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Authors: Emile Zola

Yo Acuso (6 page)

BOOK: Yo Acuso
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¡Ah, ese primer caso es como una pesadilla para quien conoce sus verdaderos detalles!

El comandante Du Paty de Clam detiene a Dreyfus, lo incomunica. Corre a ver a Madame Dreyfus, la aterroriza, le dice que, si habla, su marido está perdido. Entretanto, el infeliz se mesa los cabellos, clama su inocencia. Y asi se procedió al sumario, como en una crónica del siglo XV, rodeado de misterio, en medio de la confusión de informes crueles, y basándose en una única acusación infantil, ese estúpido escrito que no sólo equivalía a una traición vulgar, sino que, además, era la más impúdica de las estafas, pues casi todos los célebres secretos que en él se revelaban carecían de valor. Mi insistencia se debe a que ése es el meollo de la cuestión, de donde saldrá más tarde el verdadero crimen, la espantosa falta de justicia que aqueja a Francia. Me gustaría dejar bien sentado de qué modo se llegó al error judicial, cómo nació de las maquinaciones del comandante Du Paty de Clam, de qué manera el general Mercier y los generales De Boisdeffre y Gonse pudieron dejar que poco a poco los enredaran y comprometieran sus responsabilidades en ese error, error que más adelante se sintieron obligados a imponer como la sacrosanta verdad, que no admite discusión. Asi pues, al principio, no hay más que incuria y falta de inteligencia por parte de esos hombres. A lo sumo, se les ve ceder a las pasiones religiosas del ambiente y a los prejuicios del corporativismo. Ellos permitieron que se cometiera el disparate. Ya tenemos a Dreyfus ante el consejo de guerra. Se exigió que fuera a puerta cerrada. No se tomarían medidas de silencio y de misterio más rigurosas para un traidor que hubiese abierto la frontera al enemigo para dejar al emperador alemán el paso libre hasta Notre Dame. La nación se halla estupefacta, la gente susurra hechos terribles, traiciones monstruosas, de esas que indignan a la Historia; y, por supuesto, la nación se inclina. Ningún castigo será lo bastante severo, la nación aplaudirá la degradación pública, exigirá que el culpable, devorado por los remordimientos, permanezca en su infamante islote. ¿Serán verdad esas cosas inconfesables y peligrosas, capaces de hacer arder a Europa, que hubo que ocultar cuidadosamente tras ese juicio a puerta cerrada? ¡No!

Detrás no hubo nada salvo la imaginación novelesca y demencial del comandante Du Paty de Clam. Todo ese enredo no tuvo otro fin que el de ocultar la novela fo lletinesca más absurda. Para comprobarlo, basta con estudiar atentamente el acta de acusación, leída ante el consejo de guerra.

En el acta de acusación no había nada. Que hayan podido condenar a un hombre basándose en esa acta es un prodigio de iniquidad. Dudo que la gente honrada pueda leerla sin que su corazón salte de indignación ni proteste a gritos al pensar en aquella desmesurada expiación, a11á, en la isla del Diablo. Dreyfus sabe varios idio mas, crimen; no encontraron en su casa ningún documento comprometedor, crimen; visita en ocasiones su país de origen, crimen; es trabajador, se preocupa por enterarse de todo, crimen; no pierde la calma, crimen; pierde la calma, crimen. ¡Y esa redacción llena de ingenuidades, esos vacuos asertos formales! Nos habían hablado de catorce cargos acusatorios: no encontramos más que uno, el del escrito; nos enteramos incluso de que los expertos no estaban de acuerdo, de que uno, Monsieur Gobert, fue amonestado de manera terminante porque no se decidía a sacar conclusiones en el sentido deseado. Se comentaba también que habían acudido veintitrés oficiales para hundir a Dreyfus con sus testimonios. Desconocemos los interrogatorios, pero parece seguro que no todos decla raron en contra; conviene mencionar además que todos pertenecían al Ministerio de la Gue rra. Es un proceso en familia, están como en casa. No hay que olvidarlo: el Estado Mayor quiso el juicio, juzgó a Dreyfus y acaba de juzgarlo por segunda vez. Por lo tanto, sólo quedaba el escrito, y los expertos no se pusieron de acuerdo. Cuentan que, en la sala de deliberación, los jueces, naturalmente, se disponían a absolver. ¡Qué fácil es comprender ahora la desesperada obstinación con la que hoy, para justificar la condena, se afirma la existencia de una prueba secreta, abrumadora, una prueba que no se puede enseñar, que lo legitima todo, ante la que hemos de inclinarnos, Dios invisible a incognoscible! ¡Niego esa prueba, la niego con todas mis fuerzas! Una prueba ridícula, sí, tal vez la prueba donde se ha bla de mujerzuelas y que alude a un tal D. que se ha vuelto demasiado exigente: sin duda algún marido que opina que no pagan lo suficiente a su mujer. ¡Pero no una prueba que afecte a la defensa nacional, que no se podría revelar sin que al día siguiente se declarara la guerra! ¡No y no! ¡Mentira! Y lo más odioso, lo más cínico, es que mienten impunemente sin que nadie pueda demostrárselo. Alborotan a Francia, se amparan en la legítima emoción de ésta, acallan las bocas tras turbar los corazones y pervertir las mentes. No conozco mayor delito cívico. Éstos son, señor presidente, los hechos que explican cómo pudo cometerse un error judicial; y las pruebas morales, la situación económica de Dreyfus, la ausencia de motivos, su continuo grito de inocencia, acaban por mostrárnoslo como una víctima de la extraordinaria imaginación del comandante Du Paty de Clam, del ambiente clerical que lo rodeaba, de esa caza a los «cochinos judíos» que deshonra nuestros tiempos.

Llegamos ya al caso Esterhazy. Han trans currido tres años, muchas conciencias siguen profundamente turbadas, se inquietan, buscan y acaban por convencerse de la inocencia de Dreyfus.

No voy a narrar la trayectoria de dudas y posterior convicción de Monsieur ScheurerKestner. Sin embargo, mientras él investigaba por su lado, graves hechos ocurrían en el propio Estado Mayor. Había muerto el coronel Sandherr, y el teniente coronel Picquart le había sucedido como jefe del Bureau de Renseignements. Un día, hallándose éste en funciones, cayó en sus manos una carta-telegrama enviada al comandante Esterhazy por un agente de una potencia extranjera. Su estricto deber era abrir una investigación. Lo cierto es que nunca obró al margen de la voluntad de sus superiores. Confió, pues, sus sospechas a éstos, al general Gonse, al general De Boisdeffre y, por fin, al general Billot, quien había sucedido al general Mercier como ministro de la Guerra. El famoso expediente Picquart, del que tanto se ha hablado, nunca ha sido más que el expediente Billot, o sea, un expediente realizado por un subordinado para su ministro, expediente que aún debe de hallarse en el Ministerio de la Guerra. Las pesquisas se prolongaron de mayo a septiembre de 1896, y lo que hay que afirmar en voz alta es que el general Gonse estaba convencido de la culpabilidad de Esterhazy y que ni el general De Boisdeffre ni el general Billot ponían en duda que el escrito fuera de puño y letra de Esterhazy. La investigación del teniente coronel Picquart había llevado a esa evidente constatación. Pero se produjo una enorme conmoción, ya que la condena de Esterhazy acarrearía inevitablemente la revisión del caso Dreyfus; y el Estado Mayor no quería eso a ningún precio.

Debió de darse entonces un minuto psicológico lleno de angustia. Observe que el general Billot no estaba en absoluto comprometido, acababa de llegar, podía establecer la verdad. No se atrevió, sin duda por miedo a la opinión pública y por temor a implicar a todo el Estado Mayor, al general De Boisdeffre, al general Gonse, sin contar a los subordinados. Después, no hubo más que un minuto de lucha entre su conciencia y lo que creyó que era el interés militar. Pasó el minuto y fue ya demasiado tarde. Se había comprometido, se había embarcado. Desde entonces su responsabilidad no ha hecho más que aumentar, cargo con el delito de los demás, se ha vuelto tan culpable como los otros, más culpable aún, pues fue dueño de hacer justicia y no hizo nada. ¿No lo entiende usted?

¡Hace ya un año que el general Billot, que los generales De Boisdeffre y Gonse saben que Dreyfus es inocente y han guardado para sí esa cosa atroz! ¡Y esa gente duerme y quiere a su mujer y a sus hijos!

El teniente coronel Picquart había cumplido con su deber como hombre honrado que era. Insistió ante sus superiores en nombre de la justicia. Hasta les suplicó, les dijo cuán poco políticos eran sus aplazamientos, previó la terrible tormenta que se avecinaba y que estallaría cuando se supiera la verdad. El mismo lenguaje utilizó después Monsieur Scheurer-Kestner delante del general Billot cuando le exhortó a que, por patriotismo, se encargara personalmente del caso, a que no lo dejara agravarse hasta el punto de degenerar en un desastre público. ¡No! El crimen se había cometido, el Estado Mayor no podía ya confesar su delito. Trasladaron al teniente coronel Picqua rt, fueron alejándolo cada vez más, hasta Túnez, donde un día incluso quisieron honrar su valentía encomendándole una misión en el lugar en que halló la muerte el marqués de Mores, misión que seguramente hubiera acabado con él. ¿Cómo creer que hubiera caído en desgracia si el general Gonse mantenía con él una correspondencia amistosa? Ciertamente, hay secretos que más vale no haber descubierto. En Paris, la verdad avanzaba, irresistible, y ya sabemos de qué modo estalló la esperada tormenta. Monsieur Mathieu Dreyfus denunció al comandante Esterhazy, acusándolo de ser el autor verdadero del escrito, en el momento en que Monsieur Scheurer-Kestner se disponía a entregar al ministro de justicia una petición de revision del proceso. Entra entonces en escena el comandante Esterhazy. Algunos testigos lo presentan al principio trastornado y dispuesto a suicidarse o a huir. Después, súbitamente, se vuelve audaz y asombra a París por su violenta actitud. Era evidente que le habían llegado apoyos; ha bía recib ido una carta anónima que le advertia de las intrigas de sus enemigos a incluso una noche una misteriosa dama se molestó en devolverle una prueba, robada al Estado Mayor, que lograría salvarle. No puedo evitar ver tras todo esto al teniente coronel Du Paty de Clam, pues conozco las artimañas de su fértil imaginación. Su obra, la culpabilidad de Dreyfus, se hallaba en peligro y seguramente quiso defenderla. ¿Re visión del caso? ¡Seria el hundimiento del trágico y extravagante folletin cuyo abominable desenlace se desarrolla en la isla del Diablo! ¡Y él no podía consentir eso! A partir de ese instante tendrá lugar un duelo entre el teniente coronel Picquart y el teniente coronel Du Paty de Clam, uno a rostro descubierto, el otro enmascarado. Volveremos a encontrárnoslos poco después ante la justicia civil. En el fondo, el Estado Mayor sigue defendiéndose, se niega a confesar su delito, cuya abominación crece por momentos. La gente se preguntaba estupefacta quiénes protegían al comandante Esterhazy. El primer protector, en la sombra, era el teniente coronel Du Paty de Clam, quien lo maquinó y lo orga nizó todo. Su actuación se delata por lo absurdo de sus recursos. Después está el general De Bois deffre, el general Gonse y el mismo general Billot, que se ven obligados a absolver al comandante, ya que no pueden dejar que se reconozca la inocencia de Dreyfus sin que todo el Ministerio de la Guerra se hunda en el desprecio público. Y lo más gordo de esa prodigiosa situa ción es que la única persona honesta en todo eso, el teniente coronel Picquart, el único que cumplió con su deber, acabará convirtiéndose en una victima y sobre él caerán la befa y el castigo.

¡Oh, justicia, qué horrible desaliento nos invade el alma! Se atreverán a decir que él es el falsario, el que ha creado la carta-telegrama para culpar a Esterhazy. Pero ¡santo cielo!

¿Por qué? ¿Con qué objeto? Déme usted un motivo. ¿O es que el teniente coronel Picquart también está pagado por los judíos? Lo bueno del caso es que precisamente era antisemita. ¡Sí! Asistimos a un infame espectáculo, hombres cubiertos de deudas y crímenes que ven proclamada su inocencia mientras se destruye el honor mismo, se destruye a un hombre sin mácula. Cuando una sociedad llega a esos extremos, entra en descomposición.

Éste es, señor presidente, el caso Esterhazy: un culpable que convenía declarar inocente. Desde hace casi dos meses, podemos seguir hora a hora esa hermosa labor. Abrevio, porque aquí sólo se trata de resumir la historia cuyas páginas, unas páginas que queman las manos, se escribirán algún día en toda su extension. Vimos, pues, cómo el general De Pellieux, y después el comandante Ravary, dirigían una investigación perversa de la que los sinvergüenzas salían transfigurados, y los honrados, mancillados. Luego se convocó el consejo de guerra.

¿Quién podía esperar que un consejo de gue rra deshiciera lo que otro consejo de guerra había hecho?

Ya no me refiero siquiera a la elección de los jueces. La idea superior de disciplina que llevan en la sangre esos soldados, ¿no basta para invalidar su capacidad de equidad?

Quien dice disciplina dice obediencia. Después de que el ministro de la Guerra, el gran jefe, estableciera públicamente, entre aclamaciones de los representantes de la nación, la autoridad de lo ya juzgado, ¿cómo queréis que un consejo de guerra lo desmienta rotundamente? Desde un punto de vista jerárquico, resulta imposible. El general Billot sugestionó a los jueces con su declaración, y éstos juzgaron como si tuvieran que tirarse al fuego, sin razonar. La opinion preconcebida que alegaron desde sus sitiales fue, evidentemente, la siguiente: «Dreyfus fue condenado por delito de traición por un consejo de guerra, por lo tanto es culpable; y nosotros, un consejo de guerra, no podemos declararlo inocente; sabemos, pues, que reconocer la culpabilidad de Esterhazy sería proclamar la inocencia de Dreyfus». Nadie podía quitarles esa idea de la cabeza. Pronunciaron una sentencia inicua, que pesará para siempre sobre nuestros consejos de guerra y que desde ahora volverá sospechosa cualquier decision que se tome. Si el primer consejo de guerra pudo pecar por falta de inteligencia, el segundo es, por fuerza, criminal. Su excusa, lo repito, reside en que el jefe supremo había declarado que lo juzgado era inatacable, sacrosanto y superior a los hombres, de modo que unos subordinados no pudieran decir lo contrario. Nos hablan del honor del ejército, quieren que lo amemos, que lo respetemos. ¡Ah, el ejército que se alzaría a la primera amenaza, que defe ndería el suelo francés, ese ejército es todo el pueblo y por ese ejército, sí, no sentimos más que afecto y respeto! Pero no es ése el ejército cuya dignidad deseamos en nuestro afán de justicia. Se trata del sable, el amo que quizá nos den mañana. Y besar con unción la empuñadura del sable-Dios, ¡eso no!

Por otra parte, lo he demostrado: el caso Dreyfus era el caso de los servicios del Ministerio de la Guerra; un oficial del Estado Mayor, denunciado por sus compañeros de Estado Mayor, condenado bajo la presión de los jefes del Estado Mayor. Una vez más, no pueden decla rarlo inocente sin culpar a todo el Estado Mayor. Por eso, los servicios del Ministerio, me diante todos los recursos imaginables, campañas de prensa, comunicados, influencias, apoyaron a Esterhazy para perder por segunda vez a Dreyfus. ¡Qué limpieza debiera hacer el Gobierno republicano en esa jesuitera, como la llama el mismo general Billot! ¿Dónde está el gabinete auténticamente fuerte y de prudente patriotismo que se atreva a refundirlo y a renovarlo todo? ¡Conozco a tanta gente que, ante la posibilidad de una guerra, tiembla acongojada al saber en qué manos se halla la defensa nacional! ¡Y en qué nido de ruines intrigas, de comadreos y dilapidaciones se ha convertido ese asilo sagrado donde se decide la suerte de la patria! ¡Da pánico enfrentarse a la terrible luz que acaba de provocar el caso Dreyfus, ese sacriñcio humano de un infeliz, de un «cochino judio»! ¡Ah!, cuánta agitación de necios y dementes, cuántas imaginaciones desbordadas, prácticas de policía barata, de inquisición y tiranía, el capricho de unos cuantos con galones que aplastan con sus botas a la nación, haciéndole tragar su grito de verdad y de justicia bajo el falaz y sacrílego pretexto de la razón de Estado. También es un crimen haberse apoyado en la prensa inmunda, haberse dejado defender por toda la chusma de Paris, que triunfa, insolente, al venirse abajo el derecho y la simple honestidad. Es un crimen haber acusado de perturbar a Francia a quienes la desean generosa, a la cabeza de las naciones libres y justas, cuando precisamente en su interior se urde el impúdico complot para imponer el error ante el mundo entero. Es un crimen desorientar a la opinion pública, utilizar para una campaña mortal a esa opinion pública que han pervertido hasta lograr que delirara. Es un crimen envenenar a los pequeños y a los humildes, enardecer las pasiones reaccio narias a intolerantes que se ocultan tras ese odioso antisemitismo que provocará la muerte de la gran Francia liberal de los derechos del hombre, si antes no la curan. Es un crimen explotar el patriotismo para fomentar el odio y, en fin, es un crimen hacer del sable el Dios moderno cuando toda la ciencia humana trabaja para la obra ve nidera de verdad y justicia.

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