Rosario la mira sorprendida. No esperaba que Inmaculada fuera capaz de hablar así a Rodrigo. Su hermano se ruboriza iracundo. Se siente humillado pero las palabras no le vienen a la boca. Nunca ha sido muy rápido de reflejos. En privado, Inmaculada ha tenido salidas poco apropiadas pero nunca antes en público. En público suele ser más bien tímida. ¿Qué le pasa? ¿Es que ha perdido el sentido del decoro? Bueno, en realidad, tan solo su hermana Rosario ha escuchado la conversación, pero aun así.
—¿Y por qué no vais juntas? Rosario ha estado mil veces en Cáceres. Será una guía de primera —propone Rodrigo intentando demostrar indiferencia.
La idea de que Inmaculada se entretenga, de que deje de estudiarle como si de un problema matemático se tratara, arrastra la humillación sufrida por su ataque, aunque queda un poso amargo que deja sedimento en su corazón. Podía haber escogido a cientos de mujeres, ¿por qué a ella? Porque era tranquila, serena, porque no sucumbió a sus demandas, demostrando así que era una mujer virtuosa, como debía ser una hembra. Porque era discreta, porque le admiraba, porque quedó embelesada ante él y sus excepcionales circunstancias. Sí, quizá las cosas no han salido como él esperaba exactamente, pero no se arrepiente porque ¿qué más se le puede pedir a una mujer? Se conforma con que no moleste. Y le dé un hijo, por supuesto.
—Me parece una idea estupenda —dice Rosario intentando contener su emoción.
Inmaculada sabe que la relación con su marido se sostiene sobre delicados engranajes. No puede permitirse descuidarla.
—No sé, cariño, yo preferiría que nos acompañaras. Además, a ti también te vendría bien salir de aquí. Llevas más de una semana sin ir a ningún lado.
—Y tú tampoco —le hace notar su marido—. Yo sí he salido. I le estado dando un paseo por el campo.
—Ya sabes a qué me refiero. Yo soy distinta. Tengo mis libros.
—Y yo mis perros —responde Rodrigo empezando a perder la paciencia—. Y a ti, querida, que no se te olvide. Soy un hombre afortunado.
A Inmaculada no le gusta el repentino dardo sarcàstico. Le duele. Ella se esfuerza por hacerle feliz, por ser una buena esposa. Rosario se levanta. Esta conversación no es para sus oídos. Sabe que su hermano no le perdonará si siente que ella le ha visto humillado y no quiere problemas. Se quita el collar y se lo pone a Inmaculada en el cuello como si de un amuleto de protección mágico se tratara.
—Voy a ver qué pasa con la cena —dice Rosario saliendo de la habitación.
Rodrigo asiente. Una vez que su hermana ha cerrado la puerta tras de sí, se vuelve con frialdad hacia Inmaculada.
—¿No es ese el tipo de cometido del que debería hacerse cargo mi mujer?
A Inmaculada se le llenan los ojos de lágrimas y se aferra a las cuentas del collar, maldiciendo la hora en la que, buscando un lugar donde encajar, entró en una familia que no tiene lugar para ella.
Madelaine levantó la vista del collar y lo vio, luminoso, lágrimas de una virgen de piedra, en el cuello de su madre. ¿Cómo había podido olvidarlo? Decenas de imágenes de Inmaculada y el collar de cuentas verdes se materializaron sobre las vibraciones que el calor producía en la carretera. Un espejismo que en el pasado fue real. Hace poco más de treinta años solo tenía que haber estirado la mano para tocarlo. Hoy solo la parte inanimada de la imagen estaba a su alcance. El collar resplandecía bajo el asfixiante calor y Madelaine no soportaba ni un minuto más el sol abrasador. Era hora de regresar a casa.
Calles empedradas y estrechas. Casas blancas y relucientes de una y dos alturas. Rejas de forja protegiendo las ventanas. Geranios encendidos. El sol del mediodía se imponía sobre las sombras. Madelaine tomó la calle del Castillo, llamada así porque conducía al punto más alto de San Gabriel donde se encontraban las ruinas de un antiguo castillo mudéjar. De él apenas quedaban unos muros sin forma, aunque quizá un día de estos resurgiría de sus cenizas gracias a alguna subvención de la Unión Europea. Solo sería necesario que un funcionario sensible en temas de patrimonio y cierta conciencia con la historia pasara por allí. Mientras tanto, servía para que los niños del pueblo jugaran en el invierno a moros y cristianos. La furgoneta de reparto del bar Paco pasó por delante de Madelaine. A esas horas, puertas y ventanas estaban echadas para proteger el interior de los edificios del calor y, a la puerta de las casas, no habían quedado ni las sillas que por las tardes proliferaban incitando a la charla entre los parroquianos.
—¿Qué haces aquí?
Madelaine se dio la vuelta. Su tía Clara la miraba sorprendida.
—¿Es que no ha llegado el fiscalista?
—Sí. Ya está trabajando —respondió Madelaine.
—¿Y le has dejado solo? —la increpó la anciana molesta—. Se supone que tenías que quedarte con él, Madelaine.
—¿Para qué? Si yo no entiendo nada. ¿En qué voy a ayudarle?
—Pues porque la casa no se puede quedar sola con un extraño —respondió la tía Clara ahora furiosa—. Parece mentira. Es que no sé qué tienes en la cabeza.
—Anda, tía, déjate de paranoias. Tú lo has contratado. Será de fiar, digo yo. No me lo imagino robando.
La tía Clara recapacitó. No quería enfadarse con su sobrina. Tenía que elegir muy bien sus batallas si quería que la escuchase.
—Está bien. Pero hoy en día uno no puede fiarse de nadie. Las cosas ya no son como antes. Se ha perdido el respeto y el sentido de la decencia. En el fondo, lo que pasa es que la gente no sabe cuál es su lugar en el mundo. Nadie parece conformarse con las cartas que le ha dado la vida.
—¿Y por qué iban a conformarse? No entiendo qué tiene que ver el respeto y la decencia con el querer progresar en la vida.
—Dios nos coloca a cada uno en nuestro sitio. Es prepotente intentar cambiarlo. Los seres humanos solo somos capaces de provocar caos a nuestro alrededor.
—Venga, no lo dices en serio. ¿Quieres decir que es justo que haya niños muriendo de hambre, hombres y mujeres que nunca podrán hacer lo que desean por carecer de lo más mínimo? Puedo darte miles, no, infinitos ejemplos de que entonces Dios mete la pata sin parar. Hasta tú deberías reconocer que la vida es mucho más complicada que eso.
La tía Clara soltó una fría carcajada.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Madelaine desconcertada.
—Nada, me estaba acordando de una historia —respondió la tía Clara y volvió a reírse.
Madelaine pensó que quizá su tía había empezado a perder la cabeza.
—Mi madre también pensaba como tú —se explicó la anciana.
—¿La abuela Olivia? —preguntó Madelaine sorprendida ante la facilidad con la que la tía Clara había mencionado esta vez a su madre.
—Sí —continuó Clara—. Recuerdo, siendo yo muy niña, antes de que naciera tu padre, que un fin de semana vino el obispo de Sevilla a celebrar algo, no recuerdo qué. Era un honor recibir la visita de un obispo y la tradición decía que se alojara en la mejor casa del pueblo.
El obispo siempre se había alojado con la familia Durango. Tanto era así que incluso en el palacio habían preparado una habitación permanente con una hermosa cama de dosel púrpura.
—Sí, recuerdo alguna de sus visitas cuando yo era muy pequeña —asintió Madelaine.
—Bueno, pues tu abuela se empeñó en traer de una de nuestras fincas del interior a una muchacha que era una bruta sin remedio. Un ser desgarbado, vulgar, más cercano en la cadena de evolución al mono que al hombre. Su única virtud era que cocinaba una sopa de picadillo gloriosa, un verdadero manjar como nunca he probado. Bien, Olivia aseguró que la convertiría en una señorita. Yo creo que lo hacía para fastidiar a mi padre, pero, en fin, esa es otra historia. La cosa es que se vistió a la chica con un uniforme impecable y la instruyó para que atendiera en la casa. Apenas llevaba una semana cuando recibimos la visita del obispo. Mi padre se encargó personalmente de preparar una cena digna de un rey y se le advirtió a la muchacha, Rogelia se llamaba, de que se limitara a servir y que no se le ocurriera abrir la boca. Si se dirigían a ella, debería responder brevemente con un «Sí, su ilustrísima» o «No, su ilustrísima». El obispo era una personalidad y merecía el más alto respeto.
La anciana soltó otra carcajada. Madelaine la miraba estupefacta. ¿Sería este tono humorístico una señal de demencia senil? Bueno, al menos la tía Clara había cambiado la expresión, reía y mencionaba a la innombrable Olivia. Esta nueva versión de su tía, aunque poco comprensible, le gustaba más.
—Todos estábamos pendientes de Rogelia, esperando que metiera la pata, pero la muchacha parecía haber recogido vela y atendió la mesa con diligencia y seriedad. Mi madre, Olivia, estaba encantada con su obra, se le notaba en su sonrisa satisfecha cada vez que la chica entraba y salía del comedor. Entonces llegó la sopa. Rogelia acercó la enorme sopera al obispo y este tomó el cazo para servirse. Lo hizo con cuidado y de la parte más superficial. Una vez. Otra vez. La tercera vez que se sirvió, la muchacha, que con tanto esmero había preparado la sopa, no pudo aguantarse más y exclamó:
«Ajonde, ajonde,
su divina majestad, que en el culo está lo bueno».
Madelaine y la tía Clara estallaron en carcajadas. Los ojos les lloraban de risa. La tía Clara no se reía así desde..., bueno, seguramente desde que sucedió este episodio, hacía más de sesenta años. Qué vida más poco alegre había tenido. La tía Clara sacó un pañuelo del bolso y se enjugó las lágrimas.
—Bueno, como verás este es un caso divertido pero ilustrativo. Es lamentable que la gente quiera cambiar su lugar en la vida por culpa de las ideas que otros les meten en la cabeza. Vamos, si no fuera por la televisión, muchos no desearían ser lo que no son, ni tener lo que no tienen. Pero, claro, se les anima, peor aún, se les incita a pensar que su vida no es lo suficientemente buena para ellos y que se merecen más. Y eso no es verdad. Es una gran menina. Además, tampoco es justo. El deseo que otros siembran en nuestro corazón no hace sino conducir a la sociedad al caos. Las cosas son como son. Cada cual tiene su lugar y la felicidad está en saber cuál es tu lugar y contentarse con él.
—No sé, tía. Entiendo lo que dices y es verdad que el deseo permanente de mejorar no nos hace más felices, pero eso no quiere decir que tengamos que contentarnos con lo que nos ha tocado en la vida. Tu planteamiento es un poco maniqueo.
—Extiende una mano y te tomarán el brazo. Hay cosas que no admiten las medias tintas. Mira el hijo de la Felisa, un pobre chico feo como un demonio pero bien dispuesto para el trabajo del matadero. Le tocó un dinero en la lotería y se compró un coche de esos descapotables y carísimos. Pues resulta que eran las fiestas de Aracena y la hija del boticario le pidió que la llevara con dos amigas. El chico daba brincos de alegría. Su suerte había cambiado. Por fin las chicas contaban con él. Poco le duró la alegría. De regreso de Aracena, perdió el control en una curva y se estrellaron contra un árbol. Dos de las chicas murieron en el acto, una tercera parece que saldrá adelante, y él, parapléjico de por vida. Ya me dirás tú qué bien le hizo a ese chico tener dinero.
—Quizá en ese caso tengas razón, pero otro chico con más seso o menos complejos con las mujeres podía haberle dado una mejor utilidad al dinero.
—Donde no hay mata, no hay patata, Madelaine —la cortó la tía Clara—. Así es la vida. Cada uno tenemos nuestro lugar y punto.
Madelaine no pudo reprimirse. Su tía Clara se lo estaba poniendo en bandeja.
—¿Tú eres feliz, tía? ¿Has sido feliz?
La anciana palideció y farfulló, enfadada consigo misma por haber hablado demasiado.
—Sí, por supuesto. Tengo mi conciencia tranquila.
—Ah, la conciencia... —saltó Madelaine con cierta sorna.
—Sí, es lo más importante —la interrumpió Clara con sequedad—. Aunque para morir en paz reconozco que me falta una cosa.
Madelaine la miró con curiosidad.
—¿Una cosa? —repitió—. ¿Qué cosa te puede faltar a ti, tía?
Clara la miró a los ojos, disfrutando con la revelación. Su voz no tembló, sonó segura y con un cierto deje de satisfacción malsana, seguramente basada en la convicción de que su sobrina sentía el sagrado vínculo del matrimonio como una pesada losa que notaba sobre su cabeza.
—Dejarte casada y con un heredero en camino, claro.
En otro momento, una declaración así hubiera provocado una carcajada de la joven médica, pero quizá fuera por el calor, o el lugar, o la compañía, o por la suma de todo ello, un escalofrío helado recorrió la espalda de Madelaine. Porque sabía que su tía hablaba en serio. Porque ante una afirmación tan rotunda, el destino estaba marcado. Porque ella, sin remedio, se veía abocada a ser parte de una cadena de la que llevaba años intentando liberarse.
—Ah, ¿y ya sabes con quién me he de casar? —preguntó Madelaine intentando bromear, espeluznada ante la posibilidad de una respuesta afirmativa.
—No —respondió la tía Clara, y su sobrina respiró aliviada, aunque la falsa sensación de seguridad duró apenas un instante. I,a tía Clara no había terminado—. Pero tengo una idea que te comunicaré a su debido tiempo.
La conversación había tornado la calle empedrada en incómoda y las casas blancas y luminosas en un escenario fantástico, o más bien fantasmagórico. El contenido de aquella charla no tenía nada que ver con la realidad de Madelaine, ni con quien ella era: una joven de familia bien que había estudiado Medicina y pretendía dedicarse a ello el resto de su vida, lejos de las asfixiantes ramas del árbol genealógico en el que ella no había pedido estar. Clara no quería entrar en discusiones con su sobrina. Su fuerza futura residiría en retrasar en lo posible un enfrentamiento.
—Vamos a ver qué hace el fiscalista ese —concluyó la tía Clara cogiendo a su sobrina del brazo. Y esta se dejó, intentando que así se borrara una conversación que sería mejor olvidar.
—La historia de Rogelia es buena. ¿Qué pasó con ella? —preguntó Madelaine mientras caminaban hacia el palacete.
—Pues que volvió al lugar tic donde había salido. Se casó con un muchacho de su clase y tuvieron varios hijos. Fueron felices y comieron perdices, o sopas hasta reventar.
—Aunque la historia no terminó como mi abuela esperaba, yo creo que sus intenciones eran buenas y eso es lo importante —meditó Madelaine en voz alta—. Intentó darle a esa chica una vida mejor sin esperar nada a cambio.
—Olivia siempre tenía un motivo para hacer las cosas. No te equivoques —farfulló la tía Clara fastidiada.