Yo, la peor (11 page)

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Authors: Monica Lavin

BOOK: Yo, la peor
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Con esto último, María confirmó la tozudez de su sobrina. ¿O sería una voluntad descomunal, un rigor que no es de este mundo, por aprender y retener? Abrazó a su hija como si la quisiera proteger de esa criatura fuera de lo normal con quien pasaba las noches y los días. Era verdad que era dulce y diligente y siempre estaba dispuesta a la ayuda doméstica, pero en todos esos años nunca quiso desatender el estudio para volver a Panoayan unos días, no insistió en ver a sus hermanas ni a su madre. Cuando Refugio trajo la triste noticia de la muerte de Beatriz, su madre, Juana Inés no quiso acompañarla a los funerales. El tiempo le era precioso. Su capacidad de estudio solitario rebasaba a cualquier bachiller. Una cosa le estuvo clara a María: Juana Inés no podía permanecer bajo su techo para siempre. Su hija no podía sufrir más la desatención de su padre ni la sombra que le haría siempre la virtuosa Juana Inés. Lo hablaría con Juan esa noche. Colocó a su hija fatigada en llanto sobre la cama y acarició su rostro de niña. Le miró las pecas salpicadas por la cara e hizo un ademán de comérselas para que su hija sonriera.

Por qué había dudado de ella. Su hija no mentía y haber delatado a su prima no le había sido fácil. Trini entró a la habitación con las jarras de agua para el aseo de la señora; sabía que en unas horas ésta se acicalaría. María le hizo señas de que guardara silencio pues ya la niña dormía. Observó la figura menuda de Trinidad, los pies descalzos, el pelo trenzado mientras se inclinaba para colocar la jarra en su sitio. Tomó el frasco de agua de rosas y vertió un poco para perfumar el agua. María se regodeó en lo bien que conocía sus costumbres. Iba a reclamarle aquello de los hongos negros, pero desistió. No era con Trini con quien tenía que hablar sino con Juan. En su casa ella gobernaba.

Noticias del volcán

Josefa metió el manguillo en la tinta y escurrió el exceso en el papel donde escribiría la carta a su hermana. Aunque María, la cocinera, le había dicho que ése no era lugar para escribir, pues tintas y cebollas no debían mezclarse, Josefa no hizo caso. El lugar propicio era la biblioteca del abuelo, deshabitada ahora, salvo por las ocasiones en que su padrastro entraba allí para hacer cuentas o recibir al capataz. Pero a Josefa aquel sitio le parecía un mausoleo. Cuando había partido Juana Inés y ella entraba intentando comprender por qué su hermana la pasaba tan bien allí, sentía miedo. Recorría las cuatro paredes muy pegada a la estantería de los libros y dejaba que su mano rozara los lomos como si de las texturas del papel y el cuero emanase aquel misterio que detenía a su hermana. Lo hacía con la vela en la mano, pero aquella llama temblorosa sobre los rasgos de las letras y su mano tanteadora desfiguraban las proporciones y por momentos sentía que le fallaba a Dios, porque con Dios en la capilla de junto se había propuesto ser buena y contestarle al capitán Diego cuando le hablara, por más que le cayera mal su fanfarronería y la manera en que acaparaba a su madre y cómo prefería que ella dedicase el tiempo a los pequeños hermanos hijos de él y no a ella ni a María. Pero allí, frente a la luz centelleante que lamía los lomos, le daba por pensar que algo malo se le iba a meter de tanto rozar aquellas cajas secretas que a su abuelo gustaban y a la maestra Refugio y a su hermana. Pero ella, Josefa, no era buena para las letras ni para las cuentas; lo suyo eran los afanes del bordado como lo eran para su propia abuela Beatriz. Las manos de Josefa eran tan delicadas y pacientes que no había enser de la casa que no le fuera encomendado para composturas ni vestido nuevo que no requiriera de su labor de encaje para el cuello y los puños, y mantelería que no precisara de los ribetes de ganchillo o de la vainica sobre el lino. Mientras pasaba su mano fina por los lomos sospechaba que los libros le robarían los secretos de sus dedos, los entendimientos de la aguja y el hilo, la poesía de las formas para volverlos palabras y sellarlos, dejarlos allí ajenos y prohibidos, libres sólo para aquel cuyo adiestramiento e intelecto le permitiese saborear los significados de ese bordado de tinta. Mientras lo pensaba, un terror frío la fue invadiendo; comprendió que su propia abuela no entraba a ese recinto porque sabía que los libros le quitarían a sus manos el poder de soñar, que la vista la entretendría en versos y salmos y no en el arillo, la tela y el hilado. Salió de prisa, apagando apresurada la vela y prometiéndose nunca entrar a ese territorio que había sido de su abuelo y luego de su hermana.

Sobre la mesa de la cocina le escribía a Juana Inés y no hacía caso de los rezongues de María ni del olor de la cebolla y de los pimientos alaciándose en el sofrito. Le había costado tres días comenzar la carta. No pudo hacerlo antes porque ese ronquido sordo, provocado por la misma tierra, la había arrancado del sueño. María, que dormía siempre a palmo suelto, también se incorporó. Aquello era un rugido profundo, como si un animal despertara. Y ya se escuchaban pasos por la casa, puertas que se abrían, los pequeños que lloraban; venían los negros desde la cabaña porque Josefa y María, de pie y detenidas las respiraciones, descifraban desde los pasillos qué era lo que había zarandeado el sueño de todos los que dormían en Panoayan. Los perros ladraban y se oía el relinchido inquieto de los potros en las caballerizas. Se echaron encima las capas de lana y se calzaron las alpargatas para unirse al llamado de lo incierto. Allí, justo, Josefa debió haber tomado el manguillo y el papel porque pensó en ese momento en su hermana Juana Inés y se preguntaba cómo hubiera reaccionado ante aquel fiero resonar. Josefa buscó a su madre entre aquel grupo desconcertado en el pasillo e intentó arroparse en sus brazos ocupados por sus hermanastros. María y ella se tomaron de la mano. La negra Catalina se había hincado en el patio y pegaba con unas ramas a la piedra de la fuente que en la noche oscura se adivinaba porque el cielo, notó Josefa, sin duda tenía otro destello. Entonces la tierra se movió, fue un temblor como de agua, rápido y crujiente, y el rugido les permitió ver por encima del tejado una lengua roja crecer y desaparecer. Los niños lloraron y María, la cocinera, se acercó a ellos fraguando una explicación, como cuando arrojaba los huevos a la cazuela y se le rompían y entonces decía que ese día había que tener cuidado en el paseo por el bosque o en las labores de la casa.

—No te subas al tejado —reprimía a Jacinto, antes siquiera de que lo pensara el muchacho—. Es el volcán; se enojó la montaña.

Y Josefa miró al resto de la familia que necesitaba mejores explicaciones y que seguía al capitán Diego hacia la escalinata que llevaba a la torre de la entrada. Josefa observó su figura negra y resuelta, y por un momento sintió que allí no les podía pasar nada. Buscó la mirada de su madre y comprendió que ella veía al capitán con la misma certeza, que alguien allí los protegería de las montañas enojadas. Diego intentó disuadir a los que lo seguían pero cedió cuando supo que la curiosidad y el temor no los dejarían tranquilos. Dio la mano a su mujer y luego tomó a la más pequeña en brazos. Jacinto ayudó a Josefa y a María, y desde ese mirador todos pudieron observar al Popocatépetl, que como un dragón gastado lanzaba humo blancuzco contra la noche oscura. Las mujeres se persignaron y se arrodillaron. Catalina decía palabras en el idioma de sus padres y tocaba una piedra que tenía en el cuello, y el negro Francisco hacía unos cantos que los otros negros repetían por lo bajo y el capitán Diego no dijo que se callaran porque él, como Josefa, sintió alivio en aquel himno de tierra, en aquel canto venido de África —el abuelo le había explicado una vez a las niñas que así se llamaba el lugar de donde los trajeron, de la tierra de los negros, allí así son todos, África tan grande como América—.

Por un instante Diego, el capitán, comprendió la necesidad del cariño y extendió su mano hacia la cabeza de Josefa, acariciándola, mientras miraban todos apretujados los negros y los indios, y ellos, criollos y españoles. Y después todos quedaron en silencio, como si fuera el turno de la montaña, como si a ese cerro como un cono perfecto le fuera cedida la palabra. Josefa, aunque el capitán había olvidado su cabeza, se le quedó cerquita y se sintió bien. Esperaron en el frío de la noche mientras María subía la jarra de chocolate y daba a todos un poco del líquido oscuro endulzado con piloncillo. Josefa bebió de la jícara que pasaba de mano en mano, de boca en boca y vuelta a llenar por María y el silencio que no se rasgaba más que con el verter del chocolate y el sorbido más ruidoso de algunos. Jacinto subió petates para extenderlos en el piso de la torre. Y ya los niños se quedaron dormidos en los brazos de María, la cocinera, y de su madre, y Diego sobre su padre; María se había recargado en Jacinto y ella en su hermana. No querían separarse; parecían temer que la montaña les hablase a solas con su ira y su antiguo vientre de lava. La palabra le gustó a Josefa cuando su padrastro dijo, después de un largo rato: "La lava no llegará hasta acá; parece que fue todo". A lo mejor el capitán no tenía la certeza de la actuación del volcán, como se lo escribía a Juana Inés en la carta, pero dijo aquello con tal aplomo que descendieron la escalera adormilados y tranquilos, y los negros se fueron a sus cabañas y los indios a sus casas y su madre al cuarto de los pequeños para acostarlos y ella y su hermana a su habitación de siempre y fue de nuevo cuando quiso escribirle a Juana Inés porque los volcanes eran lo que su hermana siempre mencionaba en las cartas. Cómo extrañaba el blanco altivo de las montañas, su silencio y su estatura imponente. Josefa quería contarle en ese momento, excitada como estaba por la imagen de la lengua rojiza y el temblor, el rugido y luego el humo como imaginaba ocurría en las guerras. ¿Y si todo había sido devastado y las casas quemadas y no quedaba nada más en pie que la casa grande de Panoayan? Pero no se atrevió a ir sola a ningún sitio y menos a tomar la tinta de la biblioteca. Y aunque esperaba escribirle a la mañana siguiente no lo hizo hasta tres días después, cuando las habladurías parecieron aquietarse y los negros dejaron de cantar por las noches y bailarle al volcán, y su madre dejó de obligarlas a ir a la capilla y a la misa de Amecameca.

Por fin, esa mañana, mientras María preparaba el almuerzo, Josefa podía contarle a su hermana cómo se había rasgado el volcán, cómo el capitán Diego había tenido razón y la lava no había llegado a ningún lado, cómo sólo cayó un poco de ceniza blanca en el campo y en los patios de la casa, y cómo el humo se iba haciendo más pequeño. Pero el volcán había hablado y desde entonces Josefa —y eso le quería decir a Juana Inés— sabía que podía hacerlo de nuevo, a cualquier hora, cualquier día, y que el volcán era más que el paisaje imponente que permitía reconocer a Panoayan, vivo en la nostalgia de su hermana.

El arropo

Mientras caminaban hacia el templo de San Francisco, Refugio Salazar recordó las impresiones de Josefa, la hermana de Juana Inés, cuando la había visitado dos años atrás. "Hay muchos caballos y carretas en esas calzadas tan amplias. No es como aquí en Amecameca, donde apenas circulan unos cuantos y espaciados. Allá en la ciudad parece que todo es herraduras apisonando la tierra, relinchos y ruedas girando." La maestra Salazar se mareaba; Juana Inés en cambio andaba por las calles como si no le fueran ajenas, como si su pie hubiese nacido entre edificios y carretas. Los ruidos la embelesaban, el ajetreo de colores y voces la seducían. Su paso era seguro y ella era quien indicaba a Refugio cuando había que detenerse, porque las carretas y los jinetes difícilmente lo hacían. Refugio notaba cómo los muchachos que cabalgaban miraban a la jovencita que la acompañaba. Vestida de azul marino satinado, con el pelo recogido en la nuca y el óvalo perfecto de su cara fresca resaltando, Juana Inés y su andar seguro llamaban la atención. Refugio no acertaba a concentrarse en la ciudad, porque la chica, esa jovencita con paso decidido, la asombraba hasta la médula. Tal vez la Juana Inés que hoy miraba era una natural consecuencia de esas virtudes silvestres, de esa inquietud precoz que ya había revelado en el salón de clases, en el concurso, en la reverencia y en el silencioso pacto con su abuelo lector. Pero ahora en ese cuerpo de formas femeninas, con esa gracia a la que obliga el caminar con cierto garbo y calzado por la ciudad, a Refugio la tenía boquiabierta. Al llegar al atrio del templo otras chicas y otros chicos —aderezados como ella—, algunos indios católicos ataviados de blanco y uno que otro mulato y mestizo, andaban a la espera de que las últimas campanadas anunciaran el comienzo de la misa. Entre las chicas jóvenes, Refugio constató que Juana Inés seguía destacando y que llamaba la atención de algunos grupos de caballeros, por cierto no de los más tiernos, sino de los hombres en edad de casarse. No era que su ropaje fuese más exquisito y adornado, no; el único adorno que llevaba era la medalla de plata de la Virgen de Guadalupe al cuello y unos pendientes de perlas de Japón, que su padrastro le había obsequiado en este cumpleaños. Refugio había ido a la Plaza Mayor a mercarlos, siguiendo los deseos del capitán de escoger algo que adornase a la criatura, que la apartase de los libros y la encendiese a la vista de los caballeros. Por lo bajo y en tono de broma había dicho que no pensaba mantenerla eternamente y que su dote no daba para mucho; así que debía seducir con su lucimiento. A Refugio no le habían gustado los comentarios añadidos a la petición. Le bastaba con saber que su padrastro quería halagar la vanidad de una muchachita en la ciudad. Lo demás estaba de sobra. Juana Inés la distrajo de sus pensamientos y curioseó entre los asistentes a la misa que estaba por comenzar. Compraron un cucurucho de esquites y Refugio escuchó la explicación de la criatura sobre la cruz inmensa del atrio, que habían hecho con un olmo de Chapultepec: una cruz tan grande que aventajaba a la torre de la catedral, puntualizó. Y lo más gracioso, contaba Juana Inés, es que no la podían alzar entre muchos hombres hasta que alguien obligó al demonio a dejar de asirse al palo y entonces los mismos que antes habían intentado elevarla lo lograron al punto. Ante el desconcierto de Refugio, Juana Inés aclaró risueña: no comprendían que había que hacer palanca y que la colocación importaba mucho; seguramente agarraron distinto acomodo. El diablo debió retirarse para que se diera el entendimiento de las leyes para mover los objetos. Refugio la miró perpleja sin saber de cuándo acá la niña se ocupaba de palancas y leyes de movimiento. No bastaba ser muy perspicaz para reconocer que era la de Juana Inés una mirada de inteligente curiosidad, la que le daba una hermosura que la distinguía y que los hombres que pasaban los treinta apreciaban.

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