—Métete el libro debajo de la chaqueta, maldito idiota —dijo Peter—. ¡Si te ve agitarlo de esa manera, sabrá que vamos a por él!
Volvió nuevamente la mirada hacia el Tiger Moth. Podía ver a Kirke en la carlinga abierta, pero no podía distinguir su expresión detrás de las gafas, el pañuelo y el casco.
Sin embargo, lo que ocurrió a continuación sólo podía ser interpretado de una manera.
De pronto el motor rugió más fuerte cuando la válvula de estrangulación fue abierta al máximo. El avión viró bruscamente, volviéndose hacia el viento pero también dirigiéndose en línea recta hacia el pequeño grupo que rodeaba a Peter.
—¡Maldición, va a tratar de huir! — gritó Peter.
El avión adquirió velocidad y vino directamente hacia ellos.
Peter desenfundó su pistola.
Quería coger a Kirke con vida, e interrogarlo, pero prefería verlo muerto a dejar que escapara. Empuñando el arma con ambas manos, la dirigió hacia el avión que se aproximaba. Derribar un avión con una pistola era prácticamente imposible, pero quizá podría darle al piloto con un tiro de suerte.
La cola del Tiger Moth se elevó del suelo, nivelando el fuselaje y haciendo visibles la cabeza y los hombros de Kirke. Peter apuntó el arma tomando como blanco el casco de vuelo y apretó el gatillo. El avión despegó del suelo y Peter elevó su punto de mira, vaciando el cargador de siete balas de la Walther PPK. Vio con amarga decepción que había disparado demasiado alto, porque una serie de pequeños agujeros como manchones de tinta había aparecido en el depósito de combustible encima de la cabeza del piloto, y la gasolina se estaba derramando dentro de la carlinga en pequeños chorros. El avión siguió adelante.
Los demás se tiraron al suelo.
Una rabia suicida se apoderó de Peter cuando la hélice que giraba fue hacia él moviéndose a cien kilómetros por hora. Sentados a los controles con Poul Kirke estaban todos los criminales que habían llegado a escapar de la justicia, incluido Finn Jonk, el conductor que había lesionado a Inge. Peter iba a impedir que Kirke huyera aunque el hacerlo le costara la vida.
Mirando por el rabillo del ojo, vio el puro del mayor Schwarz reluciendo sobre la hierba, y tuvo un súbito arranque de inspiración.
Mientras el biplano venía letalmente hacia él, Peter se agachó, cogió el puro que todavía ardía y se lo lanzó al piloto.
Después saltó hacia un lado.
Sintió el impacto del viento mientras el ala inferior pasaba a escasos centímetros de su cabeza.
Chocó con el suelo, rodó sobre sí mismo y levantó la vista.
El Tiger Moth estaba subiendo. Las balas y el puro encendido no parecían haber tenido ningún efecto. Peter había fracasado.
¿Lograría escapar Kirke? La Luftwaffe haría despegar a los dos Messerschmitt para que lo persiguieran, pero eso requeriría unos cuantos minutos y para entonces el Tiger Moth ya se habría perdido de vista. El depósito de combustible de Kirke estaba dañado, pero los agujeros podían no hallarse en el punto más bajo de este, en cuyo caso quizá conseguiría conservar la gasolina suficiente para llevarlo a través de las aguas hasta Suecia, que se encontraba a solo unos cuarenta kilómetros de distancia. Y estaba oscureciendo.
Peter concluyó con amargura que Kirke tenía una posibilidad.
Entonces se oyó el rugir de un súbito inflamarse, y una gran llama solitaria se elevó de la carlinga.
Se extendió con terrible rapidez por encima de toda la cabeza y los hombros visibles del piloto, cuyas ropas tenían que haber quedado empapadas de gasolina. Las llamas se deslizaron hacia atrás para lamer el fuselaje, consumiendo rápidamente la tela de lino.
El avión siguió ascendiendo durante unos segundos, aunque la cabeza del piloto ya se había convertido en un tocón calcinado. Entonces el cuerpo de Kirke se desplomó hacia delante, aparentemente empujando la palanca de control al hacerlo, y el Tiger Moth inclinó su morro para caer en picado la corta distancia que lo separaba del suelo y hundirse en este igual que una flecha. El fuselaje se arrugó como un acordeón.
Hubo un silencio horrorizado. Las llamas continuaron lamiendo el fuselaje alrededor de las alas y la cola del avión, consumiendo la tela para abrirse paso hacia los largueros de madera de las alas y revelar los tubos cuadrados de acero del fuselaje como el esqueleto de un mártir quemado.
—Oh, Dios mío, qué horrible… Ese pobre hombre —dijo Tilde. Estaba temblando. Peter la rodeó con los brazos.
—Sí —dijo—. Y lo peor de todo es que ahora no puede responder a ninguna pregunta.
En el letrero que había delante del edificio se leía INSTITUTO DANÉS DE CANCIÓN POPULAR Y DANZA CAMPESINA, pero eso solo era para engañar a las autoridades. Bajando por los escalones, una vez atravesada la doble cortina que servía para atrapar la luz y dentro del sótano carente de ventanas, había un club de jazz.
La sala era pequeña y oscura. El húmedo suelo de cemento estaba lleno de colillas de cigarrillo, y pegajoso a causa de la cerveza derramada. Había algunas mesas desvencijadas y unas cuantas sillas de madera, pero la mayor parte de la audiencia estaba de pie. Marineros y estibadores se codeaban con jóvenes bien vestidos y unos cuantos soldados alemanes.
En el diminuto escenario, una mujer joven sentada al piano cantaba suavemente baladas en un micrófono. Aquello tal vez fuese jazz, pero no era la música que apasionaba a Harald. Él estaba esperando a Memphis Johnny Madison, quien era de color, a pesar de que había pasado la mayor parte de su vida en Copenhague y probablemente nunca había visto Memphis.
Eran las dos de la madrugada. A primera hora de la noche, después de que se hubieran apagado las luces en la escuela, los Tres Chalados —Harald, Mads y Tik— habían vuelto a vestirse, salido sigilosamente del edificio del dormitorio y cogido el último tren a la ciudad. Aquello era arriesgado —si los descubrían se verían metidos en un buen lío—, pero valla la pena con tal de ver a Memphis Johnny.
El aquavit que estaba bebiendo Harald, acompañándolo con cervezas de barril para hacerlo bajar, lo iba poniendo todavía más eufórico.
Una parte de su mente seguía dándole vueltas al emocionante recuerdo de su conversación con Poul Kirke, y al aterrador hecho de que ahora estaba en la resistencia. Apenas se atrevía a pensar en ello, porque se trataba de algo que no podía compartir ni siquiera con Mads y Tik. Harald le había pasado información militar secreta a un espía.
Después de que Poul hubiera admitido que existía una organización secreta, Harald había dicho que haría cualquier otra cosa que pudiera con tal de ayudar. Poul había prometido utilizarlo como uno de sus observadores. La tarea de Harald consistiría en recoger información sobre las fuerzas de ocupación y pasársela a Poul para que fuera transmitida a Inglaterra. Harald se sentía muy orgulloso de sí mismo, y ardía en deseos de dar comienzo a su primera misión. También estaba asustado, pero intentaba no pensar en lo que podía ocurrir si lo capturaban.
Todavía odiaba a Poul por estar saliendo con Karen Duchwitz. Cada vez que pensaba en ello sentía el agrio sabor de los celos en el estómago, pero reprimía aquel sentimiento por el bien de la resistencia.
Deseó que Karen hubiera estado allí ahora. Ella habría apreciado la música.
Estaba pensando que faltaba compañía femenina cuando se fijó en una recién llegada, una mujer de oscuros cabellos rizados que llevaba un vestido rojo y estaba sentada en un taburete en la barra. Harald no podía verla con demasiada claridad —había mucho humo en el aire, o quizá le ocurriese algo a su vista—, pero parecía estar sola.
—Eh, mirad —les dijo a los demás.
—No está mal, si te gustan las mujeres mayores —dijo Mads.
Harald siguió observándola, tratando de enfocar mejor su mirada.
—¿Por qué dices eso? ¿Qué edad tiene?
—Por lo menos tiene treinta años.
Harald se encogió de hombros.
—Eso no es ser realmente mayor. Me pregunto si le gustaría tener a alguien con quien hablar.
Tik, que no estaba tan borracho como los otros dos, dijo:
—Te hablará.
Harald no estuvo muy seguro de por qué Tik estaba sonriendo como un bobo. Ignorando a su amigo, se levantó y fue hacia la barra. A medida que se aproximaba, vio que la mujer era bastante regordeta y que su redondo rostro estaba abundantemente maquillado.
—Hola, colegial—le dijo la mujer, pero su sonrisa era afable.
—Me he fijado en que estabas sola.
—Por el momento.
—Pensé que quizá querrías tener a alguien con quien hablar.
—Bueno, en realidad no estoy aquí para eso.
—Ah… Prefieres escuchar la música. Yo soy un gran aficionado al jazz, y llevo años siéndolo. ¿Qué opinas de la cantante? No es norteamericana, claro, pero…
—Odio la música.
Harald se quedó bastante perplejo.
—¿Entonces yo qué…?
—Soy una chica trabajadora.
La mujer parecía pensar que eso lo explicaba todo, pero Harald no entendía nada. Ella continuaba sonriéndole cálidamente, pero Harald estaba empezando a tener la sensación de que hablaban idiomas distintos.
—Una chica trabajadora —repitió.
—Sí. ¿Qué te habías pensado que era?
—A mí me pareces una princesa —le dijo Harald, que se sentía inclinado a ser lo más galante posible con ella.
La mujer se rió.
—¿Cómo te llamas? — le preguntó Harald.
—Betsy.
Era un nombre improbable para una chica danesa de la clase trabajadora, y Harald supuso que sería adoptado.
Un hombre apareció de pronto junto a su codo. Su apariencia dejó bastante desconcertado a Harald: el hombre iba sin afeitar, tenía los dientes medio podridos, y uno de sus ojos se hallaba medio cerrado por un gran moretón. Llevaba un esmoquin lleno de manchas y una camisa sin cuello. A pesar de ser bajo y flaco, su aspecto intimidaba.
—Venga, hijito, decídete de una vez —dijo el hombre.
—Este es Luther —le dijo Betsy a Harald—. Deja en paz al chico, Lou. No está haciendo nada malo.
—Mantiene alejados a los otros clientes.
Harald se dio cuenta de que no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo, y decidió que debía de estar más borracho de lo que había imaginado.
—Bueno, ¿quieres follártela o no? — preguntó Luther.
Harald se quedó atónito.
—¡Ni siquiera la conozco!
Betsy se echó a reír.
—Son diez coronas, puedes pagarme —dijo Luther.
Entonces se hizo la luz. Harald se volvió hacia la mujer y dijo, hablando en un tono de voz que el asombro volvió más fuerte de lo que él había pretendido:
—¿Eres una prostituta?
—Eh, no hace falta que lo grites —dijo ella con disgusto.
Luther agarró a Harald por la pechera de su camisa y tiró de él. Su presa era fuerte, y Harald se tambaleó.
—Ya sé cómo sois los que habéis recibido una educación —escupió Luther—. Os creéis que este tipo de cosas tienen gracia.
Harald olió el mal aliento del hombre.
—No se enfade —dijo—. Yo solo quería hablar con ella.
Un barman con un trapo alrededor de la cabeza se inclinó sobre la barra y dijo:
—Nada de problemas, Lou, por favor. El chico lo ha hecho sin mala intención.
—¿Seguro? Pues a mí me parece que se está riendo de mí.
Harald estaba empezando a preguntarse nerviosamente si Luther tendría un cuchillo, cuando el encargado del club cogió el micrófono y anunció a Memphis Johnny Madison, y hubo un estallido de aplausos.
Luther apartó a Harald de un empujón.
—Fuera de mi vista antes de que te raje esa garganta de imbécil que tienes —dijo.
Harald volvió con los demás. Sabía que había sido humillado, pero estaba demasiado borracho para que eso pudiera importarle.
—Cometí un error de etiqueta —dijo.
Memphis Johnny entró en el escenario, y Harald se olvidó instantáneamente de Luther.
Johnny se sentó al piano y se inclinó hacia el micrófono. Hablando un danés perfecto sin ninguna sombra de acento, dijo:
—Gracias. Me gustaría empezar con una composición del mayor pianista de boogie woogie que haya existido jamás, Clarence Pine Top Smith.
Hubo un renovado aplauso, y Harald gritó en inglés:
—¡Tócala, Johnny!
Entonces hubo una súbita conmoción cerca de la puerta, pero Harald no le prestó atención. Johnny llevaba cuatro compases de la introducción cuando de pronto dejó de tocar y dijo por el micrófono:
—Heil Hitler, pequeño.
Un oficial alemán salió al escenario. Harald miró en torno a él, perplejo. Un grupo de policías militares acababa de entrar en el club. Estaban arrestando a los soldados alemanes, pero no a los civiles daneses.
El oficial le quitó el micrófono a Johnny y dijo en danés:
—Los artistas de variedades de raza inferior no están permitidos. Este club queda cerrado.
—¡No! — gritó Harald con consternación—. ¡No puedes hacer eso, campesino nazi!
Afortunadamente, su voz quedó ahogada por el clamor general de protesta.
—Salgamos de aquí antes de que cometas más errores de etiqueta, Harald —dijo Tik, cogiéndolo del brazo.
Harald se resistió.
—¡Venga! — chilló—. ¡Dejad tocar a Johnny!
El oficial esposó a Johnny y se lo llevó del escenario.
Harald estaba destrozado. Aquella había sido su primera ocasión de escuchar a un auténtico pianista de boogie, y los nazis habían interrumpido la actuación después de unos cuantos compases.
—¡No tienen ningún derecho! — gritó.
Los tres jóvenes subieron por los escalones hasta llegar a la calle. Era mediados de verano, y la corta noche escandinava ya había terminado. El amanecer había llegado. El club quedaba en el muelle, y el ancho canal relucía bajo la media luz. Barcos dormidos flotaban inmóviles al final de sus amarras. Una fría brisa salada soplaba del mar. Harald respiró profundamente y luego se sintió mareado durante unos instantes.
—Ya puestos, podríamos ir a la estación y esperar el primer tren que vaya a casa —dijo Tik. Su plan era estar acostados en sus camas, fingiendo dormir, antes de que nadie se levantara en la escuela.
Echaron a andar hacia el centro de la ciudad. En los cruces principales, los alemanes habían erigido puestos de guardia de cemento, forma octogonal y cosa de un metro veinte de altura, con espacio en el centro para que un soldado permaneciera de pie allí, visible desde el pecho para arriba. De noche los puestos no estaban ocupados. Harald todavía estaba furioso por el cierre del club, y aquellos feos símbolos de la dominación nazi lo pusieron todavía más rabioso. Al pasar junto a uno, le dio una fútil patada.