sentido que todos hubieran sido despedidos a la vez, aunque tampoco era de extrañar, conociendo los arranques de furia de la tía Clara.

—Pero, en fin, todo eso fue hace mucho tiempo. ¿Y cómo sigue todo por ahí dentro? —preguntó Bernarda señalando hacia el palacio.

—Como siempre.

—Sentí lo de doña Rosario. Sin ella no creo que doña Clara se las arregle sola. Tiene muchos
arremangos
pero los años no pasan en balde para nadie. Y, para muestra, míreme a mí, aquí preparando las habichuelas para ponerlas escabechadas. Dentro de poco, ni eso.

—Ya, seguramente tendremos que contratar a alguien que nos eche una mano con la casa —reconoció Madelaine.

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