Mientras tanto, el silencio era un vigía contemplativo pero inmóvil y así siguió de siglo en siglo, escudriñando guerras de soslayo y desmenuzando paces, tan breves como transitorias.
A partir de ese tramo, el silencio se metió en los insomnios y también en los sueños, donde las peores pesadillas convertían al durmiente en ciego y sordo. Así pues, cuando los amantes se abrazan en silencio no escuchan el latido de sus conmovidos corazones. Y cuando los suicidas ingresan en el fin, quizá comprendan que la muerte es el silencio. Por su parte, el silencio del mar, que escucha siempre, es más concentrado que el de un cántaro, más implacable que dos gotas.
Algunos veteranos narran que en su gastada sombra sólo el grillo hacía trizas el silencio, pero cuando enmudecía la serenata, la oscuridad era de nuevo silenciosa y azul.
Así y todo, para qué negarlo (tal como lo escribí hace treinta años), hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio.
Las recorro una por una. Colección del pasado. Conmovedor. Exasperante. Módico. Comparecen padres, abuelos, hermano. Amigos que murieron leales. Otros que traicionaron en vida. Amores y desamores, pero sobre todo un largo y definitivo amor. Gobernantes y gobernados. Aparecidos y desaparecidos. Rostros de la tortura. Ojos de los verdugos. Horribles. Presencia de los ausentes. Muros con exigencias, con denuncias; otros con homenajes. Árboles y más arboles. Y el mar, bendito mar. Barcos que no volvieron. ¿Seguirán con su escolta de delfines? Nostalgia de un ensueño. Planicie del rotundo despertar.
Y el mar, el mar de nuevo. Con nubes que lo techan. Y gaviotas, las mías, las que saben mi nombre, por supuesto es mentira, pero ¿no sería maravilloso que sus alas tan lisas volaran para mí? Foros de un palacete junto a un pobre tugurio. La reina de belleza abrazando a un mendigo. Y el mar. Ahora mismo confirmo, juro, asumo ante el espejo, que agregaré más fotos con el mar, este mar mío.
Me aferró al tiempo como si pudiera sujetarlo. Pero él transcurre, inexorable y sordo. Los sabios más estúpidos envían misiles y naves espaciales para formalizar su idilio extraterrestre, pero es inútil, nadie los espera. Cada cuerpo celeste, planeta, asteroide o aparente luminaria, es tan sólo un vacío. Nadie es el dueño de la nada, y la nada es el pozo, el abismo es de nadie. No hay preñeces, no hay partos, no hay palabras, no hay llantos. Sólo cunde el silencio. No hay sangre que justifique que hubo vida. Sólo rocas de burla, aire mudo, que ni siquiera es aire. ¿Dónde estarán las órbitas, las tímidas burbujas, aptas para llenar las ansiosas mochilas de la ciencia? ¿De qué le servirá este techo de tinieblas? No hay sueño sino la pesadilla más tediosa. No hay números: es la ruta del cero baladí. No hay letras: salvo la Z inútil de algún borde. No hay tierra para endiosar a la semilla. No hay. No hay.
Lo que hay está aquí, en nuestro mundo de codicia y hambre. Niños que mueren entre lluvia y lluvia. Cada viejo, cada matusalén que se abraza a la muerte, la antediluviana y la de hoy. Y jorobada y todo ella se los lleva. No se sabe si a Dios o a otro lejano adiós, tal vez más promisorio. Me aferró al tiempo como si pudiera sujetarlo. Qué payada, ¿no? Qué epílogo de algo, qué prólogo de nunca. Basta por hoy. Y por mañana. Chau.
La realidad es un manojo de poemas sobre los cuales nadie reclama derechos de autor. Debajo de cada piedra, de cada baldosa, se esconde un poema.
Hay irreverentes, y también historiadores, que sostienen que la virginidad de María es un error de traducción. Y puede que sí. Pero ya sea en arameo, zendo, jónico, eólico o ático, haya sido virgen o mujer normalmente sexuada, María es sobre todo una imagen poética, digna de parir a esa prometedora metáfora llamada Jesús (no olvidemos que expulsó del templo a los mercaderes).
Hasta en las guerras hay poesía, pero nunca en la artillería de los vencedores sino en la última mirada de los vencidos. Hay poesía en los himnos patrios, pero no en la cursilería de sus letras sino en las voces de quienes los cantan.
Hay poesía en los-cuadros de Van Gogh o de Velázquez, de Murillo o del Tiziano, de Durero o de Gainsborough, y hasta en las peligrosas arañitas que alojan su hambre estética detrás de un cuadro de Picasso o de una estampa de Buda.
Cuando uno ve pasar una muchacha con su garboso contoneo y murmura que es un poema, sólo dice la verdad. Aun el dolor es poético, como bien lo documentaron Shakespeare y el Dante, y más cerquita Rulfo y Quiroga.
Lo malo de la realidad y también de la poesía es su punto final. Como éste.
Lo que sigue es el insólito testimonio de un tal Cerbero Atocha:
«El sol había caído y la sobreviviente claridad era la de un crepúsculo plomizo, por cierto nada estimulante. Yo venía caminando, un poco cansado, a pasos lentos, cuando al doblar la esquina vi aquel cuerpo tendido, inmóvil.
«Recordé por un instante esa fea costumbre norteamericana: si ven a alguien caído, todos siguen de largo, sin prestarle auxilio ni siquiera atención. Así que traté de acercarme a aquel desgraciado, pero entonces se abrieron todas las ventanas, con oscuras figuras y agrias voces que me gritaban: “Noooooo”, así que retrocedí hasta un zaguán que quedaba a sólo tres metros del desvalido. Y desde ahí me puse a mirarlo, a examinarlo, y en cada vistazo le encontraba más rasgos conocidos: la frente ancha, la nariz afilada, el cuello largo.
»Pero ¿quién era? Me fue invadiendo una creciente inquietud. ¿Quién era aquel manso cadáver? Y allí nomás tuve que enfrentarme a la revelación. ¿Cómo no iba a hallar rasgos conocidos en aquel cuerpo? ¿Cómo no iba a identificarme con aquel hallazgo, si el muerto era yo? Yo, el mismísimo Cerbero Atocha. Que en paz descanso.»
Los que no están, están empero. Cayeron como vamos a caer en nuestra noche. La leve eternidad ya los protege. Quedaron sus palabras, escritas o escuchadas, sus gestos de alegría, sus odas de amargura. Sus manos que aún dialogan a veces con mis manos.
El cielo que ellos vieron me está viendo, celeste. El mundo nos rodea, con ellos y sin ellos. Faltaron en el júbilo, cuando todos lloramos. Faltaron en la pena, cuando todos cantamos.
Si percibo en mi espalda algún abrazo, pienso que pueden ser. Pero no son. Están empero.
Quisiera introducirme en sus ausencias y preguntarles todo: qué se llevaron, qué dejaron. No es bueno convivir con el vacío.
El pasado, colmado de sus rostros, nos castiga y nos premia. Reparte sus consejos, sus reproches. La memoria los junta. Y algo que vale: los que se fueron vuelven en los sueños. Bienvenidos.
Gastan millones en misiles buscadores de algo y no hallan nada. Sólo rocas y rocas, abismos y montañas. Ni sobrevivientes ni sobremurientes. En consecuencia, llenan la tele dé monstruos, esqueletos móviles, aburridos fantasmas, que sólo sirven para sembrar curiosidad y horror entre los niños.
Esta minúscula, microscópica humanidad, este piojo del Universo tiene un enigma, pero no lo revela. Ni siquiera hay memoria de la nada que nos parió.
La locura sin altares, la cordura de ateo, nos abochorna y abochorna al cielo, ese presagio. Lo mejor es soñar, porque es mentira, un contrabando como cualquier otro. Eso está permitido.
Al menos en los sueños no hay espejos. Ésos quedan para la duermevela. Y allí, cuando nos vemos, nos cuesta decidimos. No sabemos si reír o llorar.
Entonces respiramos y el espejo nos presta una estampa de pájaro. Y volamos.
El aplauso es por lo general una recompensa de lo ignoto. Puede sonar aislado o como un coro imponente de palmas. Sobreviene como el ámbar y a veces tiene color de profecía. Puede ser una peligrosa tentación o también un azoro de la humildad.
Cuando provoca jaqueca o dolor de garganta, es porque no estamos preparados para el rito.
Si el aplauso es un alrededor, vale la pena alzar el vuelo. No para siempre, por un rato, medir de lejos la eclosión, sin repentina vanidad y sin falsa modestia.
Como el aplauso viene de las sombras hay que pensar por qué.. De todos modos uno los colecciona: cuelga algunos en el corazón y otros en el perchero.
El aplauso puede ser un mensaje, un empeño, un galardón, pero también una lástima, un golpe de ironía. Puede venir de tres amigos generosos o de un estadio repleto.
De todos modos, hay que aprender a vivir sin aplausos, o sólo con el aplauso de la conciencia espontánea y Veraz.
Uno tiene derecho a la alegría. A veces es humo o es niebla o es celaje. Pero detrás de esas demoras ella está, esperando. Siempre hay una hendija del alma por donde la alegría asoma sus despabiladas pupilas. Entonces el corazón se vuelve más vivaz, se extrae de su quietud y es casi pájaro.
La alegría sobreviene después de las ausencias, al fin de las nostalgias. Si uno se reencuentra con lo amado y su revelación unánime, es lógico que el gozo nos abrace y a uno le vienen ganas de cantar. Aunque no tenga voz, aunque esté ronco de pasadas angustias.
Después de todo la alegría es un préstamo, no nos pertenece. Es una locurita, un premio pasajero, pero la disfrutamos como si fuera propia, como un lucro, como una primavera de la vida. Ella se aferra al tiempo, arrastra su poquito de la infancia y se mete soplando en la vejez.
Semana tras semana, año tras año, la alegría va llenando vacíos. Hasta que no puede más y se vuelve tristeza.
En primera instancia somos un desatino y en última instancia un disparate. No sé quién se habrá ocupado de crearnos, tan indefensos, tan soberbios, tan inauditos, tan curiosos.
Sin embargo sin embargo y con embargo somos un misterio que está siempre en el borde del abismo. El universo sólo sabe burlarse de nosotros, nos abanica con la pantalla de la muerte como si fuera una novedad. ¡Si sabremos que el no existir existe!
Somos un disparate porque así y todo buceamos en la fe, buscamos el cielo cuando la lluvia lo desaparece y abrimos los brazos cuando las catástrofes nos cercan.
Somos un disparate porque elegimos el crepúsculo desde la terraza y nos metemos en la noche sin ninguna exigencia.
Aquí y allá enfrentamos paradojas, inventamos palabras de locura, paréntesis de ansiedad. Y así andamos, descalzos, por las piedras, sin que el alrededor nos haga mella.
Y mientras tanto, el mundo mudo nos contempla y el corazón nos sigue.
Qué disparate.
Las cosas que nos faltan, cuántas cosas. Las que quedaron en el camino o nunca accedieron a él. Quien más, quien menos, todos llevamos una filatelia de las ausencias.
Hay partidas, adioses de los que no volvieron ni volverán. Aun en las mejores y conquistadas alegrías, sobreviene de pronto un vacío y nos quedamos taciturnos, solos, tiernamente desolados.
Por suerte cuando soñamos vuelven todos, los que todavía son y los que fueron. Y abrazamos fantasmas, almas en pena y almas en gloria. Ellos nos cuentan su impiadosa sobrevida, aunque, eso sí, marcando siempre su territorio, que es sólo invierno.
Su exilio tan pasivo, tan inerte, no está consólida- do. Con su martirio, nos martirizamos, quizá porque sabemos que todo eso acaba en un opaco despertar. Viene entonces la fase de ojos abiertos, también llamada insomnio. Allá arriba está el cielo raso, con la araña de siempre en su rincón de redes. Nos faltan manos para acariciar, labios para besar, cintura que estrechar, cuerpo que penetrar. Todo es ausencia.
El mundo es tan cambiante, tan inesperado, que es bueno construirse una guarida, no sólo para desalentar al azar sino también y sobre todo para borrar las culpas que los buenos vecinos nos endilgan.
Desde la guarida vemos transitar el invierno maldito con su helado cortejo. Vemos pasar a las brujas del Norte con su esperpento globalizador. Y apenas distinguimos a través de la niebla a los buitres solemnes que perdieron el rumbo.
En la guarida estamos ilesos mientras Cunde algún desastre. Y nos contamos cuentos y encendemos la antorcha.
Si una Ella nos hace compañía, vaya gloria plural. Y si estamos aislados, solitarios, vaya pobre singular. En la guarida, sin la entrañable plebe, somos los modestos propietarios de un milímetro de universo, de un centímetro del mundo.
Somos tan transparentes, tan formales, tan ácidos, que el protoplasma añora sus antípodas y nos pide colores y hasta salmos de ateos.
La eternidad se aburre o se calcina. Los deseos se asoman en el hueco y dejan flores por si acaso.
En la guarida estamos casi a salvo. Nadie puede matarnos. Salvo la muerte, claro.
Si en un insomnio cualquiera, uno pretende aliviar el desvelo, puede que se le ocurra mirar hacia atrás. Cuántos hechos y desechos se acumulan en cada recoveco de la memoria: amagos de osadía, pasos en falso, desamores y amores, admiraciones y esperpentos, porquerías y chispas de humor. Uno apenas se reconoce en los cruces de sí mismo consigo mismo. Como si se tratara de confusos borradores del azar, de rostros en la niebla, de maletas perdidas.
Y en la balanza octogenaria, el platillo del pasado pesa mucho más que el del futuro. Pasó mucho y queda poco. No cabe duda de que algo se ha aprendido, por ejemplo a asumir el dolor: el físico, que puede ser curable, y el otro, que se prende en el alma para siempre.
El ayer transcurre sobre el friego, sobre el mar, sobre la tierra* Nada puede borrarlo, porque es hálito, destino. No hay más remedio que meterlo en la bolsa, y cómo pesa.
El presente es apenas una línea divisoria, una frontera que de poco sirve. Uno la pisa y la pasa, y el avaro futuro nos recibe con su abrazo implacable.
Otra vez los misiles rasgan el espacio. En Londres, en Bagdad, estallan los silencios y las bombas. Qué monotonía.
En Colombia los marines fortalecen su mercado de drogas, la pasta base mata en apenas seis meses. Por algo enloquecemos de a poco en la inocencia. Qué monotonía.
Todo es adrede, todo hace trizas el alma. El pobre tiempo ocurre con sus buitres, sus incendios. Qué monotonía.
Después de todo Dios, si es que hay alguno, se dedicó a crear abismos y cenizas, simulacros de azar. Qué monotonía.
El mundo asume el color de la tristeza y nace y muere sin excusas. Todo se carga, todo se repite én sueños y vigilias. Qué monotonía.