Authors: Monica Lavin
Bienaventurada tu idea y tu compañía. Desde el encierro de las paredes desnudas de mi celda, te honro y te lleno de afectuosas reverencias.
Tuya,
Juana Inés
A Isabel, la pequeña Mata, no le parecía bien compartir la habitación con su prima Juana Inés, que no sólo era mayor, sino que además tenía la costumbre de quedarse leyendo hasta muy tarde sentada en la escribanía. Le molestaba ese parpadeo de la vela y ser la única con habitación propia sólo por haber nacido la última de su familia. Acaso ella había escogido que su prima viviera con ellos. Acaso ella había pedido que alguien estuviera en vela como un fantasma durante la noche. En algunas ocasiones despertaba atribulada y la contemplaba desde la cama: su cara blanca fulgía nacarada bajo el pabilo; el cabello oscuro atado a la nuca definía el rostro ovalado de su prima mayor. Isabel Mata ponía sus manos juntas y rezaba porque no sabía si era su prima la que estaba allí sentada con la bata de noche blanca o un espectro antiguo. Trini decía que en esa casa había vivido una señorita que por enamorarse de un indio y escaparse una noche por la ventana, colgándose de las sábanas amarradas, había caído hasta la calle y al amanecer sus padres descubrieron el cuerpo de la hija muerta rodeada de flores y un hombre arrodillado, con guaraches y traje de manta, que le lloraba. Trini contaba que lo azotaron en el ayuntamiento con un látigo hasta dejarlo medio muerto. Como era del barrio de indios allí lo fueron a tirar, para escarmentar a quienes se metían con las hijas de los españoles. Con las niñas blancas.
—Por eso, criatura, yo no me ando fijando en los señoritos de capa y espada. Por la Tonantzin que no iba yo a tener fingimientos con las lisonjas de ajenos, tan apuestos y pellizcadores, ni con sus hermanos que me chulean los ojos y mi piel oscura.
Isabel no entendía tanta explicación que le daba Trini ni podía imaginar a sus hermanos persiguiéndola por el patio ni en la cocina para arrellanarse con ella, para restregarla, como decía Trini, persignándose y sacando su ojo de tigre y acercándolo de paso a Isabel para que los malos espíritus se fueran todos. Isabel recordaba los lamentos del indio, porque Trini los repetía dolida, como si ella fuera la que, hincada junto a la novia muerta, sufriera su cuerpo descoyuntado, su sangre desparramada.
—Un lago, niña, un lago rojo oscuro y el indio queriendo ser el muerto porque no hay peor cosa que les pase algo a los más cercanos. Yo me quisiera morir. Huitzilopochtli, toma mi corazón.
Isabel Mata veía al indio llevarse las manos al corazón, al tiempo que Trini lo hacía.
—Sácalo, llévatelo, pero no me dejes sin ella.
Trini volvía a la historia en las lluvias del verano que cimbraban los techos, cuando los rayos aluzaban el patio y develaban sombras y siluetas que no parecían las macetas ni las columnas del alero, sino animales y nahuales y hombres y nauyacas. De pronto Trini se quedaba callada y decía:
—Oye, criatura, oye; allí está el indio.
E Isabel, como Trini, confundía la voluntad del viento con el dolor del hombre. Se quedaban mudas, abrazadas la una a la otra junto al hogar de la cocina. Los padres de Isabel regresaban tarde de convivios y festejos. Isabel se levantaba sobresaltada después de haberse quedado dormida en el regazo de la nana. Pensaba que era el indio que venía de nuevo por su novia para tener hijos moreno claro, como decía Trini que salían los mestizos.
—Como noches de luna —explicaba, y la cara de la india con su blusa verde manzana se dulcificaba.
Para apaciguar la tragedia visitada le gustaba sospechar la felicidad de los amantes.
Ya se habían acostumbrado a aquella escena de la niña y la nana dormidas en la cocina frente al hogar. Isabel sentía la mano de su madre alcanzar la suya y luego los brazos de su padre que la cargaban y la subían las escaleras hasta su habitación. La depositaban en la cama y la madre la cubría con las cobijas. Lo hacían en silencio, procurando no despertar a Juana Inés si es que ya estaba dormida. Las más de las veces la vela parpadeaba e Isabel se refugiaba en los brazos de su padre como si la llama la hiriera y podía escuchar las palabras de sus padres sorprendidos de ver a Juana Inés tomando notas, sin fatiga.
—A descansar —decía su padre—, que es preciso que el cuerpo se sosiegue para que las ideas se queden.
Pero ni su madre ni él pensaban en el sueño de Isabel, en el miedo de Isabel, en la novia muerta cayendo desde esa misma ventana frente a la cual Juana Inés escribía e Isabel veía su cara reflejada. Dos veces el fantasma. ¿Y si Juana Inés era la novia que había vuelto convertida en prima? Trini decía que los muertos no descansaban, por eso había que hacerles comida el día de los difuntos. Que había que contentarlos con lo que más les gustara en vida para que se acabaran de despedir. Isabel apretó su mano al corazón agitado y la quitó enseguida recordando la petición del indio y aquello que Trini le había dicho que hacían los antiguos mexicanos: ofrecían el corazón vivo para alegrar a los dioses. Su Dios no pedía el corazón.
—Santa María, madre de Dios.
Juana Inés la miró extrañada, Isabel se persignó.
—¿Eres la novia? —le preguntó.
Juana Inés seguía mirándola con el ceño fruncido; sus cejas oscuras se juntaban y la hacían más temible.
—¿Qué te gustaba en vida? —Isabel se atrevió a preguntarle apenas asomando la nariz y los ojos por el embozo de la cama.
—¿Qué dices? —escuchó la voz de la novia.
—Tu vestido favorito, tu cepillo del pelo, tu muñeca, tu pulsera —enumeró Isabel, intentando descifrar los objetos que pondría en el altar de Trini.
—Isabel, ¿estás bien? —caminó Juana Inés hacia ella.
Parecía que venía de un lugar distante; Isabel no podía reconocer que los libros podían ser ese lugar. Juana Inés debió pensar que era un juego y siguió la corriente a la niña porque dijo que el vestido rojo era su favorito. E Isabel se incorporó confirmando que sus sospechas eran ciertas y que podía encontrar la manera de acabar con su miedo.
—Mi pulsera de zafiros, la que me dio mi abuela, ni la
Eneida
de Virgilio, ni la
Metamorfosis
de Ovidio...
Isabel empezó a dudar. No sospechaba que la novia muerta hubiese leído un libro, porque salvo su padre y sus hermanos no conocía persona mujer que se metiese entre las letras como lo hacía Juana Inés, la que había venido en canoa desde los volcanes, cuando ella, Isabel Mata Ramírez, era una recién nacida.
—No eres la novia muerta —le dijo decepcionada.
Juana Inés se sentó a su lado.
—¿Qué ideas tienes? —preguntó asombrada.
—La que se quiso bajar por las sábanas atadas y cayó en la calle descoyuntada.
—¿La Coatlicue?
Isabel empezó a sollozar y su prima la abrazó. Parecía notar por primera vez los temores de la pequeña.
—¿Todos los días te da miedo?
Isabel asintió sin despegar la cara de los hombros de su prima. Juana Inés miró hacia la escribanía donde ella había estado. El libro estaba abierto, la luz vibraba. Comprendió a la pequeña. Había estado tan atenta a las lecciones de latín que se había olvidado de los temores que acompañan a los niños.
—¿La Coatlicue era la novia muerta?
Isabel vio desde su cama cómo Juana Inés dejaba los libros aquellos, soplaba a la vela y se volvía a su lado para contarle de un reino muy lejano donde las princesas se visten con velos y están encerradas en una torre porque el rey puede tener muchas esposas y todas son muy felices bañándose juntas, hablando, paseando por el jardín, cortando flores, escuchando música sobre cojines de seda, y cómo las niñas de las esposas del sultán se vuelven princesas que saben poemas y danzas y por las noches deleitan a su esposo... La voz persistente, musical, de su prima, fue entibiando los oídos temerosos de Isabel, que se abandonó a un dulce sueño entre azahares, camellos y desiertos que nunca había visto.
El capitán Diego Ruiz Lozano no hablaba a tontas y a locas; si bien era un hombre que celaba a Isabel y demandaba su presencia continua como si la trajera hilvanada a la piel (se adivinaban regocijos de alcoba en sus miradas traviesas y en sus roces discretos, aun después de tantos años amancebados), y eso hasta parecía chocante a quienes los tenían al lado, también era un hombre de palabra: lo que decía una vez se cumplía. Por ello era la tercera vez que Refugio Salazar viajaba a la ciudad de México y la primera en que lo hacía en compañía de caballero. El mismísimo Hermilo Cabrera, quien había custodiado el viaje de la niña Juana Inés por la laguna de Chalco hasta la acequia de la capital para entregarla en manos de Juan y María Mata, la acompañaba. El mismo con el que Refugio se sonrojó cuando lo conoció siete años atrás en la casa de coches de Amecameca. Hoy lo volvía a ver en el mismo lugar: el semblante moreno claro, la nariz ancha, los labios gruesos, los ojos finos y la plática cautivadora: un conocedor de las palabras. Refugio hubiera querido reclamarle al capitán esa tardanza de siete años para que cumpliera la promesa, porque al poco de irse Juana Inés, viajó sola para avisar a los Mata y a la criatura que la abuela Beatriz había muerto, que sus huesos menudos, cada vez más torcidos, no habían resistido la ausencia de su marido y lo buscaban a ras de suelo curvándose hasta que su porte de espiga cedió del todo.
—Así le decía mi padre a mi madre —dijo Isabel a la maestra durante el entierro—. Espiga, tráeme el tazón; Espiga, mis calzas; Espiga, el tabaco.
Encomendaron a Refugio el aviso de muerte y aquél fue un viaje atropellado, con el sinsabor de llevar en la lengua las palabras que harían sufrir a otros, por más que se les suavizara: no sufrió, murió en la cama, ya está con don Pedro Ramírez. Pero ahora era distinto, Refugio Salazar llevaba a Juana Inés los obsequios para su onomástico: el chal de lana que mandaba Catalina, tejido en grises jaspeados (ignoraba que en la ciudad el frío no era lo que en aquellas montañas neblinosas); los pendientes de zafiro que el capitán e Isabel habían mercado para la jovencita; la bolsa para peines bordada por Josefa con un colibrí y las iniciales JIRS. Cuando la maestra vio aquel monograma, se persignó. Esperaba que no indicara. Marieta, en cambio, enviaba un cuaderno de tapas marrón que encontró en la estantería de la biblioteca y que contenía algunas notas del abuelo; sin duda su hermana lo apreciaría. María negra colocó un envoltorio con requesón y queso de oveja en el regazo de la maestra y le prometió a su vuelta darle uno semejante para su propia casa. Refugio Salazar, acompañada del chico Jacinto, que la llevó a caballo, había salido enfiestada, contenta de cambiar de aires y con aquella frase de María negra retumbándole en el oído: su propia casa. Últimamente, por más que echaba a andar cada día rumbo a la Amiga, por más que asistía a misa, a los festejos de los santos, a los bautizos y a las primeras comuniones que amadrinaba, por más que leía y bordaba, las paredes se le habían vuelto un cascarón para su soledad, un inclemente refugio, como su propio nombre, para reposar su viudez intocada.
Jacinto le contaba que por aquellas veredas andaba con la niña Juana Inés. Se reía recordando que cuando la chica veía a los insectos que no se hundían en el agua del estanque, aunque nadaban sobre ella, quería saber a toda costa de qué estaban hechas sus patas que les permitían flotar en la superficie como Jesucristo.
—Un milagro, niña —le contestaba Jacinto.
Pero Juana Inés no estaba satisfecha y quería saber por qué unos pájaros tenían un canto agudo y otros uno más recio y penetrante. Suponía que se decían algo, pero no sabía si los azules comprendían a los cenzontles o si era entre ellos que se hablaban como los mexicas que no pronunciaban castellano al principio. Pero Refugio no escuchaba al negro; iba nerviosa, segura de que no viajaría sola y aquello borraba la importancia del resto, de la propia encomienda de festejar a Juana Inés, de verla de nuevo, de estar en la ciudad palaciega. El bosque le pareció más denso y oscuro y paladeó la felicidad de salir de él. El templo en el monte, conforme se acercaban a Amecameca, le pareció un engorroso vigía al que había pedido por el bienestar de su esposo difunto, pero no por ella, no por su felicidad, porque la felicidad era algo impensable cuando la viudez la condenaba al sufrimiento. Un marido muerto no era asunto para desear reírse de vez en cuando, o para sentir en el pecho una rara inflamación, o para mirar la mano de un hombre como miraría la de Hermilo Cabrera ayudándola a apearse de la diligencia. Sospechaba que sentiría el deseo de dejarla allí reposando para siempre entre esas palmas de buen tamaño.
Claro que en siete años podían haber pasado muchas cosas, entre ellas que el contador se hubiera casado y que no tuviera ningún miramiento para con ella, porque al tiempo que Juana Inés estaba en la ciudad aprendiendo latín, como bien contaban los Mata en sus misivas, o la propia niña cuando escribía, Refugio había envejecido. Notaba que sus vestidos de cintura apretada le quedaban chicos y que sus ojos remataban en una telaraña de arrugas menudas, aunque reconocía, cuando se miraba desnuda al espejo, que sus senos aún tenían la turgencia y colocación que alababa su difunto y que sus caderas eran amplias pero justas y que el vello de su sexo seguía siendo espeso y oscuro, no ralo y gris como el de su madre antes de morir. Qué miedo le daba encanecer en sus partes íntimas, qué miedo saberse vieja bajo la ropa. Era absurdo pensar en esas cosas, que si el hombre que la escoltaría era casado o no poco importaba cuando ella no tenía intenciones mayores ni andaba sospechando en cambiar su destino. Eso fue lo último que se dijo cuando Jacinto la ayudó a bajar del caballo y le acercó el bolsón con los obsequios para la niña y todavía añadió uno propio: una cáscara de nuez donde había pintado los volcanes. Refugio dejó sus sensiblerías —así se dijo apelando a la cordura que necesitaba para viajar con aquel hombre— y miró el diminuto paisaje que Jacinto colocó en su mano.
—¿Tú lo hiciste? —preguntó asombrada.
—Para que no me olvide la niña —asintió Jacinto.
Refugio envolvió la nuez en el pañuelo que llevaba en la manga y la metió en el bolso de mano.
—Le encantará —dijo al muchacho.
Los ojos de ella ya divagaban con nerviosismo cuando el chico insistió:
—Dígale que los volcanes se los manda Jacinto.
Cuando descendieron en la ciudad de México, Refugio estaba asombrada de la velocidad con que habían corrido las horas sobre el agua. Hermilo Cabrera estuvo atento a las molestias del viento y ofreció su capa para que no pasara frío; había hecho observaciones poéticas sobre el paisaje y había recitado a los poetas griegos y a Manrique, el español, y a fray Luis de León. Refugio se olvidó de la compañía de los otros, como si en aquella canoa sólo existieran el remero y ellos dos. Debió haber contribuido la cercanía del cuerpo de Hermilo; ese estar sentado el uno al lado del otro, irremediablemente su cadera embonando con la de él, su muslo adherido al del hombre. Si bien al principio se había esforzado por que sus piernas estuvieran muy juntas y separadas de las de él, conforme pasaba el tiempo el cuerpo se le había ablandado y con el natural bamboleo de la embarcación se había ido toda ella repegando al hombre fornido. El hombro de él, por encima del de ella, había servido para que se recargara unos minutos alentada por el propio Cabrera que le sugirió reposar un poco.