Así que había tres máquinas. Harald se preguntó por qué. ¿Podría explicar eso de algún modo la notable superioridad del radar alemán? Al examinar con más atención las antenas pequeñas, le pareció que estaban construidas de una manera distinta. Tendría que volver a mirarlas con la luz del día, pero le pareció que podían inclinarse además de girar. ¿Para qué podía ser eso? Tenía que asegurarse de obtener buenas fotos de los tres aparatos.
La primera vez que estuvo allí, había saltado el muro circular en un ataque de pánico después de que hubiese oído toser a un guardia cerca. Ahora que disponía de tiempo para pensar, Harald estuvo seguro de que tenía que haber una manera más fácil de entrar. Los muros eran necesarios para proteger el equipo de daños accidentales, pero los ingenieros sin duda necesitarían entrar en el recinto para ocuparse del mantenimiento. Anduvo alrededor del círculo, examinando la obra de mampostería bajo la tenue luz, y terminó llegando a una puerta de madera. No estaba cerrada, y Harald entró por ella cerrándola sin hacer ruido detrás de él.
Se sintió un poco más a salvo. Ahora nadie podía verlo desde fuera. Los ingenieros no llevarían a cabo trabajos de mantenimiento a aquellas horas de la noche salvo en el caso de que hubiera una emergencia. Si venía alguien, Harald quizá tuviese tiempo de saltar el muro antes de que llegara a ser descubierto.
Alzó la mirada hacia la gran parrilla que giraba. Supuso que tenía que captar haces de señales de radio que se reflejaban en los aviones. La antena tenía que actuar como una lente, enfocando las señales recibidas. El cable que sobresalía de su base llevaba los datos hasta los nuevos edificios que Harald había ayudado a edificar durante el verano pasado. Allí, presumiblemente, unos monitores mostraban los resultados, y los operadores permanecían a la espera listos para alertar a la Luftwaffe.
En la penumbra, con la maquinaria zumbando por encima de él y el olor a ozono de la electricidad en sus fosas nasales, Harald tuvo la sensación de estar dentro del corazón palpitante de la máquina de guerra. La contienda que se estaba librando entre los científicos y los ingenieros de ambos bandos podía ser tan importante como el enfrentarse de los tanques y las ametralladoras en el campo de batalla. Y Harald había pasado a formar parte de él.
Oyó el ruido de un avión. No había luna, así que probablemente no sería un bombardero. Podía ser un caza alemán que estaba llevando a cabo un vuelo local, o un transporte civil que se había perdido. Harald se preguntó si la gran antena habría detectado su aproximación hacía una hora. Luego se preguntó si las antenas más pequeñas estarían dirigidas hacia aquel avión. Decidió salir fuera y echar una mirada.
Una de las antenas pequeñas estaba vuelta hacia el mar, en la dirección por la que se aproximaba el avión. La otra estaba vuelta hacia el interior, y a Harald le pareció que ahora ambas se hallaban inclinadas en ángulos distintos a los que habían tenido anteriormente. Conforme el rugido del avión iba aproximándose, vio que la primera antena se inclinaba todavía más, como si estuviera siguiéndolo. La otra continuó moviéndose, aunque a Harald no se le ocurría en respuesta a qué.
El avión terminó de cruzar Sande y se dirigió hacia el continente, con el plato de la antena aérea siguiéndolo hasta que el ruido que hacía se hubo disipado por completo. Harald volvió a su escondite dentro del muro circular, meditando sobre lo que había visto.
El cielo estaba pasando del negro al gris. En aquella época del año, amanecía antes de las tres. Dentro de otra hora saldría el sol.
Sacó la cámara de su bolsa de viaje. Arne le había enseñado cómo utilizarla. Mientras la claridad del día iba aumentando, Harald fue moviéndose sin hacer ruido por el interior del muro, determinando cuáles serían los mejores ángulos para tomar unas fotografías que revelaran hasta el último detalle de la maquinaria.
Él y Arne habían acordado que tomaría las fotografías a las cinco menos cuarto. Entonces el sol ya habría asomado desde detrás del horizonte, pero sus rayos todavía no pasarían por encima del muro para caer sobre la instalación. La claridad solar no era necesaria, ya que la película que había dentro de la cámara era lo bastante sensible para que pudiese registrar detalles sin ella.
Conforme iba pasando el tiempo, los pensamientos de Harald se centraron nerviosamente en la huida. Había llegado durante la noche, y entrado en la base al amparo de la oscuridad, pero no podía esperar hasta la noche siguiente para irse. Era casi seguro que un ingeniero inspeccionaría rutinariamente el equipo al menos una vez en el curso de un día, aun suponiendo que no hubiera ninguna clase de problemas. Eso significaba que Harald tenía que irse de allí tan pronto como hubiera tomado las fotografías, cuando ya sería totalmente de día. Su marcha sería mucho más peligrosa que su llegada.
Pensó en qué dirección debía tomar. Al sur de donde se encontraba ahora, yendo hacia la casa de sus padres, la valla sólo quedaba a unos cien metros de distancia, pero el camino atravesaba unas dunas en las que no había árboles ni matorrales. Ir hacia el norte, volviendo por donde había venido aprovechando el cobijo que le ofrecería la vegetación durante una gran parte del camino, exigiría más tiempo pero sería menos arriesgado.
Se preguntó cómo se enfrentaría a un pelotón de fusilamiento. ¿Se mantendría calmado y orgulloso, controlando su terror, o se derrumbaría y se convertiría en un idiota balbuceante que suplicaba clemencia y se orinaba encima?
Se obligó a esperar sin ponerse nervioso. La luz se intensificaba; podía ver el minutero moviéndose en la esfera de su reloj. No oyó nuevos sonidos procedentes del exterior. El día de un soldado empezaba temprano, pero Harald esperaba que no hubiese mucha actividad antes de las seis, cuando él ya se hubiera ido.
Por fin llegó el momento de tomar las fotografías. El cielo estaba despejado y había una clara luz matinal. Harald podía ver cada remache y cada terminal de la compleja maquinaria que había delante de él. Enfocando cuidadosamente el objetivo, fotografió la base giratoria del aparato, los cables y la parrilla de la antena. Luego extendió una regla plegable de un metro de longitud que había cogido del soporte de herramientas del monasterio y la incluyó en algunas de las fotografías para indicar la escala, aplicando una brillante idea de cosecha propia.
Lo siguiente que tenía que hacer era salir fuera del muro.
Harald titubeó. Allí dentro se sentía a salvo. Pero tenía que obtener fotos de las dos antenas más pequeñas.
Entreabrió la puerta una rendija. Todo estaba silencioso e inmóvil. El sonido del oleaje le indicó que la marea estaba subiendo. La luz acuosa de un amanecer junto al mar bañaba la base. No había ni el menor rastro de vida. Era la hora en la que los hombres duermen pesadamente, y hasta los perros tienen sueños.
Harald fue tomando cuidadosas instantáneas de las dos antenas más pequeñas, las cuales solo se hallaban protegidas por muros bajos. Pensando en su función, de pronto cayó en la cuenta de que una de ellas había estado siguiendo a un avión que se encontraba dentro del alcance visual de cualquier observador. Aquel aparato tenía como objetivo detectar a los bombarderos antes de que se hicieran visibles, había pensado. Presumiblemente la segunda antena pequeña estaba siguiendo a otro avión.
Harald fue dando vueltas al rompecabezas dentro de su mente mientras continuaba haciendo fotografías. ¿Cómo podían trabajar en conjunción tres aparatos para incrementar el índice de presas abatidas por los cazas de la Luftwaffe? Quizá la antena grande advertía por anticipado de la aproximación de un bombardero y luego la más pequeña iba siguiéndolo cuando este se encontraba dentro del espacio aéreo alemán. Pero ¿entonces qué hacía la segunda antena pequeña?
Fue en ese momento cuando se le ocurrió que además habría otro avión en el cielo: el caza que había despegado para atacar al bombardero. ¿Podía estar siendo utilizada la segunda antena por la Luftwaffe para seguir a su propio avión? Aquello parecía una locura, pero mientras retrocedía un poco para fotografiar las tres antenas juntas, mostrando el emplazamiento de cada una con relación a las demás, a Harald de pronto le pareció que era lo más lógico. Si un controlador de la Luftwaffe conocía las posiciones del bombardero y del caza, podría dirigir al caza por radio hasta que este llegara a establecer contacto con el bombardero.
Harald empezó a ver cómo podía estar operando la Luftwaffe. La antena grande advertía por anticipado de una incursión, de tal manera que los cazas podían ser desplegados a tiempo. Una de las antenas pequeñas captaba a un bombardero cuando este iba aproximándose. La otra seguía a un caza, permitiendo al controlador que guiara al piloto con la máxima precisión hacia la posición del bombardero. Después de aquello, sería como matar peces dentro de un barril utilizando una escopeta.
Pensar aquello hizo que se diera cuenta de lo expuesta que era su situación: estaba de pie, a plena luz del día, en medio de una base militar y fotografiando equipo de alto secreto. El pánico corrió por sus venas como un torrente de veneno. Intentó calmarse y tomar las últimas fotografías que había planeado hacer, mostrando las tres antenas desde distintos ángulos, pero estaba demasiado asustado para ello. Había tomado al menos veinte fotografías. Tienen que bastar, se dijo a sí mismo.
Guardó la cámara dentro de la bolsa de viaje y empezó a alejarse andando rápidamente. Olvidando su resolución de tomar la ruta más larga pero más segura que iba hacia el norte, fue en dirección sur, a través de las dunas descubiertas. La valla era visible en aquella dirección, elevándose justo detrás del viejo cobertizo para embarcaciones con el que había tropezado la última vez. Ahora pasaría junto al cobertizo por el lado este que daba al mar, y la estructura lo ocultaría durante unos cuantos pasos.
Ya estaba llegando a ella cuando un perro ladró.
Harald miró frenéticamente en torno a él, pero no vio ningún soldado y ningún perro. Entonces comprendió que el sonido había venido del cobertizo. Los soldados debían de estar utilizando aquel edificio abandonado como perrera. Un segundo perro se unió a los ladridos del primero.
Harald echó a correr.
Los primeros dos perros fueron incitándose el uno al otro, más animales se unieron al coro de ladridos, y el ruido alcanzó una intensidad histérica. Harald llegó a la estructura de madera y torció hacia el mar, intentando mantener el cobertizo entre él y los edificios principales mientras corría hacia la valla. El miedo le dio velocidad. Esperaba oír sonar un disparo a cada segundo que pasaba.
Llegó a la valla, sin saber si había sido visto o no. Trepó por ella con la agilidad de un mono y saltó por encima del alambre de espino que la coronaba. Tomó tierra con un fuerte impacto al otro lado, produciendo un aparatoso chapoteo en las poco profundas aguas. Luego se apresuró a incorporarse y miró hacia atrás a través de la valla. Más allá del cobertizo para embarcaciones, parcialmente oscurecidos por los árboles y los matorrales, pudo ver los edificios principales, pero no había soldados a la vista. Harald dio media vuelta y echó a correr. Se mantuvo en las aguas menos profundas durante unos cien metros, de tal manera que los perros no pudieran seguir su olor, y luego fue hacia el interior. Dejó huellas no muy marcadas en la dura arena, pero sabía que el rápido avance de la próxima marea las cubriría en uno o dos minutos. Finalmente llegó a las dunas, donde no dejó ningún rastro visible.
Unos minutos después ya había llegado al sendero de tierra. Miró atrás y no vio a nadie siguiéndolo. Respirando entrecortadamente, se encaminó hacia la rectoría. Pasó corriendo ante la iglesia y fue a la puerta de la cocina.
Estaba abierta. Sus padres siempre se levantaban temprano.
Entró. Su madre estaba en el hornillo, vestida con una bata y haciendo el té. Cuando lo vio, dejó escapar un grito de sorpresa y la tetera de barro cocido se le cayó de la mano. La tetera chocó con las baldosas del suelo y se le desprendió el pitorro. Harald recogió las dos piezas.
—Siento haberte asustado —dijo.
—¡Harald!
Harald le dio un beso en la mejilla y la abrazó.
—¿Mi padre está en casa?
—Está en la iglesia. Anoche no hubo tiempo de dejarlo todo arreglado, así que ha ido a poner bien las sillas.
—¿Qué ocurrió anoche? — El anochecer de los lunes no había servicio.
—La junta de diáconos se reunió para discutir tu caso. El próximo domingo te echarán de la iglesia durante una semana.
—La venganza de los Flemming —dijo Harald, encontrando extraño que hubiera habido un tiempo en el que aquel tipo de cosas le habían parecido importantes.
A esas alturas, los guardias ya habrían descubierto qué era lo que había puesto nerviosos a los perros. Si eran realmente concienzudos, podían registrar las casas más próximas y buscar a un fugitivo en los cobertizos y los graneros.
—Madre, si los soldados vienen aquí ¿les dirás que he estado toda la noche en la cama?
—¿Qué ha pasado? — preguntó su madre con voz temerosa.
—Ya te lo explicaré luego —dijo, pensando que lo más natural sería que estuviera en la cama—. Diles que todavía estoy dormido. ¿Lo harás?
—Sí, claro.
Harald salió de la cocina y subió por la escalera. Colgó su bolsa de viaje del respaldo de la silla, y luego sacó la cámara y la guardó en un cajón. Pensó en esconderla, pero no había tiempo, y una cámara escondida probaba que eras culpable. Se desnudó rápidamente, se puso el pijama y se acostó.
Oyó la voz de su padre en la cocina. Se levantó de la cama y fue al final de la escalera para escuchar.
—¿Qué está haciendo aquí? — preguntó el pastor.
—Esconderse de los soldados —replicó su madre.
—¡Oh, por el amor de Dios! ¿En qué lío se ha metido ahora el muchacho?
—No lo sé, pero…
Su madre fue interrumpida por una enérgica llamada a la puerta. La voz de un hombre joven dijo en alemán:
—Buenos días. Estamos buscando a alguien. ¿Han visto a algún desconocido en cualquier momento durante las últimas horas?
—No, a nadie en absoluto.
El nerviosismo que había en la voz de la madre de Harald era tan evidente que el soldado tuvo que haberlo percibido, pero quizá estaba acostumbrado a que la gente se asustara ante él.
—¿Y usted, señor?
—No —dijo con firmeza el padre de Harald.