Luego se quedaron inmóviles un rato. Hermia disfrutaba sintiendo el peso del cuerpo de Arne encima de ella, con aquella sensación de que le faltaba la respiración que iba dándole su lenta desentumescencia. Entonces una sombra cayó sobre ellos. Solo era una nube que estaba pasando por delante del sol, pero le recordó a Hermia que las ruinas se hallaban abiertas al público, y que alguien podía llegar en cualquier momento.
—¿Todavía estamos solos? — murmuró.
Arne alzó la cabeza y miró alrededor.
—Sí.
—Será mejor que nos levantemos antes de que lleguen los turistas.
—De acuerdo.
Hermia tiró de él cuando Arne empezaba a apartarse.
—Un beso más.
Él la besó suavemente y luego se levantó.
Hermia encontró sus bragas y se las puso rápidamente; luego se levantó y se sacudió la hierba del vestido. La sensación apremiante anterior la abandonó ahora que estaba presentable, y todos los músculos de su cuerpo experimentaron una agradable lasitud, como les ocurría a veces cuando estaba en la cama la mañana del domingo, todavía adormilada y escuchando las campanas de las iglesias.
Se apoyó en la pared, mirando hacia el mar, y Arne la rodeó con el brazo. Hermia tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para conseguir que sus pensamientos volvieran a centrarse en la guerra, el engaño y el secreto.
—Estoy trabajando para la inteligencia británica —dijo abruptamente. Arne asintió.
—Ya me lo temía.
—¿Te lo temías? ¿Por qué?
—Porque eso significa que corres un peligro todavía más grande que si hubieras venido aquí solo para verme.
A Hermia la complació que lo primero en lo que había pensado Arne fuese el peligro que corría ella. Realmente la amaba. Y ella traía problemas.
—Ahora tú también corres peligro, por el mero hecho de estar conmigo —dijo.
—Será mejor que te expliques.
Hermia se sentó encima del murete y trató de poner un poco de orden en sus pensamientos. No había conseguido pensar en una versión censurada de la historia que solo incluyera lo que era absolutamente necesario que supiera Arne. La mitad de la verdad no tendría ningún sentido por muchas cosas que eliminara, así que tendría que contárselo todo. Iba a pedirle que arriesgara su vida, y Arne necesitaba saber por qué.
Le habló de los Vigilantes Nocturnos, las detenciones en el aeródromo de Kastrup, el devastador índice de pérdidas sufridas por los bombarderos, la instalación de radar en su isla natal de Sande, la pista himmelbett, y el papel que había desempeñado Poul Kirke en todo aquello. El rostro de Arne iba cambiando a medida que hablaba Hermia. La alegría desapareció de sus ojos, y su perenne sonrisa fue sustituida por una mueca de ansiedad. Hermia se preguntó si aceptaría la misión.
Si Arne fuese un cobarde, seguramente no habría elegido pilotar las frágiles máquinas de madera y lino de las fuerzas aéreas del ejército. Por otra parte, el ser piloto era algo que formaba parte de su imagen atrevida y temeraria. Y Arne solía poner el placer por encima del trabajo. Esa era una de las razones por las que Hermia lo amaba: ella era demasiado seria, y él la hacía disfrutar y pasarlo bien. ¿Cuál era el verdadero Arne, el hedonista o el aviador? Su amado nunca había sido sometido a la prueba hasta ahora.
—He venido a pedirte que hagas lo que habría hecho Poul, si hubiera vivido: ir a Sande, entrar en la base y examinar la instalación de radar.
Arne asintió con expresión solemne.
—Necesitamos fotografías, y tienen que ser buenas. — Hermia se inclinó sobre su bicicleta, abrió la bolsa de atrás y sacó de ella una pequeña cámara de 35 mm, una Leica IIIa hecha en Alemania. Había pensado en coger una Minox Riga en miniatura, que era más fácil de ocultar, pero al final había preferido la precisión del objetivo de la Leica—. Probablemente sea el trabajo más importante que se te pedirá hacer jamás. Cuando entendamos su sistema de radar, podremos encontrar maneras de vencerlo, y eso salvará las vidas de millares de aviadores.
—Sí, ya lo entiendo.
—Pero si te atrapan, te ejecutarán, fusilándote o ahorcándote, por espionaje —dijo Hermia, y le tendió la cámara. Una parte de ella quería que Arne rechazara la misión, porque no podía soportar pensar en el peligro que iba a correr si aceptaba. Pero, si se negaba, ¿podría volver a respetarlo alguna vez?
Arne no cogió la cámara.
—Poul dirigía a tus Vigilantes Nocturnos —dijo.
Hermia asintió.
—Supongo que la mayoría de nuestros amigos estaban metidos en ello.
—Más vale que no sepas…
—Prácticamente todo el mundo estaba metido en ello excepto yo.
Hermia asintió. Temía lo que iba a venir a continuación.
—Piensas que soy un cobarde —dijo Arne.
—No parecía el tipo de cosa que tú…
—Porque me gustan las fiestas, cuente chistes, y flirtee con chicas, pensaste que no tenía agallas para el trabajo secreto. — Ella no dijo nada, pero él insistió—. Respóndeme.
Ella asintió compungida.
—En ese caso, tendré que demostrarte que estabas equivocada —dijo Arne, y cogió la cámara.
Hermia no supo si alegrarse o ponerse triste.
—Gracias —dijo, conteniendo las lágrimas—. Tendrás cuidado, ¿verdad?
—Sí. Pero hay un problema. Me han seguido a Bomholm.
—Oh, mierda. — Aquello era algo que Hermia no había previsto—. ¿Estás seguro?
—Sí. Me fijé en un par de personas que estaban rondando alrededor de la base, un hombre y una mujer joven. Ella estuvo conmigo en el tren a Copenhague, y luego él estaba en el transbordador. Cuando llegué allí, el hombre me siguió en una bicicleta, y había un coche más atrás. Me los quité de encima cuando faltaban unos cuantos kilómetros para llegar a Ronne.
Hermia asintió con abatimiento.
—Deben de sospechar que trabajabas con Poul.
—Irónicamente, dado que no lo estaba haciendo.
—¿Quiénes crees que son?
—Policías daneses que siguen órdenes de los alemanes. Ahora que les has dado esquinazo, estarán seguros de que eres culpable. Todavía deben de estar buscándote.
—No pueden registrar cada una de las casas de Bornholm.
—No, pero tendrán a gente vigilando el atracadero del transbordador y el aeródromo.
—No había pensado en eso. Bien, ¿cómo voy a regresar a Copenhague?
Hermia reparó en que Arne todavía no estaba pensando como un espía.
—Tendremos que encontrar alguna manera de sacarte de aquí en el transbordador sin que te vean.
—Y entonces, ¿adónde iré? No puedo volver a la escuela de vuelo, porque es el primer sitio donde buscarán.
—Tendrás que alojarte con Jens Toksvig.
El rostro de Arne se ensombreció.
—Así que él es uno de los Vigilantes Nocturnos.
—Sí. Su dirección…
—Sé dónde vive —dijo Arne secamente—. Jens era amigo mío antes de ser un Vigilante Nocturno.
—Puede que esté un poco nervioso, debido a lo que le ocurrió a Poul…
—No me volverá la espalda.
Hermia fingió no darse cuenta de la ira de Arne.
—Bien, supongamos que subes al transbordador de esta noche. ¿Cuánto tardarías en llegar a Sande?
—Primero hablaré con mi hermano Harald. Trabajó en la construcción de la base cuando la estaban edificando, así que podrá explicarme la disposición general. Entonces tendrás que darme un día entero para llegar hasta Judandia, porque los trenes siempre tienen retrasos. Podría llegar allí a última hora del martes, entrar en la base sin que me vean el miércoles, y regresar a Copenhague el jueves. ¿Cómo me pongo en contacto contigo entonces?
—Regresa aquí el viernes que viene. Si la policía sigue vigilando el transbordador, tendrás que encontrar alguna manera de disfrazarte. Me reuniré contigo aquí mismo. Cruzaremos a Suecia con el pescador que me trajo. Entonces te conseguiremos unos documentos falsos en la legación británica y te llevaremos a Inglaterra en avión.
Arne asintió sombríamente.
—Si esto sale bien, podríamos volver a estar juntos, y libres, dentro de una semana —dijo Hermia.
Arne sonrió.
—Parece demasiado esperar.
Hermia decidió que la quería, a pesar de que todavía se sentía herido porque se lo hubiera excluido de los Vigilantes Nocturnos. Y con todo, en lo más profundo de su corazón, todavía no estaba segura de si Arne tenía el valor necesario para hacer aquel trabajo. Pero sin duda ahora iba a averiguarlo.
Los primeros turistas habían estado llegando mientras Arne y Hermia hablaban; ahora un puñado de personas paseaban por las ruinas, mirando dentro de los sótanos y tocando las antiguas piedras.
—Salgamos de aquí —dijo Hermia—. ¿Has venido en una bicicleta?
—Está detrás de esa torre.
Arne fue a buscar su bicicleta y se fueron del castillo. Este llevaba gafas de sol y una gorra para que fuese más difícil reconocerlo. El disfraz no superaría un cuidadoso examen de los pasajeros que subían a un transbordador, pero podía protegerlo si el azar hacía que se encontrara con sus perseguidores en el camino.
Hermia fue reflexionando sobre el problema de la huida mientras dejaban que sus bicicletas bajaran por la ladera de la colina aprovechando la pendiente. ¿Podía inventar un disfraz mejor para Arne? No disponía de pelucas o trajes, ni de ningún maquillaje aparte del lápiz de labios y los polvos que ella utilizaba. Arne tendría que parecer una persona distinta, y para eso necesitaba ayuda profesional. En Copenhague sin duda podría encontrarla, pero no allí.
Al pie de la colina vio a su compañero de alojamiento en la pensión, Sven Fromer, saliendo de su Volvo. No quería que él viera a Arne, y esperó que pudieran pasar de largo sin que Sven se fijara en ella, pero no tuvo suerte. Sven la vio, saludó agitando la mano y se detuvo junto al camino con expresión expectante. Ignorarlo hubiese sido una patente falta de educación, por lo que Hermia se sintió obligada a detenerse.
—Volvemos a encontrarnos —dijo—. Este tiene que ser su prometido.
Hermia se dijo que Sven no representaba ningún peligro para ella. No había nada sospechoso en lo que estaba haciendo, y de todas maneras Sven era antialemán.
—Este es Oluf Arnesen —dijo, invirtiendo el nombre y el apellido de Arre—. Oluf, te presento a Sven Fromer. Anoche se alojó en el mismo sitio que yo.
Los dos hombres se dieron la mano.
—¿Lleva mucho tiempo aquí? — preguntó Arne en un afable tono de conversación.
—Una semana. Me voy esta noche.
Entonces a Hermia se le ocurrió una idea.
—Sven, esta mañana me dijo que tendríamos que estar haciendo algo contra los alemanes —dijo.
—Hablo demasiado. Debería tener un poco más de cuidado con lo que digo.
—Si le diera una ocasión de ayudar a los británicos, ¿correría ese riesgo?
Él la miró fijamente.
—¿Usted? — dijo—. Pero ¿cómo…? ¿Me está diciendo que es una…?
—¿Estaría dispuesto a hacerlo? — insistió ella.
—Esto no será alguna clase de truco, ¿verdad?
—Tendrá que confiar en mí. ¿Sí o no?
—Sí —dijo él—. ¿Qué quiere que haga?
—¿Se podría ocultar un hombre dentro de su coche?
—Claro. Podría esconderlo detrás de mi equipo. No estaría muy cómodo, pero hay espacio suficiente.
—¿Estaría dispuesto a sacar a alguien en el trasbordador esta noche sin que lo vieran?
Sven miró su coche y luego a Arne.
—¿Usted?
Arne asintió.
Sven sonrió.
—Sí, qué diablos —dijo.
El primer día de trabajo de Harald en la granja de los Nielsen terminó con más éxito de lo que se había atrevido a esperar. El viejo Nielsen disponía de un pequeño taller con equipo suficiente para que Harald pudiera reparar prácticamente cualquier cosa. Había reparado la bomba de agua de un arado a vapor, soldado una bisagra en la oruga de un vehículo, y localizado el cortocircuito que hacía que las luces de la alquería se apagaran cada noche. Comió un generoso almuerzo de arenques y patatas con los trabajadores de la granja.
Por la tarde había pasado un par de horas en la taberna del pueblo con Karl, el hijo menor del granjero, aunque solo había bebido un par de vasos de cerveza porque se acordaba de la estupidez que el alcohol lo había impulsado a cometer hacía una semana. Todos estaban hablando de la invasión de la Unión Soviética iniciada por Hitler. Las noticias eran malas. La Luftwaffe aseguraba haber destruido mil ochocientos aviones soviéticos en tierra durante una serie de ataques relámpago. En la taberna, todo el mundo pensaba que Moscú caería antes del invierno con la única excepción del comunista local, e incluso él parecía preocupado.
Harald se fue temprano porque Karen había dicho que quizá iría a verlo antes de la cena. Mientras caminaba hacia el viejo monasterio, se sentía cansado pero muy satisfecho de sí mismo. Cuando entró en el edificio en ruinas, se quedó asombrado al encontrar a su hermano dentro de la iglesia, contemplando el avión que habían dejado tirado allí.
—Un Hornet Moth —dijo Arne—. El carruaje aéreo del caballero.
—Está hecho un desastre —dijo Harald.
—Oh, en realidad no. El tren de aterrizaje se encuentra un poco doblado.
—¿Cómo crees que ocurrió?
—Sería al tomar tierra. El extremo trasero de un Hornet tiende a bambolearse de un lado a otro fuera de control, porque las ruedas principales quedan demasiado hacia delante. Pero los tubos del eje no han sido diseñados para soportar la presión lateral, con lo que pueden terminar doblándose cuando te bamboleas lo bastante violentamente.
Harald vio que Arne tenía un aspecto terrible. En vez de su uniforme del ejército, llevaba lo que parecían las ropas viejas de otra persona, una gastada chaqueta de tweed y unos pantalones de pana que habían perdido el color. Se había afeitado el bigote, y una gorra grasienta cubría sus rizados cabellos. Sus manos sostenían una pequeña cámara de 35 mm. En su rostro había una expresión tensa en vez de su habitual sonrisa despreocupada.
—¿Qué te ha sucedido? — preguntó Harald con preocupación.
—Me he metido en un lío. ¿Tienes algo que comer?
—Nada. Podemos ir a la taberna…
—No puedo mostrar mi cara. Soy un hombre buscado. — Arne trató de sonreír, pero lo que terminó saliéndole fue una mueca—. Cada policía de Dinamarca tiene mi descripción, y hay carteles con mi foto por toda Copenhague. Un policía me persiguió a lo largo de todo el Stroget y conseguí escapar por los pelos.