Y se agacha y mira bajo la cama, pero no, sólo ve un par de chinelas tan delicadas y exóticas como aves del paraíso, todo rasos y plumas y cristalitos de colores brillando en la penumbra.
Pues si no hay nada abajo, habrá que mirar arriba.
Y se incorpora, se coloca junto al cabecero, se concentra, golpea leve, casi reverencial, las cuatro secciones de madera clara que lo forman y,
voilà
, se abren a medida que las presiona en una esquina imantada revelando en su interior un pequeño cajetín de unos veinticinco centímetros de lado por unos doce de fondo.
Sí, ella sólo tenía que alzar el brazo sobre su cabeza, presionar y el cliente, entretenido en sus pechos o entre sus piernas, casi no tendría tiempo de percatarse de dónde habría sacado sus artefactos. Magia y precisión hasta en los más mínimos detalles. Discreción, elegancia y sutileza en compartimentos tan silenciosos y refinados como su dueña. Nada de levantarse destetada en el momento álgido, nada de sobresaltos imprevistos ante peticiones intempestivas, nada de frenazos inesperados. Todo bajo control, calculado como en el despegue de una nave espacial a bordo de la cual atender con la mejor de las sonrisas al usuario más caprichoso. Plan perfecto, perfecta ejecución. Toda una profesional.
Y, como tal, en su dominado universo de sexo sin pudor rige la más estricta lógica enfocada al goce y la delectación. Bienvenidos al mundo del amor, todo para que el consumidor se encuentre a gusto, olvide sus miedos y le abandone el estrés, relájese en nuestro olimpo y disfrute de los maravillosos servicios de nuestra camarera de la pasión que, con su galería de secretos para amantes, le revelará recónditos arcanos de la libido y el ardor que ahora le presentamos:
Empezando por la derecha, en la primera casilla, todo un catálogo de las mayores virtudes electrónicas al servicio del éxtasis. Tres mandos a distancia que harán su lujuria más provechosa: el del aire acondicionado, el de la cadena de música y el del DVD que, al igual que la enorme pantalla plana de plasma con sus altavoces, se esconden en la pared hueca sita frente al tálamo del gozo supremo oculto por los pertinentes paneles blancos. Accione los botones y éstos se moverán dejando al descubierto toda una gama de elementos pensados para hacer de su polvo una experiencia inolvidable.
Tras el compartimento dedicado a la electrónica, ponemos a su disposición la segunda celdilla, que contiene las llaves que abren las mesillas. Oh, qué decepción, nada de sadomasoquismo ni de suaves tormentos que pervierten la razón… Pero que no decaiga el ánimo, en esta fiesta continúa la marcha. Veamos qué más contiene. ¡Una navaja, señoras y señores, una magnífica navaja automática del mejor acero albaceteño, una faca fría con brillos verdes en su hoja y motivos enrevesados en su empuñadura, una navaja lágrima viva de España que se defiende con su metálico nervio! ¡Las mujeres quieren navajas, las chicas son guerreras, vean cómo se defienden las putas de los amargos depredadores! Y la cosa no se queda aquí, ¿qué es lo que hay detrás, relumbrando con fulgor siniestro? ¡Un spray antiviolador que amenaza a los malandros con su perenne ojo despierto! Las palmas que aprietan y abarcan, las lenguas que dominan sin tiento, las pupilas espantadas que miran más allá del tembloroso cuerpo, que queman y matan, que deshacen por dentro, serán cegadas por la voz del arma de viento cuando una tersa mano agite su venganza oponiendo a su hambre su pavor, a su fuerza su libertad, a su salvaje impulso su aliento. Temblad ante su poder cuando estéis en cama ajena, cuando hayáis perdido el sentido, cuando os pueda una sexualidad enhiesta culmen de vuestro vicio. Él es la defensa de las meretrices oprimidas, de las mujeres obligadas a ir debajo que deben soportar los abusos incontrolados y vencer los reparos con mentiras. ¡No dudes en usarlo! ¡Ataca! ¡Defiéndete! ¡Muerde! ¿A qué esperas?
—Apunta —dice al secretario—: Requiso la navaja y el spray. Ahora veamos qué más hay en el cabecero.
Abre la tercera casilla y ante ellos aparece el objetivo de una cámara de vídeo digital de ultimísima generación en
stand by
.
—Joder, vaya con la tía —exclama él—. Ésta va a ser de las que hacían chantaje a los clientes.
—No va con su estilo —niega Clara—. Yo creo que es más una cuestión de prudencia y prevención de riesgos: pásate un pelo y saco la cinta y te dejo con el culo al aire ante la parienta, los jefes o las vecinas.
Recoge con cuidado la cámara, la abre con torpeza debido, como siempre, a los malditos guantes. Ninguna tarjeta de memoria, lástima, la guarda en una bolsa de plástico y se la pasa al secretario.
La cuarta y última celdilla no esconde más armas ni miedo, sólo consuelo. Consuelo y algunos libros de poesía en ediciones de bolsillo sobadas, releídas, con esquinas dobladas. Entre ellos uno más viejo, de papel más amarillento,
Veinte poemas de amor y una canción desesperada
. Lo reconoce y siente un pinchazo al acordarse de París y la absurda conversación con su novia en la puerta de la comisaría. «Un cantante de boleros», musita, pero aparta los recuerdos y vuelve al trabajo pasando páginas, oliendo líneas muertas entre los poemas, oteando espacios en blanco, atenta a cualquier anomalía, a cualquier señal, y da con una pestaña caída y también con una foto antigua, pequeña, casi sepia, el retrato de una mujer joven, bella, de cejas espesas, labios gruesos y ojos y pelo oscuro sentada en el borde de piedra de un estanque. Y, a sus pies, una tortuga.
Hay otros libros tan manoseados como éste, un
Peter Pan
con dibujos infantiles y pluma irisada de ave en su interior,
El largo adiós
con portada de Hopper y una
Alicia en el País de las Maravillas
que alberga pétalos de rosa de hace tanto, tanto tiempo, que se quiebran entre sus dedos, se deshacen casi en partículas y le hacen suponer, tal vez, que son la inocencia de la niña que luego fue puta, de nombre Olvido, un olvido que ya no se acordaría de otra cosa más que de seguir adelante y resistir con todos los medios a su alcance —navaja, spray, cámara de vídeo, fotos marchitas— los envites de la vida.
Y con pena, porque qué triste es a veces descomponer los recuerdos del pasado de los otros, de los muertos, Clara abre una pequeña bolsa de terciopelo y descubre un chupete viejo, de goma ya ajada, y una cajita de joyería con dos dientes de leche, y piensa en si tendría un hijo, tal vez, como en una novela de posguerra, una puta con un hijo en el campo, criándose con la abuela, o en un internado de capital de provincias, un niño al que va a ver dos o tres veces al año y que casi no la recuerda, que sólo sabe que le visita una mujer elegante, triste y seria, cargada de regalos por Navidad y en su cumpleaños. O quizá no, quizás es un hermano pequeño, alguien a su cargo, como los huerfanitos de los dramas de Dickens, una criatura enfermiza y delicada que descansa en un pabellón de reposo recitando la poesía que le subraya a su hermana, que ya no lee sobre el amor desde que lo vende a espuertas. Sí, claro, y luego llegará un príncipe azul en una limusina y se prendará de ella, sólo que este final de película de Hollywood ya no va a poder ser porque resulta que ella está muerta y a mí me toca saber cómo fue, si alguien se la cargó o la mató esta mierda de existencia tan ordenada, tan intensa, tan vacía y tan llena.
—Muy bien, esto se acabó, un repaso al salón y nos piramos —propone al secretario—. ¿Qué me dices?
—Que ya iba siendo hora.
El escritorio, en una esquina del salón, se rige por el mismo orden meticuloso que caracteriza a toda la casa. Es un mueble delicado, antiguo, que contrasta con el resto de la habitación y trae reminiscencias de un mundo lejano y más liviano en el que la muerta, Olvido, clasificaba sus documentos por temas y afinidades dejando apenas rastro de su vida privada, si acaso los extractos relativos a los gastos de vivienda en un archivador, un portafolio con fotocopias, libretas bancarias y la póliza de un seguro médico. Por haber, hasta hay un pequeño cajón repleto de facturas de ropa en el colmo de la organización, pero ausencia de datos que no hubiéramos encontrado con los ordenadores de la central que nos indiquen algo más allá de que el apartamento es de su propiedad, que sus cuentas están saneadas y no poseía créditos pendientes, que hacía la compra del supermercado por teléfono y que acudía a un centro de belleza dos veces al mes. Perfecto. Pero qué hay de ella, de sus familiares, de sus ideas y sus inseguridades.
Desalentada, sigue buscando hasta que se topa con un taco de tarjetas de visita que, según parece, guardan relación con el ejercicio de su profesión: boutiques, una esteticién a domicilio, ostentosas floristerías y almacenes de decoración, abogados, asesores financieros, agentes de Bolsa… Quizás haya aquí algo que rascar, piensa esperanzada, y con una media sonrisa las guarda intentando a continuación encender el llamativo ordenador portátil.
Me apuesto mi sueldo a que tendrá contraseña. Genial. ¿Y su agenda? Lo imaginaba, o está escrita en clave o su letra es un jeroglífico, con las oes como caracoles y las zetas como rayos que cruzan las páginas rasgándolas con sus trazos como en una tormenta. No me lo estás poniendo nada fácil, bonita. Luego te aparecerás en sueños para recriminarme que no hice lo suficiente, que apenas indagué tu muerte, y me obligarás a ponerme grosera porque cómo la voy a esclarecer, a ver, si la primera en ponerme trabas eres tú, con tu celosa intimidad y esa discreción enfermiza. Si lo único que se entiende son las cruces en el calendario y al final va a ser que señalan tu ciclo menstrual.
—Qué, ¿hay algo? —pregunta el del juzgado.
—Una mierda es lo que hay. Me voy cargada de pruebas y papeles y sintiendo que no voy a sacar nada en limpio.
—Este trabajo es así. Por lo menos tú puedes hacerlo en tu oficina. Yo, en cambio, si se suicida uno tirándose a un embalse, tengo que vestirme de buzo y bajar a comprobar que el levantamiento ha sido correcto. Somos como los periodistas de sucesos, sólo que llegamos antes, con los cadáveres en su apogeo, sin sábana encima y con las tripas al fresco.
—Y anda que no te gustará luego fardar de ello ante tus colegas. Oye, voy a despedirme de mi amiga y me largo. Si vienes te acerco a donde quieras.
—No, mejor la espero, igual le da reparo quedarse aquí sola.
¿A Zafrilla? Éste lo que quiere es hacerse el superhéroe delante de la niña, si lo sabré yo. Pues nada, por mí que no se diga.
—Como quieras —y llega al vestidor riéndose para sus adentros. No sabe dónde se va a meter, se lo va a comer crudo. Claro, la ven con esa carita de niña modosa y luego vienen los llantos y el corazón roto en un suspiro y si no me amas me suicido—. Oye, me largo —dice asomando la cabeza para divisar a la frágil muñeca empolvando un espejo de cuerpo entero.
—Espérame y nos vamos a tomar un café. Quería preguntarte una cosa.
—La verdad es que me gustaría irme cuanto antes, tengo que pasar por comisaría a dejar las pruebas y a este paso voy a llegar a las mil.
—Jo, cómo eres, para un día que quiero hablar contigo…
—Estoy agotada y voy de curro hasta arriba. ¿Lo dejamos para mañana?
—Bueno, pero luego ya será tarde.
—¿Para qué? —y descubre en sus mejillas un rubor que no es fruto del esfuerzo y que ya conoce, un brillo en los ojos que ha visto antes y que siempre, siempre, acaba trayendo problemas—. ¿Qué estás tramando?
—¡Nada! —responde a la defensiva—, sólo quería saber qué tal te va ahora con tus compañeros, con los nuevos, ya sabes.
—Acabáramos. Tú lo que quieres es sonsacarme sobre Javier el Bebé —y su expresión se lo confirma: esos labios jugosos entreabiertos, esa lengua que se relame como haría mi gata, esas pestañas temblorosas como alas de mariposa… Mecagoenlaleche, se ha colgado otra vez—. A ver, ¿no te dije que te olvidaras?
—Pero si yo no…, si yo sólo… si yo lo único que quería era hablar.
—¿Sí? Pues mira, ahí fuera tienes al secretario. Parece un tío estupendo y seguro que tiene muchísimas ganas de conversación. Y no me pongas esa cara, si no te apetece le dices que no y te marchas sola, pero conmigo no cuentes.
Y sale del vestidor francamente enfadada porque manda leches la niña, siempre se tiene que encaprichar del más imbécil, siempre, y luego Lola y yo a soportar las falsas lágrimas y las promesas de no mirara ningún varón más.
—¿No se va tu compañera? —le pregunta el secretario nada más verla.
—Todavía no, me ha dicho que la esperes. Por cierto, se llama Laura —y tras una pausa añade—, pero le encanta que la llamen Zafrilla.
Que se joda, se lo merece, no me da pena, piensa Clara mientras se mete en su coche al imaginársela intentando zafarse del pobre del juzgado que, empeñado en llamarla por su apellido, se le estará haciendo odioso. Que aprenda. Y tras colocar la caja llena de pruebas en el asiento del copiloto pone en marcha el coche, conecta la radio y se dispone a salir, por fin, hacia su casa, llegar y olvidarlo todo, un día tan largo, abandonarse en el sofá al paso del tiempo, que acabe lo que queda de hoy y ya veré qué hacer con mi vida y mis secretos. Como decía Escarlata, ya lo pensaré mañana, y mientras a descansar, a esperar a Ramón y ya veremos qué le digo o qué me callo, pero olvidarlo hoy al menos, estar relajados como si fuera un día cualquiera, un día normal en el que no ha pasado nada, en el que todo es tan trivial o cotidiano como siempre debería serlo.
Sin embargo al incorporarse al tráfico un impulso repentino le hace girar el volante en dirección contraria a la calle prevista porque mejor voy primero a comisaría y dejo esto, no vaya a ser que se pierda algo y luego me coma el marrón, sólo faltaba que ahora la cague con una tontería cualquiera, con las ganas que me tienen, con lo que le encantaría a París demostrar que estoy equivocada. Total, sólo son diez minutos: entrar, registrar las pruebas, salir corriendo y llegar a tiempo a casa, antes incluso de que lo haga él y la encuentre vacía y a ti qué más te da si tengo o no adónde ir a estas horas, simio retrasado, me tienes hasta los güevos. El que no tiene donde caerse muerto eres tú, mañana, tarde y noche en la puerta fichándome cada vez que paso, como si tuviera que darte cuentas de mi vida, y pasa y se dirige a su sitio sin reparar en si las demás mesas están ocupadas, y abandona con un golpe seco la caja y se deja caer sobre su silla desvencijada, casi rota a base de sentarse de golpe, y con el abrigo puesto apoya las manos en los mofletes, con la nube negra encima a punto de estallar en su azotea, y mira fijamente al teléfono resistiéndose a llamar a Ramón porque reconócelo, no tienes valor para volver, te come el pavor a abrir la puerta y encontrarlo tan tranquilo, ajeno a todo, y saber que tienes que contárselo tarde o temprano, que no puedes retrasarlo más, que los días pasan y el minutero galopa y ya no queda ni una semana para que me hagan la biopsia e imaginar qué pasará si me tienen que operar, cuándo se lo diré, ¿el día antes?, no, claro, y todo por evitar que se preocupe cuando lo que ocurrirá, como siempre, es que me mirará fijamente con esos ojos de perro herido y me preguntará ¿desde cuándo lo sabes?, y no podré mentirle. Mira, mi vida, es mañana y no te lo he dicho por no alarmarte, por no ver cómo te mortificabas, por evitarte la aprensión y el vacío y la espera y ahora ya no tendrá margen ni para la pena, sólo para enfadarse y recriminarme a gritos cómo has podido dormir a mi lado sin decirme nada, como si tal cosa, dejarme hablar de asuntos banales que no importan cuando eso te está consumiendo por dentro. Y cómo hacerle entender que estaba esperando el momento, un momento que nunca llega, para cogerle de la mano y mirarle de frente y decirle con calma lo que puede, lo que seguro va a pasar.