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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Poesía

Vivir adrede (6 page)

BOOK: Vivir adrede
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Hay hábitos que se enfrentan con hábitos y de ese choque suele manar sangre. En ciertas regiones, «la costumbre» es el menstruo de las mujeres, pero a nadie se le ocurre llamar costumbre al orgasmo de los hombres.

Todos somos un poco esclavos de nuestras costumbres^ porque ellas no nos sueltan, nos diseñan un carácter o adjudican un temple.

La costumbre de amar suele limar el amor, debilitarlo. Hay que amar al margen de cualquier costumbre, improvisadamente. El amor es más seguro cuando nos toma de sorpresa e incluso desorienta a la costumbre. Hay quienes cargan con la costumbre en la valija, pero ¡ay cuando la dejan olvidada en el aeropuerto o en la casa de la amante número dos!

La costumbre de los niños es burlarse de los padres y el hábito de los padres es burlarse de los abuelos. Después de todo, respirar es una buena costumbre y cuando uno la olvida queda en cero.

Casi todos los humanos tienen la triste costumbre de morir. Los que se salvan son los que resucitan (Cristo y otros muchachos), pero en los últimos tiempos no se usa ese recurso. Se llama Resurrección de la Carne a todos los muertos del Juicio Final. Loca costumbre, ¿no? Menos mal que queda varios kilómetros después del horizonte.

62. Perdones

En primer término debo confesar que soy un filatelista de los perdones: los voy detectando y los archivo. Claro que, por discreción, aquí sólo me referiré a unos pocos: digamos veinte veces en que perdoné y otras veinte en que fui perdonado.

Hay varias formas de perdón: la clemencia, la piedad, el indulto. No es lo mismo el perdón al marido adúltero que el perdón al verdugo, que en última arriesgada instancia decide no decapitar.

Cuando es uno el que perdona, debe sobreponerse a los reproches de la memoria, y cuando es uno el perdonado debe escuchar atentamente los latidos del alucinado corazón.

El perdón tiene a menudo ingredientes de estupor, porqué no siempre sabe el perdonante que guardaba en sí mismo esa capacidad tan generosa.

El perdón es un puñado de sentimientos que a veces nos acaricia y otras veces nos acogota, susurrándonos un ultimátum: perdonar o morir. Con el perdón nos entendemos cuando el alma llora, pero sobre todo cuando deja de llorar.

En el perdón conviven la culpa y la disculpa, el sueño y el desvelo. Cuando el amor se aleja del perdón no hay más remedio que arrimarle una cama; con mujer incluida, por supuesto. Entonces el perdón es como un himno no destinado a una multitud embanderada y vestida sino a un cuerpo soberbio y desnudo.

El problema reside en que aunque nos pasemos toda una vida perdonando, la jodida muerte no nos tendrá clemencia. Y eso será así, aunque nuestras últimas palabras sean tan corteses como: «Perdón, señora».

63. Eco y espejo

El eco es espejismo y el espejo es un eco. También es un puente entre el olvido y la memoria. A veces cambia tanto que no lo reconocemos como nuestro. Nos atribuye barbaridades que curiosamente nunca dijimos, sólo las pensamos. ¿Será que el eco también recoge materiales en el cerebro distraído?

En ciertas ocasiones la voz rebota en los muros y allí deja el color propio, se vuelve un tedio gris. Si uno llega a sentirse esclavo de la tristeza, el eco llora y el espejo también. Y uno pone distancia con ese otro que mira e interroga.

El eco es después de todo una respuesta de la pobre alma, que aporta aromas y fatigas, cercanías y distancias. Con el eco uno se entiende más o menos porque está hecho de sumas propias y restas ajenas. Suele traer consigo una cosecha de vecindades, porque el eco se contagia de otros espejismos. Entonces se convierte en una autocrítica porque sólo en el eco percibimos nuestras fallas.

Cuando el espejo me saca del olvido, sobreviene la humillación. No por las arrugas de los años (a mi vanidad hace tiempo que la tengo jubilada) sino por cierta pobre tristeza que se asoma en mis ojos con lentes de contacto. Me vienen ganas de decir carajo, pero le temo un poco a las otras cosas que seguramente va a agregar el eco. Entonces me resigno a decir: Albricias. Y el espejo camandulero me sonríe.

64. Aleluya

Aleluya. El tiempo pasa y yo sigo viviendo, con los dolores y las ausencias de siempre pero sigo viviendo. Con la suerte y la muerte a la vista, con las golondrinas y los buitres, con el alma en pena y la cordura casi loca, con las cenizas del olvido y el pan duro de las promesas. Pero sigo viviendo.

Aleluya. En alguna rara ocasión mi soledad se llena de prójimas y mis brazos abrazan y abrasan. Mi memoria viaja de noche en noche; mis jardines, de amanecer en amanecer.

De todos los puentes cruzo el más frágil: el que une tu desolación con mi consuelo, y mi consuelo con tu desolación. Acaricio los pinos antes de que en el próximo vendaval besen el suelo.

Aleluya. Cuando encuentre la verdad aún estaré a tiempo para llevar a mi infancia conmigo y clavarla luego como un afiche en la pared de la cocina. Nos vamos para volver; volvemos para irnos de nuevo. El tiempo es un viaje de escalas infinitas donde aprendemos y enseñamos algo.

Aleluya. Piso tantos umbrales que los pies desnudos me arden. Desde esos umbrales imagino el infierno, pero de pronto recuerdo (aleluya x 2) que soy ateo, tanto de Dios como del diablo.

Vivir aquí, en los arrabales del universo, no está tan mal. Dos por tres vienen pájaros curiosos, con su experiencia del espacio, y acaban colgándose en un crepúsculo de árboles. Crecimos en Un exilio de la esperanza, sin advertir que era un exilio de la nada.

Aleluya. La nada también puede ser todo y los otros también pueden ser nosotros. Si la tristeza nos empapa con su lluvia, digamos aleluya aleluya, primero despacito y luego en alarido, para que al fin nos encierren, así sea medio por azar, en las mazmorras de la alegría.

65. El acabóse

Después del acabóse, ¿qué vendrá? El supremo brillará por su ausencia. No habrá purgatorio ni paraíso; tampoco infierno, porque ése está en la tierra que pisamos.

¿Será un sótano, una nube oscura, un jardín con las flores marchitas? ¿Una tediosa llanura, sin horizonte a la vista, sin puntos cardinales, sin cenizas? ¿Una infancia sin juegos, una vejez sin canas?

Después del acabóse, ¿habrá memoria o todo será un hueco sin sentido? ¿Qué quedará del vitalicio amor, de las penas que no cicatrizaron? ¿Encontraremos a los desaparecidos? ¿Móviles, inertes o fantasmas?

Después del acabóse, ¿soñaremos? ¿El corazón encontrará el silencio? ¿Nos dará alcance la basura del odio? ¿O estaremos más allá del Más Allá?

Después del acabóse, ¿nos quedaremos mudos o nuestra voz será un solo alarido? ¿Será una noche carbonera, sin luna, sin guitarras, sin pájaros, sin tiempo?

Después del acabóse, ¿qué puede preocuparnos si todo será nada?

66. Señales

A medida que vivimos, las señales nos orientan, pero a medida que morimos nos desorientan. A veces las encontramos en el sueño, pero ésas no son de fiar. Más confiables son las que nos asaltan en el insomnio o las que nos aluden cuando nos detenemos frente a un río y hay una orilla que nos conmueve.

Si en las manos flacas aparecen arrugas, las convertimos en puños, por las dudas. Las señales más inexorables las da siempre el espejo, ese cretino, y no hay morisqueta que lo desanime.

Un pájaro puede ser una señal, también lo puede ser un cocodrilo. Todas son señales: la música, un trueno, el silencio, un viento huracanado, el canto de una alondra, la barahúnda de los niños.

Cada estación tiene su señal. El invierno, la inclemencia; la primavera, sus golondrinas; el verano, su bochorno; el otoño, la parsimonia.

El universo es un torrente de señales. Hay algunas que estallan y nos doblan de miedo, otras que acarician y nos desvanecen. Hasta la liturgia creó la señal de la cruz, claro que sin el permiso del pobre Cristo.

La señal es vestigio, cicatriz, inminencia, vértigo a la intemperie, fijación del instante. Hay señales de socorro, como el tan mentado SOS (save our souls) que por algo nace en el inglés imperial.

Las señales presagian y pobre de nosotros cuando nos señalan. Para vernos libres de señales, la única solución es el olvido, pero ¿quién se atreve a esa cirugía de la memoria?

67. Ah desaparecido

Vos te vas sin ser voz; te fuiste sin ser muerte; desapareciste sin reaparecer. Tu rostro está aquí: cómo nos mira y como lo miramos. Te fuiste sin decir adiós. Nadie te sabe, todos te añoran, van proclamándote, rememorándote.

Quedaste en tantas vidas que no descansan, que están en tu secreto, en su silencio. Sin alivio, porque te echan de menos, te conocen de más.

Ah desaparecido, ¿qué podemos hacer para encontrarte, para compadecer en tu agonía, si no sabemos cuándo te has ido, desvanecido, vuelto fantasma? Quizá por ese no saber nos vamos quedando sin melancolía, apenitas con un sol a oscuras, abandonado, con la memoria sin excusas, con el poder más impotente.

Ah desaparecido, ¿quiénes fueron los que sin dudarlo te borraron? Tu ida fue un crepúsculo interminable. La desaparición no es una muerte sino un vacío. Podés ser náufrago, despojo o hueso en tierra, también un pájaro que decide emigrar. Los que te encuentren, si te encuentran, te regarán con llanto, aunque haya lluvia.

Ah desaparecido, parecido, sido, ido. Nunca más te esfumes, por más que el tiempo pase, no vamos a perdonar lo imperdonable. Mientras tanto, confiemos en que cada uno de los desaparecedores reciba el castigo de su propia conciencia.

68. Fulgores

Faro es una torre que vigila, pero a veces es el brillo de tus ojos.

Cuando es torre, ilumina alrededores. Cuando es tu miradita, a veces nos incendia.

Si hay apagón, la torre es una antorcha, y si bajas los párpados, también hay apagón.

La luz es luz, donde quiera se encienda. El sol es otro faro; también faro es la luna.

Él faro de tus ojos cuando amanece ansioso lanza dardos de amor, pero lo recupera, quizá para saber qué ensueños traen consigo.

El faro de la torre construye una memoria, que sobrevive a nubes y bombardas. Pero en el de tus ojos, si hay horas en que llora, en cada lágrima siempre algo nos alude y nos vemos culpables.

La gran torre encandila a pobres inexpertos. La de tus ojos fulge y a menudo nos ciega.

Torre y ojos son faros, uno y otros nos guían, vaya a saber por dónde y hacia dónde.

69. Ser nadie

Cuando llegue el momento de ser nadie, el mundo seguirá y no lo veremos. Si antes vivíamos cegados por el sol ahora estaremos cegados por la sombra.

Cuando llegue el momento de ser nadie, la memoria habrá quedado encinta de ideas y preguntas que nunca nacerán. Nadie sabe si seremos ceniza o si nos mezclaremos con las cenizas de otros.

Arriba o abajo seguirá la vida o seguirá el quién sabe. Ya una vez fuimos nadie, hasta que empezamos a ser alguien en el semen del padre y en el vientre materno.

De la nada a la nada pasa una historia efímera, esa imitación del algo que se llama vida, un lapso en el que amamos, respiramos, creemos y descreemos, repartimos semillas en los surcos que esperan y asumimos proyectos a largo o a larguísimo plazo.

Lo cierto es que no somos dueños de este cuerpo, tan sólo lo alquilamos, hasta que llega el óbito y nos da desalojo. Y entonces ser nadie es bastante menos que ser poco.

Los que a sabiendas hieren y matan y torturan, se creen fieles lacayos de la muerte, pero esos imbéciles no saben que, desde tiempo inmemorial, la parquísima inmola a sus lacayos.

Cuando llegue el momento de ser nadie, es mejor disiparse con la conciencia sepulcral tranquila.

70. Horizonte

E1 horizonte es una meta inalcanzable. Como la alegría, como el dolor. Es el desafío para las utopías, la asunción de la irrealidad. No obstante, sin horizonte no habría mundo, ya que éste es después de todo una multiplicación de horizontes. Cada hombre, cada mujer y a veces cada niño, tiene un horizonte propio. Y también lo tiene cada sentimiento: el odio tiene un horizonte que es el fin de lo aborrecido, y el amor tiene otro que es la conquista del cuerpo y el alma del sujeto amado. Pero tanto el odio como el amor suelen llegar a su meta antes de alcanzar el horizonte. Tanto odiantes como amorosos quedan estupefactos ante la eterna lejanía del horizonte.

El único horizonte que por fin se alcanza es el de la muerte, pero quienes lo atraviesan nunca vuelven para -contarnos lo que hay después. Con el horizonte no se juega. Se esconde en la noche sideral, pero no recordamos dónde estaba. Y cuando vuelve el alba, se burla de nosotros con su resurrección profana, inesperada.

Ni siquiera los pájaros lo atraviesan, por el comprensible miedo de perder sus alas. Hay quien sostiene que el horizonte es un bramante que va de Dios al Diablo y viceversa, y que por eso nada tiene que ver con las criaturas de este mundo.

71. Delirios

Es bueno de vez en cuando tener delirios. Vienen con su poquito de locura, de enajenación, pero no importa. En ciertas fases nos hacen perder el tino, quizá porque el tino suele ser tedioso.

Los delirios nos sacan del mundo cotidiano, nos arrojan en brazos de la desmemoria, y así, sin la menor prevención disfrutamos del olvido.

Por una vez (¡y qué excepción!) saltamos por encima de esa valla llamada horizonte y nos abrazamos con otros delirantes que nos inventan nombres y destinos.

Los delirantes pasamos al lado de la muerte y le hacemos un guiño. Nos movemos como si fuéramos eternos, sin tomar precauciones, más o menos sonámbulos, festejando los rayos y los truenos, y mirando a través de la lluvia.

Los delirios son premios, vida entre paréntesis, pero cuando el paréntesis se cierra y regresamos a lo cotidiano, a lo cabal, a lo de siempre, sentimos entre pecho y espalda una aguda nostalgia del delirio.

72. No voy a irme

No voy a irme así nomás. Tendrán que echarme sin motivo. Yo y mis talones en la tierra decimos no, que aguantaremos.

Pueden mandarme vendavales o filatelias del agravio: la colección de mis descuidos, de mis erratas, de mis queridos disparates, de mis tropiezos evitables, de mis inútiles extravagancias, de mis escándalos de ateo.

No voy a irme así nomás, por algo aquí me concibieron y fui nacido y caminé descalzo sin herirme, dialogando con el silencio y con el mar y con las nubes, con lluvia y sol tan incesantes y siempre con algún secreto, minúsculo o tremendo pero mío, como una forma de eludir cierta carcoma inevitable.

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