Zama (3 page)

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Authors: Antonio Di Benedetto

Tags: #Relato

BOOK: Zama
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Con los ojos indiqué al guardián que podía conducirlo de regreso.

También Ventura Prieto dijo que yo debía hallar la forma de salvarlo.

Se lamentaba de no haber visto el cuerpo acuchillado de la mujer morena. Quería saber por dónde la cortó.

5

Esta audiencia absorbente hizo acallar los estampidos que en mi corazón causaron los dos espaciados cañonazos anunciadores de la presencia de un barco.

El saco de correspondencia fue traído a la gobernación antes de que yo pudiese salir, como otras veces, hasta el muelle, para acercarme más a las posibles novedades y al rostro de los marinos y contados viajeros de arribo.

El oficial mayor distribuyó concienzudamente sobre su mesa los envíos para cada cual, ninguno para don Diego de Zama, porque mis manos estaban destinadas a permanecer vacías otro largo tiempo.

Esta ausencia de noticias de Marta, de mis hijos y de mi madre me causó esa depresión que en más de una llegada de barco tuve que sufrir, pero que, al sumarse la cifra en el transcurso de los ya catorce meses de permanencia, me abatía aún más.

Al abandonar mi despacho, prescindí de ese espectáculo siempre deseable de otra embarcación, grande y procelosamente viajera, en el puerto.

Me reduje a casa.

Pedí a una esclava una colación de huevos de gallina. Por desacostumbrado, ya que siempre comía afuera, esto atrajo la atención de las hijas de mi huésped, don Domingo Gallegos Moyano, y determinó que más tarde una de ellas se aproximara a mi aposento con oferta de mate, que acepté.

Consagré la segunda mitad del día a una epístola, detenida y quejosa, a Marta, para que el barco la llevase en su camino río abajo.

Desenvolvía despacio en mi mente el viaje de la carta, por agua hasta Buenos Aires, por tierra después de centenares de leguas con su rumbo oeste, y me dolían los reproches, frescos aún en el papel, que mi esposa, lejana y sin su hombre, habría de leer tres, cuatro meses más tarde, quizás en un día en que yo fuese feliz. Pero no modifiqué mi escrito.

En mi retiro, hacia el crepúsculo, tuve el anuncio de un visitante.

Como ignoraba cuál barco había arribado, asimismo desconocía que el capitán era mi amigo, el oficial Indalecio Zabaleta, a quien abracé con fuerza y cariño.

Entreví que, si me buscaba tan pronto, apartando los asuntos que normalmente ocupan a un capitán en su primer día de puerto, algo traía para mí. Pero alguien distinto capturó mi atención, antes de hacerle cualquier pregunta.

Más allá de la puerta, en la galería, estaba detenido —contenido, me pareció— un niño. Ciertamente, venía con Indalecio y podía ser hijo de éste. Sin embargo, no me importaba eso, sino sus facciones, noblemente agitadas, y los ojos, anunciadores de un desborde que, al volverse el capitán hacia él, se produjo sin aguardar otro estímulo.

Corrió y se volcó en mis brazos, estremecido por un sollozo que, se me ocurrió, era de gusto y entusiasmo.

Acertaba. Indalecio me lo explicó, impresionado, tal vez orgulloso, por el arrebato de su vástago:

—En el viaje le he dicho quién era el doctor don Diego de Zama.

El doctor Diego de Zama con el homenaje, imprevisible y tocante, de un mozuelo de doce años. Ese reconocimiento hacía contrapeso a tantos olvidos y disminuciones soportados en días y días hasta aquella tarde.

¡El doctor don Diego de Zama!… El enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada. Zama, el que dominó la rebelión indígena sin gasto de sangre española, ganó honores del monarca y respeto de los vencidos. No era ése el Zama de las funciones sin sorpresas ni riesgos. Zama el corregidor desconocía con presunción al Zama asesor letrado, mientras éste se esforzaba por mostrar, más que un parentesco, cierta absoluta identidad que aducía. Mostrábale antiguo la asesoría, en rango segundo en toda la extensión de la provincia, exactamente luego de la gobernación. Pero, al hacerlo, Zama asesor sabía, sin que pudiera esconderlo, que en este país, más que en otros del reino, los cargos no endiosan, ni se hace un héroe sin compromiso de la vida, aunque falte la justificación de una causa. Zama asesor debía reconocerse un Zama condicionado y sin oportunidades.

A esta altura del duelo, Zama el menguado podía sospechar que Zama el bravío quizá no tuvo tanto de aguerrido y temible: un corregidor de espíritu justiciero puede seducir fácilmente la voluntad de esclavos estragados por meses de represión más que violenta, cruel.

Yo fui ese corregidor: un hombre de Derecho, un juez, y esas luces, en realidad, sin ser las de un héroe, no admitían ocultamiento ni desmentidos de su pureza y altura. Un hombre sin miedo, con una vocación y un poder para terminar, al menos, con los crímenes. Sin miedo.

«Le he dicho quién
era
Zama». Un resplandor de mi otra vida, que no alcanzaba a compensar el deslucimiento de la que en ese tiempo vivía.

Zama
había sido
y no podía modificar lo que fue. Podía creerse que me determinaba un pasado exigente de mejor porvenir. Ese niño, el hijo de Indalecio, venía a reclamármelo con su emoción admirativa.

Sin embargo, yo veía el pasado como algo visceral, informe y, a la vez, perfectible. Por los elementos nobles no dejaba de reconocer algo —lo más— pringoso, desagradable y difícil de capturar como los intestinos de un animal recién abierto. No renegaba de eso; lo tomaba como una parte de mí, incluso imprescindible, aunque no hubiese intervenido en su elaboración. Pero, con todo, yo esperaba ser yo por el futuro, mediante lo que pudiera ser en ese futuro.

Tal vez creía serlo ya y vivir en función de esa imagen que me aguardaba adelante. Tal vez ese Zama que pretendía parecerse al Zama venidero se asentaba en el Zama que fue, copiándolo como si arriesgara, medroso, interrumpir algo.

Mediado el aguardiente, supe que Indalecio estuvo en Buenos Aires con mi cuñado, gestor ante el virrey del traslado que estrictamente me correspondía y precisaba tener.

Las promesas eran para un tiempo incierto, pero de signos positivos.

A cambio del anuncio, en el que confiaba, aunque a medias, ya que poseía algunos rasgos de reiteraciones fallidas, entregué al capitán una confesión de mis necesidades: no apetecía tanto un ascenso como la ubicación en Buenos Aires o en Santiago de Chile, porque mi carrera estaba estancada en un puesto que, se me insinuó con el nombramiento, implicaba apenas un fugaz interinato. Y esto más: entre mi mujer y yo mediaba la mitad de la longitud de dos países y todo lo ancho del segundo.

No obstante, quizá por la presencia de la criatura, me guarde la confesión total: hasta qué punto la distancia implicaba tortura, por la rigurosa lealtad guardada a Marta, aunque a mi conciencia no pudiera explicarle claramente por qué le era tan fiel.

Cenamos en la posada.

De regreso, tan tarde, pude maravillarme del señorío solitario de la luna y, con el empuje del alcohol, sentirme predispuesto a igualarla ante cualquier situación de prueba. Las calles solitarias, bordeadas de casonas y baldíos en sombras, el terreno accidentado en su depresión hacia el río, eran propicios a la sorpresa que mi estoque, ciertamente, sabría responder sin cortedad.

Me sentía valeroso e inmensamente dispuesto a amar, esa noche.

Tuve, como predestinado, la sorpresa y una mujer hermosa y fresca conmigo.

Como la hora era ya tan alta, entré a la casa por los fondos, utilizando la reservada portezuela del huerto, más allá del patio de los sirvientes.

Creo que mi presencia, inesperada en ese lugar y tan tarde, desbarajustó algo. Calculo que alguien pudo fugarse o esconderse demasiado bien antes de que yo entrara.

Pero alguien más quedó sin poder disimularse bastante. Intentó un tardío escape al abrigo de los paredones y la distinguí mujer, sin identificarla. Con diez pasos largos muy tácticos, llegué adonde podía cortarle el paso; y ella, sin duda viéndose irremediablemente interceptada, no se detuvo.

Avanzaba directamente y esos instantes de espera quizá calaron más en mí que en ella, porque tuve el optimismo y la audacia de concebir rápidas esperanzas.

En Rita, la menor de las hijas de don Domingo, mi huésped. Lo supe cuando aún nos separaban cuatro varas de distancia, pese a la mantilla que apenas limitaba la claridad de la Luna sobre su rostro. Mujer lunar, me dije, por conferirle encanto al momento; pero otro era el estremecimiento que mandaba en mis sentidos.

No había dado dos pasos más y cayó al suelo. Había tropezado. Corrí a ayudarla, aunque ya medio se ponía de pie y evidentemente no precisaba socorro. Pero yo, descontrolado, para aprovechar, la tomé de atrás y terminé de alzarla mientras mis manos codiciosas hacían presión sobre sus pechos. Eran blandos, como muy tocados.

Me cobraba el silencio que guardaría sobre su escapada nocturna. Descubría intenciones sin el menor reparo. Ella las ignoró. Respuesta, suave, pero desentendida de mi abrazo, me miró con resolución a los ojos, me dijo unas quedas palabras de agradecimiento, como correspondiendo a un gran favor, y con dignidad y cautela se retiró hacia las habitaciones.

No podía imputarme atrevimiento ni abuso. Lo entendió muy pronto. A su vez, me hizo entender que no me temía.

Me demoré en la huerta. Un rato estuve vuelto hacia el sitio por donde ella había desaparecido. Supongo que debo haber permanecido estúpidamente envarado y absorto.

Después, reaccionando, me recosté en un retazo de hierba fragante. Necesitaba que un rato más me asistiera el encanto de aventura a descubierto de esa noche. Porque se me había revelado una posibilidad, bajo mi propio techo. Blanca y española; muy joven. Mis manos sabían que no era pura.

6

Fiesta en casa de don Godofredo Alijo, ministro de la Real Hacienda.

La esposa había anunciado que sería a la moda inglesa y nos citó a las cinco de la tarde. Hizo servir cacao humeante con copitas de licor dulce y confituras. Todos decían que era «muy ingles» y yo me abstuve de opinar, porque había observado en las costas del Pacífico que los ingleses que lo tomaban habitualmente como alimento eran los marineros. No hubiera desagradado a mis contertulios, menos a los hombres, saber que era bebida de marineros, ya que aquí son en cierto modo de usos llanos, aunque de ningún modo les habría causado buen efecto enterarse de que para ellos constituía un alimento y no una golosina. En fin, para alternar y por no desatender las costumbres, la dueña de casa prodigó también el mate, que en definitiva gustó más que el cacao.

Antes de la comida nocturna se incorporó alguien que se había permitido prescindir de la «recepción inglesa». La divisé desde que traspuso la puerta y a partir de ese instante la reunión se convirtió para mí en un sutil juego de expectativa.

Era la esposa del meteoro de sol. Luciana, cónyuge de Honorio Piñares de Luenga, colega de Godofredo Alijo, ausente una vez más sin que nadie reparase en ello, porque la esposa y no él aparecía siempre en reuniones y el mundillo oficial había concluido por habituarse a que así fuera.

Naturalmente, no me era desconocida Luciana y hasta algunos diálogos mediaron antes entre nosotros. Desde que, por el reto del marido, supe que ella era la mujer del baño en el arroyo, dispense ocasionales lapsos imaginativos a su cuerpo, agraciado más de lo que las ropas permitían suponer. No obstante, desconté que se trataba de algo prohibido e imposible.

Aunque Piñares no hubiese venido, la presencia de ella en la fiesta entorpecía, trababa mis movimientos, más porque no me dirigió una mirada ni dio la menor posibilidad al saludo personal que yo no habría sabido cómo presentarle.

Me condenaba por no haber previsto el encuentro, rigurosamente lógico por eso de ser Alijo y Piñares miembros del mismo cuerpo. Es que en los días que mediaron desde el convite mi atención estuvo puesta, de un modo excluyente, en Rita.

Permanecí en casa tanto como antes nunca lo hice. Aceché su paso, vigilé sus salidas a misa, todo en pos de algún signo de condescendencia en retribución del encubrimiento. Pero prescindió orgullosamente de mí.

Me puse afiebrado como si la fiebre me viniese de la cabeza, consagrada a Rita y los proyectos que con ella me hacía.

La fiesta se me presentó como un probable respiro.

Tres horas de tertulia, entre cacao y cena, forzosamente tenían que acrecer la familiaridad que lo limitado de nuestro círculo favorecía en la vida cotidiana, siempre repetida a lo largo de meses y años.

Podíamos permitirnos mucho, unos a otros, aunque en verdad yo permitiese más de lo que mi natural corrección me autorizaba a hacerles a los demás.

Alguien propuso, en la rueda masculina, que al cabo de la cena, devueltas las mujeres al hogar, se hiciera una reunión con mulatas libres en cierta casa de las afueras. Como la mayoría aprobó con lascivia evidente en la comisura de los labios, un hombre de iniciativa, un organizador consagrado, preguntó de a uno en uno quiénes irían, para echar cálculos y disponer todo en una escapada inmediata.

Yo me hacía fiera violencia en la vacilación, hasta que llegó mi turno y me excusé.

Entonces, uno de ellos, como muchos ya al tanto de mi conducta, me preguntó sin malicia:

—¿Sólo blanca ha de ser?

—¡Y española! —respondí con arrogancia.

Lo terminante de mi réplica cortó cualquier posibilidad de comentario.

El organizador prosiguió tomando lista.

Sólo el hombre de la pregunta no cejó en su curiosidad y, con respeto y discretamente, se atrevió a llamarme aparte para decirme que estaba asombrado de mi preferencia excluyente. Me pidió el honor de confiarle si al proceder de tal modo estaba dando cumplimiento a un voto de carácter religioso.

Le contesté la verdad:

—Temo el contagio del mal gálico. Temo perder la nariz, comida por la enfermedad.

Me dejó en paz.

No había confesado la totalidad de mis razones, sí una principal. Nunca, hasta hacerlo, pude prever que descubriría así mis aprensiones y un móvil de mi conducta a una persona ajena a mi intimidad.

Pero era un caballero y ni el menor gesto insinuó la burla que bien podía permitirse cuando, en la mesa, hablando para los comensales más cercanos, incluso las señoras, el dueño de casa peroró con aprobación sobre los hombres virtuosos e insinuó cuál de los contertulios podía ser tenido por tal.

Yo me hallaba en su radio de influencia; también Luciana, pero creí que ella no atendía el discurso moralista. Sin embargo, cuando el perorante dio a entender quién de los que ahí estábamos cargaba, según dijo, el tormento blanco y santificador de la pureza, Luciana soltó el brío de su mirada penetrándome, sus ojos puestos en los míos brevemente. Fue como si ella respondiera sin resistencia al llamado de algo nuevo y levemente extraño.

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