Authors: Giorgio Faletti
Lo que observaba allí, en cambio, era la batalla de un individuo con sus demonios más íntimos, esos que devoran la mente como la herrumbre devora el hierro. Nadie mejor que Frank para comprenderlo.
Notó que le costaba respirar y volvió sobre sus pasos. Hulot esperó a que se acercara y reanudó su relato.
—En el puerto de Fontvieille, donde estaban anclados, nos han dicho que Jochen Welder y Arijane Parker salieron al mar ayer por la mañana. Como no regresaron, suponemos que decidieron echar anclas en algún lugar de la costa. No demasiado lejos, probablemente, ya que no tenían mucho combustible. El desarrollo del crimen no está del todo claro, pero tenemos una hipótesis bastante verosímil. Hemos encontrado un albornoz en el puente. Quizá la joven salió a tomar el aire, tal vez se dio un baño en el mar. El asesino debió de llegar desde tierra, a nado. De cualquier modo, la sorprendió, la arrastró bajo el agua y la ahogó. El cuerpo de la mujer no presenta heridas. Después, el asesino atacó a Welder en el puente y le apuñaló. Arrastró los dos cadáveres hasta la habitación y allí, con toda calma, realizó este... este trabajo, ¡santo Dios! Para terminar, llevó la embarcación hacia el puerto, bloqueó el timón de modo que apuntara al muelle, y se fue como había llegado.
Frank guardó silencio. A pesar de la penumbra, no se había quitado las gafas. Con la cabeza inclinada, parecía observar la línea de sangre que pasaba entre ellos.
—¿Qué piensas?
—Si las cosas han ocurrido como tú dices, el tipo debió de actuar con mucha sangre fría.
Quería irse de allí, quería volver a su casa, quería no haber visto lo que había visto, quería no decir lo que estaba diciendo. Quería volver al muelle y proseguir con tranquilidad, bajo el sol, su paseo hacia la nada. Quería respirar sin darse cuenta de que lo hacía. Sin embargo, siguió hablando.
—Si llegó a nado hasta el barco, significa que no lo hizo en un ataque de locura sino que fue algo premeditado y preparado con cuidado. Sabía dónde estaban sus dos víctimas, y es muy probable que no las eligiera al azar, que fueran exactamente ellos a quienes quería matar.
El otro asintió como si acabara de oír algo que también él había pensado.
—Eso no es todo, Frank. Ha dejado esta especie de comentario sobre lo que ha hecho.
Hulot se apartó con un movimiento casi teatral, para revelar lo que había a su espalda. Ante los ojos de Frank apareció la mesa de madera y la inscripción delirante que parecía trazada por la mano de Satanás.
«Yo mato...»
Frank se quitó las gafas, como si la penumbra le impidiera comprender el significado de aquellas palabras.
—Si todo ha ocurrido según tu hipótesis, esta inscripción no es solo un comentario de lo que hizo, Nicolás. Significa que lo hará otra vez.
El hombre cierra tras de sí la pesada puerta hermética.
La hoja vuelve a su lugar en silencio; encaja con precisión en la jamba de metal y se confunde con la pared. El volante de cierre, parecido al de un submarino, gira con facilidad entre sus manos. El hombre es fuerte, pero se nota que el mecanismo se engrasa con frecuencia para asegurar un perfecto funcionamiento. El hombre actúa meticulosamente. En el lugar en que se encuentra reinan el orden y la limpieza.
Está solo, encerrado en su refugio secreto, que excluye a los demás seres humanos, la luz del día y la fluidez del pensamiento. En su mente se agolpan y encuentran su exacto lugar la actitud furtiva del animal que vuelve a su guarida y la lúcida concentración del predador que ha identificado a su víctima, el rojo sangre del crepúsculo, voces que gritan y voces que susurran, paz y guerra.
La habitación es rectangular y bastante amplia. La pared de la izquierda está ocupada por entero por una estantería llena de aparatos electrónicos. Hay un equipo completo de grabación, compuesto por dos unidades Alesis de ocho pistas conectadas a un ordenador Macintosh. La instalación está formada por diversas máquinas para la manipulación del sonido, montadas en cascada a la derecha de la pared: compresores, filtros Focus Rite y Pro Tools, algunos racks de efectos musicales Roland y Korg. Y un escáner, con el que se pueden captar comunicaciones de radio de todas las frecuencias, incluida la de la policía.
Al hombre le gusta escuchar esas voces. Se mueven de una parte a otra del espacio; pertenecen a personas sin rostro y sin cuerpo; son la fantasía y la libertad de imaginar, son su voz en la cinta y su voz en la cabeza...
El hombre levanta la caja de cierre hermético que había dejado en el suelo para cerrar la puerta. A la derecha, contra la pared de metal, hay un tablón de madera sobre dos caballetes. Deposita allí la caja y se sienta en una silla, cuyas ruedas le permiten llegar con un simple movimiento a la pared opuesta, donde se hallan los mandos del equipo de grabación. Enciende frente a él una lámpara que, sumada al neón del techo, arroja una luz potente sobre la mesa donde se dispone a trabajar.
El hombre nota que la emoción acelera poco a poco los latidos de su corazón mientras acciona uno a uno los cierres de la maleta.
La noche no ha transcurrido en vano. El hombre sonríe. Fuera, en un día como cualquier otro, hay hombres que lo están buscando.
Perros de trapo con ojos de vidrio, inmóviles en el escaparate centelleante de su mundo canino. Otras voces en el aire, que se persiguen en vano, como vano es el sentido de su carrera.
Aquí, en la tranquilizadora penumbra, el hogar vuelve a ser el hogar; la justicia recupera su esencia; el paso, su eco. Aquí el espejo que no se ha hecho añicos refleja la piedra que cae al suelo, arrojada inútilmente. Sonríe y sus ojos brillan como estrellas que anuncian la realización de una antigua profecía. En el silencio absoluto, solo su mente percibe la música solemne que flota en el aire mientras él levanta lentamente la tapa de la maleta.
En el espacio limitado de su lugar secreto se esparce el olor de la sangre y del mar. El hombre siente que la angustia le aprieta el estómago. De pronto, el latido triunfal de su corazón se convierte en el tañido de una campana de muerte.
Se levanta con brusquedad, hunde las manos en la maleta y, con gestos delicados de coleccionista, extrae lo que queda de la cara de Jochen Welder, que gotea sangre y agua de mar. El cierre hermético no ha resistido y se ha filtrado agua salada. Inspecciona con cuidado los daños que ha causado la sal. En todos los puntos donde la ha tocado el agua marina, la piel está cocida y manchada de blanco. Los cabellos están resecos y enmarañados.
El hombre deja caer su trofeo en la maleta como si de repente le diera asco. Se desploma en la silla y se coge la cabeza con las manos sucias de sangre y sal. Indiferente, se pasa los dedos por el pelo y la frente y se inclina bajo el peso de la derrota.
Todo en vano. El hombre siente que la rabia llega desde lejos; es como el rumor de una carrera entre la hierba alta, el aliento ansioso, el trueno que retumba sobre los tejados entre murmullos de miedo.
Su ira estalla. Se levanta de golpe, coge la maleta, la levanta sobre su cabeza y la arroja contra la pared de metal, que resuena como un diapasón afinado con los repiques de muerte que el hombre lleva dentro. La maleta rebota y cae en el centro de la habitación. Gira sobre sí misma y queda de costado; la tapa está casi suelta por la violencia del choque contra la pared. Los pobres restos de Jochen Welder y de Arijane Parker se esparcen por el suelo. El hombre los mira con desprecio, como se mira un cubo de basura volcado en un callejón.
El acceso de ira dura poco. Pronto la respiración vuelve a la normalidad, el corazón se calma, las manos caen a los costados, rozando la tela de los pantalones. Los ojos vuelven a ser los del sacerdote que escucha en el silencio voces proféticas que solo él puede oír.
Habrá otra noche. Y muchas otras noches más. Y mil rostros de hombres cuya sonrisa apagará como una vela dentro de una estúpida calabaza vacía.
Se sienta de nuevo y empuja la silla hacia la pared cubierta de aparatos electrónicos. Busca en la estantería que rodea toda la habitación, atestada de discos de vinilo y CD. Saca uno y lo introduce en el equipo, casi con frenesí. Pulsa la tecla de inicio y una música de cuerdas se difunde por el lugar.
Es un sonido melancólico, que evoca el viento frío del otoño cuando sopla a ras de tierra y obliga a las hojas que descansan en el suelo a bailar una mórbida danza.
El hombre se relaja contra el respaldo de la silla. Sonríe otra vez. Su desaliento ya está olvidado, disuelto en la dulzura de la música.
Habrá otra noche. Y muchas otras noches todavía. Insinuante como la melodía que flota en espiral por la habitación, con la música llega la voz.
« ¿Eres tú, Vibo?»
—
Merde
!
Nicolás Hulot arrojó el periódico que tenía en las manos sobre la pila que ya llenaba el escritorio. Todos, franceses e italianos, publicaban la noticia del doble homicidio. A pesar de los esfuerzos por mantener en secreto ciertas informaciones, se había filtrado todo. Las características de los crímenes bastaban de por sí para despertar la voracidad de los reporteros, como si fueran pirañas devorando una res. Pero, además, las víctimas eran dos personas famosas, por lo que los titulares derrochaban creatividad. Un campeón del mundo de Fórmula Uno y su amiga, una ajedrecista de renombre mundial.
Era una mina de oro que cualquier periodista excavaría con sus propias manos.
Un reportero especialmente hábil había logrado reconstruir paso a paso los acontecimientos, tal vez gracias al testimonio, probablemente bien remunerado, del joven tripulante que había descubierto los cuerpos. En cuanto al detalle de la inscripción sobre la mesa, la fantasía de los cronistas se había echado a volar con particular empeño.
Cada uno daba su interpretación personal pero dejaba abierta las puertas a la imaginación de los lectores.
«Yo mato...»
El comisario cerró los ojos, pero la imagen que aparecía en su mente no cambió. No lograba sacarse de la cabeza las dos palabras trazadas en la madera con la sangre de las víctimas. Esas cosas no sucedían en la realidad. Eran solo invenciones de los escritores para vender libros. Eran tramas de películas que algún guionista de éxito escribía cómodamente en su casa en una playa de Malibú mientras tomaba una copa. Eran hechos que investigaban policías estadounidenses con la cara de Bruce Willis o John Travolta, de físico atlético y pistola fácil, no un comisario monegasco ya más cercano a la jubilación que a la gloria.
Se levantó y fue hacia la ventana, con el andar de un hombre abrumado por el cansancio de un largo viaje.
Lo habían llamado de todos los niveles jerárquicos del principado, uno tras otro. A todos había dado las mismas respuestas, ya que todos le planteaban las mismas preguntas. Miró el reloj. De inmediato habría una reunión para coordinar las investigaciones policiales. Además de Luc Roncaille, el director de la Süreté, estaría Alain Durand, el procurador general de Monaco, que había decidido hacerse cargo de la investigación, en su calidad de juez de instrucción. También, al parecer, asistiría el asesor del Interior. Solo faltaba el príncipe, que, según el ordenamiento interno, era el jefe constitucional de las fuerzas policiales, pero todavía no se había dicho nada...
Se enfrentaría a todos ellos con lo único que tenía por el momento: poca información y mucha diplomacia.
Oyó que llamaban a la puerta y se dio la vuelta.
—Adelante.
La puerta se abrió y entró Frank, con la expresión de alguien que querría estar en otra parte.
Hulot se sorprendió de verle entrar, pero sintió un instintivo alivio. Sabía que esa visita era un gesto de gratitud, y también de solidaridad en medio de todas aquellas dificultades. Sin duda, Frank Ottobre, el Frank de antaño, habría sido el hombre ideal para llevar aquella investigación, pero Hulot sabía que su amigo no quería volver a ser policía, nunca más.
—Hola, Frank.
—Hola, Nicolás, ¿cómo estás?
Hulot tuvo la impresión de que Frank había hecho esa pregunta para evitar que se la hicieran a él.
—¿Que cómo estoy? Pues ya puedes imaginártelo. Me ha caído en la cabeza un meteorito, cuando no estaba preparado ni para soportar una piedra. Estoy en una situación muy delicada. Los tengo a todos encima, como perros que han confundido mi trasero con un zorro.
Frank, sin responder nada, se sentó en el sillón que había frente al escritorio.
—Estamos esperando los resultados de la autopsia y los informes de la brigada científica, aunque al parecer serán poco o nada significativos. Los expertos han registrado el barco centímetro a centímetro, y no ha aparecido nada. Hemos hecho el análisis caligráfico de la inscripción de la mesa, pero tampoco tenemos resultados de momento. Estamos todos rezando para que no sea realmente lo que parece...
Observaba el rostro de su amigo por si veía el menor signo de interés. Sabía que la historia de Frank era un peso muy difícil de cargar. Desde la muerte de su esposa, en circunstancias muy traumáticas, parecía dominado por un deseo sistemático de autodestrucción, como si se sintiera culpable de todos los males del mundo.
Hulot había visto personas que habían caído en el alcohol, o en cosas peores, y gente que se había quitado la vida en un intento desesperado de poner fin a sus remordimientos. Frank, en cambio, se mantenía lúcido, íntegro, como si no se permitiera olvidar, como si quisiera cumplir cada día una condena sin atenuantes. La sentencia se había pronunciado, y él era, al mismo tiempo, el juez y el condenado.
Hulot se sentó y apoyó los codos sobre el escritorio. Frank guardaba silencio, inexpresivo, con las piernas cruzadas sobre el sillón. El comisario continuó como si ello le produjera un enorme cansancio.
—No tenemos nada. Nada de nada. Es probable que nuestro hombre llevara un traje de submarinismo, con aletas, guantes y capucha, y no se lo haya quitado en ningún momento. Por lo tanto, no ha dejado ninguna huella digital ni orgánica, es decir, ni vello, ni cabellos. Las marcas de pies y manos son tan normales que podrían pertenecer a millones de personas.
Hulot hizo una pausa. Los ojos de Frank parecían dos pedazos de carbón, oscuros como la mina de la que debían de haberse extraído.
—Hemos iniciado las investigaciones sobre las víctimas. Pero ya te imaginas la cantidad de gente que deben de haber conocido dos personas como ellas; con la vida que llevaban, siempre de aquí para allá...