Read Vivir y morir en Dallas Online
Authors: Charlaine Harris
—Así es —dijo Sam, sonriéndome mientras desempolvaba una botella de whisky.
—Supongo que el cartero también extravió mi invitación.
—¿Crees que Lafayette volvió aquí anoche para contarte más cosas sobre la fiesta?
Me encogí de hombros.
—Quizá había quedado con alguien en el aparcamiento. A fin de cuentas, todo el mundo sabe dónde está el Merlotte's. ¿Vendría a cobrar? —era fin de semana, cuando Sam solía pagarnos.
—No. Puede que viniera, pero sabía que se lo daría al día siguiente, hoy.
—Me pregunto quién invitó a Lafayette a esa fiesta.
—Buena pregunta.
—No creerás que habrá sido tan tonto como para chantajear a nadie, ¿verdad?
Sam frotó la madera falsa de la barra con un trapo. Estaba limpia como una patena, pero necesitaba mantener las manos ocupadas, pensé.
—No lo creo —dijo, tras pensárselo—. Más bien da la impresión de que se equivocaron al invitarle. Sabes lo indiscreto que era Lafayette. No sólo nos dijo que fue a esa fiesta, y estoy seguro de que no debía estar allí, sino que probablemente habría querido sacar más de ella de lo que los demás, eh, participantes habrían considerado adecuado.
—¿Como seguir en contacto con los que estuvieron allí? ¿Hacerles un leve guiño en público?
—Algo así.
—Supongo que si te acuestas con alguien, o contemplas cómo otros lo hacen, sientes que estás a su nivel —comenté dubitativa, dada mi escasa experiencia en la materia, pero Sam asentía.
—Lafayette quería ser aceptado por lo que era, más que nada en el mundo —dijo, y tuve que estar de acuerdo.
Volvimos a abrir a las cuatro y media, y para entonces estábamos más aburridos que una ostra. Sentía vergüenza por aquello, pues, después de todo, nos encontrábamos allí porque había muerto un conocido nuestro. A pesar de ello, después de ordenar el almacén, limpiar el despacho de Sam y jugar a las cartas (Sam ganó cinco dólares y algunas monedas sueltas), ya teníamos el ánimo repuesto. Resultó agradable ver entrar por la puerta trasera a Terry Bellefleur, el primo de Andy y habitual barman y cocinero sustituto del Merlotte's.
Creo que Terry estaba agotando la cincuentena. Era veterano de Vietnam y fue prisionero de guerra durante un año y medio. Lucía algunas cicatrices llamativas en la cara, y mi amiga Arlene me había dicho que las de su cuerpo eran incluso más drásticas. Terry era pelirrojo, aunque el tono parecía volvérsele un poco más gris cada mes que pasaba.
Terry siempre me había caído bien, era amable conmigo salvo cuando tenía uno de esos días malos. Casi siempre venían precedidos de terribles pesadillas, aseguraban sus vecinos. Todos habían escuchado gritar a Terry durante esas noches.
Jamás quise leer su mente.
Terry tenía buen aspecto aquel día. Tenía los hombros relajados y sus ojos no escrutaban el entorno con nerviosismo.
—¿Estás bien, cariño? —me preguntó, palmeándome el brazo con complicidad.
—Estoy bien, Terry, gracias. Es que estoy triste por lo de Lafayette.
—Ya, no era mal tipo —dicho por Terry, aquello era un gran cumplido—. Hacía bien su trabajo, era puntual. Dejaba limpia la cocina. Nunca tenía una palabra fea para nadie —ese grado de eficacia era la mayor aspiración de Terry—. Y va y se muere en el Buick de Andy.
—Me temo que el coche de Andy está un poco... —traté de encontrar el término más suave.
—Se puede limpiar —dijo. Estaba deseando zanjar el tema.
—¿Te ha dicho lo que le pasó a Lafayette?
—Andy dice que da la impresión de que le rompieron el cuello. Y parece que hay pruebas de que le..., eh..., hicieron cosas —los ojos marrones de Terry se volvieron esquivos, delatando su incomodidad. «Hacerle cosas» significaba para Terry algo sexualmente violento.
—Oh, Dios, es horrible —Danielley Holly habían aparecido detrás de mí, y Sam, con una bolsa de basura con los desechos de la limpieza de su despacho, había hecho una parada de camino al contenedor.
—No parecía tan... Quiero decir que el coche no parecía tan...
—¿Manchado?
—Eso.
—Andy cree que lo mataron en otro lugar.
—Agh —dijo Holly—. No me hables. Me supera.
Terry miró por encima del hombro a las dos mujeres. No sentía precisamente aprecio por Holly o Danielle, aunque yo no tenía ni idea del porqué y no había hecho esfuerzos para averiguarlo. Intentaba no meterme en la intimidad de la gente, sobre todo ahora que tenía más control sobre mi propia habilidad. Oí cómo las dos seguían su camino después de que Terry mantuviera su mirada clavada en ellas durante unos segundos.
—¿Vino Portia a llevarse a Andy anoche? —preguntó.
—Sí, la llamé yo. No estaba en condiciones de conducir. Pero estoy segura de que ahora desearía que le hubiese dejado marcharse por su cuenta —tenía que admitir que nunca llegaría a ocupar el primer lugar en la lista de popularidad de Andy.
—¿No le costó llevarlo hasta el coche?
—Bill le echó una mano.
—¿Bill, el vampiro? ¿Tu novio?
—Ajá.
—Espero que no la asustara —dijo Terry, como si no recordara que yo seguía allí—. Portia no es tan dura como la gente cree —añadió—. Tú, por el contrario, eres un bocadito de lo más dulce por fuera y todo un pit bull por dentro.
—No sé si debería sentirme halagada o darte un bofetón.
—Ahí lo tienes. ¿Cuántas mujeres u hombres, tanto da, se atreverían a decirle tal cosa a un loco como yo? —sonrió Terry con expresión fantasmal. Hasta entonces no había sabido lo consciente que era Terry de su propia reputación.
Me puse de puntillas para darle un beso en la mejilla surcada de cicatrices y demostrarle que no me daba miedo. Cuando volví a aterrizar sobre mis talones me di cuenta de que no era del todo cierto. En algunos momentos ese hombre de aspecto maltrecho no sólo me inquietaba, sino que me llegaba a inspirar verdadero temor.
Terry se ató uno de los delantales blancos y empezó a abrir la cocina. Los demás nos pusimos manos a la obra. Yo no tendría que atender muchas mesas ese día porque salía a las seis para acompañar a Bill a Shreveport. No me sentía cómoda con el dinero que Sam me iba a pagar por gandulear ese día en el Merlotte's a la espera de que saliera algo de trabajo, pero la limpieza del almacén y el despacho de Sam tenía que contar de algún modo.
Tan pronto como la policía desbloqueó el acceso al aparcamiento, empezó a entrar gente a una cadencia tan alta como una población tan pequeña como Bon Temps podía permitirse. Andy y Portia fueron de los primeros en llegar, y vi cómo Terry oteaba a sus primos desde la pequeña ventana que daba a la cocina. Ellos le saludaron y él devolvió el saludo alzando la espátula. Me preguntaba lo íntima que sería su relación familiar con Terry. No era su primo favorito, de eso estaba segura. Aunque lo cierto es que aquí cualquiera puede considerar a alguien su primo, tía o tío sin apenas una relación carnal. Cuando mis padres murieron en una repentina inundación que tiró su coche desde un puente, la mejor amiga de mi madre se pasaba por casa de mi abuela cada semana o quince días con un pequeño regalo para mí, y desde siempre la he llamado tía Patty.
Respondí a todas las preguntas de los clientes que pude mientras iba sirviendo hamburguesas, ensaladas, tiras de pollo y cerveza hasta que acabé exhausta. Cuando quise mirar el reloj, ya había llegado la hora de marcharme. Me topé con Arlene, mi relevo, en los aseos de mujeres. Llevaba el pelo de un rojo vivo (este mes tenía dos capas extra de color) en un elaborado moño rizado, y sus pantalones ajustados eran todo un anuncio al mundo de que había perdido tres kilos. Arlene había estado casada cuatro veces, e iba en busca del quinto candidato.
Hablamos sobre el asesinato durante un par de minutos y le puse al día del estado de mis mesas antes de recoger el bolso del despacho de Sam y salir por la puerta trasera. No había oscurecido del todo cuando llegué a mi casa, que está a medio kilómetro, cerca del bosque, junto a una solitaria carretera del distrito. Es una casa vieja, algunas de cuyas partes tienen más de ciento cuarenta años, pero ha sufrido tantas remodelaciones que no podemos considerarla una casa previa a la Guerra Civil. En todo caso, es una vieja granja. Mi abuela, Adele Hale Stackhouse, me la cedió y yo la atesoro. Bill me sugirió que me mudara a la suya, que se eleva sobre una colina, justo al otro lado del cementerio, pero siempre me mostré reacia a dejar mi hogar.
Me quité el uniforme de camarera y abrí el armario. Si íbamos a ir a Shreveport para atender asuntos de vampiros, Bill querría que me arreglara un poco. No lo entendía del todo, puesto que Bill no permitía que nadie más flirteara conmigo, pero siempre quería que tuviese un aspecto especialmente atractivo cuando íbamos a Fangtasia, el bar de vampiros orientado sobre todo a los turistas.
Hombres.
No me decidía sobre qué ponerme, así que me metí en la ducha. Pensar en Fangtasia siempre me ponía nerviosa. Los vampiros que acudían allí formaban parte de la estructura de poder vampírica, y en cuanto descubrieron mi especial talento no tardé en convertirme en una deseable adquisición para ellos. Tan sólo el hecho de que Bill hubiese entrado a formar parte de la estructura de autogobierno de los vampiros me había mantenido hasta ahora a salvo, permitiéndome vivir donde quería vivir y trabajar en lo que me apetecía. Pero a cambio de esa seguridad tenía la obligación de presentarme cada vez que se me convocaba para poner a su disposición mi telepatía. Los vampiros integrados necesitaban métodos más sutiles que los que habían empleado anteriormente, que venían a ser la tortura y el terror. El agua caliente enseguida me hizo sentir mejor, y me relajé mientras el chorro caía sobre mi espalda.
—¿Te puedo acompañar?
—¡Joder, Bill! —dije, con el corazón latiendo a cien por hora, apoyándome contra la pared de la ducha.
—Lo siento, cielo. ¿No has oído que abría la puerta del baño?
—No, maldita sea. ¿Por qué no puedes limitarte a decir algo en plan «Cariño, ya estoy en casa»?
—Lo siento —se disculpó, aunque sin parecer muy sincero—. ¿Necesitas que te frote la espalda?
—No, gracias —espeté—. No estoy de humor para que me froten la espalda.
Bill sonrió, mostrando que tenía los colmillos contraídos, antes de correr la cortina de la ducha.
Cuando salí del baño envuelta más o menos modestamente en una toalla, lo encontré estirado sobre la cama. Sus zapatos estaban perfectamente colocados sobre una alfombrilla, cerca de la mesa. Vestía una camisa azul de manga larga y unos pantalones beis informales, con unos calcetines que iban a juego con la camisa y los lustrosos mocasines. Llevaba el pelo, marrón oscuro, peinado hacia atrás y sus largas patillas denotaban todo un aire retro.
Y lo eran, pero mucho más de lo que la mayoría de la gente se habría imaginado.
Tiene las cejas y el puente de la nariz altos. Su boca es como las que se ven en las estatuas griegas, al menos las que yo he visto en las fotos. Murió pocos años después de que acabara la Guerra Civil (o la guerra de agresión norteña, como la solía llamar mi abuela).
—¿Qué planes tenemos esta noche? —pregunté—. ¿Negocios o placer?
—Contigo siempre es placer —dijo Bill.
—¿Por qué tenemos que ir a Shreveport? —insistí, pues sé reconocer una respuesta evasiva cuando me la dan.
—Nos han convocado.
—¿Quién?
—Eric, por supuesto.
Ahora que Bill se había postulado y había aceptado un puesto como inspector de la Zona Cinco, tenía que estar a disposición de Eric y gozaba de su protección. Bill explicó que eso implicaba que cualquiera que se metiera con Bill también lo hacía con Eric, y que las posesiones de Bill eran sagradas para Eric, lo cual me incluía a mí. No me entusiasmaba contarme entre las posesiones de Bill, pero eso era mucho mejor que algunas de las alternativas.
Lancé un mohín al espejo.
—Sookie, hiciste un trato con Eric.
—Sí —admití—, ya lo sé.
—Entonces sabes que tienes que respetarlo.
—Pienso hacerlo.
—Ponte esos vaqueros ajustados que te atas a los lados —sugirió Bill.
No eran vaqueros, sino algún tipo de tejido ajustado. A Bill le encantaba que me los pusiera porque me quedaban bajos de cintura. Más de una vez me había preguntado si Bill tenía algún tipo de fantasía con Britney Spears. Pero como sabía que los pantalones me sentaban bien, me los puse junto con una blusa azul oscuro y blanca a cuadros de manga corta que se abotonaba por delante y cuyo recorrido acababa justo a escasos centímetros del sujetador. Para demostrar algo de independencia (después de todo, más le valía recordar que no soy propiedad de nadie) me hice una coleta, me puse un lazo azul sobre la diadema elástica y me maquillé un poco. Bill dejó escapar una o dos miradas al reloj, pero me tomé mi tiempo. Si tan preocupado estaba sobre cómo iba a impresionar a sus amigos vampiros, tendría que ser paciente.
Una vez en el coche y de camino hacia Shreveport, Bill se decidió a hablar.
—Hoy he empezado una nueva aventura empresarial.
La verdad es que muchas veces me había preguntado de dónde sacaba Bill su dinero. Nunca dio la impresión de ser rico, pero tampoco de ser pobre. Además, nunca trabajaba; salvo que lo hiciera en las noches que no pasábamos juntos.
Era incómodamente consciente de que cualquier vampiro que se preciara podía ganar dinero. Al fin y al cabo, cuando eres capaz de controlar la mente de la gente hasta cierto punto, no resulta complicado convencerla de que comparta su fortuna contigo o meta su dinero en alguna oportunidad de inversión. Y, hasta que obtuvieron el derecho legal de existir, los vampiros nunca tuvieron que pagar impuestos. Hasta el Gobierno de Estados Unidos tuvo que admitir que no podía gravar a los muertos. Pero si se les concedían derechos, pensaron los congresistas, y se les daba la opción de votar, entonces sí que se les podía obligar a declarar sus ingresos.
Cuando los japoneses perfeccionaron la sangre sintética que les permitía «vivir» sin necesidad de recurrir a la sangre humana, los vampiros pudieron al fin salir de sus ataúdes. «No hay que lastrar a los humanos para que existamos —decían—. No somos una amenaza».
Pero yo sabía que cuando Bill alucinaba de verdad era cuando bebía de mí. Podía mantener una dieta regular de LifeFlow (la marca más popular de sangre sintética), pero morderme el cuello era incomparablemente mejor. Podía beberse una botella de A positivo delante de todo un bar lleno de gente, pero si lo que quería era un trago de Sookie Stackhouse tenía que hacerlo en privado, y el efecto era bien diferente. Bill no sentía ninguna emoción erótica con una jarra de LifeFlow.