En el último momento llegó un sedán Ford fabricado en Alemania. Harald conocía aquel coche: pertenecía a Axel Flemming, el dueño del hotel de la isla. Los Flemming mantenían una actitud hostil hacia la familia de Harald. Axel Flemming se tenía por el líder natural de la comunidad isleña, un papel que el pastor Olufsen creía le pertenecía a él, y la fricción entre los patriarcas rivales afectaba a todos los otros miembros de la familia. Harald se preguntó cómo se las habría arreglado Flemming para conseguir gasolina que hiciera funcionar su coche, y supuso que para los ricos cualquier cosa era posible.
El mar estaba picado y había nubes oscuras en el oeste. Se aproximaba una tormenta, pero los pescadores dijeron que estarían en casa antes de que esta llegara, aunque por los pelos. Harald sacó de su bolsillo un periódico que había cogido en la ciudad. Titulado Realidad, era una publicación ilegal impresa en un acto de desafío al poder ocupante que se repartía gratis. La policía danesa no había intentado hacerla desaparecer, y los alemanes parecían considerar que ni siquiera era merecedora de su desprecio. En Copenhague, la gente la leía abiertamente en los trenes y los tranvías. Allí la gente era más discreta, y Harald la dobló para ocultar la cabecera mientras leía un informe sobre la escasez de mantequilla. Dinamarca producía millones de kilos de mantequilla cada año, pero ahora casi toda ella era enviada a Alemania, y los daneses tenían serios problemas para conseguirla. Era la clase de historia que nunca aparecía en la prensa legal censurada.
La familiar forma plana de la isla iba aproximándose. Sande tenía unos diecinueve kilómetros de largo por uno y medio de ancho, con un pueblo en cada extremo. Las casitas de los pescadores, y la iglesia con su rectoría, formaban el más antiguo de los dos pueblos en el extremo sur. También en el extremo sur, una escuela de navegación, en desuso desde hacía ya mucho tiempo, había sido ocupada por los alemanes y convertida en una base militar. El hotel y las casas de mayores dimensiones se encontraban en el extremo norte. Entre uno y otro extremo, la isla consistía básicamente en dunas de arena y matorrales con unos cuantos árboles y ninguna colina, pero a lo largo de todo el lado que daba al mar había una magnífica playa de dieciséis kilómetros de largo.
Harald sintió unas cuantas gotas de lluvia mientras el trasbordador se aproximaba a su atracadero en el extremo norte de la isla. El taxi del hotel tirado por un caballo ya estaba esperando a la pareja elegantemente vestida. Los pescadores fueron recibidos por la esposa de uno de ellos, que conducía una carreta de la cual tiraba un caballo. Harald decidió cruzar la isla e ir a su casa siguiendo la playa, cuya arena estaba tan dura y apretada que de hecho había sido utilizada para llevar a cabo pruebas de velocidad de coches de carreras.
Se encontraba a medio camino entre el muelle y el hotel cuando se le acabó el vapor.
Harald estaba utilizando el depósito de gasolina de la motocicleta como una reserva de agua, y entonces se dio cuenta de que este no era lo bastante grande. Tendría que hacerse con un bidón de gasolina de cinco galones y meterlo en el sidecar. Mientras tanto, necesitaba agua para que el motor de vapor lo llevara hasta su casa.
Sólo había una casa a la vista, y por desgracia era la de Axel Flemming. A pedir de su rivalidad, los Olufsen y los Flemming todavía se hablaban: todos los miembros de la familia Flemming acudían a la iglesia cada domingo y se sentaban en el primer banco. De hecho, Axel era diácono. Aun así, a Harald no le hacía ninguna gracia la idea de tener que pedir ayuda a los siempre hostiles Flemming. Estuvo pensando en caminar medio kilómetro hasta llegar a la siguiente casa pero decidió que sería una estupidez. Con un suspiro, echó a andar por el largo camino que subía hacia la casa de los Flemming.
En vez de llamar a la puerta principal, contorneó la casa hasta llegar a los establos. Le complació ver a un sirviente que estaba metiendo el Ford en el garaje.
—Hola, Gunnar —dijo Harald—. ¿Podría darme un poco de agua?
El hombre se mostró muy cordial.
—Sírvete tú mismo —dijo—. Hay un grifo en el patio.
Harald encontró un cubo al lado del grifo y lo llenó. Luego regresó al camino y echó el agua dentro del depósito. Parecía que iba a poder evitar tener que encontrarse con alguien de la familia. Pero cuando devolvió el cubo al patio, Peter Flemming estaba allí.
Alto, arrogante y con treinta años de edad, vestido con un bien confeccionado traje de tweed color avena Peter era el hijo de Axel. Antes de que las familias se enemistaran, había sido el amigo del alma de Arne, el hermano de Harald, y durante su adolescencia los dos se habían ganado reputación de conquistadores: Arne seducía a las chicas mediante su malévolo encanto y Peter recurría a su impasible sofisticación. Ahora Peter vivía en Copenhague, pero Harald supuso que habría vuelto a casa para pasar allí aquel fin de semana festivo.
Peter estaba leyendo
Realidad
y levantó los ojos del periódico para mirar a Harald.
—¿Qué estás haciendo aquí? — preguntó.
—Hola, Peter. He venido a coger un poco de agua.
—Supongo que este periodicucho es tuyo, ¿no?
Harald se llevó la mano al bolsillo, y entonces se dio cuenta con una súbita consternación de que el periódico debía de haberse caído cuando se agachó a coger el cubo. Peter vio el movimiento y comprendió su significado.
—Obviamente lo es —dijo—. ¿Eres consciente de que podrías ir a la cárcel sólo por tenerlo en tu poder?
La mención de la cárcel no era una amenaza hueca, porque Peter era detective de la policía.
—En la ciudad todo el mundo lo lee —dijo Harald. Consiguió que su voz sonara desafiante, pero de hecho estaba un poco asustado. Peter era lo bastante ruin para arrestarlo.
—Esto no es Copenhague —entonó Peter solemnemente. Harald sabía que a Peter le encantaría tener ocasión de hundir en la ignominia a un Olufsen, y sin embargo vacilaba en hacerlo. Harald creyó saber por qué.
—Si arrestas a un estudiante en Sande por estar haciendo algo que toda la población hace abiertamente, quedarás como un imbécil. Especialmente cuando todos se enteren de que le tienes manía a mi padre.
Peter estaba visiblemente desgarrado entre el deseo de humillar a Harald y el miedo a que se rieran de él.
—Nadie tiene derecho a infringir la ley —dijo.
—¿La ley de quién? ¿De nosotros o de los alemanes?
—La ley es la ley.
Harald empezó a sentirse más seguro de sí mismo. Peter no se habría puesto tan a la defensiva si realmente tuviera intención de hacer un arresto.
—Eso lo dices únicamente porque tu padre gana muchísimo dinero haciendo que los nazis se lo pasen bien en su hotel.
La réplica de Harald dio en el blanco. El hotel era muy popular entre los oficiales alemanes, quienes disponían de más dinero para gastar que los daneses.
—Mientras que tu padre va enardeciendo a la gente con sus sermones —repuso Peter a su vez. Era cierto: el pastor había predicado contra los nazis, escogiendo como tema «Jesús era un judío»—. ¿Ya se da cuenta de cuántos problemas llegará a causar si incita a la gente? — siguió diciendo Peter.
—Estoy seguro de que sí. El fundador de la religión cristiana también causó bastantes problemas.
—No me hables de religión. Yo he de mantener el orden aquí en la tierra.
—¡Al diablo con el orden, hemos sido invadidos! — La frustración que sentía Harald al haber visto arruinada su velada salió a la luz—. ¿Qué derecho tienen los nazis a decirnos lo que hemos de hacer? ¡Deberíamos echar a patadas de nuestro país a toda esa jauría!
—No debes odiar a los alemanes, porque son nuestros amigos —dijo Peter, con un aire de santurronería que hizo enloquecer de ira a Harald.
—Yo no odio a los alemanes, maldito estúpido. Tengo primos alemanes —dijo. La hermana del pastor se había casado con un joven dentista al que le iban muy bien las cosas en Hamburgo y ella y su marido siempre venían a Sande durante las vacaciones, allá por los años veinte. Su hija Monika era la primera chica a la que había besado Harald—. Y los nazis se lo han hecho pasar mucho peor que a nosotros —añadió. El tío Joachim era judío y, aunque era cristiano bautizado y un anciano de su iglesia, los nazis habían decidido que solo podía tratar a judíos, con lo que hundieron su consulta. Hacía un año que lo habían arrestado como sospechoso de esconder oro y le habían enviado a una clase especial de prisión, lo que los nazis llamaban un Konzentrazionslager, en la pequeña población bávara de Dachau.
—Quien tiene problemas es porque se los ha buscado —dijo Peter, dándoselas de hombre de mundo—. Tu padre nunca hubiese debido permitir que su hermana se casara con un judío. — Tiró al suelo el periódico y se fue.
Al principio Harald se quedó demasiado perplejo para replicar. Se agachó y recogió el periódico.
—Estás empezando a hablar como un nazi —le dijo luego a la espalda de Peter mientras este se alejaba de él.
Sin prestarle ninguna atención, Peter entró en la casa por la puerta de la cocina y cerró dando un portazo.
Harald sintió que había salido perdedor de la discusión, lo cual resultaba muy irritante porque sabía que lo que había dicho Peter era una auténtica barbaridad.
Mientras iba hacia el camino empezó a llover intensamente. Cuando llegó a su motocicleta, Harald descubrió que se había apagado el fuego debajo de la caldera.
Trató de volver a encenderlo. Hizo una bola con su ejemplar de
Realidad
para usarlo como yesca; tenía una caja de fósforos de madera de buena calidad en el bolsillo, pero no se había traído consigo el fuelle que utilizó para encender el fuego unas horas antes. Después de veinte frustrantes minutos inclinado sobre la caja de fuego bajo la lluvia, Harald se dio por vencido. Tendría que ir a su casa andando.
Se subió el cuello de la chaqueta.
Fue empujando la motocicleta hasta llegar al hotel y la dejó en el pequeño aparcamiento; luego echó a andar playa abajo. En aquella época del año, a tres semanas del solsticio de verano, los anocheceres escandinavos duraban hasta las once; pero aquella noche las nubes oscurecían el cielo, y el aguacero restringía todavía más la visibilidad. Harald fue siguiendo el contorno de las dunas. Encontraba el camino por la manera en que iba cambiando el suelo debajo de sus pies y el ruido del mar en su oreja derecha. Antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo, sus ropas habían quedado tan empapadas que hubiera podido ir a casa nadando sin mojarse más de lo que ya lo estaba.
Harald era un joven fuerte y estaba tan en forma como un lebrel, pero tras dos horas de caminata se encontraba cansado, frío y deprimido; entonces se topó con la valla que circundaba la nueva base alemana y comprendió que tendría que caminar cinco kilómetros alrededor de ella para poder llegar a su casa, que quedaba a solo unos centenares de metros de distancia.
Si la marea se hubiese retirado, habría seguido andando a lo largo de la playa porque, si bien oficialmente el acceso a aquella extensión de arena estaba prohibido, los guardias no hubiesen podido verlo con aquel tiempo. No obstante, la marea todavía no había bajado y el agua aún llegaba a la valla. A Harald se le pasó por la cabeza recorrer el último trecho nadando, pero enseguida descartó la idea. Como todo el mundo en aquella comunidad pesquera, Harald le tenía un cauteloso respeto al mar, y nadar de noche con aquel tiempo sería peligroso cuando él ya se hallaba exhausto.
Pero podía trepar por la valla.
La lluvia había amainado y un cuarto de luna asomaba de vez en cuando entre las nubes que corrían por el cielo, proyectando intermitentemente una vacilante claridad sobre el paisaje empapado. Harald podía ver el metro ochenta de altura del alambre para gallineros que formaba la valla, con dos tiras de alambre de espino extendidas sobre ella, de aspecto bastante formidable pero no un gran obstáculo para una persona realmente determinada que se encontrase en buena forma física. Cincuenta metros tierra adentro, la valla atravesaba un pequeño macizo de matorrales y arbolillos que la ocultaban a la mirada. Ese sería el sitio por el cual trepar.
Harald sabía qué había más allá de la valla. El verano pasado había estado trabajando en las labores de construcción. Por aquel entonces, no había sabido que el lugar estuviera destinado a ser una base militar. Los constructores, una firma de Copenhague, le habían dicho a todo el mundo que iba a ser una nueva estación del servicio de guardacostas. Si hubieran dicho la verdad quizá habrían tenido problemas para reclutar al personal, porque por ejemplo Harald nunca hubiese trabajado a sabiendas para los nazis. Luego, cuando los edificios hubieron sido levantados y la valla quedó completada, todos los daneses habían sido despedidos y se trajo a alemanes para que instalaran el equipo. Pero Harald conocía la disposición del recinto. La escuela de navegación en desuso había sido vuelta a acondicionar, y se construyeron nuevos edificios que la flanqueaban. Todos los edificios se encontraban bastante alejados de la playa, por lo que Harald podía cruzar la base sin tener que acercarse a ellos. Además, en aquel extremo del recinto una gran parte del terreno se hallaba cubierto por pequeños matorrales que le ayudarían a ocultarse. Lo único que tendría que hacer sería mantener los ojos bien abiertos por si había guardias patrullando.
Encontró su camino hasta el bosquecillo, escaló la valla, pasó con mucho cuidado por encima del alambre de espino que la coronaba y saltó al otro lado, aterrizando sin hacer ruido sobre las dunas húmedas. Miró en torno a él, atisbando entre la penumbra, y solo vio las vagas siluetas de los árboles. Los edificios no eran visibles, pero pudo oír música lejana y alguna que otra carcajada ocasional. Era noche de sábado, así que los soldados alemanes quizá estuvieran tomándose unas cuantas cervezas mientras sus oficiales cenaban en el hotel de Axel Flemming.
Harald empezó a cruzar la base, moviéndose todo lo deprisa que se atrevía a hacerlo bajo la cambiante claridad lunar, manteniéndose pegado a los arbustos cuando podía hacerlo y orientándose por las olas a su derecha y la tenue música a la izquierda. Pasó por delante de una estructura muy alta y la reconoció, en la penumbra, como la torre de un reflector. Toda el área podía ser iluminada en caso de que hubiera una emergencia, pero habitualmente la base se hallaba sumida en la oscuridad.