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Authors: Antonio Di Benedetto

Tags: #Relato

BOOK: Zama
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Recién amanecido, el capitán ya no se tenía de excitación. Lo fastidiaba la perspectiva de internarse en dominio de indios armados, aunque en teoría ellos fuesen vecinos amistosos de los españoles.

De verlo tan excedido de enojo, me entró el sabor de mi secreto: yo, el que sufrí resignadamente la afrenta de su ira, era el único enterado de que Vicuña Porto galopaba en pos de su perseguidor.

Venganza. Regocijo.

Podía callar dos, cuatro, ocho días más sin penar por mis flaquezas.

Contaba con la disculpa, valedera ante mí mismo, de que difería la denuncia por cobrarme la mano que Parrilla me puso encima, burlándome, calladamente, de sus esfuerzos, que lo llevaban, sin razón, más allá, cada vez más allá.

40

Hacia el este, la tierra derivaba en insensibles lomas, que, en gradual crecimiento, a la distancia tomaban el azul aéreo de las sierras.

Al oeste, a veces ante nosotros, progresaba el pajonal, alto, suficiente para encubrir a un hombre en toda su estatura.

Fue indispensable destacar tres vigías, que marchaban distanciados entre sí quinientos pasos y a unas trescientas varas delante de nosotros.

En cierto momento vi retardarse a uno de ellos. Caracoleó su caballo y él dio con el brazo la señal de alarma.

Rápido apresto a la voz del jefe, que serpenteó velozmente alrededor de la tropa.

Antes de que Parrilla hubiera terminado de revistar a su gente, el vigía cambiaba la alarma por aviso de temor infundado.

Nos acercamos, al galope corto.

Del pajonal habían salido dos indios altos, bien formados, sin cejas, con una raya de pintura azul que les marcaba la frente y bajaba por la nariz. Cada uno llevaba su lanza.

El baquiano nos explicó que en sus manos no pasaba de ser arma inofensiva.

Eran indios guanaes y de consiguiente pacíficos. Usaban la lanza a fin de cazar venados y avestruces y defenderse de las fieras. Para cazar precisaban cabalgadura. Iban a sumarse a la población mbaya con el objeto de disponer de caballos.

Se agregaron, pues, a nuestra tropa.

En una loma apacible, la toldería procreaba la silueta reiterada de sus unidades. Por su altura, conquistaban un fondo de nubes finas y alargadas que el sol, declinante, hacía suavemente rojas.

Los indios sirvieron de emisarios, enviados por Parrilla.

Regresaron abriendo y cerrando los brazos en el aire. Los toldos, querían decir, se hallaban vacíos.

No les creí. Parrilla tampoco.

En previsión de una celada, se adelantó un piquete con las armas dispuestas. Al volver confirmó la observación.

Los guanaes palparon las cenizas junto a las viviendas y dijeron que habían sido abandonadas poco tiempo antes. En consecuencia, sentenciaron, los mbayas tenían una fiesta, más hacia el lado del sol, o se apostaban en algún sitio escondido, aguardándonos o temiendo una represalia de los indios caaguaes, sus enemigos.

Parrilla ordenó formación de combate y tuve conciencia de su aturdimiento porque, con tanta caballería de recambio y ganado vacuno entre nosotros, ningún ordenamiento era posible. Además, porque avanzar con la noche prevenida para arrollarnos en menos de una legua representaba peligro cierto de entregarnos en confusión al cerco de los indígenas.

Yo lo entendía de esa manera, pero no discutí la orden, más que por incapacidad de resistirla, porque la aventura presentaba una nueva dimensión.

Desde la partida y el impulso de revalidar títulos merced a una hazaña, no había aprobado mi conducta, ni disfrutado de hacerlo, como en aquel momento.

Creo que no pensé que podía morir.

Pensaba en la lucha.

Dejamos a retaguardia la toldería y en más de media hora de marcha cautelosa nada de alarmante distinguí ni, al parecer, observaron nuestros vigías.

El avance se había ido produciendo por una insensible cuesta. Al llegar al lomo, los vigías de detuvieron.

Paró nuestra columna.

Ellos no avanzaban ni nos pasaban noticias.

Parrilla arrancó, en un ímpetu, y yo no acepté quedar postergado.

Llegamos y miré lo que en silencio miraban los vigías.

Abajo, como a media legua, otra agrupación de toldos, con el signo vital del fuego en hogueras caudalosas y esa inestabilidad de las figuras que en torno indicaba cuerpos en movimiento. Pero no los que forman el número de una tribu, sino muchedumbre.

Parrilla ordenó reanudar la marcha.

Tomamos francamente el declive.

Se había evadido la ilusión de la lucha. Para mí.

Para el capitán Parrilla, tal vez, no. Puede creerse que siguió alucinado por el fantasma de la batalla. Olvidó mudar la orden de formación de combate y, aunque ésta fuese puramente quimérica, importaba una exhibición de armas que resultó mortal. Yo tampoco lo noté.

Creo que la noche, puesta a favor de los indígenas, se descargó en pocos momentos.

Sólo se veían, a distancia, las móviles llamaradas de los fogones.

El ulular nos golpeó de repente.

Un rato antes yo había enganchado el trabuco en bandolera y no acerté a recordarlo.

Estaba desarmado cuando percibí que los alaridos se volvían una masa próxima, flotante y continua, como una cinta en derredor de nuestro grupo.

Nada percibí entre los nuestros, ningún sonido.

Todo venía de afuera.

Pero el cuerpo múltiple que formábamos con soldados, caballos y vacas tendió a reventar y yo, que estaba en un extremo, me sentía impulsado a ese muro envolvente y atronador.

Cesó.

Los indios se retiraron.

Entonces fue el tiempo de escuchar los gritos de dolor, las llamadas de socorro revueltas con los relinchos y mugidos que exhalaban las pobres bestias espantadas o heridas tapando por momentos las voces humanas.

Los indígenas se habían replegado, presumí yo, preparando otra embestida.

Los dos guanaes los conocían mejor. Se ofrecieron a pasar a las líneas enemigas para explicar que no llevábamos propósitos bélicos.

Parrilla, por una vez, no se sintió suficiente para resolverlo todo. Yo estaba a su lado. Me consultó. Dijo que deseaba castigar a los indígenas. Le hice notar que no sabíamos cuántos eran nuestros atacantes y desconocíamos el terreno que ellos mostraban tener de aliado.

Parrilla aceptó mi opinión.

Quizás era también la suya, pero precisaba quien tomase, siquiera en parte, la responsabilidad de la claudicación.

Los guanaes regresaron con un emisario mbaya.

Se aceptaban nuestras explicaciones, se lamentaba la sangre española perdida y se nos invitaba a participar de su fiesta, una celebración de victoria guerrera obtenida a expensas de los monteses.

Parrilla les hizo decir que nos honraba el convite, pero que no podríamos aceptarlo porque debíamos atender a nuestros heridos.

Partieron el mbaya y los guanaes.

Mientras se cumplía la negociación no era posible un reconocimiento ni encender fuego.

Teníamos que permanecer en guardia.

Los lamentos me golpeaban el rostro.

Pensé en las lanzas. Una de ellas que viniera a mí en la oscuridad, me diera en el estómago y yo pudiese tomarla con las manos, sabiéndola agente de mi muerte irremediable. Pero no en la frente. No en la boca. No en los ojos.

Los negociadores regresaron con un hacha encendida.

El cacique Nalepelegrá exigía que, al extinguirse la tea, estuviésemos con él en la fiesta todos los sobrevivientes ilesos y los heridos en condiciones de montar a caballo. Era un mandato de vencedor.

Enterado de que presumiblemente algunos de nuestros hombres estaban muertos, nos hacía saber que, por la larga amistad de mbayas y españoles, no les arrancarían la cabellera. En la mañana podríamos enterrar sus cuerpos enteros. Ellos se lamentarían con nosotros de la muerte de nuestros compañeros de armas y una hija del cacique, en señal de duelo, permanecería encerrada en su toldo tres días, con espinas de pescado clavadas en los brazos.

La tea era de cortas dimensiones. Se hizo necesario apurar.

Tres muertos. Los heridos, cinco, dos de ellos con la crueldad de la lanza, tres quebrados por los pisotones de las bestias espantadas.

Vicuña Porto mantenía su total salud y energía.

No era una fiesta, sino pelea.

Pero como una batalla pensada y ritual.

Llegamos a los toldos sin anunciarnos ni ser recibidos de manera especial.

Nos incorporamos a los espectadores: niños, mujeres, ancianos, sentados en el suelo sin mostrar inquietud, pasión ni compasión.

Procuré discernir esa función bárbara. Los indios se golpeaban unos a otros, en batalla de puñetazos que no eximía al parecer, a ningún mayor ni adolescente.

De momento no pude creer en la eficacia de los golpes: no admitía mi entendimiento que, en cuanto nos hubieron batido, se produjo entre ellos la discordia. Pero vi narices sangrantes, labios partidos, ojos estropeados. Uno de ellos se detuvo, terminó de aflojar un diente, lo arrojó al suelo y buscó adversario, con el que en seguida estaba nuevamente en pérdida.

Más allá, las cuatro hogueras. Entre ellas, un sitio en claro.

Algo se amontonaba en ese lugar. Me distraje de la contienda mirando con detenimiento.

Cabezas con el cuello destrozado, cueros cabelludos con los pelos asentados por los coágulos de sangre, miembros recientemente seccionados. Los trofeos.

Mientras, la riña había quedado en suspenso, aunque todavía encendida en algunos sectores. Cierto número de indígenas procuró apaciguar a los bravos que sostenían la acción. Éstos los agredieron. Me pareció que otra vez se generalizaría la pelea. Pero no.

Entonces se acercó un indio muy sucio por la tierra y el sudor de la lucha.

Nos dijo que esa parte de la fiesta había terminado y era tiempo de beber.

Dijo su nombre, Nalepelegrá, y dijo que deseaba conocer el nuestro.

Parrilla dijo «Capitán Hipólito Parrilla», poniéndose rígido, como en actitud de saludo ante un superior, aunque sin saludar y por consiguiente mostrándonos que no se humillaba. Nalepelegrá le tocó las mejillas con las palmas abiertas.

Di un paso adelante. Nalepelegrá reparó en mí. Se acercó. Dije mi nombre sin añadir títulos, sin forzar la posición de cuerpo. El cacique pasó los dedos por mi barba. Tenían un olor fuerte, que me quedó pegado.

Creí que entonces repartiría la bebida. Pero no aún.

Se mantenía a la espera. Yo no sabía de qué.

Parrilla me miró, buscando ayuda, por si de nosotros dependía la situación.

Nalepelegrá pateó el suelo. En un instante se convirtió en un caballo. Piafaba.

Mis carnes se sintieron martirizadas por el terror; pero no podía, no debía moverme.

Vicuña Porto, sin pedir autorización a su capitán, se adelantó ante el cacique, tocándole la frente con la mano izquierda.

Nalepelegrá se aplcacó.

Vicuña Porto dijo «Gaspar Toledo», su nombre en la milicia, y el jefe de los indios levantó la mano a sus barbas.

Entendimos.

La ceremonia se repitió con los restantes soldados.

Después bebimos chicha de miel.

Mucha.

Yo necesitaba matar la sed y dormir pesada, bestialmente.

El Sol era un perro de lengua caliente y seca que me lamía, me lamía, hasta despertarme.

El perro había mostrado conmigo la mayor fidelidad, despertándome el primero de todos. Quedaban por el suelo, para su lengua, muchos durmientes.

Indios, soldados, el capitán…

Me alcé hasta sentarme. Contraje las piernas y dándoles firmeza asidas con los brazos, volqué sobre las rodillas la cabeza, que no aceptaba mantenerse erguida.

Pero funcionaba.

Me hizo presente que la caballada estaba dispersa y sería agotador reunirla. Que las vacas habrían huido a los bosques y las que no, estarían en poder de los indios, tal vez carneadas.

Que habían sido carneados tres de los nuestros.

Quise dolerme. No pude.

No sabía cuáles eran. No los conocía. Los vi mal, de noche.

Consideré que tendríamos que darles sepultura.

Quedarían allí, al pie del cerro, con una cruz y una piedra encima.

El viento voltearía la cruz.

Alguien, después, sacaría la piedra.

Tierra lisa.

Nadie.

Nada.

Me sacudí, sin moverme.

No podía ser. Eso no podía ser para mí.

Era preciso regresar, no exponerse más.

Abandonar la búsqueda.

Parrilla no se avendría a hacerlo, injuriado su honor militar por los indios y sin haber apresado a Vicuña Porto, sin haber olido un rastro de él.

Vicuña Porto.

Denunciarlo. Volver.

Levanté la cabeza, apenas, para que los ojos buscaran.

No estaba entre los tumbados.

Parrilla dormía. De espaldas, abierta la boca, torcida la cabeza.

Despertarlo. Decirle. Llamar, los dos, a los seis, ocho, soldados dormidos, los más próximos, e ir por él.

Si.

Debía hacerlo. Llamar a Parrilla, decirle…

Pensaba todas las acciones, pero no conseguía moverme.

Tenía rodeadas las piernas con los brazos, el cuerpo como embalado. Para que lo transportaran, no para desplazarme. Hubiera sido terrible que alguien me exigiera que lo hiciese poner de pie, al cuerpo.

Apareció un soldado, no sé por dónde. Otro, un tercero, que era Vicuña.

Miraban, tal vez por ver cuándo se enderezaba el jefe.

Puse la frente sobre las rodillas.

Dormir… Dormir…

41

Nalepelegrá nos quitó las vacas diciéndonos que pagaría por ellas más de su valor. Este pago fue decirnos que las vacas fugitivas de todas las haciendas del norte se refugiaban en los bosques de y-cipó.

Nos aconsejó sacarlas, hacer un gran rodeo, llevarlo a nuestra tierra y abandonar la búsqueda del hombre blanco, porque, dijo, todos los hombres blancos son igualmente malvados, menos el capitán Parrilla, yo y cada uno de nuestros soldados, a los que mencionó por sus nombres o algunos aproximados. Se envanecía de haberlos aprendido.

Carecíamos de carne fresca.

Un día comimos charqui.

Otro, pescamos. Logré un
manguruyú
quizá de cinco arrobas.

Por acercarnos al agua, descuidábamos los bosques, nos hundíamos en pajonales y de tal modo perdíamos de vista las poblaciones indias, donde, recordó Parrilla, podía estar amparado Porto.

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