Authors: Juan Benet
La gente de Región ha optado por olvidar su propia historia: muy pocos deben conservar una idea veraz de sus padres, de sus primeros pasos, de una edad dorada y adolescente que terminó de súbito en un momento de estupor y abandono. Tal vez la decadencia empieza una manañana de las postrimerías del verano con una reunión de militares, jinetes y rastreadores dispuestos a batir el monte en busca de un jugador de la fortuna, el donjuán extranjero que una noche de casino se levantó —con su honor y su dinero—; la decadencia no es más que eso, la memoria y la polvareda de aquella cabalgata por el camino del Torce, el frenesí de una sociedad agotada y dispuesta a creer que iba a recobrar el honor ausente en una barranca de la sierra, un montón de piezas de nácar y una venganza de sangre. A partir de entonces la memoria es un dedo tembloroso que unos años más tarde descorrerá los estores agujereados de la ventana del comedor para señalar la silueta orgullosa, temible y lejana del Monje donde, al parecer, han ido a perderse y concentrarse todas las ilusiones adolescentes que huyeron con el ruido de los caballos y los carruajes, que resucitan enfermas con el sonido de los motores y el eco de los disparos mezclado al silbido de las espadañas al igual que en los días finales de aquella edad sin razón quedó unido al sonido acerbo y evocativo de triángulos y xilófonos. Porque el conocimiento disimula al tiempo que el recuerdo arde: con el zumbido del motor todo el pasado, las figuras de una familia y una adolescencia inerte, momificadas en un gesto de dolor tras la desaparición de los jinetes, se agita de nuevo con un mortuorio temblor: un frailero rechina y una puerta vacila, introduciendo desde el jardín abandonado una brisa de olor medicinal que hincha otra vez los agujereados estores, mostrando el abandono de esa casa y el vació de este presente en el que, de tanto en tanto, resuena el eco de las caballerías. Cuando la puerta se cerró en silencio, sin unir el horror a la fatalidad ni el miedo a la resignación se había disipado la polvoreda: había salido el sol y el abandono de Región se hizo más patente: sopló un aire caliente como el aliento senil de aquel viejo y lanudo numa, armado de una carabina, que en lo sucesivo guardará el bosque, velando noche y día por toda la extensión de la finca, disparando con infalible puntería cada vez que unos pasos en la hojaresca o los supiros de una alma cansada, roben la tranquilidad del lugar.
Juan Benet
Volverás a Región
ePUB v1.0
Bercebus11.02.12
Prólogo
«De forma que tantas veces como pretendí ponerme en viaje (..) me vi finalmente sentada en la cuneta de una carretera desierta o en el andén de una estación del absurdo... El lector que acaricie el proyecto de adentrarse en Región habrá de hacerse a la idea de una prosa crecida en el amor propio y en el orgullo de saber que es poco lo que debe a cualquier otra, y menos lo que está dispuesta a facilitar y conceder para acomodo del lector. Lo que ese lector acaricia es toda una aventura... »
Juan García Hortelano señaló que los libros de Benet son como una expedición en solitario a la alta montaña, y es bastante cierto: requieren del aventurero asnas condiciones similares a las que fortalecen la voluntad de quien trepa por la fachada más ardua de un pico de nombre impronunciable y de altura tan osada que las nubes siempre acuden a celar su cumbre para tranquilidad de quien sea menester. Semejante lector ha de contar con una musculatura felina (y con su temperamento), una retentiva cercana a la del halcón y unos reflejos parecidos a los del tirador de esgrima.
Es, por otra parte, una aventura sin destino, pues no puede hablarse de propósito alguno que la alimente y sostenga; se nutre de si misma. Y de eso queda el aventurero advertido desde el primer momento. En realidad,
Volverás a Región
es un catálogo de advertencias sobre lo áspero e infructuoso de todo merodeo alrededor de Región.
Habrá de contar ese lector o viajero con una cierta vocación de esqueleto, o si no tan precisa, si, al menos, alejada de la intención de hurtar el cuerpo «a esos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con él». El panorama que se abre a sus ojos es un desierto entre «depresiones monstruosas y acantilados de color de elefante», y unas praderas «por donde se dice que pasta una extraña raza salvaje de caballos enanos». No es muy rica la fauna de ese paisaje, aunque basta para poner algunos pelos de punta gracias a unas metáforas que dejan al visitante atónito y casi sin respiración, como es normal ante una multitud de insectos tan abigarrados de corazas y erizados de armas que siempre parecen dirigirse a Tierra Santa». Ysi el intruso se siente en la necesidad de saber algo sobre quienes le precedieron, también se le advierte sobre esa perspectiva de la incertidumbre: aun cuando a la gente le consta que un cierto número de personas ha tratado de subir allí, no se sabe de nadie que haya vuelto.
Tales son los límites y los alcances de un territorio donde lo siniestro y el sarcasmo sirven como custodios de un insomnio irredento, mientras lo sacro se oculta en los recodos de los caminos, en las pozas de los regatos, en Zas bocas de las minas que vigilan los pasos del hombre como dragones ensimismados en un sopor de siglos y borrascas. No se sabe qué es más atroz de esa geografia, lo que se palpa o lo que sólo se siente, la muda y tensa geología o un clima regido por una voluntad no por ciega menos aviesa. Es un espacio y un tiempo que no abrigan otros instintos que los que tienden a la soledad, una soledad que es la cifra y el vértigo de un destino guardado por el Numa, ese pastor homicida educado en la vigilia y el acecho y que, como todas las razas habituadas a la espera, goza de un sentido de anticipación funeraria del porvenir.
El ser humano y su estar son como manchas inquietas en semejante escenario donde las peripecias y los personajes se trocean y aglutinan bajo el capricho y la condena de un tiempo que no es la menor de todas las incógnitas: «Porque si el futuro es un engaño de la vista, el hoy es el sobrante de la voluntad, un saldo».
Puede darse por sentado que
Volverás a Región
es el relato de lo que fue la Guerra Civil en Región, pero eso no pasa de ser una manera de hablar. Ni lo escrito ni lo leído se agotan en tan sucinto resumen. Si nadie sabe qué es y en qué consiste la vida, tampoco en Región se avanza un paso más o menos sensato a favor de ese conocimiento. Región es una conciencia enmarañada «que no recuerda el odio pero atesora el rencor», sujeta a la obsesión de ese Numa justiciero aunque quizá no tanto, quizá tan sólo solitario, preciso y eficaz, alguien sin alma pero con oficio, eterno y, por eso, fatigado y taciturno y empecinado en un vagabundeo circunscrito a la censura de sus múltiples emanaciones. Quizá Región es el espíritu de un Dios abrazado a la desconfianza de la que se alimentan sus infinitos atributos, y de la que constante e infructuosamente le avisa una memoria que nada tiene que ver con los recuerdos. Un Dios cuyos disparos aterran y despiertan a unos muertos que, así arrojados de sus tumbas, ya nada saben de sí ni de sus pasos, y dan traspiés en esa condición del cadáver errante, estupefacto, descamisado y sin reloj.
E
DUARDO
C
HAMORRO
Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real —porque el moderno dejó de serlo— se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.
Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y un día tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de escalar su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca. O bien —tranquilo, sin desesperación, invadido de una suerte de indiferencia que no deja lugar a los reproches— dejará transcurrir su último atardecer, tumbado en la arena de cara al crepúsculo, contemplando cómo en el cielo desnudo esos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con él, evolucionan en altos círculos.
Para llegar al desierto desde Región se necesita casi un día de coche. Las pocas carreteras que existen en la comarca son caminos de manada que siguen el curso de los ríos, sin enlace transversal, de forma que la comunicación entre dos valles paralelos ha de hacerse, durante los ocho meses fríos del año, a lo largo de las líneas de agua hasta su confluencia, y en sentido opuesto. El desierto está constituido por un escudo primario de 1.400 metros de altitud media, adosado por el norte a los terrenos más jóvenes de la cordillera, que con forma de vientre de violín originan el nacimiento y la divisoria de los ríos Torce y Formigoso. Segado al oeste por los contrafuertes dinantienses da lugar a esas depresiones monstruosas en cuyos fondos canta el Torce, después de haber serrado esos acantilados de color de elefante que formaron hasta el siglo pasado una muralla inexpugnable a la curiosidad ribereña; por el contrario, en la frontera meridional que mira al este el altiplano se resuelve en una serie de pliegues irregulares de enrevesada topografía que transforman toda la cabecera en un laberinto de pequeñas cuencas y que sólo a la altura de Ferrellan se resuelven en un valle primario de corte tradicional, el Formigoso.
Casi todos los exploradores de cincuenta años atrás, empujados más por la curiosidad que por la afición a la cuerda, eligieron el camino del Formigoso. Más arriba de la vega de Ferrellan el río, en un valle en artesa, se divide en una serie de pequeños brazos y venas de agua que corren en todas direcciones sobre terrenos pantanosos y yermos en los que, hasta ahora, no ha sido posible construir una calzada. El camino abandona el valle y, apoyándose en una ladera desnuda, va trepando hacia el desierto cruzando colinas rojas, cubiertas de carquesas y urces; a la altura de la venta de El Quintán la vegetación se hace rala y raquítica, montes bajos de roble y albares de formas atormentadas por los fuertes ventones de marzo, hasta el punto que en más de cinco kilómetros no existe otro lugar de sombra que un viejo pontón de sillería por donde —excepto los días torrenciales que pasa una tumultuosa, ensordecedora y roja riada— corre un hilo de agua que casi todo el año se puede detener con la mano. A medida que el camino se ondula y encrespa el paisaje cambia: al monte bajo suceden esas praderas amplias (por donde se dice que pasta una raza salvaje de caballos enanos) de peligroso aspecto, erizadas y atravesadas por las crestas azuladas y fétidas de la caliza carbonífera, semejantes al espinazo de un monstruo cuaternario que deja transcurrir su letargo con la cabeza hundida en el pantano; surgen allí, espaciadas y delicadas de color, esas flores de montaña de complicada estructura, cólchicos y miosotis, cantuesos, azaleas de altura y espadañas diminutas, hasta que un desordenado e inesperado seto de salgueros y mirtos parece poner fin al viaje con un tronco atravesado a modo de barrera y un anacrónico y casi indescifrable letrero, sujeto a un palo torcido:
SE PROHÍBE EL PASO
PROPIEDAD PRIVADA
Es un lugar tan solitario que nadie —ni en Región ni en Bocentellas ni en el Puente de Doña Cautiva ni siquiera en la torre de la iglesia de El Salvador— habla de él aun cuando todos saben que raro es el año que el monte no cobra su tributo humano: ese excéntrico extranjero que llega a Región con un coche atestado de bultos y aparatos científicos o el desventurado e inconsciente cazador que por seguir un rastro o recuperar la gorra arrebatada por el viento va a toparse con esa tumba recién abierta por el anciano guardián, que aún conserva el aroma de la tierra oreada y el fondo encharcado de agua.