Yo, la peor (31 page)

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Authors: Monica Lavin

BOOK: Yo, la peor
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Ojos de capulín

Isabel María se avecinó a la capilla. Era tan difícil hacerlo a solas; miró a los costados presintiendo el escrutinio de la vicaria que siempre rondaba los patios en busca de las rebeldes. La obediencia, había aprendido la joven, era estar siempre con las otras. Ni siquiera en la celda se podía dormir a solas, salvo cuando la enfermedad obligaba; ella compartía con su tía el dormitorio que ahora era más grande y albergaba libros y extraños aparatos, balanzas, telescopios, laúdes, flautas, que Juana Inés atesoraba. Las camas estaban en la parte baja, en lo alto el escritorio y los estantes con los libros. Así, mientras su tía estudiaba, ella podía a solas respirar sus preguntas en la parte baja. No sabía bien a bien por qué estaba en aquel convento, había sucedido cuando de niña la entregó su padre; tampoco se preguntaba si podía estar en otro lado salvo cuando su tía Josefa la visitaba, o su prima Rosa Teresa, casada y sin hijos, que como benefactora se acercaba con frecuencia para comprar golosinas. Entonces se preguntaba qué era la vida allá afuera. Rosa Teresa tenía un carácter agrio; cuando visitaba a Isabel María evitaba ver a sor Juana. Sabía por su madre Josefa que la suerte de su tía Juana Inés había sido mucho mejor que la de su madre, aunque no conociera hombre, pues tenía la confianza de los virreyes y había vivido con los Mata de niña y luego en Palacio. Demasiada suerte, pronunciaba siempre al retirarse.

A Isabel María no le agradaba ver en su prima Rosa Teresa, mujer gruesa y mal encarada, los estragos de la vida de afuera. Se quejaba de la querida de su marido: una india cambuja. A ella, en cambio, esas diferencias de piel y acento le parecían atractivas, y en el convento estaba habituada a que algunas monjas llevaran al cuello, bajo los hábitos, semillas para el mal de ojo. Sor Andrea llevaba un cráneo en una cadenita, su vínculo con el inframundo, decía, aunque todas le rezaran a Jesús y a san Jerónimo. Isabel María imaginaba que entre el inframundo y el infierno no había diferencia. Y si la vida de afuera no la perturbaba como algo que deseara conocer era porque en realidad estaba bien en ese lugar donde podía cantar en el coro y donde podía pensar en sor Andrea.

Entró de prisa a la capilla y se hincó porque aquella mañana había amanecido con un oleaje entre las piernas. El ondear de su cuerpo en la celda oscura la había obligado a poner la palma de su mano en la entrepierna, bajo el camisón. Había tenido que apretarse el pubis para que aquel movimiento ajeno a su cabeza se detuviera. Pensaba que de seguir aquel rebujo bajo las cobijas, su tía habría de despertarse. ¿Era ésa una enfermedad? Deseaba que así fuera, que la enfermedad la obligara a estar sola en la celda de la enfermería para que sor Andrea pudiera visitarla, orar por ella mientras la tomaba de la mano, mientras rozaba sus labios. Le gustaba la piel morena de la novicia, le gustaba descubrir su epidermis oscura cuando resaltaba en el cuello, contrastando con la túnica blanca. Ese color canela tan distinto a su piel blanca verdosa era pariente de las maderas de los muebles, era cálido, como la luz del sol que se alcanzaba a ver por la celosía poniente del convento. Andrea era mestiza como otras monjas de aquel convento, de padre español o criollo, porque allí no se podía estar sin que mediara dote para el ingreso, pero de madre india, como un día le confesó señalando sus ojos capulín intenso.

—Son como los de mi madre —le dijo mientras lavaban la cocina, y las manos de ambas se tropezaban entre las jergas estando de rodillas en el piso.

Diecisiete años tenía Andrea, dos menos que ella. Y así, arrodilladas, se habían reído como niñas cuando sus manos se encontraron tallando el mismo rincón. Isabel María le dijo que le gustaba la piel de sus manos y se atrevió a acariciarlas. Andrea pasó entonces esas manos delgadas y oscuras por las mejillas de Isabel María. Parecía que en esos trozos de piel descubierta estuvieran encontrando una manera de intimar. Hasta entonces Isabel María había estado tan sola en aquel convento donde se comía en grupo, se rezaba en corro, se cantaba en el coro, se trabajaba en equipo. Sólo la maldita confesión con el cura daba la idea de una falsa soledad; pero no había dicho al confesor que su soledad era menor desde que acariciaba la piel de sor Andrea, desde que besó sus pies un día de prisa, al recoger la fruta del huerto. Porque estar menos sola no podía ser un pecado; por el contrario, sor Andrea había aumentado su amor por el Señor, había depositado en esa alma joven un agradecimiento que no conocía hasta entonces. Si en los poemas que le dejaba leer su tía había querido infructuosamente que las palabras le ayudaran a entender su agonía, ahora que sor Andrea se apretaba a su cuerpo en las bodegas y permitía que su corazón rozase el suyo entre telas, comprendía esa promesa del paraíso, ese atisbo que Jesús le mandaba: la unión de la carne y el alma. Cuando Andrea entre rezos fingía susurrarle algo al oído para introducir su lengua en el lóbulo, Isabel María sentía en el cuerpo la presencia divina, una fuerza que la arrebataba de las procaces tareas de la tierra para elevarla. Los ojos se le habían perdido en sus cuencas mientras conocía la verdad húmeda y delicada de la lengua de sor Andrea.

Y si entró a la capilla decidida, anticipándose a los maitines, era porque quería preguntarle al Señor el significado de aquel oleaje enfermo que no podía gobernar, porque quería saber qué esperaba de ella. En aquella voluntad del cuerpo había una señal; tal vez ella fuera el vehículo para algo que le pedía Cristo, porque aunque ella había acallado los estertores con su palma inexperta, su cuerpo no se había estado tranquilo, su respiración era agitada y locuaz, su boca una jícara seca. Con la mano libre se había persignado en la celda, y se había dicho que estaba ante una prueba.

En la penumbra de la capilla, caminó por el pasillo hasta el altar y allí se hincó a los pies de Cristo y le habló en voz alta comprendiendo que ella era su mujer y que como esposa suya sometería su ánimo y su cuerpo a sus deseos. Que ansiaba satisfacer lo que el Señor le pidiera y que si gozar los arrebatos de una voluntad ajena a la suya eran obra y gracia de la posesión del esposo, ella sería diligente, cumpliría en cualquier momento los caprichos divinos del amado, del sacrificado. Al mirarlo atado a la cruz, con esos ojos de cristal lloroso, con esa desnudez tan desvalida, sintió una profunda tristeza por el amado y comprendió su soledad, su atadura. La imposibilidad de abrazar a los suyos, de besarlos, de protegerlos con su cuerpo de hombre. Lo miró a los ojos sabiendo que a ella la había elegido; que ella era, de entre todo el rebaño de esposas hijas de la Iglesia, quien en el cuerpo experimentaba la gracia divina. Fija en la mirada de Cristo, los ojos claros se trastocaron por el capulín intenso de sor Andrea. Se asustó porque sor Andrea era el amado y el amado pedía su cuerpo; tenía sed y ella se lo daría todo, a pedazos, entero; se dejaría lamer, romper, trozar, desollar. La carne de Cristo a la vista en esos muslos traslapados, en esos pies cruzados, era frágil, rosada, doliente. En cambio la de Andrea era oscura y recia como la tierra, era piel de amate; era una piel transmutada en fortaleza para que la esposa cumpliera con sus delicadezas de mujer entregada al divino. Miró la sangre que manaba de aquellos pies agujerados, siguió su roja coagulación y le punzó la reciedad del metal en sus propios pies. Sangraría también por el divino porque el amor era un sacrificio, el sacrificio de la carne. Isabel María bajó los ojos y asintió. Sabía qué tenía que hacer y no le fallaría a su Señor. La voz de la vicaria la interrumpió:

—Entrar a la capilla fuera de horas es desacato.

—Necesitaba hablar con el Señor —dijo confusa y sonrojada.

Antes de que la vicaria ideara una reprimenda, Isabel María ya caminaba a su alcoba.

Por tres vidas

María Ramírez no sabía cómo empezar aquella carta a su hermana Juana Inés. Por encima del torrente de culpas que sentía debía notificarle a ella y a su hermana Josefa que su madre, Isabel, había muerto. La cálida luz de abril en Panoayan no iba aparejada con aquella zozobra del alma, con la misión de dar malas nuevas y con la más grande aún de encarar a una hermana monja famosa que por demás cuidaba y se había encargado de su hija en el convento. María se levantó de la mesa del comedor donde buscaba las palabras. Sonrió pensando que alguna vez había sido María Izta de los Volcanes para su hermana. Aunque podía escribir desde lo que quedaba de la biblioteca del abuelo Pedro, prefería ese espacio doméstico y no aquella habitación que su madre Isabel había concedido como lugar de trabajo del capitán Ruiz Lozano. Y el capitán, aunque había tomado el mando de la familia, se mostró distante de las Ramírez, como si se resguardara de tener que protegerlas y muy amante de los de su sangre. Y Josefa, Juana Inés y ella eran sólo media sangre suya. Aun así, aunque no se interesase tanto en sus personas y celase tanto a su madre, María se había sentido tranquila de que su serenidad masculina timonease el barco. Le gustaba oírlo cantar y reírse cuando bebía vino de más. Entonces envidiaba a su madre la fortuna de tener hombre al lado. Era bueno que todos sus medios hermanos ya fuesen casados y tuvieran vida propia y que su madre, un año antes de morir, redactase el testamento que todos conocían. Ella, María Ramírez, era la depositaría de esa tercera vida de la hacienda que el abuelo Pedro considerara en su propio legado. Entonces, y aunque cualquier cosa pudo haber pasado entre el año que mediara en la concepción del testamento y el fenecimiento de su madre, Isabel Ramírez había decidido proteger a la más desamparada de sus hijas. Lo mismo había ocurrido con Isabel, pues de entre todos los hermanos, el abuelo Pedro le legó Panoayan y esa consideración retomaba ella con María. Su madre se sentía unida al destino de su hija mayor a quien Lope de Ulloque había dejado, no sin antes aceptar a la hija que ya había nacido a María del capitán Santolaya. Y ya no hubo tercero que se mudara a su lecho: era una mujer sin hombre.

—En peor circunstancia que yo —la propia Isabel le había dicho a María cuando leyó el testamento—. Yo tuve al capitán Diego que permaneció a mi lado y me dio hijos y seguridad, y tuve a un padre que me dio Panoayan para vivir y tener techo y dignidad. Tú, María, no tienes padre y no tienes marido. Tú, sin duda, serás la última heredera de Panoayan; sólo por tres vidas la arrendó mi padre. Tú habrás de tomar provecho de esta hacienda con sus negros y sus indios, porque tu hermana Josefa tiene quién la proteja en la capital y tu hermana sor Juana es la esposa de Dios y la amiga de la virreina y del obispo de Puebla. Escúchame, no despilfarres, y si encuentras hombre que se quiera acomodar en tu colchón que no sea para la vagancia y para acabarse lo que mi padre forjó para nosotros. Y si alguna de tus hermanas o tus sobrinas, o tus medias hermanas o la propia Juana Inés se vieran en apuros, harás lo pertinente para que quepan en este casco, en alguna habitación; que Panoayan sea morada de cualquier mujer sin techo. Y escucha, hija mía, no permitas que tus hijos Lope e Ignacio, que tanto quieres, como quiere uno a los hijos, te convenzan de deshacerte de Panoayan. No contravengas la voluntad de tu abuelo ni la de tu madre. Promete, María.

En los últimos días de Isabel, se le hundieron los ojos como si la mirada se le hubiera vuelto hacia adentro. Los miedos la despertaban de noche. Escuchaba los pasos de la muerte, le había dicho a María; ni los rezos ni la fe, ni la Virgen del Rocío, que su madre Beatriz le había dejado como protectora andaluza, lograban calmarla.

—Ha muerto mi madre —pronunció María de pronto, como si el decirlo en voz alta acentuase la certeza del hecho.

Irían a Chimal a la misa de difuntos. Irían los que quedaban y la maestra Refugio que seguía atenta a la familia. Pero sus hermanas, avisadas a destiempo, no estarían para el funeral. Y ella no pensaba trasladar a su madre a la capital aunque el convento de su hermana permitiese las oraciones fúnebres y cubriese los gastos del adiós a la madre de la muy eminente Juana Inés. Ellas, Isabel y María, pertenecían a la falda de los volcanes, a ese paraje frío y oloroso a resina, al graznido de las aves y a la suave placidez del descampado. María era demasiado tímida y temerosa para ir a la capital. Se puso de pie y avanzó al ventanal para confirmar que la belleza del paisaje la cobijara. Jacinto cruzó a lo lejos. Ya se encorvaba el muchacho; parecía que su mala hechura le presagiaba una vejez prematura. Hacía poco había muerto su madre también, la negra Francisca. Los pensamientos de María llegaron al negro que alzó la cara y descubrió a María mirándolo. Los dos inclinaron el rostro a manera de saludo, reconociéndose en la orfandad y en la pertenencia a ese paisaje que seguramente habría de verlos morir.

Cómo comenzar aquella carta a Juana Inés; tenía que olvidarse de que escribía a una experta en hilar palabras, luego admitir que le dolía la muerte de su madre y que a ella le dolía más que a nadie porque había estado cerca siempre. En cambio Juana Inés había partido de niña. Qué sabía ella de los avatares de su madre, de los tratos dispares del capitán, que cuando la sintió vieja frecuentó poco la casa. Qué sabía ella de los dolores de huesos de Isabel, con quien se sentaba en el corredor para que el sol le diera en las piernas adoloridas y las dos bordaban y recordaban anécdotas sobre la abuela, tan dicharachera, tan espontánea y tan afortunada mujer del abuelo Pedro. La única de las Ramírez verdaderamente protegida. Las demás lo habían logrado a medias o nada. Parecía que no tener padre era un sino para no encontrar marido, porque sus medias hermanas, Antonia e Inés, se habían casado decorosamente y vivían holgadas y con buena fortuna. Aunque el destino de su madre desmentía aquel precepto: ni con el abuelo Pedro, trabajador y bueno, aventurero y constante, de piedra como su nombre, había atinado a la primera a la protección de un varón. María no estaba para sacar fórmulas, porque la verdad era que su madre había estado acompañada de hombre siempre.

Era preciso meter la plumilla en el tintero y contar a su hermana que su madre había muerto como un pajarito frágil, entre sus brazos, aquella mañana del 25 de abril, apenas incorporada en su cama, pidiendo agua con la voz tan baja que era preciso estar a un palmo de su boca para entenderle. Luego la mirada del miedo y esa respiración ansiosa y la cabeza desplomada sobre su hombro, inerte. Y ella, María Ramírez, sin atreverse a despegarla de su cuerpo, agitarla, segura de que no existía más la voz ni los ojos. Se quedó mucho rato así hasta que el peso del cuerpo menudo la hizo percatarse de que abrazaba a su madre muerta. Entonces lloró, pequeños estertores que delataban el abandono, ¿qué era uno sin una madre? ¿Quién era María sin Isabel? ¿Qué haría sin su compañía, no importaba si enferma y frágil y hasta impertinente y malhumorada en los últimos años? ¿Quién sería María sin hijos que la acompañaran, sin madre, sola en tan vasta propiedad donde su único contemporáneo era el negro Jacinto? Despegó la cabeza de su madre del hombro y con cuidado la depositó en la cama, le cerró la boca, le acomodó el pelo cano alborotado sobre la frente. Seguramente le dijo: "Adiós, madre". Ya no lo recordaba, pero se supo afortunada en poder realizar ese despido íntimo. Suyo. No contaría los detalles a su hermana la poeta. No después de que seguramente la juzgaba como una mujer insensible por aquel desapego de su hija mayor, Isabel María, tan lejos. Tan hija de Juana Inés que pagaría la mismísima fiesta de la ceremonia del velo en unos meses. Una hija monja, que seguramente no pediría el cielo para su madre tan desatenta, tan poco pendiente de ella.

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