Zama (8 page)

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Authors: Antonio Di Benedetto

Tags: #Relato

BOOK: Zama
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La guardiana, esa de quien todo el tiempo estuve temiendo que pudiese delatarnos si hablábamos sin prudencia, era muda.

Este otro ardid de Luciana para contenerme contrapesó mi orgullo de saberla dispuesta a misteriosos recursos para verme aun cuando su marido estuviese en la ciudad.

Si ya me lo anticipaba, sin consultar siquiera mi no descartable ingenio, es que ponía fe en algún medio en el cual, tal vez, era experta.

16

Toda mi disciplina para el rigor de la prescindencia de mujer no fuese extremo, se había quebrantado. Yo era el caballo sobre la raya y la orden de salida se difería.

Confié, sin embargo, en el dominio que podía ejercer sobre mí mismo, ejercitado por la espera larga ya de año y medio.

Quedaba el temor a los sueños, que son incontrolables, pero la fatiga acumulada me exigía cama.

No obstante, el único sueño aprehensible fue sedante: reiteró su llegada aquella joven solitaria y sonriente que venía a confiarse a mi amparo. De nuevo me resultaba inidentificable con Marta, Luciana, Rita o cualquier mujer conocida.

Configuraba un vaticinio agradable que repetido en pocos días, cobraba crédito de hacerse realidad. Lo deseé, fervorosamente, como un consuelo y un freno.

De igual forma que en la ocasión anterior, me permitió comenzar la mañana con sosiego y esperanzas.

Era día inactivo, por algún santo no muy festejado, y lo inicié con una cabalgata tierra adentro, de ida contemplativa y regocijada, de regreso empecinada en la velocidad, por el puro placer de andar vivamente, ponerse en tensión para guiar y no caer, sentir el ritmo del cuerpo conjugado con el compás del galope… Pero era también una prisa de llegar como si necesitara darme de nuevo con la gente.

Pasé por el puerto. No había noticias de barco del Plata. Y yo precisaba recibir algo, tener algo distinto, algo que me ocupase y tuviera relación directa conmigo, cualquier cosa proveniente de un ser humano; aunque, de ningún modo, las acostumbradas relaciones vecinales y de funcionario.

Conduje el animal al pesebre.

La ciudad, mañanera y tenuemente festiva, entreabría ventanas e intercambiaba caminantes y carruajes de barrio a barrio y de iglesias a hogares.

En las calles, saludé a algunas señoras y doncellas que solía tratar por amistad o vinculación con sus respectivos hombres, esposos o padres.

De pronto, me lancé a la aventura.

Una desconocida dama de mantilla, escoltada por dos pardas, fijó su mirada en mí, a medida que nos aproximábamos de frente. Creí interesarle y, apartándome a un costado, le hice una reverencia que no contestó. Me vino la apetencia de ella —la apetencia de mujer— y quedé un momento a la expectativa de que se diese vuelta u ordenara hacerlo a una de sus criadas. Como esto no ocurrió, y sencillamente parecía dejarme atrás y yo no me resignaba a que desapareciera sin que se aclarase el porqué de su mirada insistente, tomé su camino resueltamente. Alguna criadita lo advirtió y la dama, avisada, apuró el paso, pero el mío era más ganador de espacio. Ella ya casi corría y yo también, aunque los dos sin perder compostura. Era una persecución violenta, destinada, bien lo veía, a un fracaso por cualquier motivo, más que ninguno al de mi escaso tacto. Pero no cejé hasta ponerme a unas varas de ella. Entonces salió al paso, de su hogar, calmosa e innegable, una nombrada familia con la que yo mantenía frecuentes contactos. Tuve que detenerme a saludar.

Después me interné por calles de diferentes rumbos, sin dar con la fugitiva.

Pero ya estaba lanzado.

Retorné a los lugares donde afluían mujeres devotas o visitadoras y saludé a todas las que no venían con guardia masculina. Si eran conocidas, buscaba en su expresión un indicio de disposición más que cortés; si no, alguna correspondencia a mi actitud ligeramente galante que me revelase a la mujer capaz de un desvío.

Estaba excitado y atento a los signos más sutiles, dispuesto a aferrarme a cualquiera de ellos y llevar adelante mi osadía hasta alguna victoria. Caminé, sude; fui y volví una hora más. Después la población móvil fue raleando y se extinguió. Era ya tiempo de almorzar y también mi estómago reclamó por sus derechos.

Cuando me pusieron en la mesa el plato de queso y el jarro de vino calculé en cuántas mesas, en ese momento, una mujer comunicaba al marido su extrañeza por la atrevida conducta del asesor de gobierno. Había esparcido infructuosos recelos, de consecuencias que no podía prever.

Aun condenando mi desarreglo, lo sentía poderoso, reacio a toda brida, en la sangre anhelante. Debía contenerme, debía castigarme.

Recurrí al encierro en mi habitación. Pero no tenía sueño. Pensaba en los besos de Luciana y, aunque los reconocía culpables de mi estado, los imaginaba minuciosamente y podía reproducir las sensaciones que me recorrieron.

No me eché a las calles hasta el anochecer. En los alrededores de la plaza ese día hubo mercado y las vendedoras, mujeres libres o esclavas mandadas por sus amos, retiraban ya las canastillas de mandioca, pimientos, dulces, tabaco, café y otras mercancías que permanecieron colgadas sin conseguir quien las llevase.

Estuve unos momentos entretenido en verlas alzar su negocio, contar las moneditas, parlotear y despedirse de prisa, seguramente con lástima de que terminara un día para ellas tan ameno. Se retiraban en pequeños grupos, que en camino irían desgranándose.

Al pasar, una que marchaba con otras tres me miró con esa mirada que quiere decir: a este hombre querría yo, pero sé que es imposible.

No. No era imposible.

Las seguí a distancia. Notaron mi maniobra y se pusieron inquietas.

Dos quedaron en una casa de gente acomodada. Las otras dos siguieran hacia las rancherías. Una de ellas era la deseada.

En el límite de la piña circulaba la ronda. Si me escondía, con no ser ello de solución simple, daba a las mujeres pretexto para denunciarme.

Los soldados no molestaron a las mujeres. De sus ropas y canastas trascendía que regresaban del mercado.

Cuando se aproximaban a mí, acortaron el paso. El oficial me reconoció y no hubo necesidad de aclaraciones; por lo contrario, no me demoró en absoluto y me hizo algunas innecesarias zalamerías, que en diferente situación me habrían halagado.

Una mujer se introdujo en un rancho.

Para la otra quedaba camino: los últimos ranchos dispersos, las ruinas del hospital y después, tendidas, una y otra
coga
, chacra, con sus viviendas definidas con sus menguados resplandores de hogar.

Ya la noche estaba demasiado densa, pesado el cielo, con esa gravidez que precede a la diafanidad, cuando está por subir la luna. No podía distinguir a cuál de las mujeres seguía. No me importaba.

La noche estaba compacta, dura, y me comunicaba su energía. Delante iba una forma de mujer y era ya como tenerla, con una certidumbre que nada podía alterar. Mi cuerpo adivinaba el suyo.

¡Ya!, me dije, y al irme al tranco largo, para prenderla, subió por la noche el aullido agorero de un perro.

Lo condené como a hijo de Satanás y sin aflojar el tranco iba murmurando los insultos que ahuyentan las malas influencias.

En ese punto llegó la luna y mi alegría de sentirme más seguro, viendo donde pisaba, se ahogó en un instante. Una jauría silenciosa había olido presa en nosotros y se nos venía encima. Afloraba de las vecindades de las ruinas.

La mujer a veinte pasos se estancó.

Le grité: «¡Valor! Ahí voy», y fui, espada en mano.

Pero los perros pasaron a su lado sin rozarla —la habían reconocido— y, enardecidos, lanzaron el asalto contra mí, el extraño. El primero vino tal impulso que no pude ensartarlo y se trepó por mi pecho hasta querer morderme la cara. Lo aparté con fuerza mediante un golpe del brazo libre y cayó de lomo. Le di un puntazo certero y rápido que lo anuló.

Mientras, me cercaban otros dos, y uno de ellos tiraba mordiscos a mis botas. Los malherí a mandobles. Quedaron agonizantes con aullidos de dolor y rabia. Los otros se mantuvieron a distancia, ladrándome, hasta que los dispersé con embestidas y gritos.

La mujer se había refugiado entre las primeras ruinas. Acudí, limpiando la espada, fanfarrón y dominante.

Era ella y era joven.

Puso mi mismo ardor. Tuve, un momento, dieciocho años, la juventud perfecta.

Me senté en unos restos de adobones. Usé el yesquero y la primera luz me mostró sus pies descalzos y curtidos. Llevé la llama al rostro. Ella sonreía esperando. Yo consideré los rasgos, su nariz, su piel. Era sin duda nacida de madre negra y yo, tanto tiempo privado de las mulatas que por dinero… Pero de ésta había tenido la aceptación voluntaria.

Me confortaba con este pensamiento, entre mis reflexiones, mientras descansábamos.

Pero ella me dijo:

—Su merced, si quiere seguir conmigo…

Yo estaba agradecido y satisfecho y me sentía complaciente. Por eso la escuché.

¡Me imponía ciertos requisitos! Debía llevarla de criada a mi casa y también a su madre y a sus hermanitos.

Empleé otra porción de paciencia, la suficiente para preguntarle:

—¿Y si no lo hago?

—No me verás más.

Fue enteramente categórica. Advirtió que no había sido el mío capricho de hombre blanco y se alzaba con su planteamiento de condiciones, tan dueña de dar como yo. Estábamos en un mismo plano; en ese momento ella lo sentía así y yo también. Pero yo era un hombre blanco y funcionario del rey: podía ofenderme. No obstante, estaba humillado.

Me puse de pie, sacudí mis ropas y, en silencio, emprendí el camino a la ciudad.

Aquel episodio excedía el derecho de enamorarme. En el amor del enamoramiento hay un requisito de encanto ideal.

Podía pensar de esta manera porque estaba momentáneamente aquietado, con respecto a algo. Aunque de pensarlo me venía congoja. Una seca congoja.

A unas cien varas, quise ver cómo nos distanciábamos, cada cual por su rumbo.

Me volví y me recibió de pleno la noche, que se había tornado apacible y tolerante. Estaba, quizás, cautivada.

Me pareció que saldría de la noche regresando a la ciudad.

Pero me costó desasirme de esta visión del vasto mundo para fijar atención en la huella y su trayecto hacia el horizonte. Nadie transitaba por ella. La joven debía de estar aún echada en el suelo, tal vez muy triste.

De día, posiblemente no lo hubiera hecho.

En la mañana evitaba dar con mi propia mirada: me peiné ante el espejo, sí, pero mirando hacia arriba, y después cuidé el paso por la barba asimismo sin verme los ojos.

No obstante, en cuanto estuve compuesto arrojé el peine y fui al espejo. Me miré a los ojos con desafío. Después, más calmo. Resistía mi propia mirada, pero consiente de que ante los ojos de Marta habría sentido necesidad de cortarme algo.

17

Vino barco.

No estaba yo, por aquel tiempo, pendiente de los cañonazos del puerto. Por eso, al escuchar el primero, con el sobresalto no atiné a discernir qué esperaba de la nave. Por un instante recordé que aguardaba a una joven en travesía desde el Plata a mi encuentro. ¿Marta?… No; no. Otra era, otra tenía que ser; pero tampoco aquella… integrada a la región de los sueños. Misiva de mi madre, de mi esposa, de mi cuñado debía esperar yo; un decreto con sello del rey merecía recibir de ese barco.

El segundo cañonazo sonó imperativo para mis urgencias; entonces me gobernaron confusos presentimientos.

Voy por carta, previne al secretario. De tal modo dejaba una respuesta al gobernador, si es que deseaba saber de mí, tan incumplidor de mis obligaciones en las semanas anteriores. Pero iba, de un modo excluyente, por el rostro de la viajera soñada.

Como no la descubría entre quienes asomaban por la borda, estuve yo en la nave antes de que los viajeros tocaran tierra. Me empujaba la necesidad de encontrarla y otra vez —tan pronto— no tenía sosiego, aunque iba tan sólo enamorado. Enamorado, pero con qué vehemencia. Registraba con tal denuedo que un oficial, quizás obedeciendo órdenes del capitán, quiso detenerme. Apelé a mi autoridad; pero me contesto que a bordo no podía reconocerla, a menos que le explicase por qué me introducía de esa forma en las cabinas de pasajeros.

Lo hice, diciéndole que buscaba a una dama que venía del Plata. Me demandó su nombre y, claro está, no pude dárselo. Sí las señas; pero no había cargado ninguna mujer joven en toda la ruta.

Tuve conformidad para la falta de noticias de mi hogar, ya que, de no recibirlas buenas, nada podría haber hecho por remediar sus dificultades.

Trajo el bergantín un gran rollo con sellos del rey; aunque no para el asesor letrado, sino para el gobernador.

Pidió mi presencia en su despacho. En la mesa estaba desplegado el envío, con los sellos exteriores rotos y en el interior, uno muy grueso de lacre y oro con cintillas. Parecía esplender entregando sus luces al rostro del gobernador.

Pero no me habló todavía del envío real, sino de mi caso, diciéndome que estaba al corriente de mis deseos, gestiones y merecimientos y con el anuncio, que antes nunca hizo entrever, de que pronto alguien de influencia podría ocuparse del ascenso y traslado apetecidos.

Sin darme tiempo a preguntarle por el benefactor, con un aire cada vez más acentuadamente bondadoso y siempre ocultando algo, me anticipó que, por de pronto, esa persona dispuesta a ayudarme daría solución a uno de mis problemas inmediatos.

Él —era él, naturalmente— había arreglado ya que no hubiera juicio contra Ventura Prieto, a cambio de que éste saliera de prisión para trasladarse al barco y exiliarse. De tal modo, me evitaba todas las desagradables alternativas del proceso judicial.

El gobernador se mostraba radiante y sin duda creía que yo iría a doblarme en manifestaciones de gratitud. No atiné a hacerlas porque quedé meditabundo, con olvido de que me hallaba en audiencia: Ventura Prieto pagaba una ofuscación mía con el deshonor, un tajo en la mejilla, la cárcel, pérdida del puesto y salida del país. Cuanto podía argumentar yo para inculparlo era aversión hacia él y el hecho de que me preguntó si di con la curandera acompañada de un niño rubio, lo que de ningún modo, visto a distancia, significaba que él mandase a ese mozuelo a asaltar mi casa. Bien es cierto que ésta no era su patria, pero aquí estaban sus intereses y por algo habría venido. Era demasiado perseguir así a un hombre; yo debía reconocer que, por mi enojo o precipitación, con fundamento o no, él se había convertido en mi enemigo, de manera que los dos éramos muchos para una sola ciudad.

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