Authors: Juan Benet
Los tres meses de verano son, por lo general, rigurosamente secos. Sólo en las zonas altas de la montaña se mantienen los pastos: la totalidad del páramo en diez días de sol de mayo o junio queda más seco, hirsuto y apagado de color que un estropajo olvidado en el antepecho de una ventana. Tampoco hay higrómetros pero es tal la sequedad de la atmósfera y tan violenta la evaporación (cuando la calina hace temblar la silueta de la Sierra) que los perros que mueren en esas semanas ardientes (y a veces mueren ahorcados, para colgar de los árboles como sacos de grano, todos los paquetes viscerales acumulados en los cuartos traseros) se momifican en un par de noches y se conservan amojamados durante toda la época seca para servir de alimento a las alimañas que bajan del monte con las primeras nieves. Porque en verano allí sólo vuelan los insectos: ese monte bajo, cubierto de brezo, carquesas y roble enano que no da sombra, guarda e irradia de tal forma el calor que los jóvenes y desprevenidos aguiluchos y cornejas que, abandonando sus frescas alturas, bajan al páramo en busca de comida (aromas sofocantes, vapores tósigos, misteriosos destellos) pierden a menudo sus sentidos y caen desvanecidos para servir de instantáneo pasto a un enjambre de moscas zumbantes, azuladas y plateadas que pueden devorarlo en menos de una hora con el frenesí y el fragor de una lluvia de cationes.
Es una tierra que por exclusión —no por recursos— ha encontrado cierta compensación ganadera a costa de tantos desengaños agrícolas. Refractaria al arado, alérgica al fertilizante y renegada del árbol busca todavía en las mansas y verdes praderas y lagas la riqueza que un subsuelo prometedor y engañoso supo arrebatarle: terrible venganza de una comarca entregada de nuevo a una ganadería ridícula y a una mesta arcaica para curar y saldar las heridas abiertas por los pozos, las bocas de mina abandonadas, las torres podridas, las pardas y estériles escombreras donde sólo crecen unas tenaces y esporádicas ortigas, de malsana apariencia. Todos los fracasados intentos de reforma de la economía de esa tierra de pastores y burgos podridos, no han servido a la postre —desde 1771 y 1836— sino para exagerar el mal estado de cosas de la propiedad, el laboreo y el aprovechamiento rural: los bienes de propios, arrebatados a unas comunidades abúlicas y sacados a la pública subasta, fueron adquiridos por los mismos lejanos y desconocidos potentados que llegaron a tiempo para adquirir los bienes eclesiásticos a un precio tentador. Entonces se produjo esa conocida inversión, consecuencia de una ley abrumada por la idea fija de la colonización de las tierras incultas y amortizadas y la parcelación de las grandes dehesas, privadas o comunes. Las tierras bajas, propiedad de la comuna o de la Iglesia, donde en el siglo XVIII trabajaba el pueblo afectó y pastaba el ganado en proximidad a los establos, fueron entregadas al mejor postor, un aristócrata de Castilla, Cataluña o Extremadura, mientras que las dehesas altas sólo aptas para el ganado lanar —que eran propiedad de los grandes señores que controlaban la meseta— fueron parceladas y distribuidas entre los expropiados vecinos, previa entrega del dinero que habían recibido en la transacción anterior. Tras quince o veinte años de esfuerzos estériles para alimentar entre aquellas breñas unas puntas de ganado bovino o por cultivar un centeno raquítico, agrio, amarillento y granular —responsable de la desnutrición, la degeneración de la raza y la pérdida del vigor físico— el paisano agotado y arruinado, no vacilará un día en aprovechar la visita anual del administrador de las fincas bajas para devolverle su parcela del monte a cambio de la enfiteusis de una insignificante parte de su antigua propiedad. De forma que la ley no ha servido —a la vuelta de los años— sino para convertir al pequeño propietario rural en el enfiteuta de los grandes señores; y si antes no le daba para progresar, ¿qué será ahora que tiene que compartir las rentas con un propietario que a la menor dilación en el pago rescinde el contrato? Tal es la fisonomía actual de los burgos, traducción sórdida y grotesca de esos orgullosos
rotten boroughs
capaces, al menos, de alimentar un vástago cuya voz suena en el Parlamento: en el fondo del valle, veinte o treinta casuchas de piedra en seco —que han alcanzado la última etapa del progreso en cuanto la paja de las cubiertas se sustituye por pizarra o teja— en torno a una iglesia descomunal (y semejantes por su acumulación y pequeñez a ese enjambre de barcas, juncos y saipanes de los pequeños mercaderes que se arriman al costado del trasatlántico que hace escala en un puerto exótico de Oriente) y circundadas por un mosaico de insignificantes predios separados entre sí por enormes tapias de fábrica, coronadas de alambre de espino y cristales de botella de bordes afilados, todos los instrumentos de defensa e intimidación que el enfiteuta ha ingeniado para proteger una higuera, dos carros de hierba y un corral con media docena de aves, de la voracidad de su vecino. Tal es el burgo, tal es su pacífica convivencia: una agrupación de enfiteutas temerosos unos de otros; asediados todos por la hostilidad de la geografía, la historia, la geología, la climatología y la mesta, dispuestos a resistir el sitio y mantener su
status
tanto para defender una economía paupérrima como para alimentar el miedo que inspira toda emigración y todo cambio de su condición y de sus lares. Y en lo alto de las sierras negras que rodean el pueblo las humaredas aisladas que delatan la presencia de esos ocultos, desconocidos y omnipresentes enemigos del paisano —los pastores— que, sin duda, aprovechan su estratégica condición y su apariencia pacífica para vigilar noche y día la actividad del pueblo y cursar a una lejana capital el aviso de evicción en cuanto un paisano levanta la vista del surco del arado. Porque ellos son el brazo secular del terrateniente extremeño o castellano; montados sobre pequeños borricos y encaramados sobre una pirámide de colchones, atados y sartenes (e incluso ahora llevan radio), en el centro de un rebaño maloliente y polvoriento —flanqueado por esos perros de majada que antes que otra cosa parecen celar la segregación de sexos— vuelven todos los añosa principios de mayo, con esa supina, maligna, adormecida, bamboleante y enigmática expresión de un Tamerlán que, tras haber recorrido y conquistado todas las estepas asiáticas, apenas abre sus ojos llenos de malicia ante los verdes paisajes de las riberas europeas. Pero desde hace unos años algunos de ellos ya no emigran ni vuelven, con los fríos, hacia su tierra aun cuando persisten —en el espacio y en el tiempo— las leyes migratorias de la mesta; los que se quedan suelen ser muy viejos, quizá incapaces de hacer el viaje y su presencia solamente se delata por el humo; han trocado su tradicional traje de pana y su manta de Béjar y su blusa de fustán por una especie de armadura tártara de pieles curtidas y lanas crudas cosidas con cáñamo, una especie de cabaña ambulante de la que, como el bernardo de su concha peluda, ni siquiera en verano se despojan. Sólo el fuego les despoja de ellas. Acostumbran a vivir a más de 1.500 metros de altitud, en las laderas que miran hacia el mediodía, bajo unos montones de leña y hojarasca que, observados a distancia, parecen termiteras. Se dice que, modernamente; con el uso de la radio algunos de ellos han aprendido a cantar pero nadie es capaz de abonar una afirmación semejante; antes no cantaban pero sí entonaban unas melodías muy singulares —del tiempo de las guerras de religión o de las campañas napoleónicas— que (sin duda por su sencillez, monotonía y tristeza) se podían escuchar a muchas leguas de distancia. De cualquier forma deben ser muy viejos, tan insaciables y crueles que cuando en un pueblo se advierte su proximidad las campanas tocan a rebato; y sin embargo —en contraste con lo que ocurre con el lobo o la alimaña— nunca, como consecuencia de la llamada, se sale a dar la batida del pastor. Por lo general mueren abrasados. Su habitáculo no es más que un stock de leña, una pila inmensa con un hueco central —el mínimo al principio, que se va agrandando con el consumo —, una chimenea y el espesor necesario para alimentar un pequeño hogar cavado en el suelo durante ocho meses; un par de cabras ternales, colgadas de una cabria por las patas traseras (las dos cabezas negras como dos enormes coágulos, donde se concentra y seca toda la sangre del animal, son el último más sabroso y recio bocado que el pastor reserva para la Navidad y para la noche de San Juan) constituyen, con veinte azumbres de vino, toda su despensa. Y es cierto, no hay fuego más acogedor ni más temible; no hay calor como el que refleja una pared de raíz de roble seca, calentada por un hogar cercano donde arde la leña; no hay nada, en medio del invierno regionato, que invite tanto al sueño ni nada que exija una vigilancia más atenta porque al menor descuido —una vejiga que chisporrotea, un remolino en la chimenea que alborota el tiro en el hogar, un leño que rompe y estalla en cien brasas centelleantes— todo el rústico refugio, con el pastor, las cabras y el vino dentro, puede pasar en un instante a formar parte de la hoguera, una lucernaria que se mantiene encendida durante toda la noche y que es recibida en los pueblos con júbilo y alivio, con disparo de bombas y toque de campanas.
Por eso se sabe que esa raza de pastores —ala que pertenece el Numa, su más fiero y terne hijo— se ha educado en la vigilia y el acecho; que apenas duermen y que —sin salir del refugio— lo oyen todo; ven en la noche y tienen, como todas las razas habituadas a la espera, un sentido de anticipación funeral del porvenir; pues ¿qué otra anticipación del porvenir que no sea la cita con la muerte cabe en esa tierra?
Así, pues, el viajero que partiendo de Macerta desea alcanzar Región puede optar por dos caminos muy diferéntes: o bien descender todo el valle del Formigoso hasta la confluencia con el Torce para luego remontar el curso de éste, o bien cruzar directamente la divisoria de las aguas —a través del puerto de Socéano o el collado de La Requerida—, manteniéndose en la misma latitud en la dirección este-oeste. El primer itinerario es penoso y laberíntico, a menudo impracticable y en algunas estaciones benignas del año, fatal. El viajero que lo intente sin un conocimiento previo del terreno arriesgará muchas horas y leguas de inútil andar, a través de una maraña de caminos encharcados, utilizados durante las épocas de riego como cauces de agua que con frecuencia desembocan en un lagunazo, un pantano o una extensa balsa de cieno. Pues de todos los terrenos de las comarcas ninguno parece más desordenado y caprichoso que los regadíos de las vegas bajas; campos de alfalfa que centellean al mediodía, con dos palmos de agua, y donde, al ocaso, surge ese furioso, unísono y alucinante croar de las ranas al conjuro del cual cielo, crepúsculo, alfalfa, agua y horizonte parecen fundirse en un sonoro y sereno caos que confunde al viajero (con el fango hasta las rodillas, juraría que el ruido es una nube de insectos que oculta las estrellas y no deja entrar un asomo de luz) y espanta a las bestias. La confluencia de los dos ríos da lugar a una amplia vega, de lujuriante y descuidada vegetación, en la que las corrientes de agua se dividen y subdividen en un sin número de brazos y venas que corren en sentidos opuestos y donde el viajero —perdido entre pastos, praderas, setos de chopos y abedules— no será nunca capaz de encontrar el sendero acertado ni el abrigo seguro para pasar la noche al amparo de los mosquitos. Mortificado por un enjambre de ellos —que le acompaña como un velo de novia— toda su esperanza a la hora del ocaso se cifrará en esa banda roja que a través de la espesura define las colinas miocenas que circundan la vega y que tratará de alcanzar —antes que retroceder— cortando transversalmente por los campos anegados para ir a desfallecer entre las robustas raíces de un alcornoque elevado sobre las mansas aguas.
Aunque de los dos caminos el segundo es más seguro también es más difícil: desde noviembre hasta junio la nieve, la ventisca, las tormentas, los aludes, los corrimientos y los ventones de marzo mantienen cerrado el puerto que solamente en los albores de la sequía los leñadores y pastores se aventuran a abrir, con un criterio temporero, para el paso del ganado y las carretas. De tarde en tarde un contratista de maderas —adjudicatario eventual de una corta que nunca ha llegado a dar el menor beneficio— ha tratado en vano de abrirlo también al tráfico rodado. Pero lo más frecuente es que antes de que el acondicionamiento del camino —unos troncos para cruzar los badenes, unos golpes de pico para ensanchar una banqueta, un poco de piedra plegada para salvar puntos blandos— alcance el vértice del puerto, el contratista se haya arruinado —o haya desaparecido sin esperar la rescisión— sin saber cómo. Con media corta hecha los trabajos son detenidos por la Guardia Civil y los troncos de tejo y roble, junto con el arca que guarda la herramienta, cerrada con un candado y sellada con un precinto descolorido e ilegible, quedan a disposición del Juzgado Comarca] de Macerta que ha cursado la orden de embargo con el propósito de conjurar la posibilidad de enlace entre dos poblaciones —enlace que nadie, en el fondo, apetece— mediante un insoluble expediente de la justicia que solamente se puede pasar por alto por la vía militar, en épocas de excepción.
Este segundo fue el camino que en la primavera de 1938 decidió seguir el coronel Gamallo —en franca oposición a la estrategia dictada por el Estado Mayor del Grupo de Ejércitos del Norte— en la operación destinada a liquidar la bolsa de Región que hasta esas fechas, aislada del resto de la República y reducida a sus propios recursos desde finales del año 1937, había logrado mantenerse y aun rechazar dos ataques sucesivos. Después de las efímeras intentonas de 1936 —y a comienzos del verano de 1937— el Mando encomendó el curso de la operación a un coronel navarro que con tres regimientos de infantería y una batería de artillería de montaña trató de llevarla a cabo (con la atención puesta en el anterior fracaso de la columna motorizada) sobre los lomos de las caballerías. Cuando la división alcanzó la copada —en cuya ascensión el joven coronel navarro hizo gala de una energía y unas dotes de mando notables—, a la vista del valle del Torce, el único hombre que conocía algo el terreno trató de poner una serie de objeciones al avance que solamente le proporcionaron ciertas dificultades con sus superiores. A sus espaldas, entre los jóvenes compañeros suyos, volvieron a correr ciertas afirmaciones poco agradables para su persona —su carencia de principios, sus fracasos en la vida familiar, su escaso sentido táctico, su falta de maneras, su mano agarrotada, su afición a la lectura y, en cualquier caso, su poca adaptación a la vida del monte y su manifiesto despego hacia los ideales caseros— a las que en verdad debía estar ya acostumbrado porque toda su madurez, en resumen, había estado dominada por su incapacidad para salir al paso de ellas. No había alcanzado el grado de capitán y era ya un hombre viejo, que se comía las uñas; la mano derecha la tenía casi inmovilizada de resultas de una antigua herida de arma blanca y para comerse las uñas la agarraba con la izquierda y se la llevaba a la boca como si fuera un bocadillo. Nunca había brillado en su profesión; no era metódico ni enérgico ni trepador ni siquiera seguro de sí mismo pero sí terco y rencoroso, dotado de esa inalterable e inagotable capacidad de perseverancia —casi independiente de sus éxitos o fracasos— del hombre que sólo conoce un oficio y carece de toda posibilidad de mudanza y que pasados los cincuenta años —reservado y hosco, su pecho exento de toda condecoración— se transforma en el símbolo de una seguridad profesional imprescindible —por paradoja— para alcanzar la victoria en una lucha urdida y comenzada por unas manos más jóvenes, fuertes y fanáticas. Empezó a sentirse a disgusto cuando alcanzaron la collada; quizá su mano inválida tembló sacudida por uno de esos reflejos arcanos que hacen palpitar el corazón del hombre cuando se cruza por la calle. a la mujer que amó, treinta años antes; cuando —antes que la memoria lo advierta— el corazón delata que por aquel portal y por aquella escalera, treinta años antes, subió hacia su primera noche de goce; quizá el corazón no hace sino repetir las palpitaciones de entonces, condicionado por un reflejo que adquirió en una sola noche, treinta años antes. De acuerdo con el rito, se celebró en el alto una misa de campaña ante un escenario de erizadas y torturadas montañas, semiocultas por una desordenada y canosa formación de nubes, en un claro día de agosto. No vieron un alma en el puerto, ni una huella ni el menor signo de actividad en las sendas que descienden al valle. Había sido destacado a la división en calidad de ayudante del coronel, sin mando, como conocedor del terreno y en cierto modo para justificar el ascenso que había merecido tanto para rehabilitarle de muchos años de ostracismo como para premiar y ratificar su buena disposición en los primeros días del levantamiento. Una vez allí sugirió hacer fuerte una posición en el collado —la llave de toda la operación, a su entender, que por ningún motivo debía ser perdida— con la posibilidad de abastecerse durante unos meses por la vertiente de Macerta e iniciar en la otra —de la que todo, su instinto y su pasado, le inducía a desconfiar— una serie de reconocimientos antes de lanzar el ataque final a Región. Pero eso suponía una campaña a largo plazo que era lo último de lo que quería oír hablar el coronel. Apenas le prestó atención ni —menos aún— le permitió entrar en una discusión táctica que sólo se podría zanjar con una serie de reproches y acusaciones, de superior a inferior, que al coronel por decoro le atraía muy poco; así que —fiel a la práctica cuartelera de encomendar una función a quien pone reparos a ella— se decidió a lanzar el ataque sin perder una fecha y le encargó la organización de unos pequeños puestos defensivos, casi carentes de enlace e información, que habían de escalonarse en la retaguardia, sobre la vertiente occidental, a medida que la columna avanzara hacia el Torce. En los últimos días de agosto la columna —en su descenso— comenzó a ser hostigada por la gente republicana; hasta la mitad de septiembre se continuó, empero, el avance, con muy pocas bajas, a pesar de las constantes escaramuzas —enérgicos e imprevisibles contraataques lanzados con aquel inconfundible estilo guerrillero de Eugenio Mazón (a la sazón ya eran tres, él, Julián Fernández y el viejo Constantino) que en la misma medida que ponían de manifiesto su temple y su fibra descubrían la pobreza de sus medios— con que trataron de rebajar la moral de la tropa navarra, desviar hacia el sur la punta de lanza y contemporizar hasta la llegada de las lluvias y los fríos. Por vez primera el coronel picó el anzuelo: al llegar al valle en lugar de avanzar sobre el río giró su flanco izquierdo hacia el sur y entró en Burgo Mediano el día de la Virgen de Agosto, persiguiendo a la brigada de Julián Fernández a la que tomó por el grueso de las fuerzas enemigas. Al tener noticia de ello el viejo Gamallo fue a reunirse apresuradamente —a lomos de una caballería— con su coronel, a fin de celebrar una entrevista y sugerirle que no consolidara aquella posición mientras no conquistara o destruyera el Puente de Doña Cautiva pero tampoco en aquella ocasión su superior —su ánimo estimulado por las facilidades que había encontrado hasta aquel momento y por unos cuantos cerdos, mulas, animales de corral y estampas piadosas que encontró en el pueblo— ,situado ya a menos de veinte kilómetros de Región y sin más obstáculo natural interpuesto entre su columna y la ciudad que el río Torce en su momento de mayor estiaje— tomó la advertencia en consideración y se limitó a despacharle con buenas palabras porque no tenía ganas ni de modificar sus ideas ni de obligarle, jerárquicamente, a que se mantuviera en su sitio y supiera guardar las distancias. La memorable acción de Burgo Mediano tuvo lugar entre el 26 de agosto y el 3 de septiembre; aun cuando las fuerzas navarras orientaron su avance, de forma indudable, en dirección a Región, los republicanos, en previsión de un cambio cualquiera, se dividieron en tres grupos: la brigada de Eugenio Mazón, en la margen derecha del río, apostada en torno al Puente de Doña Cautiva y dispuesta a cruzarlo en cuanto los navarros reanudaran la marcha y abandonaran el Burgo; la gente de Constantino —el viejo minero, el viejo capataz— a lo largo del camino de Bocentellas a La Requerida, sobre la ladera de la montaña, dominando en altura y a distancia, la vega del Burgo; y, por fin, enfrentada al avance enemigo y escalonada a lo largo de la carretera de Región a la Sierra que enlaza Bocentellas, el Burgo y el Puente, el batallón de Julián Fernández reforzado con los pocos alemanes que quedaban de la brigada Theobald. Contaban con un armamento heterogéneo: ocho piezas del 15,5, unos cuantos 8,8 y
howitzers
, y en cuanto a la infantería, las formaciones parecían haber salido de una estampa de Epinal, de una vitrina de museo o de un desfile de viejas y alborotadas glorias: campesinos calzados con alpargatas y salomónicos cacherulos en la cabeza, armados con los viejos Mannlicher de la primera guerra de África, junto a los milicianos de gorrillo azul y mucha cartuchera, el casco ladeado y el barbuquejo caído, el máuser o el Bren al hombro y atrás un par de acémilas con las nuevas Vickers, sin depósito de refrigeración; y los herméticos extranjeros de las brigadas, con cazadora y gorra de cuero y pistola al cinto en cuyas caras ya había desaparecido, tras un año de combates, la sonrisa de la arribada para ser sustituida por la mueca del deber; y las escuadras de mineros, tocados con boina, marchando con jactancia y moviendo la cintura atiborrada de bombas de mano y granadas fabricadas en casa, con latas de conserva y dinamita negra; y aquella postrera —apresuradamente formada y más que provisional— promoción de oficiales y clases, estudiantes humildes que en el pasillo del sindicato adquirieron una guerrera y un entorchado y marcharon a la guerra con bufanda: jóvenes de cuarto de estar y de pensión barata que avanzaban junto al batallón andando por las cunetas, con los zapatos abiertos y el pantalón de franela disimulado con unas polainas italianas. Contra ellos se lanzó, en la madrugada del día 26 de agosto, el impulsivo coronel navarro. La misma noche del 26 al 27 la fuerza de Eugenio Mazón cruzó el río, girando inmediatamente hacia el sur en dirección al Burgo después de sorprender y arrollar a un pequeño destacamento, de casi nula capacidad defensiva, que había sido apostado a la escucha en la vecindad de El Puente. Solamente un alférez logró escapar para dar cuenta al Mando, al día siguiente, de la inminencia del ataque por la retaguardia. Pero el Mando —en la creencia de que con tales expedientes disciplinarios se podía garantizar la defensa cualquiera que fuese la naturaleza del ataque— optó por pasarle por las armas, aquella misma tarde y tras un juicio sumario, por abandono del puesto. Y el ataque y el avance navarros se prosiguieron, en la medida en que el enemigo lo permitió, de acuerdo con el plan previamente establecido y previsto. No existe, para una división a pie, con escasa protección artillera, en todo el valle de Torce un frente de ataque más ingrato que la llanada de Burgo Mediano; un pueblo pequeño y apiñado en torno a la iglesia —toda la edificación es de piedra a hueso— rodeado de extensas y áridas eras, sin un árbol, donde a duras penas se puede encontrar un escondrijo y tan difícil es, en esa época del año, hallar la sombra suficiente para cobijar ocho mil hombres. Ese
hinterland
de arena, sol y pequeñas cercas, de unos cinco kilómetros de diámetro, está rodeado de la foresta típica de la vega y una diadema de colinas rojas, atalayas rústicas, campanarios que surgen entre las choperas desde las cuales el menor movimiento de la tropa será observado día y noche. Toda la noche del 25 al 26 los escuchas exploraron el sector meridional de la llanada, sin advertir otros movimientos que los de las patrullas enemigas; en las primeras horas de la madrugada —antes de que apuntara el día— la columna avanzó en punta de lanza, apretando el paso a fin de alcanzar la vega con las luces matinales. Pero eso era lo que los de la República esperaban, abrigados entre los setos, entre los cauces, los sembrados de centeno sin cosechar, las hileras de chopos, distribuidos y organizados en una maraña de posiciones entre cuyas cuadriculas habían de caer forzosamente los navarros. Rodeados por casi todos los flancos y sorprendidos en aquel laberinto de cercas pronto perdieron todo sentido del avance y se limitaron a defenderse allí donde fueron detenidos, esperando en vano una resolución, una liberación o una tregua que no les fue concedida. A mediodía apenas había tiroteo en torno a media docena de grupos apiñados tras unos montones de cantos rodados que aguantaron hasta aquella hora de la tarde en que, con el fuego de morteros, fueron aplastados por las mismas piedras que les habían servido de refugio. Casi un tercio de la columna había sucumbido en menos de diez horas; el resto o logró alcanzar el Burgo de nuevo o no llegó a salir de él. Pero el coronel no se amilanó ante el revés; aquella misma noche el Mando, irritado y espoleado por el desastre pero no amedrentado, mantuvo la orden de ataque aun cuando se decidió a cambiar el rumbo para eludir la fatal llanada y proseguir el avance por la falda de las colinas donde esperaba la formación de Constantino —que durante la acción del día anterior se había cuidado de no señalar su presencia— con las piezas del 15,5. Tal fue el origen de la batalla de La Loma, el único triunfo real que obtuvieron los republicanos de Región en dos años de guerra. En contraste con el día anterior la columna navarra salió del pueblo en masa, con el Mando a la cabeza. Unas pocas horas después que el último soldado abandonara el Burgo (porque con las pérdidas sufridas ya no era cuestión de dejar en la retaguardia guarniciones de escasa capacidad de cobertura), éste fue ocupado, sin que se cruzara un disparo, por la gente de Eugenio Mazón: se había cerrado la tenaza del dispositivo republicano, ya sólo faltaba saber si sería capaz de aguantar la embestida enemiga. Al mediodía, en las colinas de arcilla roja, entre las barrancas y pequeños cationes, por los caminos huecos, se había entablado ese combate que durante siete días se prolongará con el mayor encarnizamiento e intensidad. Acosados por todos lados los navarros se pegaron al terreno, estrechando sus líneas, obligados a luchar a media ladera; pero aleccionados por el desastre de la vega prefirieron pujar en la dirección del monte —la que estaba más desguarnecida— que volver a pisar el terreno llano. No por eso dejaron de presionar sobre la gente de Constantino y en los últimos días de agosto alcanzaron con fuego de fusil la venta de El Quintán, que iba a definir el punto de su máxima penetración. Los otros —sorprendidos sin duda ante tanta tenacidad y tanta capacidad de empuje— decidieron sacrificar su estrategia combinada para reforzar a la brigada del viejo Constantino y tratar de detener el avance en aquel punto. Se ordenó a los alemanes de la Theobald que abandonaran sus posiciones en la vega para subir hasta la quinta —donde establecieron su cuartel y alojamientos los propios hermanos Strausse, quienes tuvieron que disparar desde las ventanas en los tres días de acoso— y la gente de Eugenio Mazón, rebasando el Burgo, se internó en la vega para seguir de cerca, a una cota inferior, la progresión del enemigo. Pero sobre todo contaban con la movilidad de los 8,8 montados sobre los camiones del Canadá, de ejes muy altos y que, desplazándose por la carretera de La Requerida fue los mineros, apostados en las cunetas, defendieron con granadas— prestaron un apoyo rápido y definitivo en todos los sectores donde la posición republicana llegó a estar comprometida. Así que sometido a tan fuerte acoso el coronel tuvo que adaptarse a las circunstancias y se vio obligado a detener el avance el último día de agosto; creyendo que todavía guardaba en la mano las bazas suficientes para llevar a cabo una retirada controlada, a lo largo del mismo eje del avance, decidió replegarse sobre el Burgo que fue de nuevo ocupado en la noche del 31 de agosto al 1 de septiembre. Era lo que los otros esperaban: sabiendo que carecía de fuerzas para salir de allí no se preocuparon sino de completar el cerco; Mazón se volvió a replegar al Puente, el terreno que conocía como la palma de su mano; la fuerza de Constantino tras perder el contacto con los que se retiraban (un despegue que fue provocado y acelerado por las escaramuzas de los alemanes, al sur del bastión) pasó a ocupar la carretera de Macerta a fin de cortar el último camino de escape y consumar la destrucción de toda la división; situaron la artillería posicional en la falda de la ladera y a la vega descendieron con las piezas sobre camión. Entre el 1 y el 3 de septiembre el Burgo cambiará tres veces de manos; pero en la tarde del último día la gente republicana apenas se tomará la molestia de ocupar un montón de piedras calcinadas y humeantes, salpicadas de harapos y cadáveres, que al caer la noche se sumirá en el silencio —alterado solamente por el chisporroteo de las vigas, los lamentos de los heridos, el intempestivo y alocado tableteo de los peines quemados— del que no emergerá en el resto de los días. El viejo Gamallo tuvo noticias del desastre cuando el desenlace era irremediable; aun así supo hacer gala de toda la sangre fría, del coraje y de la ausencia de prejuicios necesarios para —en contradicción con su propio sentir, ya desahuciado— reunir sus desperdigadas guarniciones e intentar un ataque en apoyo de las fuerzas cercadas. Al frente de unos mil quinientos hombres sólo llegó a tiempo para contemplar, desde un punto elevado; el holocausto de la división; esperó durante dos días en aquel cerro a medio camino entre el Burgo y el Puente de Doña Cautiva, con los periscopios fijos sobre aquel montón de polvo y humo donde todo, incluso la guerra civil, parecía haberse consumado. Después de presenciar, inmóvil y oculto, el paso de una columna republicana en dirección al Puente y convencido de que todas las fuerzas enemigas se retiraban a sus bases de retaguardia sobre las mismas líneas en que habían llevado el ataque, inició una cautelosa infiltración en dirección a Región, en busca de unos supervivientes que los hombres de la República abandonaron a su suerte, conscientes de que el invierno, las heladas y los pastores acabarían con ellos más económica y radicalmente. No logró encontrar sino un centenar escaso de hombres agotados y barbudos, los ojos hundidos y las caras desfiguradas por las ampollas y que, tras una semana tirados sobre unas piedras o con medio cuerpo metido en el agua de una zanja, eran tan incapaces de apercibirse de la llegada de sus libertadores corno de quitarse de la boca las hormigas o los mosquitos. Durante casi una semana merodeó por el teatro de la batalla, tratando por todos los medios de pasar inadvertido y dispuesto a consumir el tiempo necesario para, con el mayor ahorro posible, obtener la mayor cantidad de información y reconocer el camino más práctico y expedito que le devolviera a la vertiente de Macerta. Casi un mes duró aquella correría, ocultándose por los caminos y sendas, no respondiendo al fuego de las patrullas enemigas, desandando una y otra vez el mismo itinerario, recorriendo las líneas de convergencia del dispositivo republicano y, en fin, cavando las tumbas de sus doscientas bajas. No pasó por Socéanos ni por La Requerida sino por un collado mucho más elevado y septentrional desde el cual —de haber hecho una noche despejada— habría alcanzado a ver el horizonte humeante de Región y el resplandor de unas luces que por aquellas fechas apenas se encendían. Aquel invierno en Macerta lo dedicó al estudio y a la redacción de un anacrónico informe dirigido al Alto Mando para dar cumplida cuenta de las causas del fracaso y de su posible enmienda en un ulterior ataque. Quizá la persona a quien iba dirigido, a duras penas recuperada de las emociones de Teruel, paró poca atención en él y solamente lo comentó con su superior jerárquico con el piadoso reconocimiento de quien se ha visto en situaciones más apuradas y ha sabido salir airoso de ellas. Pero en un cierto nivel del Alto Mando hubo sin duda alguien que vio en el informe de Gamallo —premonición que había de valer el coronelato del viejo— un plan cuyas posibilidades e implicaciones estaban vedadas a los ejecutores materiales de la guerra, a los hombres del frente que creen que la destrucción del enemigo es el único propósito de una guerra civil. En su informe Gamallo patrocinaba un ataque a Región en gran estilo, siguiendo en líneas generales el mismo itinerario del desgraciado coronel caído en la acción de Burgo Mediano y fundamentado no sólo en su experiencia de la campaña anterior, sino en otras muchas razones, en cierto modo evidentes para cualquier hombre que contase con un conocimiento sumario de aquellas tierras. En primer lugar porque se había demostrado de forma palmaria y en toda la amplitud posible que la conquista del puerto de Socéanos, con tiempo estable, no suponía otros sacrificios que los de una expedición montañera en gran escala; en segundo lugar porque la ocupación de todo el valle bajo del Torce —haciendo la progresión en el sentido opuesto al de las aguas para coger por su frente aquellos estrechamientos y puntos de resistencia en los que unos pocos hombres con una ametralladora y un