Authors: Monica Lavin
Sacó la mantilla del bolso y se cubrió la cabeza. En juventud y mundo no podía competir con la condesa de Paredes. Se persignó a la entrada del templo y quiso ahuyentar la envidia y los celos, quiso que el entendimiento y el deseo de felicidad de la monja fuesen mayores a su congoja. Se hincó y ocultó la cara entre las manos. Entre rezos y penumbra, encontró una solución para su abatimiento, que le permitiera la monja leer algún poema fruto de esa amistad preciosa. Refugio le escribiría y Juana Inés tal vez compartiría un pedazo de su corazón iluminado.
María Luisa descendió de la estufa roja después de su marido, que ya le extendía la mano. Llevaban unos días en Palacio y aún no aireaban todos los baúles, ni citaba a sastres y costureras para las prendas que se confeccionarían con las sedas y los brocados que habían traído, cuando María Luisa insistió en que era preciso agradecer a la monja los honores de la recepción del arco. Tomás era un buen diplomático y un esposo tranquilo que no pensaba contrariar a su mujer. Tenía la habilidad de esconder sus disgustos y perezas, y María Luisa sabía que en materia religiosa tenía suficiente con su primo fray Payo y el cabildo de la iglesia, con quienes ya se había reunido.
—Suficiente para comprarme el cielo, María Luisa, para encima ir con las monjas que huelen a encierro.
Pero allí estaban frente al portón del convento de San Jerónimo, conducidos por la tornera y la abadesa que se apresuró a salirles al camino antes de que entraran al locutorio donde ya se preparaban chocolates y confites para la recepción. Sor Juana Inés de la Cruz y la propia abadesa habían sido avisadas de tan ilustre visita porque María Luisa no quería irrumpir por sorpresa en la vida del convento. Quería, en el fondo, que ese encuentro tuviera para la monja la misma expectativa ceremoniosa que para ella. Mientras cruzaba el patio del convento del brazo de su marido, la arquería de la planta alta y el entorno de piedra le imponían. No que en su tierra no hubiera algo parecido, pero algo había en los cielos azules que se recortaban sobre los patios que los hacían más dulces y blandos. Ya la habían puesto al tanto de que Juana Inés había sido favorita de la virreina Leonor Carreto; por eso le resultó extraño que hubiera escogido el encierro por destino. Cuando entraron al locutorio, la asaltaron los olores acanelados del chocolate. Sonrió. El olor a canela era tan exótico. Y la voz de la monja la tomó por sorpresa.
—Bienvenidos, excelencias.
Su rostro de porcelana, enmarcado por aquella toca, resultaba nítido y contundente. María Luisa se sorprendió, le pareció que la monja y ella tenían la misma edad aunque la había sospechado mayor. Sus manos delicadas se perdieron en las de ella. Las lisonjas para una y para el otro fueron elegantes y precisas. La monja tomó primero la palabra para insistir en el honor que le hacían con su visita y en los mejores deseos para el gobierno que estrenaban. María Luisa alabó su trabajo en el Neptuno alegórico y quiso leer más de la pluma de la religiosa. Eso le dijo cuando estuvieron sentados todos, con la priora y esa muchacha negra a la espalda de la hermana que iba y venía con los confites.
—Yemas y buñuelos, preparados en la cocina del convento —presumió la monja.
Pero que no eran mano de ella, dijo; que sus funciones eran de tesorera en esos tiempos. Y la mirada oscura de la monja, como aquella piedra de volcán cristalizada en la que había mandado tallar sus figuras un rico mercader, le pareció digna de altas conversaciones, de sutilezas y devaneos como las que pocas personas de las que usualmente la rodeaban podían ofrecerle. A María Luisa le gustaba la inteligencia; por eso se había granjeado la amistad de Felipe IV, por eso se escribían cartas donde la elocuencia del mandatario la deslumbraba y la invitaba a lucir la propia. Entonces la jerónima, como si anduviera escudriñando sus pensamientos, contó que había escrito un soneto a la muerte de Felipe IV, estando todavía en Palacio. Y María Luisa demandó verlo.
—Se lo haré llegar, condesa de Paredes, pero es asunto de juventud —dijo sor Juana.
La abadesa señaló que aquel locutorio, que la casa del santo Jerónimo y la viuda Paula, eran su casa, que vinieran cuantas veces lo desearan, incluso si las labores de gobierno del virrey no le permitían la asiduidad, que la marquesa estuviese segura de encontrar amistad tras estas paredes. Mientras la virreina escuchaba, sus ojos miraban constantemente a la monja atrapada en un hábito intentando comprender por qué una mujer que le hablaba de Platón lo mismo que de Virgilio, y que luego citaba a Góngora y a Lope, tan novedosos, podía estar dedicada a la oración y al encierro. En tanto hablaba Juana Inés y soltaba algún giro gracioso, María Luisa le hurgaba los pedazos de piel visible. El atavío la confrontaba porque no podía pensarse encerrada en esas ropas sin colores, lisas y poco ceñidas al cuerpo, porque no imaginaba esconder el escote que paseaba en las recepciones de las cortes. Porque le daba por pensar que las artes que tanto disfrutaba, la música y la pintura, pero sobre todo la poesía, tenían que habitar un cuerpo adornado. No podían empacarse en oscuro contenido; necesitaban desbordarse como las folias y las zarabandas, como los altares dorados y los alcatraces puros y tenaces. En aquel locutorio, se fijó, el único adorno era el Cristo en la pared del fondo y la imagen de san Jerónimo con la barba cana.
Hablaron de teatro porque Tomás de la Cerda era un aficionado y tenía, les dijo, muchos planes para la vida del Coliseo. Y Juana Inés prometió invitarlos a las representaciones que se dieran en el convento, que eran, añadió la abadesa, para allegarse sostén, pues educaban a muchas niñas y atendían viudas y donadas. Las campanas repicaban y hasta ellos llegaba el murmullo de los hábitos y las pisadas que atravesaban hacia el templo.
—Es la nona —indicó la abadesa, y los virreyes se pusieron de pie dispuestos a partir. Esta vez la monja salió del locutorio con ellos y los condujo a la puerta. María Luisa no resistió preguntar a la monja cuál era su celda. Sor Juana señaló la esquina del sur.
—Por allí se miran los volcanes y yo nací en sus faldas —dio por respuesta.
María Luisa pensó en la blancura nevada que acompañaba a sor Juana en el amanecer. Pensó también que cuando se despertara ella misma iría de prisa a buscarlos por alguna ventana de Palacio. Sintió su alma inflamada de deseo por cultivar la amistad de sor Juana, por estar cerca de sus ojos y su inteligencia. Cuando el portón se cerró tras ellos y la vida de hábitos y repiques, de mujeres en encierro, quedó sellada, pensó en lo afortunada que era por haber conocido a la monja. La inteligencia y los conocimientos le brotaban a Juana Inés por la boca y por los ojos, por las manos que movía cuando hablaba, se lo dijo a Tomás excitada cuando ya avanzaba por la calzada rumbo a Palacio.
Tomás no dio importancia a tal alboroto, pero María Luisa veía los edificios de las calles, el azul del cielo rotundo y la catedral al fondo con una luz más insidiosa. Mañana mismo le enviaría un libro a la monja. Después buscaría la manera de charlar de nuevo con ella.
Pero Juana Inés se le adelantó. A primera hora de aquel encuentro, un propio hacía llegar a los virreyes un romance reiterando su bienvenida. El virrey no dio importancia a la renovada algarabía de su mujer y le cedió con facilidad la obligación cortesana de responder. A partir de ese día, y salvo en el cumpleaños de su marido o fechas especiales, los poemas fueron para ella.
Sor Cecilia aprovechó aquella visita del padre Núñez al convento para confesarse con él. Casi parecía una revancha ahora que se rumoraba que sor Juana lo había despedido como su confesor. Aquello había sido escandaloso; la priora quiso detenerla de tal decisión pues sabía de las relaciones del religioso con Palacio y porque el jesuita proveía a las jerónimas de novicias ricas, tan preocupado como estaba por tantas mujeres sueltas sin oficio ni beneficio. Pero nadie podía hacer nada frente a sor Juana y su decisión porque si Núñez de Miranda pesaba en Palacio también Juana Inés y quizás, eso lo reconocía sor Cecilia, más que el jesuita. La dedicación de la virreina a la monja era tal que no había poder que pudiera detener aquel carro de poemas que iban y venían, de visitas en el locutorio, de obsequios por el onomástico de la condesa de Paredes o por su embarazo a punto de dar descendencia al virrey, pastillas de chocolate, diademas, zapatos rellenos de dulces. Gracias a esas visitas que la madre Juana Inés recibía constantemente y no sólo de la virreina o del bachiller Sigüenza y Góngora, sino de otras personalidades y afectos de su vida pasada de los cuales nada hablaba, sor Cecilia había escuchado la conversación indebida. O debía afirmar y así comunicarlo al confesor, "debida", porque revelaba el proceder pagano que también cultivaba la monja tan predilecta de todos. Si por algo sor Juana podía dedicar tiempo a la escritura de una obra que se representaría en Palacio era porque gozaba de los favores de la priora, siempre dispuesta a dispensarla de las horas comunes, del bordado, que no de la administración, que por lo visto se le daba a esa monja de mil hados, preferida de Dios. Sor Cecilia manoteó para ahuyentar la envidia. Eso no debía admitirlo ante el padre; nadie es favorita del Señor, bien lo decían las enseñanzas, y en este matrimonio de tantas mujeres con un solo hombre todas debían la misma devoción y gozarían del mismo bondadoso amor. Pero que no le dijeran más que todas eran una y la misma porque ella había mostrado a la priora sus escritos, ella también tenía un don para la palabra y le gustaba el teatro, al que acostumbraba ir de niña con su padre, antes del encierro. Pero la priora posaba su mirada indiferente en aquellos folios, como si ella fuera una chiquilla que le muestra a su madre los esfuerzos y la otra palmea con ternura pero no cree que frente a sí tenga a una mujer de letras. Eso mismo había hecho tiempo atrás con un poema de Juana Inés que la priora leyó sin detenerse y dijo "muy bien", hasta que Cecilia le confesó que lo había tomado del escritorio de la monja enferma.
Todos estos pensamientos la asaltaban mientras esperaba su turno detrás de las otras hermanas, mirando esa procesión de tocas blancas, de batas oscuras. No tenía ganas de entretenerse sospechando los pecados ajenos; todas pecaban de pereza, de maledicencia, de gula, de avaricia; y ella, sor Cecilia Fernández Isáureri, pecaba de envidia. No comprendía por qué la envidia era pecado cuando detrás de ello estaba un acto injusto. Una preferencia insólita hacia otra monja sin casta, sin padre, bastarda. ¿Qué pesaba más, la injusticia o la envidia? Si la envidia de ella derivaba de un acto injusto, sería menos pecado. Le gustaría atreverse a decirle aquello al jesuita pero su voz, la contundencia de sus palabras, la atemorizaban siempre, aunque no le viera el rostro claramente, aunque resistiera el olor que despedían sus ropas gastadas, su aliento ácido. Si él tan sólo se dignara a leer sus escritos encontraría datos en la
Intriga del convento,
ése era el título de la obra con que pensaba ganarse el derecho a representarla en Palacio también, le interesarían sin duda los favores y los dispendios de los que gozaba la madre Juana que en vez de amar a Cristo por encima de sus estudios, de los sonetos que construía, era fervorosa con la virreina misma. ¿Acaso no les habían dicho que su vida entera era para servir al esposo? ¿Con quién se había casado Juana Inés? ¿Qué hacía en el convento sino aprovechar la conveniencia de no ser una mujer de un pobre hombre, de no ser esclava de las voluntades y los rigores de lo terreno, de lo que la alejara de su dedicación a los libros? Núñez lo sabía, si no por qué la madre Juana lo había despedido como confesor. A ella, ahora que la virreina era toda suya y los hombres inteligentes de la Nueva España la buscaban, le encargaban trabajos y le pagaban por ellos (por el Neptuno había recibido doscientos pesos). Hasta el propio obispo de Puebla la tenía en buena estima y alta admiración. Para qué le servían ahora las diligencias de Núñez, quien la trajo al convento, le pagó la fiesta y alentó a Pedro Velásquez de la Cadena para que destinara la dote que le permitiría tener celda, criadas y libros a su antojo.
Arrastrada por la turbulencia de sus pensamientos, sor Cecilia no había reparado que sólo mediaban dos hermanas entre ella y el padre. Su corazón retumbó como cuando de niña se acercaba a la habitación de sus padres, turbada por sus pesadillas, y en la puerta la detenían los ronquidos de su padre que en lugar de aliviarla la atemorizaban más. Tocó el medallón en su pecho como si pidiera fuerzas para decir con claridad lo que había escuchado cuando servía el chocolate a esa señora de rizos rubios, exaltada y de voz vibrante, que pedía a Juana Inés que la ayudara. Se quejaba de su marido, del abandono de su cuerpo, de la traición, de sus amoríos con una joven criolla como ella; linda como ella había sido, risueña, la hija de su socio en negocios, la chiquilla que jugaba con su propia hija cuando ambas eran pequeñas.
Un escándalo, una deshonra, Juana Inés.
Sor Cecilia se deslizaba por el locutorio como si las palabras y la descompostura de la señora no le significaran nada y vertía la leche oscura en la mancerina y acercaba la bandeja de marquesotas recién salidos del horno. La señora Bernarda, que así supo se llamaba, pues la madre la intentaba calmar, no la escuchaba cuando la madre le decía que orara por los favores del Señor, que pensara en sus hijos y no en ella, que volviera su alma a la Virgen María, que se acogiera a su bondad y fuerza, a su pureza, pero la señora Bernarda deseaba el mal de su marido.
Que se muera el canalla,el bruto sinvergüenza, que desvirga a jovencitas en nuestro lecho mientras yo salgoa las visitas, a misa, allí sobre lapasamanería y los deshilados de Toledo,sobre los obsequios de boda, allí elcuerpo joven y jugoso, el que seevaporó de mi cuerpo, pero que mi maridonecesita entre sus manos para recorrersu suavidad y sus contornos. Que semuera, Juana Inés, por eso necesito ala negra Virgilia.
Y sólo en ese momento la madre Juana alzaría los ojos y miraría a sor Cecilia de soslayo, sin reparar siquiera que era la vecina de celda la que le había dado aquellos poemas buscando su aprobación, su interés y su complicidad. Era alguien extraño y aquello la perturbó, pero a la señora Bernarda no se le podía detener el habla y la ira y pedía que la negra la llevara con los brujos, que le hicieran un trabajo para que se retorciera de dolor en el lecho mientras gozaba a la otra, que se le pudriera el miembro y se le secaran los ojos, que se le fuera la respiración y que de a poquito se le entiesara el cuerpo todo, en un espasmo doloroso y aterrador para que la mueca última de espanto fuera el recuerdo diabólico que guardara la chiquilla que se había atrevido al ultraje. Y Juana Inés le pidió que recordara su propio proceder en tiempos de Palacio. Que abandonara sus ganas de mal y que no deseara más que el Señor y los santos hicieran entrar en razón a su marido. Bernarda se puso de pie contundente y demandó si la quería ayudar, si permitiría que la negra Virgilia la acompañara a donde ella sabía para acabar con su tormento. Después de un silencio lodoso donde se podía escuchar la respiración de las tres mujeres en aquel espacio que olía a canela y donde ni el chocolate ni los marquesotes habían sido tocados, Juana Inés accedió. Y efectivamente, sor Cecilia lo comprobó; la negra Virgilia, que había entrado por intercesión de la madre Juana, estuvo ausente varios días. Los mismos en los que la madre Juana concluyó una obra que llamó
Los empeños de una casay
la entregó a la virreina, como lo hizo saber a la priora, anunciándole que habría de presentarse en Palacio.