—Vaya, tendré que tomármelo como un cumplido —comenta Zafrilla cáustica—. No entiendo cómo puedes soportarlo.
—Lo cierto es que la creación del fenómeno Marabunta fue tan pausada, tan discreta, tan sibilina, que los primeros días, al oír de vez en cuando un piar o el cricrí de un grillo, pensaba que era yo la loca, que tenía alucinaciones sonoras o que tal vez alguien se había bajado cualquier ruidito chorra al móvil para hacer la gracia. Tardé en comprender la magnitud del fenómeno y, cuando lo hice, aquello era tan desproporcionado que entendí que si me ponía borde sólo conseguiría que se incrementase, así que opté por ignorarlo. Cuestión de supervivencia, supongo.
—Hiciste bien, con esta gente o te adaptas al medio o pereces en el intento de plantarles cara —añade París con la sensación de que sabe de lo que hablo.
—Y que lo digas, cuando lo cuente en mi curro van a flipar.
—Haz la prueba. Yo he intentado describirle esto a Ramón y cree que exagero, que no puede ser para tanto. Hay que verlo para creerlo.
—Y ahora qué, ¿volvemos a comisaría? —pregunta París.
—Puedo contaros aquí lo que vine a deciros —propone Zafrilla—. Se trata de la huella parcial encontrada en el reverso de la medalla de oro que el Culebra llevaba al cuello, en la parte lisa. ¿Te acuerdas, Clara?
—Sí, un pulgar. Dijiste que no estaba nada nítido.
—Cierto, pero porque no tenía con qué compararlo —y un fulgor de cazadora ilumina sus ojos—. Saqué algunas muestras en la chabola, las comparé con la huella parcial y no encontré ninguna coincidencia. Pero hoy se me ocurrió compararla con otros juegos… Y hallé una.
—¿La metiste en una base de datos? ¿En cuál? —pregunta París interesado.
—Lo cierto es que no la comparé con ninguna base de datos sino con… —pero de pronto se interrumpe—. Un momento: prométeme que no me vas a reñir.
—¿Yo? Pero ¿qué imagen tienes de mí?, ¿qué te ha contado ésta?
—Nada, pero sé que en este Cuerpo cuando una tiene iniciativa siempre se acaba llevando bronca del superior, que en este caso eres tú.
París reprime un gesto de impaciencia y responde con disgusto.
—No, no te voy a reñir, di lo que sea de una vez, ¿de quién era la huella?
—Como iba diciendo —Zafrilla quiere estirar su gran momento, su escena protagonista—, no la comparé con ningún fichero sino con muestras recién tomadas. ¿A que no sabéis de dónde? Del apartamento de la prostituta ahorcada.
Se extiende sobre los tres un silencio denso de pensamientos y cargado de expectación hasta que París exclama:
—¡Mierda! Pero ¿cómo se te ha ocurrido? ¿En qué estabas pensando?
—¡Ves! —salta Zafrilla—. Ya se ha cabreado.
—¡Cómo no voy a estarlo, menudas ocurrencias tienes! Por la casa de esa puta habrán pasado centenares o incluso miles de hombres y, además, ¿no te has parado a pensar, bonita, que esa huella puede ser de cualquier colega del Culebra al que la puta le haya hecho un servicio?
—Pues mira, no.
—Es que no puede ser —continúa París—, es imposible, tiene que ser una casualidad. Son dos muertes accidentales sin relación. Seguro que quien dejó su huella en la medalla era cliente de la puta, sí, es posible incluso que el propio Culebra también fuera cliente suyo —y se pasa las manazas por la cara y se mesa los cabellos casi con desesperación—. Ahí está el nexo. Los delincuentes frecuentan a las putas, siempre ha sido así, y por eso el colega del yonqui dejó su huella en la medalla y en el apartamento. Pero ella no pinta nada, queda totalmente descartada de esta historia —y las contempla de pronto esperanzado, con el brillo en la mirada del tonto de la clase que cree haber conseguido resolver la ecuación—, sólo hizo su trabajo de fulana, no tiene nada que ver. Su muerte fue un suicidio, todo lo más un penoso accidente y la huella de su casa puede ser muy antigua. No hay relación ni caso.
—Una historia preciosa —y la voz de Clara destila ironía— si no fuera porque es imposible que unos yonquis sidosos y moribundos como el Culebra o su hipotético colega pudieran pagarse una prostituta de lujo como ésa.
—Pues es una explicación perfectamente lógica —París ha mordido la presa y no quiere soltarla—. Ahorrarían, yo qué sé. Pero estas dos muertes no pueden estar conectadas, no tiene sentido. No hay casos. No hay nada.
—¿Tú estás segura de la coincidencia entre las huellas? —pregunta Clara, y como Zafrilla asiente convencida aunque desganada, continúa—. Vale, porque vamos a ponernos en marcha inmediatamente, pedir una nueva orden para investigar a fondo el apartamento y tú tendrás que encargarte de que sea para esta tarde —afirma mirando a París mientras se levanta y se pone la chaqueta decidida—. Lo haría yo, pero ahora tengo que irme. ¿Te acerco, Zafrilla?
—¿Adónde vas? —pregunta él, sorprendido, sin prestar atención a Zafrilla quejándose de que está hasta las mismísimas de que la llamen así.
—A ver a Lola. Seguro que hoy tendrá algún dato nuevo.
—¿Y tienes que irte precisamente ahora?
—Me pilla de paso, tengo que hacer también otra cosa en el Centro.
—¿Qué cosa? —continúa París ya sin disimulo.
—Asuntos personales, ¿recuerdas?
*
—Me da exactamente igual lo que piense —que se ponga como le dé la gana, que se trague la bilis y le reviente el hígado y me deje tranquila de una jodida vez—. Si quiere seguir creyendo que no hay conexión pero que un quinqui que sobrevivía en una chabola pudiera pagarse una de las prostitutas más caras de la ciudad, pues vale. Pero a mí que me deje trabajar en paz, que yo tengo muy clarito lo que hay que hacer. En cuanto salga del médico me voy para el Anatómico a ver qué saco. Y no, no me mires así, no me pasa nada, es una exploración rutinaria: análisis, ecografías, todo ese rollo. Ya me he hecho las pruebas, sólo tengo que llevárselas al ginecólogo.
—Si quieres les echo un vistazo —propone Zafrilla, sentada a su lado en el asiento del copiloto.
—Qué lástima, están en la clínica. Al llegar debo recogerlas en recepción y subírselas al doctor.
*
Un tipo medio calvo, con gafas de diseño, excesivamente delgado y con unas manos más cuidadas que las mías. Todo un especialista. Menos mal que me libré de Zafrilla a mitad de camino, no hubiera soportado mucho más esa perpetua curiosidad suya y las preguntas sin parar, como un bombardeo cansino e implacable y lo siento, es que queda algo lejos, por eso mejor te dejo aquí, bonita, y a la vuelta, si París ha conseguido la orden, te recojo y te vienes conmigo, ¿ajá?, y ahora a responder sumisa y formal que no, nunca he sufrido una operación, jamás, y mi grupo es cero positivo, como el de mi padre, y no, que yo sepa nunca he tenido problemas de coagulación, pero qué tendrá eso que ver con los resultados, y no, no tengo ni idea de cuál es mi umbral del dolor.
Y casi mejor, ni saber de qué me hablan ni ir avisada, mejor que te pillen por sorpresa y te digan que, en fin, las cosas pintan regular, aunque eso, por supuesto, no quiere decir nada. Sólo que no pintan mal pero tampoco bien, habrá que hacer más pruebas antes de decidir. ¿Le puedo volver a preguntar qué tal aguanta el dolor? ¿Sabe lo que es una biopsia? Se lo voy a explicar en términos que pueda comprender.
El truco consiste en que te atraviesan el pecho con una aguja como una saeta, pero ni yo soy una Venus pelirroja rodeada de rosas granadas ni las flechas son de amor ni suena de fondo una melodía multicolor. Una vez dentro hurgan y revolotean por mi seno con su punta de acero hasta que la aguja da con el bulto y extrae un ápice de su sustancia, que ya sabemos ahora que no es una lenteja y que me puede comer al menor despiste a menos que seamos precavidos porque, de otro modo, si dejamos las cosas como están, corremos el peligro de que el tumor crezca y puede que, más adelante, tengamos que enfrentarnos incluso a una mastectomía, a la extracción total del pecho. Al vacío. O a la nada, al adiós de mí misma, a mi imagen como una herida de guerra o una amazona empeñada en rehacer su vida, a mi imagen desnuda frente a mí, incompleta, a mis ojos mirando a Ramón sin valor para decírselo, cuándo, pronto, muy pronto, ya casi nada, porque es lo que ha dicho el doctor, que la biopsia será la semana que viene y después veremos lo que pasa, y hay que llamar para pedir hora y responder a mil preguntas que casi me sé de memoria y basta de reflejarme petrificada en el espejo del bar como una mujer con el pelo recogido y la mirada perdida, con la infinita tristeza de no verme ya como soy sino como puede que sea después. Para ya. Hay que asimilarlo, hay que moverse, ponerse en marcha, hacer algo mientras la gente ríe detrás, mientras mueren las naranjas de la barra en aras del último zumo natural de la mañana que ya se apaga, mientras piden los parroquianos su vermú y se abren botellas de licor y Dolores, que espera, me llama insistente al móvil y sí, voy, estoy en el bar de enfrente, y decir ahora subo fingiendo normalidad y notar en el ascensor, de camino al verdadero hogar de la muerte, esa venita otra vez, la venita del miedo latiendo en la sien, haciendo temblar a una muchachita tan valiente, vamos.
*
Se percibe el zumbido de los neones y un temblor que nace dentro de las celdillas frigoríficas. Se siente un frío que la traspasa como un fantasma y la impaciencia, nada más entrar, por largarme de aquí, tragar un aire a mordiscos que no sea éste aunque esté impregnado de contaminación, huir, sólo salir y no oler a muerte, no respirar lo mismo que ya no respiran los muertos.
—Te noto impaciente —dice Dolores.
—Llevo una mañana horrible.
—Ya pasa de la una, ¿luego te quedas a comer conmigo?
—Depende de cómo vaya París con la orden. Te habrá dicho Zafrilla que tengo que volver con ella al escenario de ayer para registrarlo más a fondo.
—No. No me ha llamado —responde Dolores, y se percibe pesadumbre en su voz—. Se habrá olvidado. Debe de estar pensando en tu compañero, el Bebé ese. Está que no mea con el niño.
—Déjala, ya se le pasará. Yo te pongo al tanto: ¿recuerdas la huella parcial que encontró en la medalla? Ha aparecido otra igual en casa de la difunta. Eso significa que ninguno de los dos fallecimientos ha sido casual, que están de algún modo relacionados, pero París se empeña en que esta coincidencia no quiere decir nada, que puede que la prostituta le hubiera hecho un servicio a un colega del Culebra y que por eso aparece su huella en ambos lugares, todo menos aceptar que aquí hay dos homicidios como la copa de un pino. El caso —resume— es que esta tarde volvemos al apartamento si su señoría tiene el día generoso y nos concede el permiso. Pero antes he preferido pasarme por aquí por si tenías alguna novedad.
—Es pronto todavía, acabamos de empezar.
—Cualquier cosa, lo que sea —suplica Clara con tono lastimero.
—Hay mucho trabajo, somos pocos, los cadáveres se acumulan… —Dolores se embala en una retahíla de excusas hasta que, de pronto, se detiene—. Qué quieres que te diga, es pronto.
Pero no, no es pronto, es cada vez más tarde, es hundirla en un rincón de la memoria sin atender siquiera a su nombre, y quién la va a echar de menos, quién la va a añorar: el poeta ingenuo, el chico de los recados, el enfermo de amor, el sombrerero loco que la recuerda melancólico a la hora solitaria del té.
—Se llamaba Olvido —musita Clara—, Olvido.
—¿Estás intentando darme penita con su nombre? Mira… —dice suspirando, dándose por vencida, recién asumida la certeza de que no se va a largar ni la va a dejar en paz hasta que le ofrezca algo que alivie su conciencia—, lo único que puedo hacer es enseñártela.
Y se dirige tranquila, casi tarareando por lo bajo una alegre melodía, a la pared de celdillas infinitas, panal de muertos que duermen, de la que extrae una bandeja para ofrecerme, mientras canta como un enterrador ajeno y feliz en la fosa, la visión de una mujer blanca y hermosa que brilla sobre losa que parece el acero y se asemeja más a una doncella lista para el sacrificio que a una impúdica perversa ya inmolada.
Clara se acerca atraída por el fulgor que desprende su piel casi fosforescente y no puede evitar alargar una mano que inevitablemente tiembla, como temblaría la de una beata ante la aparición de una Virgen, con la intención de recorrer sus labios, sus pómulos de hielo, su perfil de reina muerta, sí, porque ella, la prostituta, tiene ahora una prestancia, una majestad que colgando del techo, balanceándose levemente al compás de las risas de los agentes, no tenía.
Ahora es simple y honrada, radiante, no penumbras y lencería negra, no neones y reflejos rojos y zapatos de tacón ni cabrones que bailen a tu alrededor ni admiradores turbados ni extremidades que tientan ni arrugas que te asquean ni espaldas con vello ni más vidas sin amor. Eres etérea, eterna. Libre.
Y la mano se posa en su frente y se detiene justo antes de acariciar su pelo que por fin es real, auténtico, porque ya no hay bucles dorados como los de Ricitos de Oro. Sin la peluca es simplemente castaña, apenas una muchacha de melena caoba y rostro sin pintar y, curiosamente, ahora que no es rubia sus pechos no son tan grandes ni sus caderas de vértigo ni sus piernas culmen de belleza en su piel, a la impía luz fluorescente, se advierte un atisbo de pecas que la vuelven más niña aún, casi impúber, como una lolita de treinta años.
—No puedo dejar de pensar que así, desnuda, es como si hubiera vuelto atrás, a un tiempo en que aún era inocente —confiesa Clara.
—He oído ese comentario unas mil veces. Siempre que un vivo se pone delante de un muerto lavado y sin ropa dice la misma sandez. Se debe a que asociamos la desnudez con la inocencia.
—Vale, lo he pillado, ya dejo de decir banalidades, me pongo en plan profesional y aparco los sentimentalismos, no sea que te dé por emocionarte —responde dolida, a qué negarlo, hasta Dolores, mi amiga, alguien a quien aprecio y respeto, se deja vencer por la desidia de considerarlos muñecos, objetos de análisis o escarnio, qué más da, sólo material con el que trabajar—. Dime lo que tengas que decirme, Loliña, y acabamos con las tonterías.
—Muy bien —y su voz adquiere el matiz metálico de un verdadero forense, impersonal, casi inhumana, como de autómata de película de robots futuristas. O, tal vez, lo que pasa es que está cabreada—. De momento me he limitado a un análisis externo, y no hay mucho que reseñar: dos uñas rotas en la mano derecha, algún leve rasguño en el cuerpo que puede haber sido producido por cualquier cosa, desde un acto sexual frenético a un golpe fortuito con la esquina de un mueble o la práctica de algún deporte y, por lo demás, aparte de lo evidente no hay más: ni tatuajes, ni cicatrices, ni implantes ni marcas de cirugía. Por no haber, ni siquiera se teñía el pelo —añade—. Es algo atípico en una prostituta.