—Nos has tenido muy preocupados a todos, Bardett. ¿Cómo estás?
El recién llegado hablaba con un acento caribeño al que se superponía un deje de Oxbridge.
—Puede que viva, dicen.
Charles rozó con la punta de un dedo el dorso de la mano de Bart allí donde esta asomaba de su cabestrillo, en lo que Digby pensó era un gesto curiosamente lleno de afecto.
—Me alegro muchísimo de saberlo —dijo Charles.
—Charles, te presento a mi hermano Digby. Digby, este es Charles Ford. Estuvimos juntos en el Trinity College hasta que nos fuimos de allí para ingresar en la fuerza aérea.
—Era la única manera de evitar tener que presentarnos a nuestros exámenes —dijo Charles, estrechando la mano de Digby.
—¿Cómo te están tratando los africanos? — preguntó Bart.
Charles sonrió y pasó a explicárselo a Digby.
—En nuestro campo hay un escuadrón de rodesianos. Todos son unos aviadores de primera, pero les resulta difícil tratar con un oficial de mi color. Los llamamos los africanos, cosa que parece irritarlos ligeramente. No entiendo por qué.
—Y obviamente tú no estás permitiendo que eso te afecte mucho —dijo Digby.
—Creo que con la paciencia y la mejora en la educación podremos terminar civilizando a esa clase de personas, por muy primitivas que parezcan ahora. — Charles desvió la mirada, y Digby percibió un destello de la ira que había debajo de su buen humor—. Acababa de preguntarle a Bart por qué piensa que estamos perdiendo tantos bombarderos —dijo Digby—. ¿Cuál es tu opinión?
—No tomé parte en esa incursión —dijo Charles—. Y por lo que sé, tuve mucha suerte al perdérmela. Pero otras operaciones recientes han salido igual de mal. Tengo la sensación de que la Luftwaffe puede seguirnos a través de las nubes. ¿Podrían tener a bordo alguna clase de equipo que les permita localizarnos incluso cuando no somos visibles?
Digby sacudió la cabeza.
—Cada aparato enemigo que se estrella es examinado minuciosamente, y nunca hemos visto nada parecido a esa cosa de la que hablas. Estamos trabajando muy duro para inventar esa clase de sistema, y tengo la seguridad de que el enemigo también trabaja en ello, pero todavía nos encontramos muy lejos del éxito, y estamos bastante seguros de que ellos van muy por detrás de nosotros. No creo que se trate de eso.
—Bueno, pues lo parece.
—Sigo pensando que es cosa de espías —dijo Bart.
—Interesante. — Digby se levantó—. He de regresar a Whitehall. Gracias por vuestras opiniones. — Estrechó la mano de Charles y le apretó suavemente el hombro sano a Bart—. Descansa y ponte bien.
—Dicen que dentro de unas semanas volveré a volar.
—No puedo decir que eso me alegre.
Digby se disponía a irse cuando Charles dijo:
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Por supuesto.
—En una incursión como esta, lo que nos cuesta reemplazar los aparatos perdidos tiene que ser bastante más que lo que le cuesta al enemigo reparar los daños causados por nuestras bombas.
—Indudablemente.
—Entonces… —Charles extendió los brazos para indicar que no entendía nada—. ¿Por qué lo hacemos? ¿Qué sentido tiene el bombardear?
—Sí —dijo Bart—. Me gustaría saberlo.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? —dijo Digby—. Los nazis controlan Europa: Austria, Checoslovaquia, Holanda, Bélgica, Francia, Dinamarca, Noruega. Italia es una aliada, España simpatiza con ellos, Suecia es neutral, y tienen un pacto con la Unión Soviética. No tenemos fuerzas militares en el Continente. No disponemos de ningún otro modo de devolverles los golpes.
Charles asintió.
—Así que nosotros somos todo lo que tenéis.
—Exactamente —dijo Digby—. Si los bombardeos cesan, la guerra ha terminado… y Hitler ha vencido.
El primer ministro estaba viendo
El halcón maltés
. Recientemente se había construido un cine privado en las antiguas cocinas de la Casa del Almirantazgo. Disponía de cincuenta o sesenta cómodos asientos y un telón de terciopelo rojo, pero normalmente se utilizaba para proyectar las filmaciones de las incursiones de bombardeo y las películas de propaganda antes de que estas fueran exhibidas ante el público.
Ya entrada la noche, después de que todos los memorandos hubieran sido dictados, los cablegramas enviados, los informes anotados y las minutas puestas al día, cuando estaba demasiado preocupado, enfadado y tenso para que le fuera posible conciliar el sueño, Churchill se sentaba en uno de los espaciosos asientos para personalidades de la primera fila con un vaso de coñac y se dejaba absorber por el último hechizo llegado de Hollywood.
Cuando Digby entró en el cine, Humphrey Bogart le estaba explicando a Mary Astor que cuando el socio de un hombre es asesinado se supone que este debe hacer algo al respecto. El aire estaba cargado del humo de los puros. Churchill señaló un asiento. Digby se sentó en él y vio los últimos minutos de la película. Cuando aparecieron los títulos de crédito encima de la estatuilla de un halcón negro, Digby explicó a su jefe que la Luftwaffe siempre parecía saber por anticipado cuándo iba a llegar el Mando de Bombarderos.
Cuando Digby hubo terminado de hablar, Churchill contempló la pantalla durante unos segundos como si estuviera esperando averiguar quién había interpretado a Bryan. Había momentos en los que el primer ministro era encantador, con una sonrisa irresistible y un suave destello en sus ojos azules, pero aquella noche parecía hallarse sumido en la melancolía. Finalmente dijo:
—¿Qué piensa la RAF?
—Le echan la culpa a no haber volado en formación como es debido. En teoría, si los bombarderos vuelan siguiendo una formación cerrada entonces su armamento debería cubrir la totalidad del cielo, de tal manera que cualquier caza enemigo que apareciese por allí debería ser abatido inmediatamente.
—¿Y usted qué dice a eso?
—Que es una estupidez. El vuelo en formación nunca ha funcionado. Algún factor nuevo ha entrado en la ecuación.
—Estoy de acuerdo. Pero ¿en qué consiste exactamente ese factor?
—Mi hermano culpa a los espías.
—Todos los espías a los que hemos capturado eran unos aficionados…, pero esa es la razón por la que fueron capturados, claro está. Puede que los que eran realmente competentes hayan conseguido escurrirse a través de la red.
—Quizá sea que los alemanes han hecho algún gran progreso técnico.
—El Servicio Secreto de Inteligencia me dice que el enemigo va muy por detrás de nosotros en el desarrollo del radar.
—¿Confía en sus dictámenes?
—No. — Las luces del techo se encendieron. Churchill iba de etiqueta. Siempre tenía un aspecto muy elegante, pero su rostro estaba surcado por líneas de cansancio. Sacó del bolsillo de su chaleco una hoja de papel cebolla doblada—. He aquí una pista —dijo, y le tendió la hoja a Digby.
Digby la estudió. Parecía ser el desciframiento de una señal radiada por la Luftwaffe, en alemán y en inglés. Decía que la nueva estrategia de combate nocturno a ciegas de la Luftwaffe —
Dunkle Nachjagd
— se había anotado un gran triunfo, gracias a la excelente información proporcionada por Freya. Digby leyó el mensaje en inglés y luego volvió a leerlo en alemán. «Freya» no era una palabra que perteneciese a ninguna de las dos lenguas..
—¿Qué significa esto? — preguntó.
—Eso es lo que quiero que averigüe. — Churchill se levantó y se embutió en su chaqueta con un encogimiento de hombros—. Regrese andando conmigo —dijo, y mientras se iban gritó—: ¡Gracias!
—El placer ha sido mío, señor —replicó una voz desde la cabina del proyeccionista.
Mientras iban por el edificio, dos hombres echaron a andar detrás de ellos: el inspector Thompson de Scotland Yard, y el guardaespaldas particular de Churchill. Salieron al recinto de los dosfiles, pasaron junto a un equipo que estaba operando un globo de barrera contra los bombarderos, y pasaron por una puerta en el cercado de alambre de espino para salir a la calle. Londres se hallaba ennegrecido por el oscurecimiento, pero una luna creciente les proporcioné la luz suficiente para que pudieran encontrar su camino.
Anduvieron unos cuantos metros el uno al lado del otro por Horse Guards Parade hasta llegar al número 1 de Storey’s Gate. Una bomba había dañado la parte de atrás del número 10 de Sowning Street, la residencia tradicional del primer ministro, por lo que Churchill estaba viviendo en el anexo cercano encima de las salas del Gabinete de Guerra. La entrada se encontraba protegida por un muro a prueba de bombas. El cañón de una ametralladora asomaba a través de un agujero en el muro.
—Buenas noches, señor —dijo Digby.
—Esto no puede continuar —dijo Churchill—. A este ritmo, el Mando de Bombarderos estará acabado para Navidad. Necesito saber quién o qué es Freya.
—Lo descubriré.
—Hágalo con la máxima rapidez posible.
—Sí, señor
—Buenas noches —dijo el primer ministro, y entró en el edificio.
El último día del mes de mayo de 1941, un extraño vehículo fue visto en las calles de Morlunde, una ciudad en la costa oeste de Dinamarca.
Era una motocicleta Nimbus de fabricación danesa provista de un sidecar. En sí mismo eso ya la convertía en una visión insólita, porque no había gasolina para nadie aparte de los médicos y la policía y, naturalmente, las tropas alemanas que ocupaban el país. Pero aquella Nimbus había sido modificada. El motor de cuatro cilindros que funcionaba con gasolina había sido sustituido por uno de vapor tomado de una lancha fluvial convertida en chatarra. Se había quitado el asiento del sidecar para hacer sitio a una caldera, una caja de fuego y un cañón de chimenea. El motor utilizado como reemplazo no tenía mucha potencia y la velocidad máxima de la motocicleta había quedado reducida a unos treinta y cinco kilómetros por hora. En vez del del acostumbrado rugido del tubo de escape de una motocicleta, sólo se oía el suave siseo del vapor. Su lentitud y fantasmagórico silencio con que se movía conferían un aire majestuoso al vehículo.
En el sillín se encontraba Haral Olufsen, un joven de dieciocho años, alto, de piel clara y rubios cabellos echados hacia atrás para apartarlos de una despejada frente. Parecía un vikingo ataviado con una americana escolar. Harald había estado ahorrando durante un año para comprar la Nimbus, que le había costado seiscientas coronas; y entonces, justo el día después de que por fin hubiera conseguido hacerse con ella, los alemanes habían impuesto las restricciones de gasolina.
Harald se había enfadado muchísimo. ¿Qué derecho tenían los alemanes a hacer aquello? Pero su educación le había enseñado que actuar era preferible a quejarse.
Había tardado otro año en modificar la motocicleta, trabajando durante las vacaciones escolares y compaginando la labor con la revisión para sus exámenes de entrada en la universidad. Ese día, nuevamente en casa después de haber salido del internado para celebrar la fiesta de Pentecostés, Harald había pasado la mañana aprendiéndose de memoria ecuaciones de física y la tarde uniendo a la rueda trasera el engranaje de rueda que había sacado de una cortadora de césped. Ahora, con la motocicleta funcionando perfectamente, se dirigía hacia un bar donde esperaba poder escuchar un poco de jazz y quizá incluso conocer a algunas chicas.
Harald adoraba el jazz. Después de la física, era la cosa más interesante que le hubiese ocurrido jamás. Los músicos estadounidenses eran los mejores, por supuesto, pero incluso sus imitadores daneses merecían que se los escuchara. A veces se podía oír buen jazz en Morlunde, quizá porque era un puerto internacional, visitado por marineros de todo el mundo.
Pero cuando se detuvo delante del club Hot, en el corazón del distrito de los muelles, Harald vio que la puerta estaba cerrada y los postigos cubrían sus ventanas.
Se quedó perplejo. Eran las ocho de una tarde de sábado, y el club Hot era uno de los locales más populares de la ciudad. Hubiese debido estar lleno.
Mientras Harald contemplaba el silencioso edificio, un hombre que pasaba por allí se detuvo y le echó una mirada a su vehículo.
—¿Qué es este artefacto?
—Una Nimbus con un motor de vapor. ¿Sabe algo acerca de este club?
—Es de mi propiedad. ¿Qué utiliza la motocicleta como combustible?
—Cualquier cosa que arda. Yo uso turba —dijo Harald, señalando el montón que había en la parte de atrás del sidecar.
—¿Turba? — dijo el hombre, y se rió.
—¿Por qué están cerradas las puertas?
—Los nazis me cerraron el negocio.
Harald puso cara de consternación.
—¿Por qué?
—Por dar empleo a músicos negros.
Harald nunca había visto a un músico de color en carne y hueso, pero sabía por los discos que eran los mejores.
—Los nazis son unos cerdos ignorantes —dijo furiosamente. Le habían arruinado la noche. El dueño del club recorrió rápidamente la calle con la mirada para asegurarse de que nadie había oído a Harald. El poder ocupante gobernaba Dinamarca con mano bastante suave, pero aun así pocas personas insultaban abiertamente a los nazis. Sin embargo, no había nadie más visible. La mirada del hombre volvió a la motocicleta.
—¿Funciona?
—Pues claro que funciona.
—¿Quién te la convirtió?
—Lo hice yo mismo.
La diversión del hombre estaba transformándose en admiración.
—Eso sí que es tener buena mano.
—Gracias. — Harald abrió la espita que permitía que el vapor entrase en el motor—. Siento lo de su club.
—Espero que me dejarán volver a abrir dentro de unas semanas. Pero tendré que prometer que solo emplearé a músicos blancos.
—¿Jazz sin negros? — Harald sacudió la cabeza con disgusto—. Eso es como echar a los cocineros franceses de los restaurantes. — Apartó el pie del freno y la motocicleta empezó a alejarse lentamente.
Pensó ir al centro de la ciudad, para ver si había alguien a quien conociera en los cafés y los bares de alrededor de la plaza, pero lo del club de jazz había sido una decepción tan terrible que decidió que el seguir dando vueltas por ahí resultaría muy deprimente. Harald puso rumbo hacia el puerto.
Su padre era el pastor de la iglesia que había en Sande, una islita situada a unos tres kilómetros enfrente de la costa. El pequeño trasbordador que iba y venía entre la isla y el continente se hallaba atracado en el muelle, y Harald fue directamente hacia él. Estaba lleno de gente, a la mayoría de la cual Harald conocía. Había un alegre grupo de pescadores que se habían tomado unas cuantas copas después de haber asistido a un partido de fútbol; dos mujeres acomodadas ataviadas con sombreros y guantes que llevaban consigo un poni, un calesín de dos ruedas y un montón de compras; y una familia de cinco personas que había estado visitando a sus conocidos en la ciudad. Una pareja muy bien vestida, a la que Harald no reconoció, se dirigía probablemente a cenar en el hotel de la isla, el cual disponía de un restaurante de primera clase. La motocicleta de Harald atrajo el interés de todos, y tuvo que volver a explicar lo del motor de vapor.