Se metió el arma de Hansen en el bolsillo y levantó del suelo el fláccido cuerpo. Echándoselo al hombro como hacían los bomberos, fue rápidamente alrededor de la iglesia hasta llegar a la puerta principal, que continuaba abierta. La suerte no le volvió la espalda, y nadie lo vio.
Puso a Hansen en el suelo, y luego cerró rápidamente la puerta de la iglesia y dejó asegurada. Sacó el cordel de la cabina del Hornet Moth y le ató los pies a Hansen. Luego le dio la vuelta y le ató las manos detrás de la espalda. Acto seguido cogió la camisa que se había quitado antes, metió la mitad de ella dentro de la boca de Hansen para que no pudiera gritar, y ató un trozo de cordel alrededor de la cabeza de Hansen para que no se le cayera la mordaza.
Finalmente metió a Hansen dentro del maletero del Rolls—Royce y lo cerró.
Consultó su reloj. Todavía tenía tiempo para llegar a la ciudad y advertir a Karen.
Encendió la caldera de su motocicleta. Era muy posible que lo vieran salir de la iglesia conduciéndola, pero ya no era momento de andarse con cautelas.
No obstante, podía meterse en un buen lío con el arma de un policía abultándole el bolsillo. No sabiendo qué hacer con la pistola, Harald abrió la puerta derecha del Hornet Moth y la dejó en el suelo, allí donde nadie la vería a menos que subiera al avión y la pisara.
Cuando el motor tuvo suficiente vapor, Harald abrió las puertas de la iglesia, sacó fuera la motocicleta, cerró desde dentro y salió por la ventana. Tuvo suerte, y no vio a nadie.
Fue a la ciudad, manteniendo una nerviosa vigilancia alrededor de él por si veía a algún policía, y estacionó junto al Teatro Real. Una alfombra roja conducía hacia la entrada, y Harald se acordó de que el rey iba a asistir a aquella representación. Un cartel lo informó de que Las sílfides era el último de los tres ballets en el programa. Un gentío formado por personas bien vestidas esperaba en los escalones con sus bebidas y Harald decidió que había llegado durante el intervalo.
Fue a la entrada de artistas, donde se encontró con un obstáculo. La entrada estaba custodiada por un portero de uniforme.
—Necesito hablar con Karen Duchwitz —dijo Harald.
—Imposible —le dijo el portero uniformado—. Está a punto de salir al escenario.
—Es realmente muy importante.
—Tendrá que esperar hasta después.
Harald ya había comprendido que aquel hombre no se dejaría convencer de ninguna manera.
—¿Cuánto dura el ballet?
—Alrededor de media hora, dependiendo de lo rápido que toque la orquesta.
Harald se acordó de que Karen le había dejado una entrada en la taquilla, y decidió que la vería bailar.
Fue al vestíbulo de mármol, recogió su entrada y entró en el auditorio. Nunca había estado en un teatro, y contempló con maravillado asombro la suntuosa decoración dorada, los distintos niveles que se iban elevando en el círculo y las hileras de asientos tapizados de rojo. Encontró su sitio en la cuarta fila y se sentó. Había dos oficiales alemanes de uniforme inmediatamente delante de él. Harald consultó su reloj. ¿Por qué no empezaba el ballet? Cada minuto hacía que Peter Flemming estuviera un poco más cerca.
Harald cogió un programa que alguien se había dejado en el asiento de al lado y lo hojeó, buscando el nombre de Karen. No figuraba en la lista del reparto, pero una tira de papel que cayó del opúsculo decía que la primera bailarina se encontraba indispuesta y que su lugar sería ocupado por Karen Duchwitz. También revelaba que el único papel masculino del ballet correría a cargo de un suplente, Ian Anders, presumiblemente porque el primer bailarín también había caído víctima de la enfermedad gástrica que se había propagado entre el reparto. Harald pensó que aquel debía de ser un momento bastante preocupante para la compañía, con los papeles principales asumidos por estudiantes cuando el rey se hallaba entre el público.
Unos instantes después se llevó la sorpresa de ver cómo el señor y la señora Duchwitz ocupaban sus asientos dos filas por delante de él. Hubiese debido saber que no se perderían el gran momento de su hija. Al principio le preocupó que pudieran verlo, pero luego reparó en que aquello había dejado de tener importancia. Ahora que la policía había encontrado su escondite, Harald ya no necesitaba mantenerlo secreto a los ojos de ninguna otra persona.
Entonces se acordó con una punzada de culpabilidad de que llevaba puesta la chaqueta deportiva del señor Duchwitz. Según la etiqueta que el sastre había colocado en el bolsillo interior la prenda ya tenía quince años, pero Karen no había pedido permiso a su padre para cogerla. ¿La reconocería papá Duchwitz? Harald se dijo que era una tontería pensar en aquellas cosas. La posibilidad de que fuera a ser acusado de haber robado una chaqueta era la más insignificante de sus preocupaciones actuales.
Tocó el rollo de película que llevaba en el bolsillo y se preguntó si había alguna probabilidad de que él y Karen pudieran escapar a bordo del Hornet Moth. Muchas cosas dependían del tren de Peter Flemming. Si el tren llegaba temprano, Flemming y la señora Jespersen habrían vuelto a Kirstenslot antes que Harald y Karen. Quizá podrían evitar que los cogieran, pero Harald no veía cómo iban a poder acceder al avión con la policía vigilándolo. Por otra parte, y con Hansen fuera de combate, en aquellos momentos no había nadie vigilando el avión. Si el tren de Flemming no llegaba hasta bien entrada la madrugada, quizá hubiera una posibilidad de que aún pudieran despegar.
La señora Jespersen no sabía que Harald la había visto. Creía disponer de tiempo de sobras, y eso era lo único que jugaba en favor de Harald.
¿Cuándo empezaría la maldita representación?
Después de que todo el mundo hubiera tomado asiento en el auditorio, el rey entró en el palco real. Aquella era la primera vez que Harald veía al rey Cristián IX en persona, pero la cara le resultaba familiar gracias a las fotografías, con el bigote de guías caídas confiriéndole una expresión permanentemente sombría que resultaba muy apropiada para el monarca de un país ocupado. El rey iba vestido de etiqueta y se mantenía muy erguido. En las fotografías y los cuadros siempre llevaba alguna clase de sombrero, y ahora Harald vio por primera vez que estaba perdiendo el pelo.
Cuando el rey se sentó, la audiencia siguió su ejemplo y las luces se apagaron. Por fin, pensó Harald.
El telón subió sobre unas veinte mujeres inmóviles en un círculo con un hombre ocupando la posición de las doce en un reloj. Las bailarinas, todas vestidas de blanco, posaban bajo una pálida claridad que tenía el color azulado de la luz de la luna, y el escenario vacío desaparecía entre sombras oscuras en sus extremos. La obertura del ballet estaba llena de dramatismo, y Harald se sintió fascinado a pesar de sus preocupaciones.
La música inició un lento fraseo descendente y las bailarinas se movieron. El círculo se agrandó, dejando inmóviles encima del escenario a cuatro personas, el hombre y tres mujeres. Una de las mujeres yacía sobre el suelo como si estuviera dormida. Entonces comenzó a sonar un vals lento.
¿Dónde estaba Karen? Todas las chicas vestían trajes idénticos, con ceñidos corpiños que les dejaban los hombros al aire y faldas de mucho vuelo que se mecían de un lado a otro cuando bailaban. Era un atuendo muy sexy, pero la iluminación atmosférica hacía que todas tuvieran el mismo aspecto, y Harald no podía saber cuál de ellas era Karen.
Entonces la mujer dormida se movió, y Harald reconoció los rojos cabellos de Karen. La figura se deslizó hacia el centro del escenario. Harald se había puesto rígido de ansiedad, temiendo que Karen hiciera mal algo y echara a perder su gran día, pero ella parecía controlar la situación y sentirse muy segura de sí misma. Empezó a danzar sobre las puntas de sus pies. Aquello tenía aspecto de doler mucho e hizo que Harald torciera el gesto, pero Karen parecía flotar. La compañía fue formando figuras alrededor de ella, disponiéndose en líneas y círculos. La audiencia permanecía callada e inmóvil, cautivada por Karen, y Harald sintió que el corazón se le llenaba de orgullo. Se alegró de que Karen hubiera decidido hacer aquello, fueran cuales fuesen las consecuencias.
La música cambió de clave y el bailarín se movió. Mientras cruzaba el escenario en una rápida serie de saltos, Harald pensó que no parecía sentirse demasiado seguro de sí mismo y se acordó de que él también era un suplente, Anders. Karen había bailado con una gran confianza en sí misma, haciendo que cada movimiento pareciese no exigir esfuerzos, pero en los movimientos del muchacho había una tensión que confería una sensación de riesgo a su manera de bailar.
La danza se cerró con el lento fraseo que la había iniciado, y Harald comprendió que no había ninguna historia que contar y que las danzas serían tan abstractas como la música. Consultó su reloj. Solo habían transcurrido cinco minutos.
El conjunto se dispersó y volvió a formarse en nuevas agrupaciones que enmarcaron una serie de solos de danza. Toda la música parecía haber sido escrita en un compás de tres por cuatro, y era muy melódica. Harald, que adoraba los sonidos discordantes del jazz, la encontró casi demasiado suave.
El ballet le fascinaba, pero a pesar de ello su mente volvió al Hornet Moth, a Hansen atado dentro del maletero del Rolls, y a la señora Jespersen. ¿Podía haber encontrado Peter Flemming el único tren puntual que había en toda Dinamarca? En ese caso, ¿habrían ido ya él y la señora Jespersen a Kirstenslot? ¿Habrían encontrado a Hansen? ¿Estarían ya esperando escondidos? ¿Cómo podía cerciorarse Harald de ello? Lo mejor sería aproximarse yendo a través del bosque para detectar cualquier emboscada.
Karen dio comienzo a un solo de danza, y entonces Harald descubrió que sentía más tensión por lo que pudiera hacer ella que por la policía. No hubiese tenido que preocuparse: relajada y dueña de sí misma, Karen giraba, saltaba y se ponía de puntas tan alegremente como si fuera inventándoselo todo sobre la marcha conforme bailaba. Harald se asombró de la manera en que podía ejecutar algún paso especialmente vigoroso, corriendo o saltando a través del escenario, para luego llegar a una brusca parada en una postura grácil e impecable, como si careciese de inercia. Karen parecía desafiar las leyes de la física.
Harald se puso todavía más nervioso cuando Karen inició una danza con Ian Anders. Pensó que aquello era lo que llamaban un pas de deux, aunque no estaba muy seguro de cómo lo sabía. Anders la levantaba espectacularmente en el aire una y otra vez. Entonces la falda de Karen se extendía hacia arriba, mostrando sus fabulosas piernas. Anders la sostenía en esa posición, a veces con una mano, mientras adoptaba una pose o se movía por el escenario. Harald temía por la seguridad de Karen, pero ella descendía una y otra vez con una grácil ausencia de esfuerzo. Aun así, Harald se sintió muy aliviado cuando el pas de deux llegó a su fin y la compañía empezó a bailar. Volvió a consultar su reloj. Aquella tenía que ser la última danza, gracias a Dios.
Anders ejecutó varios espectaculares saltos durante la última danza, y repitió algunas de aquellas elevaciones con Karen. Entonces, cuando la música estaba llegando a su clímax, ocurrió el desastre.
Anders volvió a levantar a Karen, y luego la sostuvo en el aire con la mano en el hueco de su espalda. Karen se estiró formando una línea paralela con el suelo. Sus piernas se curvaron hacia delante con los dedos de los pies extendidos, y sus brazos retrocedieron por encima de su cabeza, formando un arco. Ambos mantuvieron la postura durante un instante. Entonces Anders resbaló.
Su pie izquierdo perdió todo contacto con el suelo. Anders se tambaleó y se desplomó sobre la espalda. Karen se precipitó al escenario, cayendo junto a Anders y aterrizando sobre el brazo y la pierna derecha.
Los otros bailarines corrieron hacia las figuras caídas. La música siguió sonando durante unos cuantos compases y luego cesó. Un hombre que llevaba pantalones negros y un suéter del mismo color salió de entre bastidores.
Anders se levantó, sosteniéndose el brazo, y Harald vio que estaba llorando. Karen trató de incorporarse, pero cayó hacia atrás. La figura vestida de negro hizo un gesto, y el telón bajó. La audiencia prorrumpió en un excitado murmullo de conversaciones.
Harald reparó en que se había puesto de pie.
Vio al señor y la señora Duchwitz, dos filas por delante de él, levantarse y avanzar rápidamente a lo largo de la hilera de asientos, excusándose ante la gente mientras pasaban. Obviamente tenían intención de ir detrás del escenario. Harald decidió hacer lo mismo.
Salir de la fila de asientos fue un proceso penosamente lento. Harald estaba tan preocupado que tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no optar por la solución de ir andando sobre las rodillas de todos, pero finalmente llegó al pasillo al mismo tiempo que los Duchwitz.
—Voy con ustedes —dijo.
—¿Quién eres? — preguntó su padre.
Su madre respondió a la pregunta.
—Es Harald, el amigo de Josef. Ya os habéis visto antes. Karen está bastante prendada de él, así que deberías dejar que viniera con nosotros.
El señor Duchwitz soltó un gruñido de asentimiento. Harald no tenía ni idea de cómo sabía la señora Duchwitz que Karen estaba «prendada» de él, pero lo alivió ser aceptado como parte de la familia.
Ya estaban llegando a la salida cuando se hizo el silencio en la sala. Los Duchwitz y Harald se volvieron delante de la puerta. El telón había subido. El escenario se hallaba vacío salvo por el hombre de negro.
—Majestad, damas y caballeros… —empezó diciendo este—. Por suerte, el médico de la compañía se encontraba entre la audiencia esta noche. — Harald supuso que todas las personas que estaban relacionadas con la compañía de ballet habrían querido hallarse presentes para una gala real—. El médico ya ha ido detrás del escenario, y ahora está examinando a nuestros dos primeros artistas. Me ha dicho que ninguno parece estar gravemente herido.
Hubo un disperso coro de aplausos.
Harald se sintió muy aliviado. Ahora que sabía que Karen iba a ponerse bien, se preguntó por primera vez cómo podía afectar el accidente a su huida. Aunque pudieran llegar hasta el Hornet Moth, ¿sería capaz de pilotarlo Karen?
El hombre de negro siguió hablando.
—Como ya saben por nuestro programa, esta noche los dos papeles principales eran interpretados por suplentes, al igual que muchos de los demás. Aun así, espero que estarán de acuerdo conmigo en que todos bailaron maravillosamente bien, y que ofrecieron una soberbia representación casi hasta el último instante. Gracias.