—Desde Eagle Group queremos disculparnos por haberlos hecho pasar las fiestas aquí. —Harrison sonrió como si se tratara de un vendedor pidiendo perdón por un error en la venta—. Espero que sean capaces de comprender nuestros motivos. Aunque sé que han estado recibiendo información durante los últimos días, el señor Carter tendrá mucho gusto en contarles las conclusiones. ¿Paul?
—No hemos encontrado pruebas de que la muerte del profesor Craig se relacione con lo sucedido en Nueva Nelson ni con ustedes —dijo Carter y sacó otros papeles de su cartera—. En cuanto al suicidio de Nadja Petrova, por desgracia, sí creemos que se relaciona directamente con la noticia de la muerte de Craig...
Elisa cerró los ojos. Ya había asimilado aquella horrenda tragedia, pero no podía evitar sentirse afectada cada vez que la rememoraba. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué me llamó y luego hizo eso? Los detalles de aquella llamada no lograba recordarlos bien, pero sí recordaba la angustia de Nadja, lo necesitada que se hallaba de su compañía...
—Por esa razón les advertimos que no se comunicaran entre sí —terció Harrison en tono reprobador, y miró a Jacqueline—. Profesora Clissot, no estoy culpándola de nada. Usted hizo lo que creyó correcto: llamó a la señorita Petrova porque la habían llamado a usted, y quería desahogarse con alguien. Lamentablemente, eligió a la persona equivocada.
Jacqueline Clissot ocupaba un asiento en el extremo de la mesa. Estaba vestida con un pijama azul celeste y un batín, pese a lo cual y a los años transcurridos, seguía siendo una mujer deslumbrante. Elisa se fijó en un detalle: se había teñido el pelo de negro.
—Lo siento —dijo Jacqueline casi sin voz, bajando los ojos—. Lo siento tanto...
—Oh, no se culpe, repito —dijo Harrison—. Usted no sabía que la señorita Petrova iba a reaccionar de la forma en que lo hizo. Pudo ocurrir con cualquiera. Tan solo recuérdelo para no repetirlo en otra ocasión.
Jacqueline siguió con la cabeza gacha y los hermosos labios temblorosos, como si nada de lo que Harrison pudiera decirle lograra despojarla de la convicción de merecer el mayor de los castigos. Elisa sintió temor: pensó que ella también había hecho mal en hablar con Nadja.
—Hemos reconstruido lo sucedido. —Carter estaba repartiendo más papeles: fotocopias de noticias de periódicos internacionales—. Nadja Petrova habló con la profesora Clissot a las siete de la tarde. Luego llamó a la profesora Robledo cerca de las diez de la noche. A las diez y media se había cortado las venas de ambos brazos. Murió desangrada en el cuarto de baño.
—Después de que usted le propusiera salir a cenar juntas —indicó Harrison en dirección a Elisa. Ella tuvo que esforzarse por no soltar las lágrimas.
—Aquí pueden consultar la información de prensa en ambos casos —señaló Carter, y cedió de nuevo el turno a Harrison, como dos actores que ensayaran juntos.
—Desde luego, no todo se cuenta. Es cierto que nosotros intervinimos, pero les diré por qué. Cuando el profesor Craig fue asesinado, nos intrigamos. Enviamos unidades especiales a casa de Craig y volvimos a vigilarlos a todos ustedes: fue así como escuchamos las llamadas telefónicas que hicieron. La señorita Petrova estaba muy nerviosa, de modo que ordenamos a uno de nuestros agentes que se asegurara de que se hallaba bien. Pero cuando se presentó en su casa, descubrió que se había suicidado. Entonces acordonamos la zona y decidimos traerlos a todos aquí, para evitar otra tragedia...
—El método no fue muy ortodoxo, pero se trataba de una emergencia.
Harrison retomó la frase de Carter:
—El método no fue ortodoxo, pero lo volveremos a hacer, que quede claro, con cualquiera de ustedes o con todos, si fuera preciso. —Los miró por turno. Se detuvo en Elisa, que bajó los ojos. Luego en Jacqueline, que no lo miraba—. ¿Me explico, profesora? Jacqueline se apresuró a contestar:
—Perfectamente.
—Han pasado una temporada aislados por su propia seguridad y la de aquellos que los rodean. Ya lo hemos dicho muchas veces: sufrieron el Impacto. Hasta que no comprendamos mejor qué ocurre con un ser humano que ha contemplado el pasado, tendremos que tomar medidas
tajantes
cada vez que la situación lo requiera. Supongo que me explico con claridad. —Volvió a mirar a Elisa, que asintió de nuevo. La mirada de Harrison la estremecía, con aquellos ojos azules que casi parecían puntiagudos—. Son ustedes gente culta, una élite de inteligencias... Estoy seguro de que me entienden.
Todos asintieron.
—¡Pero... barajaban la hipótesis de que un grupo organizado hubiese matado a Colin! —saltó Marini de repente. Su tono llamó la atención de Elisa: como si tal posibilidad le pareciera deseable. Tenía los ojos enrojecidos y un tic le irritaba el párpado izquierdo.
—No hay indicios que apunten a ninguna clase de organización-dijo Carter.
—El profesor Craig murió fortuitamente a manos de un par de peligrosos criminales del Este buscados por Scotland Yard —agregó Harrison—. Se dedicaban a entrar en las casas, torturar y matar a sus habitantes y llevarse todos los objetos de valor. Ya han sido atrapados. Fue una tragedia, pero pudo terminar ahí, de no ser porque ustedes empezaron a contarse la noticia unos a otros, angustiados... y la señorita Petrova no pudo soportar la angustia.
—De todas formas, no regresarán a sus casas desprotegidos —dijo Carter—. Seguiremos vigilándolos, al menos durante unos meses, por su propia seguridad. Y continuaremos con las entrevistas con equipos especializados...
—¿Y si no queremos regresar? —exclamó Marini—. ¡Tenemos derecho a vivir protegidos!
—Es su elección, profesor. —Harrison abrió las manos—. Podemos retenerle el tiempo que quiera, como en una burbuja, si eso es lo que desea... Pero no hay ninguna razón objetiva para hacerlo. Nuestro consejo es que continúen con su vida normal.
Aquella expresión hizo que Elisa apretara los dientes. Ignoraba el significado de «vida normal», y sospechaba que nadie —menos aún Carter y el relamido de Harrison podría explicárselo.
Todos estaban muy fatigados y regresaron a sus habitaciones tras la comida. Por la tarde, antes de llevarla al avión, le devolvieron sus objetos personales. Echó un vistazo al calendario del reloj: sábado, 7 de enero de 2012.
Ocho meses después, la mañana del martes 11 de septiembre, recibió un mensaje de propaganda en su reloj-ordenador. Mostraba un plano de las calles céntricas de Madrid con un reloj en la esquina superior. El reloj era el producto que se anunciaba: un prototipo de reloj-ordenador de pulsera que contaba con un sistema Galileo incorporado, el novedoso y avanzado método europeo de localización por satélite. Para demostrarlo, el usuario podía desplazar el puntero por el mapa, y en los sitios señalados con un círculo rojo se ofrecían datos de localización y sonaba una música distinta. El eslogan decía: «Dedicado a ti». Elisa estaba a punto de borrarlo cuando se percató de un detalle.
La música que se escuchaba en todos los puntos, salvo en uno, era la misma. La reconoció de inmediato: la partita que él tocaba siempre. Nunca la olvidaría.
Se intrigó. Situó el puntero en el único círculo donde no se oía aquella melodía. Escuchó otra, también para piano, pero en este caso muy popular. Hasta ella sabía cuál era.
De súbito sufrió un escalofrío.
Dedicado a ti.
Comprobó entonces que cuando situaba el puntero en aquel círculo, el reloj del anuncio cambiaba de hora: de 17.30 a 22.30.
Decidió borrar el mensaje, asustada.
Últimamente se asustaba por todo. A decir verdad, había pasado aquel horrible verano convertida en un flan que temblaba a la mínima ocasión y que solo servía para cultivar un aspecto cada vez más espectacular, comprar ropa que nunca se le hubiese ocurrido ponerse en otros tiempos, decir que no a todos los hombres que deseaban salir con ella (muy numerosos y con invitaciones muy sugerentes), encerrarse en casa tras los pestillos y alarmas e intentar vivir tranquila. Pese a que no había sido la mejor de sus vacaciones de verano, había empezado a recuperar el ánimo tras la horrible experiencia navideña, y no deseaba dar un paso atrás.
Esa tarde volvió a recibir el mismo mensaje. Lo borró. Lo recibió otra vez.
Al llegar a casa sentía pánico. Aquel correo tan minucioso, tan bien preparado (si es que se trataba de lo que ella creía, y estaba segura de no equivocarse), le traía horrendos recuerdos.
De haber sido la llamada de alguien, fuera quien fuese, se habría negado a aceptar. Pero el mensaje la atraía y repelía a la vez: le parecía como cerrar el círculo de su vida. Todo había empezado para ella con un mensaje en clave, y quizá todo podía terminar igual.
Tomó una decisión.
La hora señalada era las 22.30. Disponía de casi dos horas, tiempo de sobra para llegar. Se vistió maquinalmente: no se puso sujetador, eligió un vestido de una pieza de color marfil;, ceñido como una malla, que le dejaba cuello y brazos desnudos, botas blancas de caña y un brazalete plateado (usaba muchos brazaletes y pulseras). Cogió un bolso pequeño donde guardó un frasquito del perfume que había comprado recientemente, pintalabios y otros útiles de maquillaje. Se había arreglado el, pelo y lo llevaba revuelto adrede formando bucles, siempre negro, su color natural, que tanto le gustaba. Antes de salir, abrió el mensaje y punteó en el círculo donde sonaba esa otra melodía tan famosa. Se cercioró de la dirección y salió de casa.
A lo largo del trayecto estuvo pensando en aquella música y en la leyenda del mensaje: «Dedicado a ti». Eso le había dado la pista.
Era
Para Elisa
, de Beethoven.
Sin saber muy bien la razón, decidió ir en metro. Estaba tan ansiosa que ni siquiera percibió las miradas que le dedicaban los pasajeros a su alrededor. Se bajó en Atocha, en una noche aún cálida que, sin embargo, preludiaba la llegada del otoño. Mientras caminaba hacia el lugar del mapa recordó aquella otra noche seis años atrás, en que Valente la había citado mediante una argucia similar para explicarle que existía un escenario con falsas paredes y que ella era una de las protagonistas de la farsa.
Ahora las cosas habían cambiado. Sobre todo ella.
No solían importarle las frases obscenas que le dedicaban algunos hombres en la calle, pero en aquel momento las brutalidades que un grupo de chavales le gritaron al pasar la dejaron pensativa. Observó de reojo su figura en los cristales de los escaparates: alta, estilizada, de silueta color marfil y botas con tacones. Se detuvo frente a uno de los comercios, extrañada. La malla la desnudaba casi más que si no llevara nada encima y el brazalete ceñido en su bíceps y las botas de caña le otorgaban una apariencia muy distinta de la que ella, en realidad, quería ofrecer.
¿Cómo era posible aquel giro de ciento ochenta grados? El recuerdo de la noche en que había conocido a Valente le había hecho pensar en los profundos cambios que había sufrido su personalidad desde entonces: la estudiante Elisa, tan descuidada en aspecto y vestuario, se había transformado en la profesora Robledo, ridícula aspirante a modelo de pasarela o actriz de cabaret. Hasta su madre, la elegantísima Marta Morandé, solía decirle que no parecía ella misma. Como si fuese otra persona.
El corazón le retumbaba mientras se observaba en el cristal. ¿Para
quién
se arreglaba así? ¿Por influencia de
quién
había cambiado tanto? Se le ocurrió algo muy raro.
A Valente le hubiese gustado
.
Reanudó la marcha sintiéndose extraña. Extraña y misteriosa, como si parte de su voluntad escapara a su control. Pero terminó aceptando que la fantasía de sentirse deseada también le pertenecía. Podía resultar enigmática y hasta repulsiva, pero procedía de ella, sin duda, y la Elisa de antaño no tenía ningún derecho a protestar.
Los tacones de sus botas blancas repiqueteaban en la acera al acercarse al lugar de la cita. Tenía miedo, y al mismo tiempo experimentaba un deseo intenso de que aquella cita fuese algo real. En los últimos meses, miedo y deseo confabulaban dentro de ella con frecuencia.
La dirección era una simple esquina. No había nadie allí. Miró a su alrededor y recibió la ráfaga de los faros de un coche estacionado en una callejuela perpendicular. Sintiendo que el corazón se le aceleraba, se acercó. Alguien tras el volante le abrió la portezuela del asiento contiguo. El coche arrancó de inmediato y buscó la salida hacia el Paseo del Prado. El conductor dijo:
—Dios mío, nunca te hubiese reconocido. Estás... tan diferente...
Ella apartó la vista, enrojecida.
—Por favor, deja que me vaya —le pidió—. Para y déjame salir.
—Elisa: desde hace dos semanas han abandonado la vigilancia. Me consta.
—No me importa. Déjame salir. No debemos hablar entre nosotros.
—Concédeme una oportunidad. Necesitamos reunirnos sin que ellos lo sepan. Una sola oportunidad.
Elisa le miró. Blanes tenía mucho mejor aspecto que en la base de Eagle. Llevaba una camisa holgada y vaqueros; seguía con barba, quizá exactamente la misma cantidad de pelos que había perdido en la cabeza. Pero era obvio que parecía distinto. Ella también parecía distinta. Se sintió absurda así vestida. Toda su frágil existencia se desplomó de golpe ante ella. Pensó que quizá él tenía razón: era preciso que hablaran.
—La verdad, me alegro de verte —agregó él, sonriendo—. No estaba seguro al cien por cien de la eficacia de ese mensaje musical... Ya te he dicho que han abandonado la vigilancia, pero quise tomar precauciones. Además, sospechaba que no ibas a venir de otra forma. A Jacqueline también tuvimos que... ponerle un cebo.
No dejó de notar aquel plural: «tuvimos». ¿A quién más se refería? Pese a todo, la presencia de Blanes, su proximidad, era sólida y la reconfortaba. Mientras contemplaba el desfile luminoso del Madrid nocturno le preguntó por los demás.
—Se encuentran bien: Reinhard ha viajado en tren con un billete sacado por uno de sus alumnos, y Jacqueline ha venido en avión. Sergio Marini no podrá venir. —Y, ante la expresión interrogante de Elisa, añadió—: No te preocupes, no le ocurre nada, pero no vendrá.
El resto del viaje, a través de autopistas de luz amarilla y carreteras negras, fue silencioso. La casa se hallaba en pleno campo, cerca de Soto del Real, y parecía grande incluso en la oscuridad. Blanes le explicó que se trataba de una vieja posesión de su familia, ahora propiedad de su hermana y su cuñado, que habían pensado en convertirla en albergue rural. Agregó que Eagle no tenía conocimiento de su existencia.