Yo, la peor (14 page)

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Authors: Monica Lavin

BOOK: Yo, la peor
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Juana Inés acariciaba la cabeza de Refugio vencida y avergonzada que volvía a insistir en que la dejaran. Era el cumpleaños de la niña, nada menos que en Palacio.

—Nos invitaron a todos y no podemos fallar —dijo María—. A la misa siempre llegan tarde los virreyes.

Juan Mata subió y tocó en la habitación, pero Refugio no dijo nada. Dejó que la mujer le explicara y esperó a que, por primera vez desde hacía mucho, alguien solucionara los problemas. Un problema menor si se mira bien, porque haber sido viuda temprana, tenérselas que valer con una renta mínima, tener un padre distante que no la ayudó, hermanos que se avergonzaron de su condición de viuda joven que la malcolocaba frente a los hombres, después del aborto que la dejó imposibilitada de tener hijos, qué era un vestido para una fiesta; se avergonzó de su banalidad y su pensamiento pareció cruzarse con el de Juana Inés, que disimuló su fastidio tomando el libro de Baltasar Gracián que acompañaba la mesa de noche de su tío.

María Mata se quitó los ceñidos botines y se sentó en la cama. Refugio notó que la ira de Juan, que subía de nuevo las escaleras, le arrancaba una leve sonrisa de triunfo.

—Ya vamos, ya vamos —lo tranquilizó.

Por fin los pasos descalzos de Trini irrumpieron con un traje envuelto en una funda de cuero que María extrajo con delicadeza y entregó a Refugio.

—Te esperamos abajo, esto debe quedarte. Deja el libro, criatura —tomó a Juana Inés de la mano—, hoy es tu cumpleaños. No te empaches de letras.

Cuando por fin descendió, María la miró aprobatoriamente.

—Es bueno que te deban favores —dijo a su marido—; si no pagan la deuda por lo menos que se desprendan de su ropa un rato. Claro está que si un día van a Palacio, Josefina Argüelles no podrá usar este vestido. Tal vez hasta te quedes con él, mi querida Refugio; después de todo ser maestra debe tener su recompensa.

Refugio no estaba segura, ahora que miraba ansiosa hacia la escalinata, de quién había sido la recompensa: si de la propia María que deseaba hacer esperar a su marido, vengándose de la noche anterior en que no llegó, o si de ella, que tendría la suya en breve, cuando Hermilo la tomara de la mano y la llevara al centro del salón donde algunas parejas ya bailaban, esperando la entrada de los virreyes que siempre permanecían ocultos mientras los invitados llegaban. Ellos no debían ser quienes esperaran, aseguraba Juan Mata.

—Ni con el arzobispo estaban dispuestos a llegar primero. Sólo a su muerte llegarán antes —murmuró la señora junto a Refugio, que ya le preguntaba de dónde era ella y su familia, y por qué estaba allí.

Juan Mata y su mujer estaban en una esquina conversando con Juana Inés, pero la verdad es que Refugio no resistía estar de pie con aquellos zapatos que, aunque hacían juego con el rosa del vestido prestado, le quedaban chicos y no quería moverse del sitio donde Hermilo entraría vestido elegantemente, imaginaba ella. Miró a los Mata por un rato; no sabía si le agradaban. No alcanzaba a comprender si lo suyo era una actitud generosa o una obligación que no habían tenido más remedio que cumplir. Después de todo, Juana Inés llevaba ocho años con ellos; pero estaba claro, no se podía quedar para siempre. La música calló de pronto y la puerta al fondo del salón se abrió de par en par para que entraran los marqueses de Mancera: "Antonio Sebastián de Toledo y Leonor Carreto, virreyes de la Nueva España", anunció el maestro de ceremonias y ante el aplauso la música continuó. Las mujeres hicieron discretas reverencias para saludar a la pareja y el virrey besó las manos de las señoras.

Refugio sintió temor por la tardanza de Hermilo. Y si llegara tarde, ¿qué pensarían los virreyes que no esperaban a nadie? Se afligió al punto que le dolió el estómago y estuvo pálida cuando se acercó a los Mata para ser presentada a la par que Juana Inés.

—Mi sobrina, Juana Inés Ramírez, excelencias —dijo Juan—; su maestra primera, Refugio viuda de Salazar, y mi mujer María Mata.

Ya María lo miraba ofendida por ser la última de la lista y porque el virrey y la virreina, después de saludarlas, preguntaban a Juana Inés si era verdad su sed de estudio, su deseo de haber ido a la universidad, su inteligencia.

Refugio presumió que había ganado aquel concurso en Amecameca a los ocho años con una loa al Santísimo Sacramento y la virreina aplaudió sorprendida. Mirando alrededor, dijo por lo bajo:

—Aquí lo que falta son inteligencias.

Todos rieron. Refugio notó que la virreina estaba contenta con la presencia de la pequeña y por un momento se situó en lo que allí los había traído: festejar a Juana Inés. Además, ahora que la miraba de cerca, le pareció una mujer astuta e inquieta. Eso le gustó. En cuanto los virreyes siguieron su ronda de saludos después de darles la bienvenida, Juan Mata, inquieto, se retiró para hacer otros saludos. María, incómoda, tomó del brazo a Refugio. Juana Inés, en cambio, ya conversaba animada con un grupo de bachilleres con el que la había presentado el virrey.

La tristeza le fue ganando. Aquella ligereza de la llegada a Palacio, cuando caminaron desde la catedral y entraron por la puerta mayor, entre puestos y vendedores que estaban en el patio y tomaron rumbo a la planta alta donde sólo algunos podían pasar, se le fue volviendo un polvillo estorboso. El aula de Amecameca, con sus pupitres maltrechos y la vista de los volcanes, se le fue instalando en el ánimo; se miró con su falda azul de lana frente al grupo, caminando de regreso a su casa para comer sola, durmiendo en su cama después de los rezos, pudriéndose en sus sábanas, sin anhelos, sin otro camino más que el de todos los días fríos de la montaña y se fue resquebrajando. Le dolían las rodillas. Buscó una silla para sentarse con María y esperar a que diera la hora de desprenderse de ese absurdo vestido rosa y verde de la señora Argüelles, que absurdamente ya nunca lo podría usar en Palacio.

—¿Ya lo viste? —la distrajo la pregunta de María.

Por un momento pensó en Hermilo y su corazón dio un salto, pero se refería a Juan Mata, que bailaba con una chica rubia y muy joven.

—Así son las cosas en Palacio —intentó apaciguarla Refugio.

Un mensajero se acercó titubeante, preguntó su nombre y le entregó una nota. Mientras María seguía rumiando sobre la coquetería de la chica, Refugio leyó la nota de Hermilo: "Disculpe usted que no haya podido asistir; le explicaré todo, si me perdona. Estaré esperando en la puerta de su casa el momento de su regreso para ponerme a sus pies. Suyo, Hermilo Cabrera".

Refugio se tomó de la última frase que María soltó al aire, para proponerle que se fueran.

—Pues a mí no me gusta cómo son las cosas en Palacio.

María Mata la miró sorprendida por esa respuesta inesperada. Juana Inés estaba en el centro de aquel grupo de caballeros que conversaba con ella, Juan Mata bailaba en el centro y Refugio llevaba a María Mata del brazo hacia la escalinata sin mirar atrás, sin despedirse, saliendo donde el cochero esperaba para indicarle que las devolviera a casa y estuviera de nuevo a la puerta de Palacio. Que si preguntaban por ellas dijera que se habían sentido mal. Y mientras María sollozaba sigilosa, Refugio le daba un pañuelo y pensaba ansiosa que Hermilo estaría allí esperándola, y que después de depositar a María Mata saldría a andar con él por las calles de la ciudad hasta donde el agua impidiera sus pasos, y lo seguiría hasta el fin del mundo.

Ocurrencia de Leonor

Leonor Carreto estaba agotada. La velada se había prolongado y en parte ella había contribuido haciendo que Bernarda los deleitara con algunas canciones; pero luego la muchacha no deseaba callar nunca. Leonor tuvo que bostezar ostensiblemente para que la chica se diera cuenta de que era hora de concluir. Los virreyes nunca se retiraban antes que sus invitados. Bernarda terminó la tonadilla y agradeció el aplauso de la concurrencia. Juan Mata, afortunadamente, comprendió que ya era un exceso seguir con su sobrina en Palacio, pero ni él ni la chica habían tenido tiempo de advertir que estaban siendo imprudentes. Al menos eso le pareció a Leonor, que recordaba no haber visto a Juan Mata por algún tiempo y, en cambio, sí a la chica del vestido color avellana conversando airadamente con un grupo de caballeros, que una vez que la habían abordado no la soltaron. Ella tuvo que acercarse un momento y tomarla del brazo apartándola para ver si no estaba cansada con el asedio masculino. Juana Inés le dijo que al contrario, que hablaban de historias médicas, de lo que ella había leído de Hipócrates y de Leonardo da Vinci. Leonor se asombró. Ella sabía poco del tema, pero le habría gustado estar más enterada. Le fascinaban las ilustraciones que hacían referencia a los órganos del cuerpo.

Felizmente la velada había concluido. Cuando las chicas desataron el corsé sintió que sus entrañas se expandían, que los órganos se liberaban de esa atadura que, lo tenía que consultar con Juana Inés, no debía ser nada buena para la salud. Cada cosa tenía su acomodo interno como para que se les apretujara e impidiera el paso de los humores.

Cuando apartó a Juana Inés para pasear con ella por algunas salas del Palacio le preguntó si sabía dónde estaba su tío y su tía y la maestra que tanto significaba en su inicio a los estudios. Juana Inés había salido como de un sueño; poseída por la conversación no había advertido más que la música que era muy grata y las viandas que eran suculentas, pero se había olvidado de todos. Se disculpó con la virreina, pero el asunto le hizo gracia a Leonor; Juana Inés, a sus dieciséis años, era capaz de embeberse entre ideas y palabras, y no atenerse al mundo que la rodeaba. ¿Qué clase de jovencita era ella que no actuaba como una chica de su edad? Su hija era aún pequeña para poder hacer comparaciones, pero pensó en ella misma a los dieciséis años en Madrid, en la casa de su padre el embajador, tan rodeada de mimos e institutrices que le daban lecciones de piano, de alemán y de español, que le enseñaban arte y tantos bailes en los que su madre la obligaba a charlar y ser amable. Recordaba una noche en que no había soportado más la amabilidad que le requería la vida de su familia y había abandonado el salón de fiesta con el vestido de ocasión y se había ido a la calle. Así, en medio de la noche había echado a andar furiosa con su destino, con aquello que consideraba esclavitud. Qué corta era la vista entonces. Cuándo se iba a imaginar que desde entonces sus padres la preparaban, como ahora sucedía, para gobernar un país. Qué corta era su vista, pues no suponía que niñas de su misma edad vivieran descalzas, con frío y hambre. Pero aquella noche, en la plaza mayor de Madrid, hasta donde había caminado, vio en círculo, alrededor del fuego, a unas mujeres en andrajos y abrazadas de unos hombres borrachos. Una de ellas tenía el escote vencido y mostraba un seno; se rió cuando notó que ella, vestida de fiesta, la veía. "Anda, hija, vente a putear." Se asustó mucho y corrió en dirección opuesta. Pero ya la carreta había salido por ella y la encontraron en el camino, asustada, mirando a sus espaldas como si aquella realidad la fuese persiguiendo. Leonor Carreto se dejó sacar las mangas ceñidas con agujetas al brazo y luego, ajena a sus movimientos, dejó caer los refajos y se sentó en el banquillo para que le desanudaran los botines invernales —que en la Nueva España acaloraban mucho— y deslizaran hacia los pies las medias de seda bordadas. Una pena que el vestido las cubriera de tal manera que no se vieran.

—Con cuidado —indicó a las dos damas en turno—; son un regalo de la reina Mariana.

Cerró los ojos y sonrió para sí; en la noche de bodas con Antonio Sebastián de Toledo, su desnudez había sido total, excepto por aquellas medias gris perla. Eran aliadas en placeres.

Después de que la virreina le preguntara a Juana Inés por sus familiares, la chica se preocupó y, acompañada por Leonor, volvieron al salón para buscarlos. Leonor llamó al mayordomo que vigilaba la puerta y describió a los tres ausentes. Allí supieron que María Mata y Refugio habían abandonado el sarao muy pronto. Ignoraba el mayordomo las razones, pero sabía que Juan Mata, a quien conocía por sus frecuentes visitas, aún no había salido. Lo descubrieron en la sala chica, sentado en un sofá al lado de Bernarda. La virreina se ocupó de presentar a la chica con Juana Inés. Juan Mata se disculpó de no haberlo hecho él antes, pero quería suplicar a la señorita que los deleitara con una canción, como solía hacerlo, sobre todo ahora que celebraban el cumpleaños de Juana Inés. Leonor sintió que aquello había sido una salida artificial del invitado y que atestiguaba un romance ilícito, pero no le dio importancia. Entre cortesanos sucedían tantas cosas; si ella se tuviera que preocupar por aquello, hubiera atendido un monasterio, un colegio de niñas. Ella sólo sabía que las chicas de la corte estaban protegidas, se les procuraba un ambiente lujoso, se codeaban con los más importantes del reino y tarde o temprano resultaban bien casadas. Algunas incluso se iban a España o a otros países como embajadoras. No, ella no iba a supervisar lo que ocurría bajo sus faldas. Bernarda ya había cumplido los dieciocho años y Juan Mata era un hombre respetado.

Estiró los brazos hacia el techo y las chicas deslizaron el camisón de algodón suizo por los brazos y el torso. Bernarda había cantado un tanto desafinada al principio, y después, conforme recuperó el aplomo y ya no miró a Juana Inés a quien dedicó las primeras canciones, la voz fluyó líquida, incisiva, y caldeó a los asistentes, que acomodados en sillas y rincones no dejaron de beber y escuchar. Juan Mata mismo no advirtió cómo su sobrina lo miraba escudriñando esa extraña alegría; la virreina pensó que tal vez no se la conocía en casa. Después de los aplausos a Bernarda, Leonor dijo a Juan Mata que había sido una grata sorpresa conocer a Juana Inés. Que por favor volviera a traerla. Y a Juana Inés le susurró:

—Se me figura que tú y yo podríamos tener muy gratas conversaciones.

Cuando se dirigió hacia la alcoba, con el pelo recogido en una trenza, Leonor sintió el vencimiento del sueño que ya había hecho presa de su marido. Roncaba en el lado de la cama cuando ella se metió bajo las espesas colchas. Esa habitación de Palacio no era caliente, o el cansancio le había dado frío. Temió abrazarse del virrey; después de los festejos, el contacto con su mujer lo despertaba excitado y Leonor no estaba para caricias.

Quería dormir y dormir y olvidarse de que la vida eran esas fiestas interminables que con tanta frecuencia ocurrían a un lado de sus aposentos. De alguna manera envidió a Juana Inés las horas entre libros, silenciosas y solitarias, que le permitían entendimientos y conversaciones de gran riqueza. Pensó en su padre, en cómo se podía hablar con él cuando ella era joven y tenía tiempo de lectura. Le gustaba hablar con quienes la llenaran de entusiasmos por comprender. Entre ronquidos y con aquel frío que desapareció bajo los cobertores, fue cocinando una idea. Ya la platicaría con Tomás al amanecer. Estaba segura de que la aprobaría. El siempre procuraba complacerla.

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