Authors: Giorgio Faletti
Robert Fulton -
Stolen Music.
Otra vez ese maldito disco. Frank pensó que esa música le perseguía como un anatema. Reflexionó. Era natural que Jean-Loup hubiera hecho una copia digital del disco, para escucharlo sin correr el riesgo de estropear el original. Entonces, ¿por qué, el día que había asesinado a Alien Yoshida, había llevado consigo el elepé de vinilo? Quizá tenía un significado simbólico, desde luego, pero también podría haberlo hecho por otro motivo, cualquiera que fuera...
Frank volvió a mirar el modernísimo lector de CD instalado entre los demás aparatos y luego posó otra vez los ojos en ese otro, mucho más modesto, que tenía delante.
Y se hizo una pregunta.
¿Por qué razón alguien que posee un equipo de última generación y un lector de CD ultramoderno escucharía música en un aparatejo de cuatro duros?
Había mil respuestas para esa pregunta, todas razonables. Sin embargo, Frank sabía que ninguna era la correcta. Apoyó la mano en el metal negro del aparato y pasó los dedos sobre las cifras trazadas en blanco, como si esperara que adquirieran relieve.
Una hipótesis es un viaje que puede durar meses, años, a veces una vida entera. La intuición que la confirma recorre el cerebro a la velocidad del rayo, y el efecto es inmediato.
Antes, oscuridad. Un instante después, la luz.
De golpe Frank comprendió para qué servía ese segundo lector de CD y qué eran esos números que el ocupante del refugio había tratado de borrar a toda prisa.
Aquellos signos blancos eran las cifras de una combinación.
Pulsó un botón, y el plato y el disco entraron en el reproductor de CD. Luego pulsó el botón de START, marcado con una flecha. En la pantalla apareció una serie de números que indicaban qué pista se estaba reproduciendo y cuánto tiempo había transcurrido desde el inicio.
Miró cómo corrían lentamente los segundos en ese pequeño rectángulo luminoso. Cuando marcó 10, pulsó el botón que hacía pasar el disco a la pista siguiente. Esperó hasta que apareció el número 7 y pasó a la tercera pista. Cuando el cuadro luminoso marcó 4, pasó a la cuarta. Cuando leyó el número 8 en la pantalla, pulsó el botón de STOP.
Clic.
El chasquido fue tan leve que si Frank no hubiera contenido el aliento no lo habría oído. Giró hacia su derecha, de donde había provenido el ruido, y vio que el anaquel de metal había avanzado unos centímetros; encajaba con tanta perfección que cuando estaba cerrado parecía formar una sola unidad con la pared.
Introdujo los dedos en la grieta que corría a lo largo del fondo y tiró hacia sí. El anaquel se deslizó cerca de un metro sobre unos goznes ubicados a los lados y permitió ver una puerta metálica de forma circular. Tenía un mecanismo de abertura de rueda muy semejante al de la puerta de plomo que daba acceso al refugio.
Durante el registro del bunker, en ningún momento se habían preguntado por qué los anaqueles de la estantería estaban vacíos. Ahora que había una explicación, Frank pudo resolver un problema que nadie había tenido la perspicacia de plantear.
En realidad el mueble ocultaba la segunda salida.
Frank manipuló la cerradura de rueda en el sentido contrario a las agujas del reloj, hasta que oyó que la cerradura se desbloqueaba. Empujó y la puerta se abrió sin dificultad, girando silenciosamente sobre los goznes. Pensó que Jean-Loup Verdier debía de haber dedicado mucho tiempo y muchos conocimientos técnicos al mantenimiento de ese lugar.
Detrás encontró la boca de una suerte de camino subterráneo, de alrededor de un metro y medio de diámetro, un agujero negro que partía del refugio para terminar quién sabía dónde.
Frank guardó el móvil en el bolsillo de la camisa, se quitó la chaqueta y extrajo la Glock de la funda sujeta a la cintura del pantalón. Se echó al suelo y se vio obligado a hacer unos movimientos de contorsionista para pasar entre los soportes del anaquel. Franqueó la puerta de cierre hermético. Permaneció un instante mirando el acceso al túnel y la oscuridad que reinaba en él. La ligera claridad que llegaba del refugio, obstruida en parte por el anaquel y su propio cuerpo, no permitía ver más allá de un metro. Podía ser peligroso, muy peligroso, adentrarse a ciegas en aquel camino subterráneo.
Sin embargo, cuando pensó quién había huido por allí y todos los crímenes que había cometido, penetró con decisión en el túnel. A esas alturas, no habría renunciado a hacerlo ni aunque corriera el riesgo de encontrarse, del otro lado, frente a un pelotón de ejecución.
Pierrot asomó a la cabeza por encima del matorral donde se había escondido y miró hacia la calle. Vio con alivio que todos los coches y las personas que esperaban se habían ido, al igual que los policías.
Bien. Ahora todo marcharía bien. Pero antes se había asustado mucho...
Tras salir de la radio, había subido a pie hasta la casa de Jean-Loup con su mochila a la espalda. Estaba un poco nervioso porque no estaba seguro de recordar bien el camino. Había ido varias veces a Beausoleil, pero siempre en el coche de Jean-Loup, que se llamaba «un Mercedes», y él no prestaba mucha atención al recorrido, ya que estaba muy ocupado riendo y mirando a su amigo. Cuando estaba con Jean-Loup, siempre se reía. Bueno, siempre no, porque había gente que decía que solo los tontos se ríen siempre, y él no quería que le consideraran tonto...
Además, no estaba acostumbrado a pasear solo, porque su madre temía que le pasara algo malo o que los otros chavales le tomaran el pelo, como la hija de la señora Narbonne, esa bruja de dientes torcidos que le llamaba «retrasado».
El no sabía muy bien qué era un retrasado, así que se lo había preguntado a su madre. Ella había vuelto la cabeza, pero no lo bastante deprisa como para impedirle ver que tenía los ojos llorosos. Pierrot no se preocupó mucho; los ojos de su madre también se ponían llorosos cuando miraba por televisión esas películas donde al final había dos personas que se besaban, con fondo de música de violines, y después se casaban.
Solo rogó que los ojos húmedos de su madre no significaran que en algún momento él debiera casarse con la hija de la señora Narbonne.
A mitad de camino le entró sed y bebió, sin dejar de andar, la lata de Coca-Cola que había cogido de casa. Lo hizo un poco a pesar suyo, porque su intención era compartirla con Jean-Loup, pero hacía calor y tenía la boca seca; además, seguro que su amigo no se enojaría por tan poco.
En todo caso, todavía le quedaba la lata de Schweppes.
Cuando llegó a casa de Jean-Loup estaba bastante sudado y pensó que quizá debería haber llevado una camiseta para cambiarse. Pero eso no era ningún problema. Sabía que Jean-Loup tenía en el lavadero un armario donde guardaba las camisetas que usaba solo para trabajar en casa. Si la suya estaba muy sudada, Jean-Loup le prestaría una, y luego él se la devolvería lavada y planchada por su madre. Ya había sucedido en una ocasión, cuando estaban en la piscina y su camiseta había caído al agua y Jean-Loup le había dado una azul que tenía escrito «Martini-Racing» en letras blancas, solo que esa vez no había sido un préstamo, sino un regalo.
Antes que nada tenía que encontrar la llave. Enseguida vio el buzón de aluminio del lado interior de la verja, con el nombre de Jean-Loup Verdier escrito en verde oscuro, el mismo color de los barrotes. Metió la mano entre las rejas y palpó el fondo de la caja de metal. Notó bajo los dedos la forma de una llave, adherida con una ligera capa de un material que parecía goma de mascar seca.
Justo cuando estaba a punto de tirar de la llave y despegarla, en la explanada cercana a la verja se detuvo un coche. Por suerte Pierrot estaba oculto por un matorral y por el tronco de uno de los cipreses, así que el hombre que iba en el coche no pudo verle. Se asomó y vio que el ocupante del vehículo era ese policía extranjero que andaba siempre con el comisario, aunque ahora el comisario ya no estaba; alguien le había dicho que había muerto. Pierrot avanzó corriendo sin dejarse ver, porque si el hombre descubría que él estaba allí seguro que le preguntaría qué hacía en aquel lugar y después querría llevarle a su casa.
Subió por el sendero, siguiendo el asfalto y manteniéndose siempre a cubierto. Después de haber superado el tramo que bajaba tan rápido que solo mirar hacia abajo le daba vueltas la cabeza, saltó la valla de seguridad y encontró una mata donde esconderse.
Desde su nuevo y más elevado punto de observación se veía el patio de la casa de Jean-Loup; miró con curiosidad un montón de gente que iba y venía, sobre todo policías vestidos de azul y policías vestidos de policías, y alguno que vestía normal. Estaba también el que iba a la radio y que cuando hablaba con alguien no sonreía nunca y cuando hablaba con Barbara sonreía siempre.
Pierrot no se movió de su escondite durante un rato larguísimo, hasta que se fueron todos y el patio quedó vacío. El último en marcharse, el estadounidense, había dejado abierta la persiana metálica del garaje.
Pierrot pensó que por suerte él estaba allí para cuidar de la casa de su amigo. Bajaría a ver si los discos de Jean-Loup estaban en su lugar y antes de irse cerraría la persiana; si no, cualquiera podía entrar y robar lo que quisiera.
Se irguió con cautela y salió de detrás del arbusto, mirando alrededor. De tanto estar en cuclillas, le dolían las rodillas y sentía hormigas en los pies. Se puso a pisotearlas para que se fueran, como le había enseñado su madre.
Pierrot elaboró un plan de acción.
Desde donde se hallaba no podía llegar al patio de la casa, porque en medio de la bajada hacia el mar estaba la cuesta empinada. Debía subir hasta la calle de asfalto y desde allí bajar de nuevo y ver si podía saltar la verja.
Se acomodó la mochila en los hombros y se preparó para enfrentar la subida.
Por el rabillo del ojo vio un movimiento entre los arbustos, un poco más abajo. Primero creyó que se había equivocado. No era posible que hubiera alguien allá abajo. Si alguien hubiera pasado por el mismo camino, él le habría visto desde su escondite. Y nadie podía subir por esa cuesta, porque era demasiado empinada. De cualquier modo, por prudencia, volvió a agazaparse tras el matorral. Apartó las ramas con las manos, para ver mejor. Durante un rato no sucedió nada, y casi se convenció de que se había equivocado. Luego sus ojos captaron de nuevo movimiento entre las matas. Se llevó una mano a la frente para resguardar los ojos del reflejo del sol.
Lo que vio le dejó boquiabierto.
Por debajo de él, vestido de verde y marrón como si formara parte del suelo y los arbustos, con una bolsa de tela en bandolera, estaba su amigo Jean-Loup, que salía de entre unos matorrales.
Pierrot se quedó sin aliento. Tenía ganas de incorporarse y gritarle que estaba allí, pero quizá no fuera buena idea, porque, si todavía no se habían ido todos los policías, alguno de ellos podía descubrirlos. Decidió subir un poco más y alertar a Jean-Loup de su presencia desde un lugar protegido por el terraplén.
Sin apartar los ojos de su amigo, Pierrot se desplazó en silencio, tratando de imitar los movimientos de Jean-Loup, que entraba y salía de las matas sin mover ni una hoja del follaje.
Cuando llegó al punto más elevado vio que era una posición perfecta para llamar la atención de Jean-Loup sin que le vieran desde la casa. Más abajo había un saliente rocoso, no muy grande, pero sí lo suficiente para sostenerle de pie. Desde allí podría hacer señas a su amigo, o hasta llamarle en voz baja, sin que ningún policía se diera cuenta.
Bajó con cuidado por la pendiente hasta llegar lo más cerca posible del saliente, y se preparó flexionando las rodillas. Alzó los brazos al cielo y saltó. Apenas sus pies se apoyaron en el suelo, la piedra porosa cedió bajo su peso y el pobre Pierrot comenzó a rodar por la cuesta, gritando en el vacío.
Frank avanzaba con lentitud en la oscuridad más absoluta.
Tras un atento examen del túnel, había visto que tenía altura suficiente para permitirle avanzar agachado sin demasiado esfuerzo. No era la posición más cómoda, pero sí la menos peligrosa, dada la situación. Con una sonrisa amarga pensó que ninguna situación podía definirse mejor que esa como «un salto en la oscuridad».
Al cabo de unos pasos, con la impresión de caminar como un perro amaestrado, ya no contó con la ayuda de la leve claridad que provenía del refugio y penetró en la negrura absoluta. Aunque sus ojos habían tenido tiempo de adaptarse a la oscuridad, no veía absolutamente nada.
Con la pistola en la mano derecha, iba con el cuerpo apoyado en la pared de la izquierda, algo inclinado hacia atrás, para poder ir tanteando con la mano libre y controlar que no hubiera obstáculos o, peor aún, agujeros en los que pudiera caer. Si le sucediera algo allí abajo, en ese tubo cuya existencia ignoraban todos, no saldría hasta el día de la resurrección.
Se desplazaba con cautela, metro a metro. Las piernas comenzaban a dolerle, sobre todo la rodilla derecha, la que se había lesionado en un partido de fútbol americano y había necesitado una operación de menisco y ligamentos cruzados; la misma que le había impedido seguir jugando en el equipo del
college
y en competiciones profesionales, de haber aspirado a ello. Para no sobrecargar la articulación se empeñaba en ejercitar con regularidad los músculos de las piernas, pero de un tiempo a esta parte, desgraciadamente su entrenamiento dejaba bastante que desear. Por otra parte, la posición a la que se veía obligado a mantener para avanzar por el túnel habría puesto a prueba hasta las rodillas de un levantador de pesas.
Se estremeció. En aquel agujero hacía frío. Sin embargo, debido a la tensión nerviosa, notaba el sudor en las axilas y en la tela liviana de la camisa. En el aire escaso flotaba un olor a hojas podridas y humedad, sumado al del cemento que revestía el camino subterráneo. De vez en cuando tocaba con las manos alguna raíz que había logrado introducirse en una fisura. La primera vez se había sobresaltado y había retirado la mano como si se hubiera quemado. Enseguida pensó que, dado que el conducto llevaba al exterior, no era improbable que algún animal pudiera entrar en él y elegirlo para hacer una cómoda madriguera. Frank no era un hombre impresionable, pero la idea de tener un contacto físico con una culebra o una rata no le tentaba en absoluto, ni en ese momento ni nunca.
Pensó que esa larga cacería del asesino contribuía a dar cuerpo a todas sus fantasías. La situación en que se hallaba ahora era la misma que había imaginado cada vez que pensaba en Ninguno. Avanzar a paso lento, rastrero, furtivo, en medio del frío y la humedad que son desde siempre el reino de las ratas. Y también, al mismo tiempo, el cuadro exacto de lo sufrido durante la investigación: una marcha lenta, a pequeños pasos, fatigosa, en la oscuridad total, esperando un delgado rayo de sol que los sacara de las tinieblas.