—¿Por qué la llamas Olivia si era tu madre?
—Porque ella nos instruyó para llamarla así. ¿Qué quieres comer hoy? —le preguntó cambiando de tema—. Tengo para hacer caldereta de costillas.
Madelaine no respondió. Necesitaba unos segundos para valorar si era el momento o no.
—O si prefieres puedo poner un poco de pescada frita —continuó la tía, ignorando el silencio.
—Recuerdo que, cuando yo era niña, te enfadabas cada vez que alguien mencionaba el nombre de la abuela. Incluso arrancaste las violetas del patio porque a ella le gustaban —persistió Madelaine. Al fin y al cabo, si no preguntaba, ¿cómo iba a averiguar?
—Sí, bueno, ahora ya soy mayor. He cumplido más años de los que ella tuvo jamás.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Mucho. Los años ponen todo en perspectiva. Entonces estaba llena de resentimiento. Ahora solo me da pena. Sí, no pongas esa cara de incredulidad. Fue una madre que nunca quiso ser madre. Una esposa incapaz de guardar fidelidad. Si ella no hubiera sido así, mi padre no hubiera muerto como lo hizo, ni Rodrigo, tu padre, posiblemente tampoco, y la vida de mi hermana Rosario hubiera sido muy diferente. Rosario fue, de todos, la que menos se merecía la vida que tuvo. Se podría decir que he tenido mi momento de epifanía con respecto a mi familia.
—¿Ahora que están todos muertos?
—Sí. Ahora que he estado en este mundo más tiempo que nadie.
—Pero quizá te equivoques. Quizá solo sea un montaje de tu cabeza. No puedes comprobar si esa verdad, ese momento de epifanía del que hablas, es cierto o no.
—Me hace sentir mejor. Así que tiene que ser cierto.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—¿A ti también te arruinó la vida Olivia?
—No, yo estoy donde tenía que estar. Aunque hubo un tiempo en el que no lo vi así, no me imagino qué hubiera podido hacer yo mejor que cuidar de lo nuestro.
Llegaron hasta la puerta del palacete y se detuvieron ante la enorme puerta de roble. Madelaine notó que la mano de su tía temblaba al intentar meter la llave en la cerradura. Tras varios intentos infructuosos, Madelaine se animó a intervenir.
—Déjame, tía, que esta llave a veces se atasca —le dijo tomando la llave.
—No me protejas. Me falla el pulso porque estoy vieja y punió —respondió la tía Clara molesta, empujando la puerta para entrar. Madelaine la siguió paciente: ¡qué carácter el de su tía!
1955, San Gabriel
—Ya sabía yo que estabas con Manuel —dice Olivia cuando Clara cierra la puerta tras de sí, a oscuras para no despertar a nadie.
Clara tiene dieciséis años, una figura estilizada y el rostro, si no bello, sí interesante. El pelo, recogido en una rápida coleta, le deja la amplia frente despejada. Las mejillas sonrosadas. Viste falda de cuadros en tonos marrones y un jersey verde aceituna. Olivia da una calada a su largo cigarrillo y la estudia muy seria. Lleva una larga bata de seda blanca sobre un camisón a juego, y la melena rubia le cae sobre los hombros. En la entrada de la casa, apenas iluminada por la luz de la luna que se cuela desde el patio interior, su figura reluce con un toque fantasmal. Su hija se ha quedado clavada en el suelo, esperando la reacción de su madre, que acaba de regresar de París tras varios años de ausencia.
—Te estás equivocando, Clara. Esa relación es nefasta para ti.
—Lo siento, de verdad. Yo... te prometo que no salgo más de noche.
—Eso me da igual —replica Olivia cortante—. Por mí como si no vuelves a casa. Ya eres mayor y sabrás cuidarte. Pero ya estás buscándote otro novio porque con ese tipo no sales más.
Los ojos de Clara denotan un odio centenario, sorprendente producción para el cuerpo de una joven, y guardan un secreto insoportable que la está ahogando.
—Tienes celos —salta Clara incapaz de contenerse—. Vi cómo le hablabas el otro día en la Feria.
—De él no se puede esperar mucho, pero tú tienes que entender que te está utilizando —responde Olivia, intentando ignorar el ataque de su hija.
—Va a dejar a su mujer. No es feliz con ella. Conseguirá la nulidad. Conoce a gente en el tribunal de La Rota... Ya lo verás, Manuel me quiere.
Olivia sonríe condescendiente y Clara se siente ridícula. Ridícula y llena de inseguridades. Su madre está a punto de cumplir los treinta y cinco y es la mujer más bella del mundo.
—No —niega Olivia con aplomo—. Me quiere a mí, hija. Como no puede tenerme a su modo, está intentando hacernos daño a todos.
—Eso es mentira. Me lo ha contado todo. Tú eres la que no se resigna, la que lo persigue. Tú sí que me das asco. Para eso has vuelto, ¿verdad? Para tener un lío con él. ¿No te da vergüenza?
Clara no entiende nada. Odia a su madre que ha regresado. Odia a su padre que ha permitido que regresara. ¿Por qué? Nadie lo entiende.
—Te está engañando —le asegura Olivia—. ¿Sabes por qué no acudió el martes pasado a vuestra cita en el olivar? Sí, no pongas esa cara. Yo sabía que habíais quedado, como lo sé cada vez que os veis. Pues no acudió porque estaba conmigo en Sevilla. Fuimos al casino y luego pasamos toda la noche juntos en el hotel Cristina.
A Clara se le llenan los ojos de lágrimas. Le gustaría no creerla pero sabe que lo que su madre dice es cierto. La aborrece. Aborrece haber salido de sus entrañas. Sus padres no se quieren, y no van a volver a estar juntos. Eso les ha quedado claro a todos, pero meterse con su novio es demasiado, incluso para ella.
—¿Por qué me haces esto?
—Porque quiero asegurarme de que lo entiendes. Y me voy a acostar con él todas las veces que sea necesario para que entiendas que es un sinvergüenza.
—Eso es pecado. Eres una cualquiera. —A Clara le tiembla la voz.
Pero Olivia no va a ofenderse por semejante calificativo. Sabe la verdad. Empezó a descubrirse a sí misma el día que abandonó a su marido, asumiendo todas las consecuencias, y aunque, insatisfecha, siente que se encuentra en el camino.
—Salió la puritana. ¿Y lo que haces tú?
—Yo no estoy casada.
—Yo tampoco. Estoy separada.
—Ante los ojos de Dios...
—Ante los ojos de Dios, no estoy casada —declara Olivia molesta. No con su hija, sino con el mundo. Pero Clara no nota la diferencia. Nunca imaginaría las razones que mueven a su madre. Son un secreto que Olivia no desvelará hasta el día de su muerte.
—Solo quieres hacerme daño, que lo deje —replica Clara rabiosa—. No voy a escuchar tus intrigas.
Clara quiere irse a su cuarto, desaparecer de esa pesadilla inesperada que la aguardaba tras dos horas de amor y dicha completa. Pero Olivia está en su camino y ella se ha quedado petrificada en la oscuridad.
—Además, si eso fuera así y él es un sinvergüenza, entonces, ¿tú qué eres? ¿Una puta? —se atreve Clara.
Olivia le da una bofetada, rápida, inesperada...
—Yo soy tu madre. Y, aunque ahora estés cegada por tu estúpido enamoramiento, soy la única persona en el mundo que te quiere desinteresadamente, lo creas o no. No espero nada de ti. Ni siquiera que me cuides en mi vejez, así que ya ves. Lo de Manuel se acabó. Tiene treinta y ocho años. Odia a los Martínez Durango. Tu padre no lo va a consentir y si no terminas con esta insensatez te enviará con las monjas al norte.
Clara quiere replicar que le da igual. Pero no es así. Su padre es su padre. A él sí le llama padre. Él es su pasado, su presente y su futuro. Sabe que confía en ella para continuar con el legado de la familia. Sin él siente que la familia Martínez Durango no tendría sentido. Ella no tendría sentido. ¿Podría renunciar a todo por Manuel? Sí. Por supuesto que sí. Haría lo que fuera por Manuel. El ha entrado en su cuerpo. Ella se ha dejado poseer. Se pertenecen. ¿O tendrá su madre razón y ella no significa nada para él? Tampoco Rosario creerá que es amor de verdad. Los posos del café predijeron engaño. ¿Qué le importa a ella su estúpida hermana y sus tonterías? No debe dejarse confundir. ¿Por qué el pensamiento de que su padre se entere le angustia de esa manera? Ella confía en su amor. Su amor es fuerte y está dispuesta a dar lo que sea por él. Pero la duda ha sido sembrada en su corazón, por su hermana, por su madre. Maldita sea.
Olivia se hace a un lado para que su hija pueda subir a su habitación. Clara pasa muy digna por delante de ella. Con la cabeza alta, en el mejor estilo Martínez Durango.
—Lo siento, Clara —le dice Olivia—. Pregúntale dónde compró el broche de pedrería que llevas prendido en la solapa.
Clara baja la cabeza y se toca el broche aturdida, dolida.
—Verás cómo te responde que en Sevilla, en la Feria de Abril. Lo compramos juntos. Me dijo que era para su hermana. Yo pensaba que tú te darías cuenta de que solo es un cabronazo pero parece que ha hecho muy bien su trabajo.
Clara se queda sin palabras. ¿Qué puede decir? Su madre ha arrancado de ella la única alegría dulce y pura que ha conocido su cuerpo. El único amor que ha recibido en su vida ha sido una mentira. ¿Qué le queda entonces? La Nada. Ella.
—Estarás muy satisfecha de ti misma, «madre» —dice Clara sin mirarla a la cara.
Olivia ve subir a su hija por la magnífica escalera de mármol rojo. Le tiembla la mano al apurar el cigarrillo. Se odia a sí misma. Sabe que acaba de perder a su hija para siempre. Posiblemente Clara será capaz de aceptar que su amante no la quiere como ella cree, pero nunca perdonará a su madre por haberla visto humillada. Perdonamos muchas cosas a los que nos hacen mal, pero no al que además nos ve humillados, piensa Olivia con dolor. Y su luja posee el estúpido orgullo de los Martínez. El honor, la honra, el qué dirán, han sido la causa de gran parte de su infelicidad. Nadie está exento de cometer equivocaciones, pero solo los Martínez son capaces de llevarlas hasta sus últimas consecuencias.
Olivia se apoya en el pasamanos y siente el peso de una historia familiar que viene marcada por un destino fatal. Y curiosamente no se siente heredera. Eso sería casi un alivio. No. Se siente parte culpable. De repente, sobre su cuerpo y su mente se acumulan pasado, presente y futuro. Como si el tiempo no existiera y todo apareciera mezclado en el momento vivido, que es el único que existe, el único que existirá. La infelicidad y el desamor de generaciones conviviendo en ese preciso instante son algo difícil de soportar. Olivia retrocede sobrecogida, y se sienta en el banco junto a la escalera. Siente el frío de la pulida madera en su espalda y trasero. Mira a su alrededor ante la revelación que acaba de experimentar. La oscuridad, apenas penetrada por suaves trozos de luna que se reflejan en el brillante suelo, se asemeja al tenebroso sentimiento que la embarga. Siente miedo. Y resignación. Rosario le ha leído hoy los posos del café a Bernarda, pero, cuando le ha pedido que hiciera lo mismo con los suyos, se ha negado alegando que son solo tonterías y supersticiones. A pesar de las apariencias, el instinto le indica que la mediana de sus hijos es diferente a todos ellos. Es quizá especial de tan normal. O más bien natural. I.a única que escucha, que está atenta a todo. Ella sí tiene lo que se necesita para amar. Podría ser feliz. Su hijo pequeño, sin embargo, está demasiado marcado por su masculinidad. Y Clara es dura como una roca, no tiene capacidad de regeneración: es quien es y siempre lo será. Más ahora que se ha cruzado Manuel en su camino. Ha quedado maldita para siempre. Solo Rosario podría salvarse. Olivia cruza los dedos y se los besa. Es supersticiosa, aunque en público siempre lo negaría. Las supersticiones son cosa de gente sin educación ni capacidad para cambiar su destino y ella rehúsa ser títere de nada ni de nadie. Apaga el cigarrillo en un cenicero de cristal que se encuentra sobre la mesita, junto al banco en el que está sentada. El humo desaparece, único elemento dinámico de la escena, y, al evaporarse la mancha etérea pero presente que rodeaba sus dedos y su rostro, la invade la desazón. La inseguridad hace presa a Olivia. Pronto tendrá que irse otra vez, regresar al mundo frívolo y superficial que ha elegido. Al menos necesita asegurarse de que Clara y Manuel nunca más volverán a estar juntos. Néstor tiene razón: solo ella podía evitar la tragedia. Pero lo peor de todo es que, muy a su pesar, Olivia ha experimentado una tormenta salvaje de sentimientos encontrados en esta aventura. Manuel, aunque ella intente negárselo, es el gran amor de su vida. Y él sigue deseándola. Lo siente en la avidez con la que sus manos recorren su cuerpo y en la lujuria con la que la mira cada vez que se encuentran. Pero no es amor. No. Si hubiera sido amor, no la hubiera abandonado cuando sí podían haber estado juntos, cuando un juramento les había condenado al amor eterno. Olivia siente ahora que lo suyo con Manuel es otra cosa, oscura, sucia, inconfesable. Sabe que se enamoró de un hombre egoísta, ambicioso y extremadamente pragmático. Ella, segura e inteligente, cayó en brazos del hombre menos conveniente de su entorno. Y sí, la historia podía haber sido otra si las circunstancias no se hubieran dado como se dieron, si Néstor no hubiera deseado casarse con ella a costa de lo que fuera... El tiempo ha pasado. Teme por su hija, por lo que siente por Manuel. Si ella fue capaz de tomar las decisiones que tomó, ¿de qué no será capaz Clarita ahora? Olivia se siente ahogada por la preocupación. ¿Y si ellos se han enamorado de verdad? Al final, ¿no queremos todos que nos quieran? Clara seguro que le ha dado amor desinteresado, inocente. La pureza es capaz de conmover al mismísimo diablo. No, es imposible. La naturaleza no puede jugar tan mala pasada. Olivia siente pena también por su marido, algo poco frecuente. Por ser quien es. Pero la pena es un sentimiento inútil. Lo que ahora hay que hacer es asegurarse de que Clara y Manuel rompan para siempre.
—¿Qué pasa? —le preguntó Madelaine a su tía Clara al ver que esta se había detenido junto a la escalera.
—Nada. Creo que me voy a acostar. No me encuentro muy bien.
—Pero ¿no vienes a conocer al fiscalista? —inquirió Madelaine sorprendida.
—Más tarde. Ve tú.
Madelaine se acercó a su tía preocupada. Estaba pálida. La muerte soldada al rostro. Le puso la mano en la frente. Estaba helada, a pesar del calor insoportable.
—Déjame, no seas pesada. Conmigo no vas a hacer de médico —se quejó Clara retirándole la mano—. Es el calor y los años, que no pasan en balde. Ya te tocará. Anda a ver qué hace ese hombre. Ah, e invítale a comer, claro. Por supuesto que quiero conocerlo.
Madelaine permaneció mirando a Clara, mientras esta subía por la escalera hacia su cuarto, apoyándose con cuidado en la balaustrada de mármol rojo. Una corriente de aire le rozó los tobillos, como si de un gato mimoso se tratara, y comenzó a sentirse mal. Algo se había perdido. Algo no había entendido. Algo que flotaba en el ambiente. Algo que le afectaba en ese preciso momento.