Madelaine apagó la luz. Odiaba aquel cuarto. Allí no había nada suyo. De repente cayó en la cuenta de que tampoco en su piso de Olite había nada suyo. Por casualidad, había hecho una muy buena amistad con una mujer que podría ser su madre, Adela, vecina puerta con puerta de su piso de estudiantes en la calle Esquíroz de Pamplona y, cuando le contó que se iba a Olite de médica, resultó que poseía una casa familiar allí. Le ofreció alquilarle una planta. Madelaine aceptó encantada. Sentía algo especial por Adela y así el vínculo se mantuvo más allá de la etapa estudiantil. Casi se había convertido en una especie de madre en la lejanía, o más que eso. En algunos temas prácticos del día a día no imaginaba que una relación con una madre hubiera podido ser más estrecha, aunque, al fin y al cabo, qué sabía ella de madres. El ofrecimiento de Adela le resolvió el tema del alojamiento y mobiliario sin quebraderos de cabeza. Así pudo seguir viviendo como quería: sin posesiones personales, ni ataduras. El mero hecho de tener que darse de alta en una compañía de gas o electricidad o en una de telefonía fija se le hacía un pesado compromiso. Deseaba llevar su vida sobre sí misma. No acumulaba, no guardaba recuerdos, no poseía álbumes de fotos, ni siquiera fotografías en portarretratos. De hecho, ahora que lo pensaba, solo tenía unas fotos que guardaba en el cajón de la ropa interior: las fotos de su abuela Olivia que encontró en el desván. Tampoco sus libros eran demasiado personales, los típicos de Medicina que posee cualquier médico recién licenciado. Se había volcado en su profesión y apenas leía nada que no estuviera relacionado con la salud. No había novelas, ni revistas. Le gustaba viajar ligera. No pretendía quedarse en aquel lugar para siempre. Las pertenencias se volvían un asfixiante lastre en su cuello. Suspiró profundamente. Quería dormirse lo antes posible y que llegara el día siguiente. Cuanto antes se enfrentara a su nuevo problema, mucho mejor. Sin embargo, Morfeo no parecía que pensara visitarla tras el mal sueño, así que cogió el libro de
El príncipe negro.
¿Por qué le había dado por comprar una novela? Iris Murdoch. La autora le había resultado familiar. Pero ¿de qué? Si ella no leía nunca ni sabía nada de literatura. Saltándose el prólogo de Álvaro Pombo, comenzó a leer la contraportada. Un escritor cincuentón con bloqueo narrativo. Un montón de personajes que crean un densa telaraña a su alrededor. Complejas relaciones sentimentales.
Madelaine volvió a poner el libro sobre la mesita de noche. No, realmente no sabía por qué había comprado el libro. Volvió a apagar la luz y se quedó con los ojos abiertos, explorando la oscuridad, intentando encontrar un resquicio por el que sumergirse en el sueño. De repente se incorporó de un salto, como llevada por un impulso irreprimible, y caminó con premura hacia el salón. La casa estaba a oscuras pero Madelaine no necesitaba encender ninguna luz. La conocía de memoria, cada mueble en su camino, cada escalón... Sus pies sobre el suelo de mármol frío la pusieron en estado de alerta mientras las sombras de la casa se inclinaban para saludarla. No pretendían asustarla. La querían, todo en aquella casa la amaba aunque no lo supiera percibir. De hecho, la casa llevaba tiempo esperándola. Madelaine sintió por primera vez que pertenecía a aquel lugar, quisiera ella o no, y que aquellos muros tenían todavía mucho que contarle, historias que ella no conocía. Abandonó la casa siendo casi una adolescente y sus visitas desde entonces habían sido cortas y huidizas. Huidizas porque evitaba un hogar atestado de cuadros, espejos y adornos en el que nada se podía tocar ni, menos aún, utilizar, y que más parecía un museo que una casa del siglo XXI. Ahora era una mujer hecha y derecha y quizá había llegado la hora de entender por qué su historia había sido como había sido.
Desde lejos llega el olor a muerte, muerte que hará nacer la vida.
Madelaine se volvió a sorprender con ese pensamiento martilleando en su cabeza
(desde lejos llega el olor a muerte, muerte que hará nacer la vida...),
como si se tratara de una tonadilla o una canción que no puedes sacarte de la cabeza; pero no, no era una canción de verano sino ¿poesía? Ella no era poetisa. ¿De dónde había salido? ¿Por qué había emergido de entre sus conexiones neuronales precisamente esa frase de enigmático significado?
Llegó hasta la enorme librería que cubría uno de los paños del salón azul, donde se encontraban los libros de su madre. Allí, ante el caos de volúmenes que se apilaban unos sobre los otros, comenzó a leer los títulos que figuraban en los lomos. La corriente de la noche, que la tía Clara se aseguraba de que entrara a diario para refrescar la casa, le acarició los tobillos desnudos y meció suavemente el camisón blanco de raso. Las ventanas estaban abiertas de par en par y por el enrejado se recortaba la sombra de los geranios, como siempre. Madelaine se volvió hacia la librería. Alumbrada por la luz de las farolas de la calle finalmente los encontró. Estaban todos juntos. Iris Murdoch,
Under the Net;
Iris Murdoch,
The Bell;
Iris Murdoch,
The Sandcastle;
Iris Murdoch,
The Unicom;
Iris Murdoch,
The Italian Girl;
Iris Murdoch,
The Nice and the Good;
Iris Murdoch,
A Severed Head;
Iris Murdoch,
The Time of the Angels...
Por eso le sonaba el nombre. Y entonces lo recordó. La escena vino como un flechazo, directa a su retina. Su madre estaba leyendo, como siempre, totalmente absorta en la mecedora del saloncito verde, junto a la ventana. Ella llegó y tuvo que llamarla dos veces para que por fin levantara la cabeza del libro. Tenía una mirada extraña, como ida. Madelaine quería salir a jugar a la cuerda en el patio trasero y necesitaba que la acompañara. Había desarrollado su propio sistema para saltar a la comba. Agarraban un cabo de la cuerda al enrejado de la puerta y su madre le daba al otro extremo para que ella pudiera saltar. Dejó el libro sobre la mesa.
1976, San Gabriel
—Es curioso, pero siempre que pienso en Iris Murdoch me la imagino con el pelo verde —dice su madre pensativa.
—Nunca he visto a nadie con el pelo verde —apunta Madelaine con su lengua de trapo, fascinada ante la posibilidad.
—Ni yo —admite su madre sonriendo—. Pero hay muchas cosas que no he visto, así que ¿quién sabe? Me gustaría que hubiera gente con el pelo verde, y rosa, y morado.
Madelaine la mira entusiasmada. Sí, eso estaría bien.
—¿Y quién es esa señora? —pregunta la niña.
—La autora de este libro. Una mujer extraordinaria.
Madelaine se vuelve hacia el libro. No sabe leer y no saca demasiado en claro.
—¿Papá conoce a alguien con el pelo verde?
Su madre se queda pensativa, la coge de la mano y se la besa con fuerza.
—Pues no sé. Tu padre antes tenía amigos muy peculiares pero últimamente parece que prefiere a sus perros.
Su padre aparecía poco por casa. Siempre estaba en alguna finca o encerrado en la biblioteca. En las fotos aparecía como un hombre muy guapo, sonriente, siempre elegante. En realidad era solo una sombra. A Madelaine le gustaba más el de las fotos.
Iris Murdoch, la mujer del pelo verde. ¿Por qué diría eso su madre? Allí estaba Madelaine, ante una biblioteca impresionante, que ella recordaba igual que el día que su madre se fue. Seguramente, su madre nunca imaginó que no volvería. ¡Qué raro que la tía Clara no hubiera tocado nada de esa zona! Algo se revolvió en su interior. Un recuerdo que no era tal, sino una construcción de dudosa objetividad. Ya había podido comprobar que los recuerdos pocas veces son compartidos con exactitud: cada persona los almacena según su propia vivencia y esta puede hacer variar el hecho radicalmente. Madelaine no recordaba a su madre junto a aquella librería, esa en concreto. Unas estanterías de madera de pino emergieron de sus recuerdos. De niña recorriendo la casa en un triciclo rosa se había golpeado con una esquina de la librería. Se hizo una brecha profunda en la frente, aún le quedaba una marca leve. Su padre se enfadó mucho al enterarse de dónde se había golpeado, y discutió con su madre y con Clara. Al final empezaron a construir una librería a medida que debió de terminarse durante la temporada que ella pasó con las monjas, cuando su madre se fue.
Su madre se fue y se llevó los abrazos y los cariños, y la desolación que siempre la acompañaba. De ella, solo quedó una pintura, colgada en el pasillo de acceso al que fue su dormitorio, de un discípulo de Romero de Torres, amigo de su padre, y una foto de boda en la que se veía a sus padres en la sacristía de la iglesia junto a dos jóvenes desconocidos, hombre y mujer. Inmaculada vestía un vestido blanco muy sencillo y su padre un elegante traje oscuro. Los vestidos, apuntes, dibujos y notas a los que era tan aficionada, sus peines y joyas desaparecieron. Su madre debió de llevarse mucho con ella y lo que dejó terminó en la Caridad antes de que la niña Madelaine pudiera opinar. A la tía Clara le gustaba limpiar la casa de posibles recuerdos dolorosos. Los libros quedaron, seguramente, porque ella no los consideraba objetos personales. Y, sin embargo, nada había más personal, pensó Madelaine estudiando los lomos de los libros. Una parte del interior de su madre se había llenado de aquellas palabras escritas en las miles de páginas que se encontraban ahora frente a ella. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Bueno, ella no entendió por qué su madre se fue sin despedirse. ¿Cómo pudo abandonarla allí y luego, para colmo, morir? Se daba cuenta de que todavía le guardaba rencor. El rencor había ido aumentando con los años, ella lo sabía. Haciendo un poco de autopsicología barata, se daba cuenta de que sus relaciones sentimentales podrían explicarse desde el trauma del abandono. Su madre, la persona más importante de su vida, a la que se encontraba más unida, su compañera de juegos y protectora, había desaparecido de la noche a la mañana, sin ni siquiera despedirse, y a pesar de querer convencerse de que el hecho de que no regresara fue producto de un destino fatal, Madelaine sentía que ese vacío la había vuelto desconfiada. En cierta forma, la había obligado a perder la inocencia. El tiempo puso fin a las lágrimas de la niña huérfana de cinco años, y haciendo uso de esa inteligencia práctica tan importante en la infancia, Madelaine se encargó de olvidar, de esconder el dolor en el fondo del corazón para poder sobrevivir. Lo hizo instintivamente. Sin procesarlo pero a conciencia porque, como se daba cuenta ahora, su madre había estado fuera de sus pensamientos durante treinta años. Sin embargo, en aquel momento, la curiosidad se presentó de manera inesperada. Inmaculada, su madre, tan diferente a ella, era una gran desconocida.
Desde lejos llega, y trae consigo dolor y frescura para la nueva vida. Lejos, ¿qué es lejos? Un adverbio de un mundo reglado por el hombre sin imaginación porque el lejos siempre está cerca. ¿Quién llega? Una novia ilusionada, una esposa desengañada, una viuda podrida.
Madelaine se giró hacia la ventana sobrecogida. ¿Qué eran todas aquellas palabras en su cabeza? ¿Eran producto de su memoria, almacenadas acaso en algún cajón de sastre olvidado? ¿O es que alguien las estaba poniendo dentro? El aire de la noche seguía introduciéndose pertinaz en la casa palacio de los Martínez Durango y la luz de las farolas pintaba de sombras aladas paredes y muebles, reflejando sus lunas eléctricas sobre el pulido suelo de mármol rojizo.
1970, San Gabriel
«No les he gustado. Yo no soy lo que ellas esperaban. Olivia parece al menos apreciar el que pueda hablar de París, pero está claro que ella es una
bonne vivante
y yo... no», piensa Inmaculada mientras Clara le sirve el café.
—Así que no tienes familia —pregunta Clara en un tono cortés pero frío.
—No, supongo que mi historia les parecerá un poco dickensiana, pero me crié en un orfanato —responde Inmaculada intentando sonar ligera—. No tengo a nadie.
Clara y Olivia comparten una mirada de censura cómplice: lo que faltaba, una intelectual en la familia. Rosario es la única que sonríe, aunque, como su madre y su hermana, tampoco entiende la palabreja de Inmaculada. La literatura no es el plato fuerte de ningún Martínez Durango. Rodrigo, al que la terminología de su esposa le hace gracia, es el primero en romper el hielo.
—Es una mujer hecha a sí misma —afirma Rodrigo cogiendo la mano de su recién desposada y colocándola sobre su rodilla—. Todo lo contrario que yo, que soy un hombre echado a perder. Por mí mismo, por supuesto.
Rodrigo se ríe. Su madre sonríe. Rosario los mira con curiosidad. Clara tuerce el gesto. Inmaculada empieza a pensar que quizá haya cometido el error más grande de toda su vida. Como no puede notársele ni permitir que el veneno se introduzca en su organismo, toma un sorbo de café muy lentamente. Deja que la conversación discurra y tome el ritmo habitual de la familia. Ella quiere adaptarse.
—Mi hijo ha salido a mí —le explica Olivia a su nuera—. Es imprevisible y un poco alocado, pero es buen chico.
Inmaculada tiene unos hermosísimos ojos verdes, misteriosamente aureolados por unas ojeras muy suaves. No lleva maquillaje y sin embargo sus labios están perfectamente moldeados y rosados. Su pelo es largo y lacio, muy moreno, y le cae en cascada sobre la frente. Lleva ropa sencilla pero le sienta bien, traje sastre pantalón y una blusa verde agua de corte masculino. Sus caderas son el punto menos armonioso de su cuerpo, pero sin duda ejercen un reclamo irresistible en los hombres. Solo las sandalias y sus pies, un poco deformes, denotan una infancia dura con zapatos prestados. Rodrigo se levanta inesperadamente, exultante.
—Deberíamos brindar con champán, ¿no os parece? El café es para las prometidas. Inmaculada ya es mi mujer. Además, deberíais estar contentas. Os he ahorrado el montaje de una boda pomposa.
Clara no está contenta. Rosario mira las manos de Inmaculada con curiosidad. En su mano derecha luce el clásico anillo de matrimonio junto a otro mucho más glorioso: un diamante de corte marquesa que ha costado una pequeña fortuna. Y Olivia esperaba otro tipo de esposa: una mujer más mundana. Rodrigo ignora o no siente la decepción entre las mujeres, y se dirige al mueble bar a buscar el champán y las copas. A él le gusta Inmaculada. Es segura y vulnerable a la vez. Le permite ejercer su papel de caballero andante y, al mismo tiempo, sentirse protegido. Además, a pesar de ser moderna y liberal, es una mujer virtuosa, como ha podido comprobar en la noche de bodas.