—¿Cómo? No puedes limitarte a ir por ahí preguntándole a la gente si conocen algún judío.
—Es un problema, desde luego. Tengo a dos detectives repasando la guía de teléfonos, y una o dos listas más, y tomando nota de los apellidos que suenen a judío.
—No es un método muy fiable. Hay montones de personas apellidadas Isaksen que no son judías.
—Y montones de judíos con nombres como Jan Christiansen. Lo que realmente me gustaría hacer es registrar la sinagoga. Probablemente tienen una lista de miembros.
Para su sorpresa, Tilde estaba poniendo cara de desaprobación, pero dijo:
—¿Y por qué no lo haces?
—Juel no lo permitiría.
—Creo que en eso tiene razón.
—¿De veras? ¿Por qué?
—¿Es que no lo ves, Peter? ¿Qué clase de uso se le podría llegar a dar a tu lista en el futuro?
—¿Acaso no resulta obvio? — replicó él con irritación—. Si grupos judíos empiezan a organizar la resistencia contra los alemanes, entonces sabremos dónde buscar a los sospechosos.
—¿Y si los nazis deciden detener a todos los judíos y enviarlos a esos campos de concentración que tienen en Alemania? ¡Entonces utilizarían tu lista!
—Pero ¿por qué iban a enviar a los judíos a los campos de concentración?
—Porque los nazis odian a los judíos. Pero nosotros no somos nazis, somos agentes de policía. Arrestamos a las personas porque han cometido crímenes, no porque las odiemos.
—Eso ya lo sé —dijo Peter con irritación, asombrándose de que se lo estuviera atacando desde aquel ángulo. Tilde hubiese tenido que saber que su motivo era defender la ley, no subvertirla—. Siempre existe un riesgo de que la información no sea utilizada como es debido.
—¿Y entonces no crees que sería mejor no hacer esa maldita lista?
¿Cómo podía ser tan estúpida? A Peter lo sacaba de quicio encontrarse con toda aquella oposición por parte de alguien a quien consideraba una camarada en la guerra contra quienes infringían la ley.
—¡No! — gritó, y luego bajó la voz con un esfuerzo—. ¡Si pensáramos de esa manera, no tendríamos ningún departamento de seguridad!
Tilde sacudió la cabeza.
—Mira, Peter, los nazis han hecho un montón de cosas buenas y eso ambos lo sabemos. Básicamente, están del lado de la policía. Han acabado con la subversión, mantienen la ley y el orden, han reducido el desempleo y etcétera, etcétera. Pero en el tema de los judíos, están locos.
—Quizá, pero ahora son los que están dictando las reglas.
—Fíjate en los judíos daneses: respetan la ley, trabajan duro, envían a sus hijos a la escuela… Hacer una lista con sus nombres y sus direcciones como si todos formaran parte de alguna conspiración comunista es sencillamente ridículo.
Peter se recostó en su asiento y dijo acusadoramente:
—¿Así que te niegas a trabajar conmigo en esto?
Esta vez le tocó el turno a ella de ofenderse.
—¿Cómo puedes decir eso? Soy una agente de policía profesional, y tú eres mi jefe. Haré lo que tú digas. Eso ya deberías saberlo.
—¿Hablas en serio?
—Oye, si quisieras hacer una lista completa de todas las brujas que hay en Dinamarca, te diría que no creo que las brujas sean unas criminales o unas subversivas… pero te ayudaría a hacer la lista.
Entonces llegó su comida. Hubo un incómodo silencio mientras empezaban a comer. Pasados unos minutos, Tilde dijo:
—¿Qué tal van las cosas en casa?
A la memoria de Peter acudió un súbito recuerdo de él e Inge, unos días antes del accidente, yendo a la iglesia la mañana del domingo, dos personas sanas, felices y jóvenes vestidas con sus mejores ropas. Con toda la escoria que había en el mundo, ¿por qué había tenido que ser su esposa la persona cuya mente fue destruida por aquel joven borracho que iba en su coche deportivo?
—Inge está igual —dijo.
—¿No ha habido ninguna mejora?
—Cuando el cerebro se encuentra tan dañado, ya no se recupera. Nunca habrá ninguna mejora.
—Tiene que ser duro para ti.
—Tengo la suerte de contar con un padre generoso. Con lo que se gana en la policía no podría permitirme pagar a una enfermera, y entonces Inge tendría que ingresar en un asilo.
Tilde volvió a lanzarle una mirada que resultaba difícil de interpretar. Casi parecía como si pensara que el asilo no sería una mala solución.
—¿Y qué se sabe del conductor de ese coche deportivo?
—Finn Jonk. Su juicio se inició ayer, y dentro de uno o dos días debería haber terminado.
—¡Por fin! ¿Qué crees que ocurrirá? Jonk se ha declarado culpable. Supongo que pasará cinco o diez años en la cárcel.
—No parece suficiente.
—¿Por destruir la mente de alguien? ¿Qué sería suficiente?
Después del almuerzo, cuando volvían andando al Politigaarden, Tilde rodeó el brazo de Peter con el suyo. Era un gesto afectuoso, y él sintió que Tilde le estaba diciendo que le gustaba a pesar de su desacuerdo. Cuando estaban llegando al ultramoderno edificio de los cuarteles generales de la policía, Peter dijo:
—Siento que desapruebes mi lista de judíos.
Tilde se detuvo y se volvió hacia él.
—No eres un mal hombre, Peter. — Para sorpresa de él, parecía hallarse al borde del llanto—. Tu gran virtud es tu sentido del deber. Pero cumplir con tu deber no es la única ley.
—No entiendo qué quieres decir.
—Lo sé. — Dio media vuelta y entró en el edificio de la policía.
Mientras iba hacia su despacho, Peter intentó ver la cuestión desde el punto de vista de Tilde. Si los nazis encarcelaban a judíos respetuosos de la ley, eso sería un crimen, y la lista de Peter ayudaría a los criminales. Pero eso también podías decirlo acerca de una pistola, o incluso de un coche: el hecho de que algo pudiera ser utilizado por los criminales no significaba que estuviera mal disponer de ello.
Cuando estaba cruzando el patio abierto central, fue llamado por su jefe, Frederik Juel.
—Venga conmigo —dijo Juel secamente—. El general Braun quiere vernos. — Echó a andar delante de él, con su porte militar transmitiendo una impresión de eficiencia y determinación que Peter sabía era totalmente falsa.
Solo había una corta distancia desde el Politigaarden hasta la plaza de la alcaldía, donde los alemanes habían ocupado un edificio llamado el Dagmarhus. Estaba rodeado por alambre de espino, y había cañones y ametralladoras antiaéreas encima de su tejado plano. Fueron llevados al despacho de Walter Braun, una habitación en el ángulo del edificio desde la cual se dominaba la plaza y que se hallaba confortablemente amueblada con un escritorio antiguo y un sofá de cuero. En la pared había un retrato bastante pequeño del Führer y una foto enmarcada de dos niños con uniforme escolar encima del escritorio. Peter se fijó en que Braun llevaba su pistola incluso allí, como para decir que aunque tenía un despacho muy acogedor, se tomaba en serio su trabajo.
Braun parecía sentirse bastante complacido de sí mismo.
—Nuestra gente ha descifrado el mensaje que usted encontró dentro del calce hueco —dijo con su habitual casi susurro. Peter se puso muy contento.
—Muy impresionante —murmuró Juel.
—Al parecer no resultó demasiado difícil —siguió diciendo Braun—. Los británicos utilizan códigos sencillos, a menudo basados en un poema o algún famoso pasaje en prosa. En cuanto nuestros criptoanalistas han descifrado unas cuantas palabras, lo habitual es que un profesor de literatura inglesa pueda completar el resto. Antes de esto nunca había sabido que el estudio de la literatura inglesa pudiera servir para algún propósito útil —concluyó el general, riéndose de su propio ingenio.
—¿Qué había en el mensaje? — preguntó Peter impacientemente.
Braun abrió un expediente que tenía encima de su escritorio.
—Proviene de un grupo cuyos miembros se hacen llamar los Vigilantes Nocturnos. — Aunque estaban hablando alemán, usó la palabra danesa natvaegterne—. ¿Significa eso algo para usted?
La pregunta pilló desprevenido a Peter.
—Comprobaré los archivos, claro está, pero estoy casi seguro de que no nos hemos encontrado con este nombre antes. — Frunció el ceño mientras reflexionaba—. Los vigilantes nocturnos de la vida real normalmente son policías o soldados, ¿verdad?
Juel se encrespó.
—Me cuesta pensar que unos policías daneses…
—No he dicho que fueran daneses —lo interrumpió Peter—. Los espías podrían ser traidores alemanes. — Se encogió de hombros—. O quizá solo aspiran a alcanzar el estatus militar. — Miró a Braun—. ¿Cuál es el contenido del mensaje, general?
—Contiene detalles sobre nuestros preparativos militares en Dinamarca. Eche un vistazo. — Pasó un fajo de papeles por encima del escritorio—. Ubicación de las baterías antiaéreas en Copenhague y sus alrededores. Buques de guerra alemanes presentes en el puerto durante el último mes. Regimientos estacionados en Aarhus, Odense y Morlunde.
—¿Y la información es correcta?
Braun titubeó durante un instante antes de responder.
—No exactamente. Se aproxima a la verdad, pero no es exacta.
Peter asintió.
—Entonces los espías probablemente no son alemanes que disponen de información interna, ya que esas personas serían capaces de obtener detalles correctos de los archivos. Lo más probable es que sean daneses que lo observan todo con mucha atención y luego hacen estimaciones basándose en lo que han visto.
Braun asintió.
—Una deducción muy astuta. Pero ¿puede usted dar con esas personas?
—Espero que sí.
La atención de Braun había pasado a quedar completamente centrada en Peter, como si Juel no se encontrara allí, o solo fuese un subordinado que asistía a la reunión en vez de ser el que mandaba.
—¿Piensa que esas mismas personas están publicando los periódicos ilegales?
A Peter lo complacía que Braun reconociera su capacidad, pero le frustraba que Juel siguiera siendo el jefe a pesar de ello. Esperaba que el mismo Braun hubiera percibido aquella ironía. Sacudió la cabeza.
—Conocemos a los editores de la prensa clandestina y nos mantenemos al corriente de sus actividades. Si hubieran estado haciendo meticulosas observaciones de los preparativos militares alemanes, nos habríamos dado cuenta de ello. No, creo que se trata de una nueva organización que todavía no habíamos descubierto.
—¿Y cómo los atrapará entonces? Existe un grupo de subversivos en potencia a los que nunca hemos investigado apropiadamente: los judíos.
Peter oyó cómo Juel tragaba aire con una brusca inspiración.
—Será mejor que empiece a fijarse en ellos —dijo Braun.
—En este país no siempre resulta fácil saber quiénes son los judíos.
—¡Entonces vaya a la sinagoga!
—Buena idea —dijo Peter—. Puede que tengan una lista de miembros. Eso sería un comienzo.
Juel lanzó una mirada amenazadora a Peter, pero no dijo nada.
—Mis superiores en Berlín están muy impresionados por la lealtad y la eficiencia de que ha dado muestra la policía danesa al interceptar ese mensaje dirigido a la inteligencia británica —dijo Braun—. Aun así, querían enviar inmediatamente a un equipo de investigadores de la Gestapo. Los he disuadido de hacerlo, prometiéndoles que ustedes investigarán vigorosamente la red de espías y que harán comparecer a los traidores ante la justicia. — Era un discurso muy largo para un hombre que solo tenía un pulmón, y dejó sin respiración al general. Braun se calló y su mirada fue de Peter a Juel para volver a posarse nuevamente en Peter. Cuando hubo recuperado el aliento, concluyó—: Por su propio bien, y por el bien de todos en Dinamarca, más vale que tengan éxito.
Juel y Peter se levantaron y Juel, hablando en un tono bastante seco, dijo:
—Haremos todo lo posible.
Salieron del despacho. En cuanto estuvieron fuera del edificio, Juel se volvió hacia Peter para fulminarlo con sus ojos azules.
—Usted sabe perfectamente que esto no tiene nada que ver con la sinagoga, maldito sea.
—No sé nada de eso.
—Se está comportando como un sucio lacayo que solo piensa en lamerles las botas a los nazis.
—¿Qué razón hay para que no debamos ayudarlos? Ahora ellos representan la ley.
—Usted cree que ellos lo ayudarán a hacer carrera.
—¿Y por qué no iban a hacerlo? — dijo Peter, ardiendo en deseos de pasar al ataque—. La élite de Copenhague tiene muchos prejuicios contra los hombres que vienen de las provincias, pero los alemanes son más abiertos de miras.
Juel reaccionó con incredulidad.
—¿Es eso lo que usted cree?
—Por lo menos no están ciegos a las capacidades de los chicos que no fueron a la Jansborg Skole.
—¿Así que piensa que no se lo ha tomado en consideración debido a su procedencia? ¡Idiota, si usted no consiguió el puesto fue porque siempre va demasiado lejos! No tiene absolutamente ningún sentido de la proporción. ¡Acabaría con el crimen arrestando a todas las personas que le parecieran sospechosas! — Soltó un bufido de disgusto—. A poco que dependa de mí, nunca se le concederá otro ascenso. Ahora quítese de mi vista —dijo, y se fue.
Peter ardía de resentimiento. ¿Quién se pensaba que era Juel? Tener un antepasado famoso no lo hacía mejor que los demás. Juel era un policía, igual que Peter, y no tenía ningún derecho a hablarle como si perteneciera a una forma de vida superior.
Pero Peter se había salido con la suya. Había derrotado a Juel. Tenía permiso para entrar en la sinagoga.
Juel lo odiaría para siempre por eso. Pero ¿importaba? Ahora quien tenía el poder era Braun, no Juel. Más valía ser el favorito de Braun y el enemigo de Juel que al revés.
Una vez en los cuarteles generales, Peter reunió rápidamente a su equipo, escogiendo a los mismos detectives que había utilizado en Kastrup: Conrad, Dresler y Ellegard.
—Me gustaría llevarte con nosotros, si no tienes ninguna objeción —le dijo a Tilde Jespersen.
—¿Por qué iba a tenerla? — replicó ella con voz malhumorada.
—Después de la conversación que mantuvimos durante el almuerzo…
—¡Por favor! Ya te he dicho que soy una profesional.
—Me basta con eso —dijo él.
Fueron en coche a una calle llamada Krystalgade. La sinagoga de ladrillos amarillos se alzaba junto a la calle, como encogiendo un hombro contra un mundo hostil. Peter dejó a Ellegard junto a la puerta para asegurarse de que nadie podría huir por ella.