Zigzag (3 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: Zigzag
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Abrió el periódico por una página central al azar y lo alisó.

—Imaginaos que esta hoja es un plano en el espacio... Bajó la vista para separar la hoja de las restantes sin dañar el diario.

Y lo vio.

El horror es muy rápido. Somos capaces de horrorizarnos incluso antes de tener conciencia de ello. No sabemos aún por qué, y ya nuestras manos tiemblan, nuestro semblante palidece o nuestro estómago se encoge como un globo desinflado. La mirada de Elisa se había posado en uno de los titulares del ángulo superior derecho de la hoja y, antes incluso de entender del todo lo que significaba, una brutal descarga de adrenalina la paralizó.

Leyó lo más básico de la noticia en cuestión de segundos. Pero fueron segundos eternos durante los cuales apenas si fue consciente de que sus alumnos habían enmudecido esperando a que continuara, y ya empezaban a percibir que algo extraño sucedía: había codazos, carraspeos, cabezas que se volvían para interrogar a los compañeros...

Una nueva Elisa levantó los ojos y se enfrentó a la expectación silenciosa que había provocado.

—Eh... Imaginaos que doblo el plano por este punto —prosiguió sin temblar, con la voz átona de un piloto automático. No supo cómo, pero siguió explicando. Escribió ecuaciones en el encerado, las desarrolló sin errores, hizo preguntas y puso otros ejemplos. Fue una hazaña íntima y sobrehumana que nadie pareció percibir. ¿O sí? Se preguntaba si la atenta Yolanda, que la escrutaba desde la primera fila, habría captado un resto del pánico que la sobrecogía.

—Lo dejaremos aquí —dijo cuando quedaban cinco minutos para el final de la clase. Y añadió, estremeciéndose ante la ironía de sus palabras—: Os advierto que a partir de ahora todo se hará más complicado.

Su despacho quedaba al final del pasillo. Por fortuna, los demás compañeros estaban ocupados y no encontró a nadie durante el trayecto. Entró, cerró con llave, se sentó tras el escritorio, abrió el periódico y casi arrancó la página mientras se entregaba a leer con el ansia de quien revisa un listado de fallecidos esperando no encontrar a un ser querido, pero sabiendo que al fin aparecerá, inevitablemente, el nombre exacto, reconocible, como subrayado en otro color.

La noticia apenas ofrecía datos, solo la fecha probable del suceso: aunque el hallazgo se había producido al día siguiente, todo parecía haber ocurrido durante la noche del lunes 9 de marzo de 2015.
Anteayer
.

Sintió que le faltaba el aire.

En ese instante la claridad del vidrio esmerilado de la puerta se convirtió en una sombra.

Aun sabiendo que su origen debía de ser trivial (un conserje, un compañero), Elisa se levantó de la silla, incapaz siquiera de proferir una palabra.

Ahora viene a por ti.

La sombra permaneció inmóvil frente al cristal. Se escuchó un ruido en la cerradura.

Elisa no era una mujer cobarde, todo lo contrario, pero en aquel momento la sonrisa de un niño habría podido horrorizarla. Notó una superficie fría en contacto con su espalda y su trasero, y solo entonces fue consciente de que había estado retrocediendo hasta la pared. Largos y húmedos cabellos negros ocultaban a medias su rostro sudoroso.

La puerta se abrió al fin.

Algunos sustos son como muertes sin perfilar, bosquejos de muertes que nos despojan momentáneamente de la voz, la mirada, las funciones vitales, durante los cuales no respiramos, no podemos pensar, nuestro corazón no late. Aquél fue uno de esos terribles momentos para Elisa. El hombre, al verla, dio un respingo. Era Pedro, uno de los conserjes. Sostenía unas llaves y un manojo de cartas.

—Perdón... Pensé que no había nadie. Como nunca viene por aquí después de clase... ¿Puedo pasar? Vengo a dejarle el correo. —Elisa murmuró algo, el conserje sonrió, cruzó el umbral y dejó las cartas en el escritorio. Luego se marchó, no sin antes echar un vistazo al periódico abierto y al aspecto de Elisa. A ella no le importó. De hecho, aquella brusca interrupción la había ayudado a sacudirse el terror de encima.

Repentinamente comprendió lo que tenía que hacer.

Cerró el periódico, lo guardó en el bolso, revisó por encima el correo (comunicaciones internas y de otras universidades con las que mantenía contacto, nada que en aquel momento le importara) y salió del despacho.

Ante todo, debía salvar su vida.

2

El despacho de Víctor Lopera se hallaba frente al suyo. Víctor, que acababa de llegar, se entregaba con modesto placer a fotocopiar el jeroglífico del periódico matutino. Coleccionaba aquellos pasatiempos, tenía álbumes enteros llenos de acertijos entresacados de Internet, o de diarios y revistas. Cuando la hoja salía por la bandeja oyó golpecitos en su puerta.

—¿Sí?

Apenas se percibió cambio alguno en su tranquila expresión al ver a Elisa: sus espesas cejas oscuras se arquearon ligeramente y las comisuras de sus labios distendieron un poco la cara lampiña tras las gafas, en un gesto que, según la escala de conducta de su propietario, quizá fuera considerado una sonrisa.

Elisa ya estaba acostumbrada al carácter de su compañero. Pese a su timidez, Víctor le agradaba mucho. Era una de las personas en quien más confiaba. Aunque en aquel momento solo podía ayudarla de una forma.

—¿Qué tal el enigma de hoy? —Ella sonrió despejándose el cabello de la frente. Era una pregunta casi ritual: a Víctor le gustaba que se interesase por su afición, incluso le comentaba algunos de los más curiosos jeroglíficos. No tenía muchas personas con quien hablar sobre aquellos temas.

—Bastante fácil. —Le mostró la página fotocopiada—. Un tipo mordiendo una pared. «¿Estás sordo?», dice la pregunta. La solución debe de ser: «Como una tapia». ¿Comprendes? «Como... una tapia...»

—No está mal —dijo Elisa riendo.
Intenta mostrarte despreocupada
. Sentía deseos de gritar, de huir, pero sabía que debía comportarse con serenidad. Nadie iba a ayudarla, al menos de momento: estaba sola—. Oye, Víctor, ¿te importaría decirle a Teresa que no voy a poder dar el seminario sobre cuántica este mediodía? Es que no está en su despacho y quiero irme ya.

—Claro. —Otro movimiento casi imperceptible de las cejas—. ¿Te pasa algo?

—Me duele la cabeza y creo que tengo fiebre. Quizá sea gripe.

—Vaya.

—Sí, qué mala suerte.

Aquel «vaya» era todo lo cerca que Víctor podía encontrarse de manifestar su afecto, y Elisa lo sabía. Se miraron un instante más y Víctor dijo:

—No te preocupes. Se lo diré.

Ella se lo agradeció. Mientras se marchaba oyó: «Que te mejores».

Víctor permaneció en la misma postura durante un tiempo indeterminado: de pie, con la fotocopia en la mano, mirando hacia la puerta. Su rostro, tras la máscara de las anticuadas y grandes gafas metálicas que usaba, no mostraba otra cosa que un ligero desconcierto, pero en la intimidad de sus pensamientos había preocupación.

Nadie te ayudará.

Se dirigió apresuradamente hacia su coche en el aparcamiento de la escuela. La fría mañana de marzo, con el cielo casi blanco, la hizo temblar. Sabía que no tenía gripe, pero pensó que no podía reprochársele esa mentira en aquel momento.

De vez en cuando volvía la cabeza para mirar a su alrededor.

Nadie. Estás sola. Y todavía no has recibido la llamada. ¿O sí?

Sacó el móvil del bolso y rastreó su buzón de mensajes. Ninguno. Tampoco había correos electrónicos nuevos en su reloj-ordenador de pulsera.

Sola.

Por su mente cruzaban millares de preguntas, un incesante tráfico de inquietudes y posibilidades. Se dio cuenta de lo nerviosa que estaba cuando casi se le cayó el mando a distancia de las puertas del coche. Maniobró despacio, aferrando el volante con ambas manos y planeando cada gesto del acelerador y el embrague, como una principiante en el examen decisivo del carnet. Decidió no conectar el ordenador del vehículo y concentrarse en la conducción sin asistencia: eso la ayudaría a mantener la calma.

Salió de la universidad y enfiló por la carretera de Colmenar de regreso a Madrid. El espejo retrovisor no le ofrecía ninguna información especial: los coches la adelantaban, nadie parecía interesado en situarse tras ella. Al llegar a la entrada norte de la ciudad escogió la desviación hacia su barrio.

En un momento dado, mientras atravesaba Hortaleza, oyó el familiar timbre de su móvil. Miró hacia el asiento del copiloto: lo había guardado dentro del bolso, olvidándose de conectarlo a los altavoces. Aminoró la velocidad a la vez que introducía una de las manos en el bolso y tanteaba frenéticamente.
Es la llamada
. El timbre parecía reclamarla desde el centro de la Tierra. Sus dedos palpaban como los de una ciega: una cadenilla, un bolsillo, las aristas del teléfono
... La llamada, la llamada...

Por fin encontró el aparato, pero al sacarlo se le resbaló entre los dedos sudorosos. Lo vio caer en el asiento y rebotar hacia el suelo. Quiso recogerlo.

De improviso, como surgida de la nada, una sombra se abalanzó sobre el parabrisas. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar: pisó el freno instintivamente y la inercia le aplastó el esternón contra el cinturón de seguridad. El tipo, un hombre joven, dio un salto hacia atrás y golpeó, enfadado, el capó del coche. Elisa se percató de que se trataba de un paso de cebra. No lo había visto. Levantó la mano para disculparse y oyó claramente los insultos del joven a través del cristal. Otros transeúntes la miraban con desaprobación.
Calma. Así no lograrás nada. Conduce con calma y vete a casa.

El móvil había enmudecido. Con el coche detenido en el paso de cebra y haciendo caso omiso a las protestas de otros vehículos, Elisa se agachó, recogió el teléfono y examinó la pantalla: el número desde donde la habían llamado no había quedado grabado.
No te preocupes: si era la llamada, volverán a intentarlo
.

Dejó el teléfono en el asiento y prosiguió el viaje. Diez minutos después estacionó en el garaje comunitario de su edificio, en la calle Silvano. Descartó el ascensor. Subió a pie los tres pisos hasta su casa.

Aunque estaba segura de que resultaría inútil, cerró la puerta reforzada (la había ordenado colocar tres años antes y le había costado una fortuna) con los cuatro pestillos de seguridad y la cadena magnética, y dejó conectada la alarma de entrada. Luego recorrió la casa cerrando todas las persianas metálicas electrónicas, incluso la que daba al patio de la cocina, al tiempo que encendía las luces. Antes de cerrar la del comedor, apartó los visillos y miró hacia la calle.

Los coches pasaban, la gente se deslizaba como por un acuario de ruidos tamizados, había almendros y paredes con pintadas. La vida seguía. No vio a nadie que le llamara especialmente la atención. Cerró aquella última persiana.

Encendió también las lámparas del cuarto de baño y la cocina, así como la de la habitación donde hacía deporte, que carecía de ventanas. No olvidó las lamparitas de la mesilla de noche que flanqueaban una cama sin hacer, cubierta de revistas y apuntes de física y matemáticas.

Un burujo de seda negra se acumulaba a los pies de la cama. La noche previa había estado entregada a su juego del Señor Ojos Blancos, y aún no había recogido la ropa interior desperdigada por el suelo. La recogió entonces, sintiendo escalofríos (pensar en su «juego» la estremecía más que de costumbre en esos instantes), y la guardó desordenada en los cajones de la cómoda. Antes de salir, se detuvo en el gran cuadro enmarcado con la fotografía de la Luna, que era lo primero que veía al despertar cada mañana, y presionó el interruptor adosado al marco: el satélite se iluminó con una tonalidad blanca fosforescente. De vuelta al comedor, terminó de encender el resto de las luces con el control principal: la lámpara de pie, los adornos de la estantería... Hizo lo propio con dos lámparas especiales que funcionaban con baterías recargables.

En el contestador de su teléfono fijo parpadeaban dos mensajes. Los escuchó conteniendo el aliento: uno era de una editorial científica a cuya revista estaba suscrita y el otro de la empleada del hogar que trabajaba por horas en su casa. Elisa solo la citaba cuando ella podía estar también en el domicilio, ya que no quería que nadie invadiese en su ausencia la intimidad de su vida. La empleada le proponía un cambio de días para ir al médico. Elisa no le devolvió la llamada: simplemente, borró el mensaje.

Luego encendió la pantalla de cuarenta pulgadas de la televisión digital. En los múltiples canales de noticias ofrecían informes meteorológicos, deportes y datos económicos. Abrió un cuadro de diálogo, tecleó un par de palabras claves y el televisor inició una búsqueda automática de la noticia que le interesaba, pero no obtuvo resultados. Dejó puesto un informativo en inglés de la CNN y bajó el volumen.

Tras pensarlo un instante, corrió a la cocina y abrió un cajón electrónico debajo del programador de temperaturas. Encontró lo que buscaba al fondo. Lo había comprado un año antes con ese único propósito, pese a que también estaba convencida de la inutilidad de tal medida.

Observó por un momento sus propios ojos horrorizados, reflejados en la acerada superficie del cuchillo carnicero.

Esperaba.

Había regresado al comedor, y, tras asegurarse de que el teléfono funcionaba correctamente y el móvil tenía suficiente batería, se había sentado en una butaca frente al televisor con el cuchillo sobre los muslos.

Estaba esperando.

El gran oso de peluche que le habían regalado los compañeros por su cumpleaños el año anterior se hallaba en una esquina del sofá frente a ella. Llevaba un babero con las palabras

«Feliz cumpleaños» bordadas en rojo y el logotipo de la Universidad Alighieri debajo (el aguileño perfil de Dante). En su vientre, en letras doradas, el lema de la universidad: «Las aguas por las que navegaré nadie las ha surcado». Sus ojos de plástico parecían espiar a Elisa y su boca en forma de corazón semejaba hablarle.

Puedes hacer lo que quieras, protegerte cuanto quieras, engañarte a ti misma pensando que te defiendes. Pero lo cierto es que estás muerta.

Desvió la vista hacia la pantalla, que mostraba el lanzamiento de una nueva sonda espacial europea.

Muerta, Elisa. Tan muerta como los otros.

El grito del teléfono casi la hizo saltar del asiento. Pero entonces le ocurrió algo que le sorprendió: tendió la mano sin titubeos y descolgó el auricular en un estado muy similar a la calma absoluta. Ahora que por fin había recibido la llamada, se sentía inconcebiblemente serena. Su voz no tembló un ápice al responder.

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