—Bueno, eso debería bastar —dijo por último.
Harald contuvo la respiración.
Tik encendió la luz. Durante unos momentos Harald quedó deslumbrado y no pudo ver nada. Cuando sé le aclaró la vista, contempló la tira de película grisácea que había en las manos de Tik y por la cual había arriesgado su vida. Tik la levantó hacia la luz. Al principio Harald no pudo distinguir ninguna imagen, y pensó que tendría que volver a hacerlo todo. Entonces se acordó de que estaba contemplando un negativo, encima del cual el negro aparecía como blanco y viceversa; y empezó a distinguir las formas. Vio una imagen invertida de la gran antena rectangular que tanto lo había intrigado cuando la contempló por primera vez hacía cuatro semanas.
Lo había conseguido.
Fue siguiendo con la mirada la hilera de imágenes y reconoció, cada una de ellas: la base que giraba, el amasijo de cables, la parrilla tomada desde varios ángulos, las máquinas más pequeñas con sus antenas inclinadas y finalmente la última fotografía, la visión general de las tres estructuras, tomada cuando Harald se encontraba al borde del pánico.
—¡Han salido! — exclamó triunfalmente—. ¡Son magníficas!
Tik había palidecido.
—¿De qué son estas fotografiar? — preguntó con voz asustada.
—Es una nueva maquinaria que han inventado los alemanes para detectar a los aviones cuando se están aproximando.
—Ojalá no te lo hubiera preguntado. ¿Eres consciente de cuál es, el castigo por lo que estamos haciendo?
—Yo tomé las fotografías.
—Y yo revelé la película. Santo Dios, podrían ahorcarme.
—Ya te dije que se trataba de ese tipo de cosas.
—Lo sé, pero no llegué a pensar en lo que estaba haciendo.
—Lo siento.
Tik enrolló la película y la metió dentro de su recipiente cilíndrico.
—Toma, cógela —dijo—. Voy a volver a la cama para olvidar que esto ha sucedido.
Harald se guardó el recipiente en el bolsillo de los pantalones.
Entonces oyeron voces.
Tik gimió.
Harald se quedó totalmente inmóvil y escuchó. Al principio no pudo distinguir las palabras, pero enseguida estuvo seguro de que los sonidos procedían del interior del edificio y no de fuera de él. Entonces oyó cómo la inconfundible voz de Heis decía:
—Aquí no parece haber nadie.
La voz que habló a continuación pertenecía a un muchacho.
—No cabe duda de que vinieron hacia aquí, señor.
—¿Quién…? — empezó a preguntar Harald, mirando a Tik con el ceño fruncido.
—Suena como Woldemar Borr —murmuró su amigo.
—Por supuesto —dijo Harald, gimiendo suavemente.
Borr era el nazi de la escuela. Tenía que haber sido él quien los vio desde la ventana. ¡Qué mala suerte! Cualquier otro chico hubiera mantenido la boca cerrada.
Entonces habló una tercera voz.
—Miren, hay un panel roto en esta ventana. — Era el señor Moller—. Así es como entraron, quienes quiera que sean.
—Estoy seguro de que uno de ellos era Harald Olufsen, señor —dijo Borr, que sonaba muy satisfecho de sí mismo.
—Salgamos de este cuarto oscuro —le dijo Harald a Tik—. Quizá podamos evitar que descubran que hemos estado revelando fotografías. — Apagó la luz, hizo girar la llave en la cerradura y abrió la puerta.
Todas las luces se hallaban encendidas, y Heis estaba de pie justo delante de la puerta.
—Oh, mierda —dijo Harald.
Heis llevaba una camisa sin cuello, y era evidente que había estado disponiéndose para ir a la cama. Miró a Harald desde lo alto de su larga nariz.
—Así que eres tú, Olufsen.
—Sí, señor.
Borr y el señor Moller aparecieron detrás de Heis.
—Ya no eres alumno de esta escuela, ¿sabes? — prosiguió Heis—. Tengo la obligación de llamar a la policía y hacerte detener por robo.
Harald sufrió una punzada de pánico. Si la policía encontraba la película en su bolsillo, estaría acabado.
—Y Duchwitz está contigo. Tendría que habérmelo imaginado —añadió Heis en cuanto vio a Tik detrás de Harald—. Pero ¿se puede saber qué demonios estáis haciendo aquí?
Harald tenía que convencer a Heis de que no llamara a la policía, pero no podía explicarse delante de Borr.
—Señor, si pudiera hablar con usted a solas… —dijo.
Heis titubeó.
Harald decidió que si Heis se negaba, y llamaba a la policía, no se entregaría así como así. Intentaría huir. Pero ¿hasta dónde conseguiría llegar?
—Muy bien —dijo finalmente Heis de mala gana—. Borr, vuelva a la cama. Y usted también, Duchwitz. Señor Moller, quizá será mejor que los acompañe hasta sus habitaciones.
Todos se fueron y Heis entró en el laboratorio de química, se sentó en un taburete y sacó su pipa.
—Bien, Olufsen —dijo—. ¿De qué se trata esta vez?
Harald se preguntó qué iba a decir. No se le ocurría ninguna mentira plausible, pero temía que la verdad resultara más increíble que cualquier cosa que él pudiera llegar a inventar. Al final se limitó a sacar de su bolsillo el pequeño cilindro y se lo tendió a Heis.
Heis sacó el rollo de película y lo sostuvo debajo de la luz.
—Esto parece alguna clase de instalación de radio recién inventada —dijo—. ¿Es un aparato militar?
—Sí, señor.
—¿Sabes qué es lo que hace?
—Creo que sigue a los aviones mediante haces de ondas radiofónicas.
—Conque así es como lo están haciendo. La Luftwaffe asegura que ha estado abatiendo a los bombarderos de la RAF como si fueran moscas. Esto lo explica.
—Creo que esas máquinas siguen al bombardero y al caza que ha sido enviado a interceptarlo, de tal manera que el controlador puede dar instrucciones muy precisas al caza acerca de qué trayectoria ha de seguir.
Heis lo miró por encima de sus gafas.
—Dios mío… ¿Te das cuenta de lo importante que es esto?
—Creo que sí.
—Solo hay una forma de que los británicos puedan ayudar a los rusos, y es obligando a Hitler a sacar aviones del frente ruso para que defiendan Alemania de los ataques aéreos.
Heis había estado en el ejército, y pensar de la manera en que lo hacían los militares era algo natural para él.
—No estoy seguro de comprender adónde quiere ir a parar usted.
—Bueno, mientras los alemanes puedan derribar bombarderos con tanta facilidad, esa estrategia no dará ningún resultado. Pero si los británicos averiguan cómo lo hacen, entonces pueden diseñar contramedidas. — Heis miró en torno a él—. Por aquí tiene que haber un almanaque en alguna parte.
Harald no veía por qué podía necesitar un almanaque, pero sabía dónde estaba.
—En el despacho de física.
—Ve a buscarlo. — Heis dejó la película encima del banco de laboratorio y encendió su pipa mientras Harald iba a la habitación de al lado, encontraba el almanaque encima de un estante y regresaba con él. Heis fue pasando las páginas—. La próxima luna llena es el ocho de julio, y apostaría a que esa noche habrá una gran incursión. Faltan doce días. ¿Puedes conseguir que esa película llegue a Inglaterra para esa fecha?
—Eso es trabajo de otra persona.
—Pues le deseo buena suerte. Olufsen, ¿sabes el peligro que corres?
—Sí.
—La pena por espionaje es la muerte.
—Lo sé. — Siempre has tenido agallas, eso tengo que admitirlo. — Le devolvió la película—. ¿Hay algo que necesites? ¿Comida, dinero, gasolina?
—No, gracias.
Heis se levantó.
—Te acompañaré hasta fuera del recinto.
Salieron por la puerta principal. El aire nocturno enfrió la transpiración que se había acumulado sobre la frente de Harald. Fueron andando el uno junto al otro por el camino que llevaba a la puerta.
—No sé qué le voy a decir a Moller —murmuró Heis.
—Si se me permite hacer una sugerencia…
—Desde luego que sí.
—Podría decir que estábamos revelando unas fotos obscenas.
—Buena idea. Eso todos lo creerán.
Llegaron a la puerta, y Heis estrechó la mano a Harald.
—Ten cuidado, muchacho, por el amor de Dios —dijo el director de la escuela.
—Lo tendré.
—Buena suerte.
—Adiós.
Harald echó a andar en dirección al pueblo. Cuando llegó a la curva del sendero, miró atrás. Heis todavía estaba en la puerta, mirándolo. Harald lo saludó agitando la mano, y Heis le devolvió el saludo. Después Harald siguió su camino.
Harald se metió debajo de un arbusto y durmió hasta que salió el sol, después de lo cual fue a recuperar su motocicleta y entró en Copenhague.
Se sintió muy bien mientras cruzaba los aledaños de la ciudad bajo el sol de la mañana. Había escapado por los pelos en más de una ocasión, pero al final había hecho lo que prometió que haría. Iba a disfrutar entregando la película. Arne se sentiría muy impresionado. Entonces el trabajo de Harald estaría hecho, y a partir de ahí ya sería cosa de Arne el conseguir que las fotografías llegaran a Inglaterra.
Después de ver a Arne, regresaría a Kirstenslot en su motocicleta. Tendría que suplicar al granjero Nielsen que le permitiera recuperar su trabajo. Harald solo había trabajado un día antes de desaparecer durante el resto de la semana. Nielsen estaría furioso, pero quizá se hallara lo bastante necesitado de los servicios de Harald como para volver a contratarlo.
Estar en Kirstenslot significaría ver a Karen. Harald tenía muchas ganas de que llegara ese momento. Karen no sentía ninguna clase de interés romántico por él, y nunca lo sentiría, pero parecía caerle bien. Por su parte, Harald se conformaba con hablar con ella. La idea de besarla era demasiado remota para ser algo que se pudiese ni siquiera desear.
Fue hasta Nyboder. Arne le había dado la dirección de Jens Toksvig. St. Paul's Gade era una estrecha calle de pequeñas casas con terrazas. No había jardines delanteros, y las puertas daban directamente a la acera. Harald aparcó la motocicleta delante del cincuenta y tres y llamó a la puerta.
Un agente de uniforme respondió a su llamada.
Harald se quedó tan aturdido que por un instante fue incapaz de hablar. ¿Dónde estaba Arne? Tenían que haberlo arrestado…
—¿Qué ocurre, muchacho? — preguntó el policía impacientemente. Era un hombre de mediana edad con un bigote gris y los galones de sargento en la manga.
Harald tuvo un súbito arranque de inspiración. Exhibiendo un pánico que no podía ser más real, dijo:
—¡Dónde está el doctor, tiene que venir inmediatamente, ella ya está teniendo el bebé!
El policía sonrió. El futuro padre aterrorizado era una figura que nunca desaparecería de la comedia.
—Aquí no hay ningún médico, muchacho.
—¡Pero tiene que haberlo!
—Cálmate, hijo. Los bebés ya venían al mundo antes de que hubiera doctores. Bien, ¿qué dirección tienes?
—Doctor Thorsen, cincuenta y tres de Fischer's Gade. ¡Tiene que estar aquí!
—Número correcto, calle equivocada. Esto es St Paul's Gade. Fischer's Gade queda a una manzana yendo hacia el sur.
—¡Oh, Dios mío, la calle equivocada! — Harald dio media vuelta y saltó al sillín de la motocicleta—. ¡Gracias! — gritó. Abrió el regulador de vapor y empezó a alejarse.
—Forma parte del trabajo —dijo el policía.
Harald fue hasta el final de la calle y dobló la esquina.
Muy astuto, pensó, pero ¿qué diablos hago ahora?
Hermia pasó toda la mañana del viernes en las hermosas ruinas del castillo de Hammershus, esperando a que llegara Arne con la vital película.
Ahora era todavía más importante de lo que lo había sido hacía cinco días, cuando lo envió en aquella misión. Mientras tanto, el mundo había cambiado. Los nazis estaban decididos a conquistar la Unión Soviética. Ya habían tomado la fortaleza clave de Brest. Su absoluta superioridad aérea estaba causando estragos en el Ejército Rojo.
Digby le había contado, en unas cuantas y sombrías frases, la conversación que mantuvo con Churchill. El Mando de Bombarderos comprometería hasta el último avión que pudiera hacer despegar del suelo en la mayor incursión aérea de la guerra, un desesperado intento de apartar a los efectivos de la Luftwaffe del frente ruso y dar una ocasión de combatir a los soldados soviéticos. Ahora faltaban once días para aquella incursión.
Digby también había hablado con su hermano, Bartlett, quien ya se había recuperado, volvía a estar en el servicio activo y sin duda pilotaría uno de los bombarderos.
La incursión sería una misión suicida y el Mando de Bombarderos quedaría irremediablemente debilitado, a menos que durante los próximos días pudieran desarrollar tácticas para burlar al radar alemán. Y aquello dependía de Arne.
Hermia había convencido a su pescador sueco de que volviera a llevarla a través de las aguas, aunque el hombre le había advertido de que aquella sería la última vez porque le parecía que sería demasiado peligroso adoptar una pauta. Al amanecer Hermia había chapoteado a través de los bajíos, llevando su bicicleta, hasta la playa que había debajo de Hammershus. Había subido la empinada colina que llevaba al castillo, donde se quedó en los baluartes, igual que una reina medieval, para contemplar cómo el sol se alzaba sobre un mundo que cada vez estaba más dominado por aquellos nazis llenos de odio, gritones y presuntuosos a los cuales tanto aborrecía.
Pasó el día yendo, cosa de cada media hora, de una parte de las ruinas a otra o paseando por los bosques, o bajando a la playa, de tal manera que a los turistas no les resultara evidente que estaba esperando allí para reunirse con alguien. Sufría una combinación de terrible tensión y aburrimiento capaz de hacerla bostezar que encontró extrañamente agotadora.
Se distrajo rememorando su último encuentro con Arne. El recuerdo no podía ser más dulce. Hermia se había asombrado a sí misma haciendo el amor con él encima de la hierba a plena luz del día, pero no lo lamentaba. Recordaría aquello durante toda su vida.
Había esperado que Arne llegaría en el transbordador de la noche. La distancia que había entre el puerto de Ronne y el castillo de Hammershus solo era de veinticuatro kilómetros. Arne podía recorrerlos en una hora pedaleando sobre su bicicleta, o en tres si iba andando. Pero no apareció durante la mañana.
Aquello la puso bastante nerviosa, pero se dijo que no debía preocuparse. La última vez había sucedido lo mismo: Arne perdió el transbordador de la noche y tomó el que zarpaba por la mañana. Hermia dio por sentado que llegaría aquella tarde.