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Authors: Emile Zola

Yo Acuso (8 page)

BOOK: Yo Acuso
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Pues bien, señores, se equivocarían de todas todas. Háganme el honor de creer que no estoy aquí para defender mi libertad. Si me condenan, no lograrán más que engrandecerme. Quien sufre por la verdad y la justicia, pasa a ser augusto y sagrado. Mírenme, señores, ¿tengo cara de vendido, de embustero y de traidor? ¿Por qué, pues, actuaría como lo hago? No me mueve la ambición política ni la pasión de un sectario. Soy un escritor libre que ha dedicado su vida al trabajo, que mañana se reintegrará a su condición y que proseguirá la tarea interrumpida. ¡Y qué necios son los que me llaman «el Italiano», a mí, nacido de madre francesa, educado por abuelos de La Beauce, campesinos de esa recia tierra, a mí, que perdí a mi padre a los siete años, que no fui a Italia hasta la edad de cincuenta y cuatro años y sólo con objeto de documentarme para un libro. Ello no impide que me sienta muy orgulloso de que mi padre fuera oriundo de Venecia, esa resplandeciente ciudad cuya antigua gloria permanece aún en todos los recuerdos. Y aun así, si no fuera francés, ¿acaso los cuarenta volúmenes en lengua francesa, de los que corren millones de ejemplares por el mundo entero, no bastan para hacer de mí un francés, útil a la glo ria de Francia?

Por lo tanto, no me defiendo. Pero ¡qué error cometerían si creyeran que, al condenarme, restablecerían el orden en nuestro infortunado país! ¿No comprenden ahora que el país muere de la oscuridad en que se empeñan en sumirlo, del equívoco en que agoniza? Los errores de los go bernantes se amontonan sobre otros errores, las mentiras traen nuevas mentiras, de modo que el cúmulo llega a ser espantoso. Se ha cometido un error judicial y desde entonces, para disimularlo, no ha habido más remedio que cometer cada día un nuevo atentado contra la sensatez y la equidad. La condena de un inocente conllevó la absolución de un culpable; y hoy les piden que me condenen a mí porque grité mi angustia al ver que la patria se encaminaba hacia un destino atroz. ¡Pues condénenme!, pero sera un error más, otro más, un error con cuyo peso cargarán ustedes en la historia futura. Mi condena, en lugar de traer la paz que desean, que deseamos todos, no sera más que una nueva semilla de pasión y desorden. El vaso está colme, se lo aseguro, no hagan que se desborde.

¿Cómo no son ustedes plenamente cons cientes de la terrible crisis por la que atraviesa el país? Algunos dicen que somos los autores del escándalo, que los amantes de la verdad y de la justicia son quienes perturban la nación, quienes provocan los alborotos. Decir eso equivale a burlarse de la gente. ¿Acaso no está informado el general Billot, por no citar a otros, desde hace ya dieciocho meses? ¿Acaso no le instó el coronel Picquart a que se ocupara personalmente de la revision si no quería que estallara la tormenta y se trastornara todo? ¿No le suplicó Monsieur Scheurer-Kestner, con lágrimas en los ojos, que pensara en Francia, que evitara tamaña catástrofe? ¡No! Nuestro deseo fue dar facilidades, quitarle hierro al asunto, y, si el país está angus tiado, el responsable es el poder, que, en su afán por ocultar a los culpables y movido por intereses politicos, se negó a todo creyendo que tendría bastante fuerza para impedir que se hiciera la luz. Desde aquel día, se ha limitado a manio brar en la sombra, a favor de las tinieblas, y él, solo él, es responsable del violento malestar en que se sumen las conciencias.

¡Ah, señores, qué pequeño se nos antoja el caso Dreyfus en estos momentos, qué perdido y qué lejano con respecto a los aterradores proble mas que ha suscitado! Ya no hay caso Dreyfus, ahora solo se trata de saber si Francia sigue siendo la Francia de los derechos del hombre, la que dio la libertad al mundo, la que debía darle la justicia.

¿Somos aún el pueblo más noble, más fraternal, más generoso? ¿Conservamos en Europa nuestro renombre de equidad y humanidad? Además, ¿no son precisamente nuestras conquistas las que ahora están en tela de juicio? Abran los ojos y comprendan de una vez que, para que Francia se halle en tal confusion, ha de sentirse sublevada en lo más hondo de su alma y alarmada a la vista de un temible peligro. Un pueblo no se desquicia de ese modo sin que su vida moral se vea amenazada. El momento reviste excepcional gravedad, y está sobre el tapete la salvación del país.

Y cuando hayan entendido esto, señores, comprenderán que solo existe una solución posible: decir la verdad, impartir justicia. Todo aquello que retrase la llegada de la luz, todo lo que añada tinieblas a las tinieblas, no hará sino prolongar la crisis. La misión de los buenos ciudadanos, de los que sienten el imperativo de acabar de una vez, consiste en exigir la plena luz. Empezamos a ser muchos los que así lo creemos. Los hombres de letras y de ciencia, los filósofos, se alzan por todas partes en nombre de la inteligencia y de la razón. Y ya no hablo del extrarjero, del temblor que ha sacudido a toda Europa. Sin embargo, el extranjero no tiene por qué ser el enemigo. No hablemos de aquellos que mañana puedan ser nuestros adversarios. Pero Rusia nuestra gran aliada, la pequeña y generosa Holanda, todos los simpáticos pueblos del Norte esas tierras de lengua francesa, Suiza y Bélgica ¿por qué tendrán hoy el corazón oprimido, desbordante de fraternal sufrimiento? ¿Sueñan ustedes con una Francia aislada del mundo? ¿Quieren que, al cruzar la frontera, ya nadie les sonra ípor su legendaria fama de equidad y humanidad?

¡Qué desgracia, señores! Tal vez ustedes, como tantos otros, estén esperando la chispa provocadora, la prueba de la inocencia de Dreyfus, que caería del cielo como un trueno. La verdad no suele revelarse así, exige investigación e inteligencia. Y sabemos muy bien dónde está la prueba de esa verdad. Pero sólo la recordamos en la intimidad, y nuestra angus tia por la patria nos hace temer que quizás algún día, tras haber comprometido el honor del ejército con una mentira, recibamos la violenta respuesta a esa prueba. También quiero declarar abiertamente que, si bien mencionamos anteriormente como testigos a algunos miembros de las embajadas, nuestra primera y firme intención no fue la de citarlos para que declararan. Hubo quien se sonrió ante nuestra audacia. Pero no creo que en el Ministerio de Asuntos Exteriores se hayan sonreido, porque a11í debieron de entender. Nos hemos limitado a querer decir a los que saben la verdad que nosotros también la sabemos. Esa verdad corre por las embajadas, y mañana todos la conocerán. Ahora nos es imposible ir a bus carla donde está, protegida como se halla por formalidades insuperables. El Gobierno, que nada ignora, el Gobierno que, igual que nosotros, cree firmemente en la inocencia de Dreyfus, podrá, cuando lo desee y sin ningún riesgo, requerir a los testigos que por fin aporten la luz. Dreyfus es inocente, lo juro. Respondo con mi vida, respondo con mi honor. En esta hora solemne, ante este tribunal que representa a la justicia humana, ante ustedes, señores del jurado, que son la esencia misma de la nación, ante toda Francia, ante el mundo entero, juro que Dreyfus es inocente. Por mis cuarenta años de trabajo, por la autoridad que esa labor pueda haberme dado, juro que Dreyfus es inocente. Y por todo lo que conquisté, por la fama que me labré, por mis obras, que ayudaron a la difusion de las letras francesas, juro que Dreyfus es inocente. ¡Que todo se desmorone, que desaparezcan mis obras, si Dreyfus no es inocente! Dreyfus es inocente.

Todo parece confabularse contra mí: las dos Cámaras, el poder civil, el poder militar, los periódicos de gran tirada, la opinión pública, a la que han envenenado. Sólo me queda la idea, un ideal de verdad y de justicia. Y me siento muy tranquilo; venceré. No quería que mi país siguiera viviendo en la mentira y en la injusticia. Podrán ustedes condenarme aquí mismo. Algún día, Francia me dará las gracias por haberla ayudado a salvar su honor.

Carta a Monsieur Brisson, presidente del Consejo de Ministros

Esta carta vio la luz en L'Aurore , el 16 de julio de 1898.

Habían ocurrido muchas cosas que resumiré rápidamente. El 2 de abril, el Tribunal Supremo, ante quien yo había recurrido, anuló la sentencia declarando que el caso competía a un consejo de guerra y no al ministro de la Guerra. Ese consejo de guerra, reunido el día 8, decidió que procedería contra mí y propuso además que se eliminara mi nombre de las planas de la Legion de Honor. La nueva citación, que se realizó el 11 de abril, sólo recogía tres líneas de mi «Carta a Monsieur Félix Faure, presidente de la República». El 23 de mayo, por to tanto, volvió el proceso a la Audiencia de Versalles. Pero como mi abogado, Labori, recusó la competencia del tribunal y éste se declarócompetente, recurrimos al Supremo, circunstancia que paralizó las sesiones. Por fin, el 16 de junio, al rechazar nuestro recurso el Tribunal Supremo, tuvimos que volver a la Audiencia de Versalles, el 18 de julio. Por otra parte, el 15 de junio cayó el gabinete Méline y, el 28, le sucedía el gabinete Brisson.

El 9 de julio, los tres expertos, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, consiguieron que se me condenara a dos meses de cárcel con sobreseimiento, y a pagar una multa de dos mil francos y una indemnización de cinco mil francos a cada experto.

Monsieur Brisson,

encarnaba usted la virtud republicana, era el preclaro simbolo de la honestidad civica. Y, de súbito, tropieza usted en el monstruoso caso. Al instante quedó despojado de su soberanía moral; ya no es sino un hombre capaz de cometer errores y comprometido. [...]

Le creía más listo, Monsieur Brisson; pensé que comprendería usted, como yo lo comprendo, que ningún gabinete podría vivir mientras no se cerrara legalmente el caso Dreyfus. Hay algo enfermo en Francia, y no volveremos a la vida normal hasta que se haya curado la enfermedad. Añado que el gabinete que se encargue de la revisión sera el gran gabinete, el Salvador, el que se impondrá y vivirá.

Por lo tanto, usted se suicidó el primer dia, al creer que podía cimentar sólidamente su poder y por mucho tiempo. Y lo peor es que dentro de poco, cuando caiga usted, su honor político se habrá perdido, pues sólo usted me interesa, y no sus subordinados, el ministro de la Guerra y el ministro de justicia, pues éstos dependen de usted.

¡Lamentable espectáculo, una virtud que se extingue, el fracaso de un hombre en quien la República había puesto su ilusión, convencida de que éste jamás traicionaría la causa de la justicia! En cambio, desde que dirije usted la na ción, ha dejado que le asesinen a la justicia ante sus mismas narices. Ha matado usted el ideal. Es un crimen. Y todo se paga; sera usted castigado.

¡Vamos, Monsieur Brisson! ¡Acaba usted de permitir que se realice una investigación que no es sino una farsa ridícula! [...]

¡Y ya ve qué míseros resultados! ¿Cómo? ¿No encontró nada más? Si no aporta más que eso, con las rabiosas ganas que tiene usted de vencernos, significa que, en efecto, sólo hay eso, que ya no sabe dónde buscar. Pero nosotros conocíamos ya sus tres pruebas; conocíamos sobre todo la que fue presentada ante el tribunal con tanta vehemencia, y es un falsiñcación tan impúdica, tan grosera, que sólo puede convencer a unos incautos. Cuando pienso que acudió un general a leer seriamente esta monumental mistificación ante un jurado, que un ministro de la Guerra la leyó otra vez ante unos diputados, y que unos diputados la mandaron publicar en todos los municipios de Francia, me quedo viendo visiones. Creo que es lo más estúpido que se inscribirá nunca en las páginas de la Historia. Realmente me pregunto qué estado de aberración mental puede provocar el apasionamiento en algunas personas, no más estúpidas que otras, para que concedan el menor crédito a una prueba que tiene todo el aspecto de ser el desafío de un falsario que pretende burlarse de la gente. [...]

Puedo asegurarle que está dejando en ridículo a nuestro Gobierno. Me han contado que, el pasado jueves, la tribuna diplomática estaba vacía. No me extraña. Ningún diplomático hubiera podido reprimir una carcajada durante la lectura de las tres célebres pruebas. Y no crea que Alemania, nuestra enemiga, es la única que se lo está pasando en grande. Rusia, nuestra gran aliada, muy al corriente del caso, bien informada y firmemente convencida de la inocencia de Dreyfus, podría ayudarnos diciéndole qué piensa Europa de nosotros. Quizás a ella, a la amiga soberana, le haga usted caso. ¡Coméntelo, pues, con su ministro de Asuntos Exteriores!

[...] ¡Las confesiones de Dreyfus, santo cielo! ¿De modo que ignora usted toda esta trágica historia? ¿No conoce el relato auténtico de su detención, de su degradación? ¿Y no ha leído tampoco sus cartas? Son admirables. No conozco páginas más nobles, más elocuentes. Respiran sublimidad en el dolor, y quedarán para la posteridad como un monumento imperecedero, cuando nuestras obras, las obras de los escritores, hayan tal vez caído en el olvido; porque son el sollozo mismo, late en ellas todo el sufrimiento humano. El hombre que ha escrito esas cartas no puede ser culpable. Léalas, Monsieur Brisson, léalas una noche con los suyos, junto al hogar. Se le llenarán los ojos de lágrimas. [...]

Además, se ha aliado usted con la prensa inmunda. Al igual que ella, siguiendo sus pasos, envenena a la nación con mentiras. Recubre las paredes de las calles de falsedades y cuentos estúpidos, como si quisiera agravar aún más la desastrosa crisis moral que atravesamos. ¡Ah, pobre pequeño pueblo de Francia, qué espléndidas cla ses de educación cívica lo están impartiendo, a ti, que tanta falta te haría hoy, para tu salvación futura, una buena lección de verdad!

En suma, Monsieur Brisson, ya que estamos aquí, conversando tranquilamente, creo mi deber advertirle que espero, con viva curiosidad, ver cómo entiende usted la libertad inpidual y el respeto a la justicia, el lunes que viene, en el juicio de Versalles. [...]

Allá, es usted dueño y señor, ninguno de sus ministros podrá intervenir, ya que, además de presidente del Consejo, es usted ministro del Interior, y responde de la tranquilidad de la calle. Así pues, sabremos en qué condiciones estima que debe acudir un acusado ante la justicia, y si es admisible que se le insulte y se le amenace, y si tan bárbaro espectáculo no supone un inmenso deshonor para Francia. Estoy convencido de que mis amigos y yo no nos hemos visto nunca expuestos a un serio peligro. Pero ¡tanto da! Como es menester preverlo todo, declaro de antemano, Monsieur Brisson, que si nos asesinan el lunes, sera usted el asesino.

Para terminar, deje que me asombre otra vez al ver lo mezquinos que son todos ustedes. Comprendo que no haya entre ustedes nadie orgulloso, apasionado y enamorado de un ideal, que entregue su fortuna y su vida por el único placer de ser justo y que esté dispuesto a comprometerse a fin de que reluzca la verdad. Sin embargo, hombres ambiciosos sí los hay; es más, yo diría que sólo hay hombres ambiciosos. Entonces, ¿cómo es posible que de esta horda no surja al menos un ambicioso inteligente y despierto, audaz y fuerte, uno de esos ambiciosos de grandes miras, con una visión clara de las cosas, de manos largas, capaz de ver dónde se juega la verdadera partida y de jugarla valientemente?

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