Yo mato (18 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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La música de fondo, entretanto, ha cambiado. La trompeta desgarra el aire con notas agudas sostenidas por un ritmo acentuado, Una sonoridad de percusiones étnicas que evoca rituales tribales y sacrificios humanos.

El hombre y su puñal prosiguen su ágil danza alrededor del cuerpo de Yoshida; en todas partes abre heridas por las que se cuela la sangre, sobre la tela de las ropas, sobre el suelo de mármol.

La música y el hombre se detienen al mismo tiempo, como en un ballet ensayado hasta el infinito.

Yoshida aún está vivo y consciente. Siente que la sangre y la vida fluyen de las heridas abiertas en todo su cuerpo, que ya no es más que dolor. Una gota de sudor baja por la frente y le quema el ojo izquierdo. El hombre le limpia la cara empapada con la manga de su bata ensangrentada. Un rastro rojizo, redondo como una coma, queda marcado en su frente.

Sangre y sudor. Sangre y sudor, como tantas otras veces. Y, sobre todo, la mirada impasible de las cámaras.

El hombre jadea bajo el pasamontañas de lana. Se acerca a la videograbadora y pulsa el botón para rebobinar la cinta. Cuando la ha vuelto al inicio pulsa PLAY.

En las pantallas, ante los ojos semicerrados de Yoshida y su cuerpo que se desangra lentamente, comienza todo otra vez. De nuevo la primera puñalada, la que le ha atravesado el muslo como un hierro candente. Y después la segunda, con su soplo frío. Y después las otras...

Ahora la voz del hombre es la del destino, morbosa e indiferente.

—Esto es lo que le ofrezco. Mi placer por su placer. Tranquilícese, señor Yoshida. Relájese y vea cómo muere...

Yoshida siente que la voz le llega como a través de un espacio lleno de algodón. Sus ojos están fijos en la pantalla. Mientras la sangre abandona poco a poco su cuerpo, mientras el frío va subiendo y ocupa cada célula, no consigue evitar sentir su enfermo placer.

Cuando la luz abandona sus ojos, ya no se sabe si está contemplando el infierno o el paraíso.

17

Margherita Vizzini cogió la rampa de acceso al aparcamiento de Boulingrins, en la plaza del Casino. Había poca gente por allí a esa hora de la mañana; tanto los ricos como los desesperados todavía dormían, y para los turistas de paso era demasiado temprano. Los que circulaban eran personas que se dirigían al trabajo, como ella. Margherita pasó de la luz del sol, de las personas sentadas en el café de París para desayunar, de los macizos de flores coloridos y ordenados, a la penumbra calurosa y húmeda del aparcamiento. Detuvo su Fiat Stilo e insertó en la máquina su tarjeta de abonada. La barrera se levantó y ella avanzó a marcha lenta hacia el interior.

Venía todas las mañanas de Ventimiglia, Italia, donde vivía. Trabajaba en las oficinas de títulos del ABC, el Banco Internacional de Monaco, en la plaza del Casino, justo enfrente de una tienda de Chanel.

Había sido una verdadera suerte encontrar ese puesto en Montecarlo. Y sobre todo, haberlo conseguido sin ninguna relación o recomendación. Después de obtener la licenciatura en economía y comercio con muy buenas calificaciones, le habían hecho diversas propuestas de trabajo, como sucede siempre a los estudiantes que destacan, pero la del ABC la había sorprendido.

Había ido a una entrevista sin abrigar muchas esperanzas pero, para su gran asombro, la habían elegido y contratado. El cargo presentaba varias ventajas: primero, un sueldo inicial sensiblemente más alto que el que hubiera cobrado en Italia; luego, el hecho de que, cuando se trabajaba en Montecarlo, las condiciones fiscales eran una historia muy distinta...

Margherita sonrió. Era una joven bonita, de pelo castaño, corto, y cara simpática, agradable. Un puñado de pecas en su pequeña nariz daban a su rostro la expresión picara de un elfo.

Un coche que daba marcha atrás para salir de su plaza la obligó a detener el suyo. Aprovechó ese momento para mirarse en el espejo retrovisor. Lo que vio la satisfizo.

Aquel día iría Michel Lecomte al banco, así que tenía que estar guapa.

«Michel...»

Al pensar en Michel y sus miradas tiernas experimentó una grata sensación de calor en la boca del estómago. Lo que los ingleses definen como tener «el estómago lleno de mariposas». Hacía ya un tiempo que había entre ambos un agradable juego de seducción, muy atrayente en su sutileza. Y ahora había llegado el momento de apretar un poco el acelerador.

El camino quedó libre. Enfiló por la rampa y comenzó a descender a la profundidad del aparcamiento, que ocupaba varios pisos bajo la plaza. Tenía su plaza de aparcamiento en la penúltima planta, en un espacio reservado para los empleados y funcionarios del banco.

Conducía con prudencia pero con desenvoltura. Bajó varios niveles; en algunos tramos los neumáticos rechinaban en el suelo brillante cuando ella viraba para tomar la curva de la rampa siguiente. Al fin llegó a su planta. El espacio reservado para ellos quedaba al fondo, detrás del muro divisorio.

Giró un poco a la izquierda para sortear el muro, y le sorprendió ver que el sitio estaba ocupado por una gran limusina, un brillante Bentley negro con cristales oscuros.

¡Qué extraño! Rara vez se veía esa clase de coches en el aparcamiento subterráneo. En general, esos vehículos los conducía un chófer vestido de oscuro, que, de pie junto a la puerta posterior abierta, ayudaba a subir y bajar a los pasajeros. O bien se dejaban con descuido ante las puertas del hotel de París y se encargaba a alguien que los aparcara en un lugar conveniente.

Probablemente pertenecía a un cliente del banco. El hecho de que fuera un Bentley excluía cualquier protesta, así que Margherita decidió aparcar en la plaza libre de al lado.

Quizá distraída por estos pensamientos, cometió un pequeño error de cálculo, y mientras maniobraba chocó contra la parte posterior izquierda de la limusina. Oyó el ruido de un faro de su coche que se rompía, mientras que la pesada berlina absorbía el golpe con una leve sacudida de la suspensión.

Margherita dio marcha atrás con suavidad, como si esta precaución pudiera anular el pequeño desastre que había causado. Luego miró con ansiedad la parte posterior del Bentley. Vio un arañazo en la carrocería, no muy grande pero bastante visible; había quedado con la marca del plástico gris de su parachoques.

Se secó las palmas de las manos en el volante.

Ahora debería ocuparse de todos los fastidiosos trámites que implicaba el incidente, y no digamos del embarazo de tener que confesar a un cliente del banco el daño que le había ocasionado.

Bajó de su coche y se acercó a la limusina, a la altura de la ventanilla posterior. Le pareció que dentro había alguien, una silueta borrosa que apenas distinguía debido a los cristales polarizados.

Acercó la cabeza, protegiéndose los ojos con las manos para evitar el reflejo. Sí, parecía que había alguien en el asiento posterior.

Le resultó extraño. Si así fuera, sin duda la persona se habría apeado al notar el choque.

Entornó los ojos. En ese momento la figura de dentro se inclino y se deslizó a un lado; la frente quedó apoyada contra la ventanilla.

Margherita vio con horror el rostro de un hombre, todo rojo de sangre; sus ojos sin vida la miraban muy abiertos; los dientes estaban completamente al descubierto, en una sonrisa de calavera.

Salto hacia atrás y, casi sin darse cuenta, comenzó a gritar.

18

Frank Ottobre y el comisario Hulot no habían dormido nada.

Habían pasado la noche delante de la cubierta muda de un disco, escuchando una y otra vez una cinta que no les había dicho gran cosa. Habían elaborado y descartado todas las hipótesis y habían pedido ayuda a cualquiera que supiera algo de música. También Rochelle, un inspector fanático de los equipos de alta fidelidad y poseedor de una increíble discoteca, se había concentrado en los dedos ágiles de Carlos Santana que atormentaban las cuerdas de una guitarra.

Habían navegado por internet, buscando en todos los sitios posibles alguna indicación que pudiera servirles para descifrar el mensaje del asesino.

Nada.

Estaban frente a una puerta cerrada y no lograban encontrar la llave. Fue una noche de muchos cafés y, por mucho azúcar que le pusieran, de sabor amargo en la boca. El tiempo pasaba y, con él, las esperanzas se desvanecían.

Del otro lado de la ventana, más allá de los tejados, el cielo se iba volviendo azul. Hulot se levantó del escritorio y fue a mirar por la ventana. En la calle el tráfico aumentaba poco a poco. Para la gente común aquella sería una nueva jornada de trabajo después de una noche de sueño. Para ellos, otro día de espera después de una noche de pesadilla.

Frank, sentado con una pierna sobre el apoyabrazos de su sillón, parecía muy ocupado contemplando el techo. Hulot se apretó el puente de la nariz y soltó un suspiro de cansancio e impotencia.

—Claude, hazme un favor.

—Diga, comisario.

—Ya sé que no eres camarero, pero eres el más joven y debes pagar por ello. Ve a ver si es posible conseguir un café un poco mejor que el de las máquinas.

Morelli sonrió.

—No veía la hora de que me lo pidiera. También a mí me apetece un café como es debido.

Mientras el inspector salía del despacho, Hulot se pasó la mano por el pelo canoso, más ralo en la nuca.

Cuando llegó la llamada supieron que habían fracasado.

Hulot se llevó el receptor a la oreja y le pareció que aquel pedazo de plástico pesaba cien kilos.

—Hulot —dijo, lacónico.

Escuchó lo que le decían y palideció.

—¿Dónde?

Otra pausa.

—Está bien, llegamos enseguida.

Nicolás reapareció y escondió el rostro entre las manos.

Durante la conversación, Frank se había puesto de pie. El cansancio parecía haber desaparecido en un instante; de pronto mostraba la tensión de un perro de caza ante una presa. Miraba a Hulot con la mandíbula apretada; los ojos, un poco enrojecidos, eran dos grietas.

—Tenemos un cadáver, Frank, en el aparcamiento subterráneo que está frente al casino. Sin cara, como los otros dos.

Hulot se levantó del escritorio y se dirigió hacia la puerta, seguido por Frank. Por poco no se tropezaron con Morelli, que entraba con una bandeja y tres tazas.

—Comisario, aquí está el caf...

—Morelli, deja el café y llama un coche. Han encontrado otro cadáver. ¡Deprisa!

Tras salir del despacho, Morelli se dirigió a un policía que pasaba `por el pasillo.

—Dupasquier, rápido, un coche abajo. Volando.

Bajaron en un ascensor que parecía venir de la cima del Himalaya.

Salieron y en el patio encontraron un coche que los esperaba con el motor en marcha y las puertas abiertas. Todavía no habían acabado de cerrarlas cuando el vehículo ya arrancaba.

—A la plaza del Casino. Conecta la sirena, Lacroix, y no te preocupes por los neumáticos —dijo Hulot al chófer, un muchacho joven de aspecto despierto, que no se hizo rogar y partió con un chirrido de caucho.

Recorrieron la subida de Sainte-Dévote y llegaron a la plaza con el estridente silbido de la sirena, entre cabezas que se daban vuelta a su paso. La pequeña muchedumbre de curiosos que se apiñaba frente a la entrada del aparcamiento parecía la réplica de la que había ocupado el puerto unos días atrás. Delante del casino se extendía la mancha de color de los jardines públicos, llena de macizos de flores y palmeras. A la izquierda, en el gran parterre de la rotonda frente al hotel de París, un hábil jardinero componía con flores la fecha del día. Frank pensó que, para la nueva víctima, alguien la había compuesto con sangre.

El coche patrulla se abrió paso con ayuda de los agentes, entre decenas de ojos que miraban ansiosos intentando distinguir el rostro de quienes iban dentro. Entraron en el aparcamiento y bajaron con un chirrido de neumáticos hasta el penúltimo nivel, donde esperaban otros dos coches con las luces giratorias encendidas, que lanzaban estelas luminosas contra los muros y los techos.

Frank y el comisario se apearon como si los asientos quemaran. Hulot habló con un agente y señaló los otros coches.

—Dígales que apaguen esas luces; si no, en cinco minutos estaremos todos ciegos.

Se acercaron al gran Bentley oscuro aparcado contra el muro. Apoyado contra el cristal de la ventanilla manchada de sangre estaba el cadáver de un hombre.

Al verlo, Hulot apretó los puños hasta que los nudillos le quedaron blancos.

—¡Hostia! ¡Hostia! ¡Hostia! —exclamó, como si ese acceso de ira pudiera de algún modo cambiar el horror que contemplaba.

—Es él, maldita sea.

Frank sintió que el cansancio de la noche en blanco se convertía en desaliento. Mientras ellos se hallaban en el despacho tratando desesperadamente de descifrar el mensaje de un loco, había dado un nuevo golpe.

Hulot se volvió hacia los policías que estaban a sus espaldas.

—¿Quién lo ha encontrado?

Se acercó un uniformado.

—He sido yo, comisario. O, mejor dicho, he sido el primero en llegar. Estaba aquí para trasladar un coche, y he oído gritar a la muchacha...

—¿Qué muchacha?

—La que ha encontrado el cuerpo. Está sentada en su coche, trastornada, llorando sin parar. Trabaja en el banco ABC, aquí arriba. Mientras aparcaba su coche ha chocado contra el Bentjey, ha bajado a comprobar los daños y entonces lo ha visto...

—¿Nadie ha tocado nada?

—No, no he dejado que se acercara nadie. Esperábamos que llegaran ustedes.

—Bien.

Frank fue al coche a buscar un par de guantes de látex y se los puso mientras volvía junto a la limusina. Probó la cerradura de la puerta delantera, del lado del conductor. La cerradura saltó. El coche no estaba cerrado con llave.

Entró en el vehículo y observó el cadáver. El hombre llevaba una camisa blanca tan empapada de sangre que apenas se veía el color original. Los pantalones eran negros, probablemente de un traje de etiqueta. La tela estaba muy rasgada, producto de numerosas puñaladas. Al lado del cadáver, sobre el asiento de piel, la inscripción, trazada con sangre.

«Yo mato...»

Asomándose por encima del asiento de cuero acolchado, cogió cuerpo por la espalda e intentó levantarlo para apoyarlo contra el respaldo, de modo que no resbalara. En ese momento oyó que algo caía con un ruido sordo en el suelo del coche.

Bajó, fue a abrir la otra puerta, del lado del cadáver, y se puso en cuclillas. Hulot, de pie tras él, se inclinó hacia delante para ver mejor, con los brazos a la espalda. No llevaba guantes y no quería tocar nada.

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