Karen se mostró muy complacida.
—Estamos haciendo progresos —dijo—. Si mañana puedo terminar con la tela, y tú puedes volver a poner el eje, la estructura estará completa salvo los cables que faltan. Y todavía disponemos de ocho días.
—En realidad no —dijo Harald—. Para que nuestra información surta algún efecto, probablemente necesitaremos llegar a Inglaterra como mínimo veinticuatro horas antes del bombardeo. Eso reduce el tiempo a siete días. Para llegar el séptimo día, tendremos que despegar la tarde anterior y volar durante la noche. Así que en realidad disponemos de un máximo de seis días.
—Bueno, entonces tendré que terminar con la tela esta noche —dijo Karen, consultando su reloj—. Será mejor que vaya a cenar a casa, pero volveré lo más pronto que pueda.
Guardó la cola y se lavó las manos en el fregadero, utilizando el jabón que había traído de la casa para Harald. Él la miró. Siempre lamentaba verla marchar. Pensó que le gustaría estar con ella durante todo el día, cada día. Supuso que esa era la sensación que hacía que la gente quisiera casarse. ¿Quería él casarse con Karen? Parecía una pregunta ridícula. Por supuesto que quería casarse con Karen. No le cabía la menor duda de ello. A veces intentaba imaginarse a los dos juntos después de muchos años, aburridos y hartos el uno del otro, pero le resultaba imposible. Karen nunca sería aburrida.
—¿Por qué, te has puesto tan pensativo? — le preguntó ella mientras se secaba las manos con una toalla.
Harald sintió que se sonrojaba.
—Me preguntaba qué nos reserva el futuro.
Karen le lanzó una mirada sorprendentemente directa, y por un instante Harald tuvo la sensación de que podía leerle la mente. Luego miró hacia otro lado.
—Un largo vuelo a través del mar del Norte —dijo—. Novecientos cincuenta kilómetros sin tomar tierra, así que más vale que nos aseguremos de que esta vieja cometa es capaz de hacerlo.
Fue a la ventana y se subió a la caja.
—No mires. Esta maniobra no es nada digna de una dama.
—No lo haré, lo juro —dijo él con una carcajada.
Karen se encaramó al hueco de la ventana. Faltando alegremente a su promesa, Harald contempló su trasero mientras ella pasaba por el hueco. Luego desapareció.
Concentró su atención en el Hornet Moth, pensando que no debería tardar demasiado en volver a colocar el eje reforzado. Encontró las tuercas donde las había dejado, encima del banco de trabajo. Se arrodilló junto a la rueda, encajó el eje en su sitio y empezó a asegurar las tuercas que lo mantenían unido al fuselaje y la montura de la rueda.
Estaba terminando cuando Karen volvió a aparecer, mucho antes, de lo que él había esperado.
Sonrió, complacido por lo temprano de su regreso, y entonces vio que Karen parecía estar muy afectada por algo.
—¿Qué ha pasado? — preguntó.
—Tu madre telefoneó
Harald se enfadó mucho.
—¡Maldición! No hubiese debido decirle adónde iba. ¿Con quién habló?
—Con mi padre. Pero él le dijo que no estabas aquí, y ella parece haberle creído.
—Gracias a Dios —dijo Harald, alegrándose de que hubiera decidido no contarle a su madre que estaba viviendo en una iglesia abandonada—. ¿Y qué quería?
—Hay malas noticias.
—¿Cuáles?
—Es acerca de Arne.
Entonces Harald cayó en la cuenta, sintiéndose un poco culpable por ello, de que durante los últimos días apenas si había pensado en su hermano, que estaba languideciendo dentro de una celda.
—¿Qué ha ocurrido?
—Arne está… Ha muerto.
Al principio Harald no pudo aceptarlo.
—¿Muerto? — exclamó, como si no entendiera el significado de aquella palabra—. ¿Cómo es posible?
—La policía dice que se quitó la vida.
—¿Suicidio? — Harald tuvo la sensación de que el mundo se estaba derrumbando a su alrededor, con los muros de la iglesia cayendo y los árboles del parque desplomándose mientras el castillo de Kirstenslot era barrido por un terrible vendaval—. ¿Por qué iba a hacer eso?
—El superior de Arne le dijo que para evitar ser interrogado por la Gestapo.
—Para evitar… —Harald comprendió inmediatamente lo que quería decir aquello—. Arne temía no ser capaz de soportar la tortura.
Karen asintió.
—Eso fue lo que dio a entender.
—Si hubiera hablado, me habría traicionado.
Karen guardó silencio, ni mostrándose de acuerdo con él ni diciendo otra cosa.
—Se mató para protegerme. — Harald sintió una súbita necesidad de que Karen confirmara su deducción y la agarró por los hombros—. Estoy en lo cierto, ¿verdad? — gritó—. ¡Sí, tiene que ser eso! ¡Arne lo hizo por mí! Di algo, por el amor de Dios.
Finalmente Karen habló.
—Creo que tienes razón —susurró.
En un instante la ira de Harald se transformó en una pena que se adueñó de todo su ser y perdió el control. Las lágrimas inundaron sus ojos, y los sollozos hicieron temblar su cuerpo.
—Oh, Dios —dijo, y se cubrió con las manos el rostro mojado—. Oh, Dios, esto es horrible…
Sintió que los brazos de Karen lo rodeaban. Su mano fue haciéndole bajar la cabeza hasta dejársela delicadamente apoyada en el hombro. Las lágrimas de Harald empaparon sus cabellos y bajaron por su garganta. Karen le acarició el cuello y le besó la cara.
—Pobre Arne —dijo Harald, con su voz enronquecida por la pena—. Pobre Am…
—Lo siento —murmuró Karen—. Mi querido Harald, lo siento tanto…
En el centro del Politigaarden, sede central de la policía de Copenhague, había un espacioso patio circular abierto a la luz del sol. Se hallaba circundado por una arcada con dobles pilares clásicos a trechos impecablemente repetidos. Para Peter Flemming, aquel diseño representaba la manera en que la ley y la regularidad permitían que la luz de la verdad resplandeciese sobre la perversidad humana. Solía preguntarse si el arquitecto había tenido esa intención, o si solo había pensado que un patio quedaría bonito.
Él y Tilde Jespersen estaban de pie en la arcada, apoyados en un par de columnas mientras fumaban cigarrillos. Tilde llevaba una blusa sin mangas que mostraba la lisa piel de sus brazos. Tenía un fino vello rubio en los antebrazos.
—La Gestapo ya ha terminado con Jens Toksvig —le dijo Peter.
—¿Y?
—Nada. — Peter estaba exasperado, y sacudió los hombros como si quisiera quitarse de encima aquella sensación de frustración—. Toksvig ha contado todo lo que sabe, claro está. Forma parte de los Vigilantes Nocturnos, pasó información a Poul Kirke, y accedió a esconder a Arne Olufsen cuando Arne estaba huyendo. También dijo que todo este proyecto había sido organizado por la prometida de Arne, Hermia Mount, que trabaja en el MI6 en Inglaterra.
—Interesante. Pero eso no nos lleva a ninguna parte.
—Exacto. Desgraciadamente para nosotros, Jens no sabe quién entró en la base de Sande, y tampoco sabe absolutamente nada sobre la película que reveló Harald.
Tilde dio una profunda calada. Peter le miró la boca. Parecía estar besando al cigarrillo. Tilde inhaló y luego expulsó el humo por las fosas nasales.
—Arne se mató para proteger a alguien —dijo después—. Supongo que esa persona tiene la película.
—Su hermano Harald. La tiene en su poder o se la ha pasado a alguien más. En cualquiera de los dos casos, tenemos que hablar con él.
—¿Dónde está Harald?
—En la rectoría de Sande, supongo. Es el único hogar que tiene —dijo Peter, y consultó su reloj—. Dentro de una hora cogeré un tren.
—¿Por qué no telefoneas?
—No quiero darle ocasión de huir.
Tilde parecía un poco preocupada.
—¿Qué les dirás a los padres? ¿No piensas que pueden culparte por lo que le ocurrió a Arne?
—No saben que yo estaba allí cuando Arne se pegó un tiro. Ni siquiera saben que yo lo detuve.
—Supongo que no —dijo Tilde, no muy convencida.
—Y de todas maneras, me importa una mierda lo que piensen —dijo Peter impacientemente—. Al general Braun casi le dio un ataque cuando le dije que los espías pueden tener fotografías de la base de Sande. Solo Dios sabe qué es lo que los alemanes tienen allí, pero es altísimo secreto. Y el general Braun me culpa de ello. Si esa película llega a salir de Dinamarca, no sé qué me hará.
—¡Pero fuiste tú quien descubrió la existencia de la red de espionaje!
—Y ahora casi deseo no haberlo hecho. — Tiró la colilla y la pisoteó, aplastándola bajo la suela de su zapato—. Me gustaría que vinieras a Sande conmigo.
Los límpidos ojos azules de Tilde lo evaluaron con una rápida mirada.
—Claro, si quieres contar con mi ayuda.
—Y me gustaría que conocieras a mis padres.
—¿Dónde me alojaría?
—Conozco un pequeño hotel en Morlunde, tranquilo y limpio, que creo que te gustaría.
Su padre tenía un hotel, naturalmente, pero aquello quedaba demasiado cerca de casa. Si Tilde se alojaba allí, la población entera de Sande sabría lo que estaba haciendo a cada minuto del día.
Peter y Tilde no habían hablado de lo que había sucedido en el piso de él, a pesar de que ya hacía seis días de eso. Peter no estaba demasiado seguro de qué podía decir. Se había sentido impulsado a hacerlo, a mantener una relación sexual con Tilde delante de Inge, y Tilde se había dejado llevar, compartiendo su pasión y pareciendo comprender su necesidad. Luego había parecido quedarse bastante preocupada, y Peter la había llevado a su casa y se había despedido de ella con un beso de buenas noches.
No habían vuelto a repetirlo. Una vez había bastado para demostrar lo que fuera que Peter tuviese que demostrar. La tarde siguiente había ido al piso de Tilde, pero su hijo estaba despierto, pidiendo vasos de agua y quejándose de haber tenido malos sueños, y Peter no tardó en irse. Ahora veía el viaje a Sande como una ocasión para poder estar con Tilde a solas.
Pero ella, que parecía vacilar, le hizo otra pregunta de carácter práctico.
—¿Y qué pasa con Inge?
—Haré que la agencia de enfermeras la tenga atendida durante las veinticuatro horas del día, tal como hice cuando fuimos a Bornholm.
—Ya veo.
Tilde contempló el patio con expresión pensativa, y Peter estudió su perfil: la pequeña nariz, la boca en forma de arco, la barbilla resuelta. Recordó la abrumadora emoción que había sentido al poseerla. Sin duda ella no podía haber olvidado eso.
—¿No quieres que pasemos una noche juntos?
Tilde se volvió hacia él con una sonrisa.
—Pues claro que sí —dijo—. Bueno, será mejor que me vaya a casa y haga la maleta.
A la mañana siguiente, Peter despertó en el hotel Oesterport de Morlunde. El Oesterport era un establecimiento respetable pero su propietario, Erland Berten, no estaba casado con la mujer que se hacía llamar señora Berten. Erland tenía una esposa en Copenhague que nunca le daría el divorcio. Nadie en Morlunde sabía aquello excepto Peter Flemming, quien lo había descubierto por casualidad mientras estaba investigando el asesinato de un tal Jacob Berten, que no era pariente del dueño del hotel. Peter hizo saber a Erland que había descubierto la existencia de la verdadera señora Berten, pero por lo demás se había guardado la noticia para sí mismo, sabiendo que el secreto le proporcionaba poder sobre Erland. Ahora podía confiar en su discreción. Ocurriera lo que ocurriera entre Peter y Tilde en el hotel Oesterport, Erland no se lo contaría a nadie.
Sin embargo, al final Peter y Tilde no habían dormido juntos. El tren se había retrasado y terminaron llegando en plena noche, mucho después de que hubiera zarpado el último transbordador hacia Sande. Cansados y de mal humor después de aquel viaje tan frustrante, se habían registrado en habitaciones individuales separadas y dormido un par de horas. Ahora iban a coger el primer transbordador la mañana.
Peter se vistió rápidamente y luego fue a llamar a la puerta Tilde. Ella se estaba poniendo un sombrero de paja, mirándose en espejo que había encima de la chimenea mientras se lo ajustaba. Peter le besó la mejilla, no queriendo echar a perder su maquillaje.
Fueron andando al puerto. Un policía local y un soldado ale les pidieron sus documentos de identidad mientras subían al trasbordador. Aquel control era nuevo. Peter supuso que sería una precaución adicional introducida por los alemanes debido al interés que los espías estaban demostrando por Sande. Pero también podía resultarle útil a él. Enseñó su placa de policía y les pidió que tomaran nota de los nombres de todas las personas que visitaran la isla durante los próximos días. Sería interesante ver quién acudía al funeral de Arne.
El taxi tirado por caballos de que disponía el hotel los estaba esperando al otro lado del canal. Peter le dijo al conductor que los llevara a la rectoría.
El sol estaba asomando por encima del horizonte, haciendo brillar las pequeñas ventanas de las casitas. Durante la noche había llovido, y la áspera hierba de las dunas relucía con el resplandor de las gotitas. Una suave brisa ondulaba la superficie del mar. La isla parecía haberse puesto sus mejores prendas para la visita de Tilde.
—Qué lugar tan bonito —dijo ella.
Peter se alegró de que le gustara. Fue señalándole lo más interesante mientras iban en el carruaje: el hotel, la casa de su padre —la más grande que había en toda la isla—, y la base militar que era objetivo de la red de espionaje.
Cuando se acercaban a la rectoría, Peter reparó en que la puerta de la pequeña iglesia estaba abierta, y oyó un piano.
—Ese podría ser Harald —dijo. Oyó la excitación que había en su propia voz, y se preguntó si las cosas podían ser tan fáciles después de todo. Tosió, y se obligó a hablar en un tono más grave y tranquilo—. Ya lo veremos, ¿verdad?
Bajaron del pequeño carruaje.
—¿A qué hora tendré que volver, señor Flemming? — preguntó el conductor.
—Espere aquí, por favor —dijo Peter
El conductor masculló algo en voz baja.
—Si no está aquí cuando salgamos, ya puede darse por despedido —dijo Peter.
El conductor puso bastante mala cara, pero no dijo nada.
Peter y Tilde entraron en la iglesia. Al fondo de la estancia, una figura muy alta estaba sentada al piano. Le daba la espalda a la puerta, pero Peter conocía aquellos hombros tan anchos y la cabeza en forma de cúpula. Era Bruno Olufsen, el padre de Harald.
El pastor estaba tocando un himno muy lento en una clave menor. Peter miró a Tilde y vio que parecía sentirse un poco apenada.